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Del flujo tenso al «trabajo en grupo»: los colectivos recompuestos

Con la automatización de la producción industrial y la informatización generalizada del taller y de la oficina, los puestos de trabajo son cada vez menos individualizados y se vuelven altamente interdependientes. El debilitamiento de los procesos productivos a causa de recurrir al flujo tenso en los sistemas automatizados viene a reforzar esta nece­sidad del trabajo colectivo. En otras palabras, ya no se trata de la relación entre un hombre y una máquina, o bien, entre un expediente y un empleado, sino las relaciones entre un segmento de producción o un conjunto de expedientes y un grupo de hombres y de mujeres que se comprometen a mantener la producción. Es el teamwork iniciado en Japón en la década de 1960 y generalizado con el advenimiento del principio del flujo tenso, que más bien se traduce por trabajo en grupo para distinguirlo, en francés, del trabajo en equipo fordiano.

Pero si el reconocimiento del carácter colectivo del trabajo tuvo lugar durante las décadas recientes, el management percibió al mismo tiempo los riesgos de ver construirse colectivos de trabajo fuertemente cohesivos, susceptibles de resistir las órdenes del flujo tenso y, sobre todo, los objetivos siempre más elevados de la jerarquía. Es la razón por la cual el trabajo colectivo está minuciosamente organizado por la dirección en los grupos de trabajo formados por ella misma, ¡lejos de los colectivos con ciertas afinidades que caracterizaban con demasiada frecuencia el periodo fordiano! Aquí más bien se trata de lo que podría denominarse colectivos artificiales constituidos por asalariados uno al lado de otro sin tener lazos afectivos, intelectuales o sindicales. Esto no impide –y esta no es la menor de las paradojas– a estos grupos de trabajo ser responsables colectivamente de la producción de bienes o de servicios en materia ¡de calidad y de cantidad! Por ejemplo, en un grupo de obreros, los puntos de no-calidad –un eufemismo que no engaña a nadie– se distribuyen colectivamente y hacen que desaparezca la prima de calidad individual más allá de cierto techo.

Esto no deja de estimular la crítica de los miembros del grupo hacia quien es la causa de la falta sancionada. He aquí una de las características esenciales del trabajo en grupo –cualquiera que sea la taxonomía utilizada–: el ser un sistema que incita la presión de los pares sobre los pares y desarrolla la autodisciplina del grupo hasta instaurar en él una disciplina férrea. En efecto, ya no es «el pequeño jefe» el que hace las observaciones desagradables en el trabajo de tal o cual asalariado, sino el grupo mismo o, por lo menos, el que se convierte en portavoz. La crítica no entabla una relación jerárquica como antes, basada en la racionalidad burocrática del mandato, sino que ataca el amor propio de quien está en la mira, que es afectado mucho más profundamente que por el comentario de un jefe cuya función es esa.

Es uno de los fundamentos del desarrollo del malestar en el trabajo; lo que muchos asalariados señalan como el mal ambiente laboral proviene en gran medida del deterioro de las relaciones sociales horizontales, en grupos de trabajo que ya no son colectivos –de ayuda mutua– sino yuxtaposiciones de individuos que se tiende a despersonalizar a través de una competencia frenética para alcanzar objetivos imposibles respecto a las posibilidades que disminuyen. Al mismo tiempo, y seguramente es una compensación ante los esfuerzos prestados, los asalariados tienden a ocupar una variedad de puestos y su trabajo se encuentra diversificado, incluso algunas veces enriquecido, cuando se trata de reflexionar sobre ciertas mejoras. De ahí que, más allá de las presiones vividas en el grupo de trabajo, existe cierta satisfacción en el trabajo para una gran parte de los asalariados. Por supuesto, la división del trabajo circunscribe la amplitud de las iniciativas o de las responsabilidades, pero este aumento de las tareas sigue siendo un factor de movilización y de implicación. La negación, por ciertos analistas del trabajo incluso por ciertos sindicalistas, de esta aportación de la relativa autoorganización del trabajo en el seno del grupo impide comprender por qué una gran parte de los asalariados se adapta a las nuevas condiciones de trabajo que se asocian a la instauración del flujo tenso con mano de obra reducida. Finalmente, este aumento de las tareas, que algunos denominan polivalencia, multivalencia o poliactividad –insistiendo en matices infinitesimales–, vuelve a los asalariados cada vez más intercambiables: si alguien se ausenta por un breve lapso ya no es reemplazado, puesto que el resto del grupo puede garantizar la carga de trabajo del que faltó. Más aún, la movilidad horizontal de un grupo a otro, de una oficina a otra, de una fábrica a otra, ya no es factor de promoción, sino que se inscribe en la normalidad hasta que la movilidad geográfica pertenezca a la panoplia de los gerentes de «recursos humanos» que pueden hacer uso de ella, como en Japón, para desplazar a los asalariados por un tiempo prolongado a través de todo el país.

El trabajo en grupo condujo a otra innovación gerencial con efectos espectaculares, aunque raras veces imaginada como tal: se trata de la creación de los team leaders (en Japón y en los países anglosajones) que se volvieron en Francia instructores, coordinadores, jefes de grupo, etcétera. El coordinador vela por el buen desarrollo de las operaciones, maneja ausencias y Réduction du temps de travail (RTT), organiza los planes de formación-adaptación, remplaza a los ausentes en caso de necesidad urgente, etcétera. Es un colega como los demás y no tiene poder jerárquico, asegurando el papel de supervisión del antiguo gerente de proximidad, cuya desaparición representa una notable reducción de los costos que se hizo posible por la coerción en el trabajo incluso en el flujo tenso. Al no tener función jerárquica, el coordinador no puede imponer una decisión o una práctica, debe convencer de la justicia de esa decisión desde su punto de vista, lo que evita ciertas tensiones con la jerarquía, las cuales se ha visto que son desplazadas hacia las relaciones entre pares, encontrándose el personal directivo, por así decirlo, exonerado. Así pues, la función de coordinador está plena de ambivalencias que la vuelven difícil de mantener, porque permanentemente hay que esforzarse. ¿Por qué aceptar una posición como esa? En primer lugar, porque el coordinador se libera de las obligaciones directas del flujo tenso que son humillantes en numerosos casos; en segundo lugar, por­que quien es elegido lo es también por sus cualidades que pueden conducirlo hacia otras promociones y una carrera gerencial. Desde el punto de vista del análisis de las relaciones de trabajo, la verdadera innovación reside justamente en esta ambigüedad de la situación de team leader o de coordinador; esta ambigüedad de las funciones –un par como los demás, pero ya señalado por la jerarquía como interlocutor o como aspirante-gerente– modificó la percepción de los dirigentes por los asalariados ejecutantes. Las exigencias y las órdenes ya no llegan directamente de arriba, son filtradas por un par que las comparte y hace que las acepten sus semejantes a través de las prácticas y las conversaciones persuasivas. La comunicación, ayer difícil entre la palabra horizontal de los pares y las directrices verticales a falta de un «nudo» de intercambios entre estas informaciones más bien heterogéneas, se encuentra facilitada por la invención del coordinador que opera las traducciones necesarias para que los dos flujos informacionales (vertical y horizontal) puedan comunicarse. En resumen, al pasar del equipo fordiano dirigido por un jefe que prescribe y controla las tareas al trabajo en grupo más o menos auto organizado en función de las exigencias del flujo tenso con un par que coordina más de lo que manda, son muchos los hechos que modifican la percepción del trabajo y de sus condiciones, más que los que cambian su naturaleza. Pero las percepciones y las representaciones son por lo menos tan importantes como la realidad de las cosas para hacer que se acepten como tales. Eso no impide que, para asegurarse de la cooperación de la mayor parte de los asalariados con la finalidad de mantener la continuidad de los flujos productivos, haya sido necesario inventar nuevos dispositivos.

Del modelo de la competencia a la evaluación
en todos los sentidos

Una vez más, la fuente de inspiración de la década de 1990 es japo­nesa –lo que es lógico, ya que la lean production es una invención japonesa–. Se trata de la evaluación sistémica del trabajo de todos los asalariados, incluso de los obreros y de los empleados. La evaluación ya se practicaba, pero podría decirse que de forma ligera: desde principios de la década de 1970, la gestión por objetivos (gpo), importada de los Estados Unidos por la empresa cegos (Gélinier, 1968), había instaurado la evaluación de los cuadros, en particular comerciales, sobre objetivos de progresión de su volumen de negocios. El advenimiento de la Gestion prévisionnelle des emplois et des compétences (GPEC) durante la década de 1980 llevaba a los Directeurs des ressources humai­nes (DRH) a organizar la evaluación de las aptitudes de los asala­riados para ocupar los puestos, de los cuales esas mismas direcciones u oficinas especializadas habían redefinido los perfiles y los contenidos con una proyección a tres años, cinco años, incluso diez años. Un poco más tarde, en 1991, el acuerdo Estado-empleadores-sindicatos de asalariados en los balances de competencias se basaba también en la evaluación de las aptitudes y de las competencias de los asalariados que aceptaban –algunas veces con los consejos interesados de gerentes que deseaban «desengrasar»– realizar esos balances.

Como puede apreciarse, desde principios de la década de 1980, el asunto de la evaluación está estrechamente ligado al de las competencias. Más aún, en Francia el término de «cualificación» desaparece poco a poco a favor del de competencia. La cualificación puede defi­nirse como la asociación de un diploma reconocido por el Estado y una experiencia profesional hecha de habilidades más o menos difíciles de formalizar. A la cualificación, la noción de competencia añade la manera en que el asalariado cumple su tarea, cubre sus funciones, en pocas palabras, sirve a su empleador. Hace ya mucho tiempo que los sindicatos reivindican el reconocimiento de esta dimensión del trabajo, denominada también «saber estar» en la década de 1990; para los sindicalistas in situ, debatir esta relación en su propio trabajo es objetivar cierto número de cualidades de los asalariados con la finalidad de contrarrestar las promociones arbitrarias o «en la cabeza del cliente». El Conseil national du patronat français (CNPF) –ancestro del Mouvement des enterprises de France (MEDEF)–,se apropió de esta reivindicación para deslizar de la cualificación –fundamentalmente instituida por el diploma– a la competencia, dependiendo doblemente de una interpretación subjetiva, por parte del evaluador, de las habilidades y de la manera de servir del evaluado. Es el sentido de la definición de la competencia adelantada en 1998 por el cnpf:

La competencia profesional es una combinación de conocimientos, habilidades, experiencias y comportamientos, que se ejercen en un contexto preciso; se constata durante su implementación, en situación profesional, a partir de la cual puede validarse. Así pues, a la ­empresa le corresponde localizarla, evaluarla, validarla y hacerla evolucionar (cnpf, 1998: 5).

La fuerza de esta propuesta es doble: por una parte, evacuar formalmente la inclusión del diploma de la definición de la competencia –¡la palabra está ausente de la definición!– e introducir el término de comportamiento como componente esencial de la competencia profesional; por otra parte, el cnpf ya sólo menciona una única instancia susceptible de validar la competencia: la empresa; tal es la consecuen­cia de la eliminación del Estado como garante de los diplomas. El lector atento observará que el verbo reconocer (las competencias) no pertenece al vocabulario de la federación patronal, porque el reconocimiento, en el vocabulario utilizado en las relaciones profesionales, significa una remuneración adaptada a este, en tanto que el verbo validar no posee esta connotación. En el mejor de los casos, la validación de una competencia permite la habilitación para ocupar tal puesto o tal función, o incluso, autoriza al asalariado a solicitar una movilidad. Finalmente, la desaparición de la referencia al diploma, base común en un sector para jerarquizar las competencias, limita mucho la «portabilidad» de una empresa a otra, limitando así la movilidad entre firmas: a este cuestionamiento el cnpf contesta que les corresponde a las empresas hacer que evolucionen las competencias de los asalariados; así que cada uno sabe lo selectivo que es el derecho a la formación.

La apuesta de esta definición de la competencia profesional gira alrededor de dos conceptos que rompen con la historia de la cualificación en Francia. Se trata del concepto de comportamiento y el de evaluación, y a fin de cuentas de la evaluación del comportamiento. Nosotros analizamos finamente las casillas de evaluación de los asalariados y la mayor parte de ellas contienen dos objetos de evaluación: el trabajo y los comportamientos. La primera parte de las casillas trata de medir los resultados del trabajo en términos de volumen de producción y en términos cualitativos con cuestiones que se resumen en esta: ¿acaso los resultados corresponden a los objetivos? La segunda parte trata sobre los comportamientos de los asalariados, incluso los promotores de estas evaluaciones se defienden cuando son atacados por el hecho de que violan alguna parte de la personalidad o la intimidad de los sujetos. En una gran firma que produce motocicletas en Japón, los ítems de la casilla –llenada por el responsable jerárquico inmediato de los obreros sin que los resultados se comuniquen a los interesados– contienen cuestiones francas:

 cooperación: dominio de sí y de su afecto, respecto a la disciplina en el trabajo, colaboración con los demás y no apego a sus propias opiniones y a sus propios intereses;

 espíritu de iniciativa: voluntad de desarrollo personal, actitud respecto al kaizen, actitud de reto más allá del trabajo solicitado;

 responsabilidad: ¿se libra de sus responsabilidades? ¿Puede dársele trabajo con toda confianza?

Qué sorpresa encontrar en un subcontratista de automóviles del centro de Francia una temática de la casilla de evaluación de los obreros que adopta casi palabra por palabra el vocabulario antes mencionado sin que, por supuesto, sean los mismos autores quienes hayan redactado las dos casillas:

 iniciativas: participación en la vida de la empresa y del taller o de su trabajo. El «muy bueno» busca él mismo y encuentra soluciones a los problemas encontrados sobrepasando el marco de su trabajo, y el «mediocre» atiende pasivamente las órdenes;

 disponibilidad: reacciones ante las solicitudes de servicio de la dirección: cambios de puesto, horarios, horas extras, etcétera. El «muy bueno» propone servicios antes de que se le solicite y el «mediocre» rechaza sistemáticamente los servicios solicitados;

 sociabilidad: comportamiento hacia su entorno (superiores, colegas, personales de los servicios centrales). El «muy bueno» no hace comentarios negativos del superior; corrección perfecta hacia todos; gran amabilidad. El «mediocre» tiene una actitud irascible hacia sus superiores, sus colegas y el personal de servicios.

De hecho, este tipo de evaluación de los comportamientos trata mucho más de la subjetividad de los asalariados que del trabajo e intenta medir su apego o, más aún, su lealtad hacia la empresa, es decir, su ­lealtad hacia la dirección de la empresa. Nosotros encontramos otras vías más sutiles para evaluar esta fidelidad en la empresa que, al interrogar a los asalariados sobre la percepción de su futuro en la empresa, cuestio­na en realidad sus percepciones del todo subjetivas de la empresa, de la oficina o del taller donde realizan su trabajo. Por ejemplo, para preparar la entrevista anual de evaluación, el n+1 distribuye una hoja A3 doble cara que contiene solamente cuatro o cinco preguntas –sobra decir que la hoja está en blanco–, a las cuales debe responder el empleado o el obrero para la semana siguiente. ¿Qué pueden expresar estos últimos sobre «sus fortalezas y sus debilidades» en relación con las necesidades de la empresa? Algunos han confesado estar tan estresados que ya no podían dormir; otros se apoyan en familiares o en sus hijos, más preparados que ellos mismos. La mayoría de las veces, el objetivo es llenar al máximo los espacios en blanco. Las respuestas tienden a satisfacer las expectativas del n+1 y de los jefes, ¡ya que contienen lo que el interesado piensa que su jerarquía desea escuchar de su parte! En otras palabras, la evaluación se transforma en una prueba proyectiva en la que el asalariado escribe y dice lo que él debería ser según la percepción que tiene de su lugar en la oficina o en el taller. Por eso mismo, se compromete con la conformidad esperada de sus superiores; él empeña su personalidad con una posición sometida a las expectativas de la empresa.

Así pues, la evaluación individual aparece como un dispositivo que tiende a la interiorización de normas de comportamiento: la lealtad, la fidelidad y la disponibilidad de los asalariados hacia la empresa. Estas normas contienen implícitamente la no-sindicalización, el rechazo de cualquier freno, la no-impugnación de las órdenes o de los objetivos y el compromiso sin límites ante el empleador[4]. La evaluación debe analizarse como un aparato normativo poderoso que funciona en el imaginario e impulsa a los asalariados a pensar y a concebir ellos mismos las conductas que se adapten a las expectativas de la empresa y de su jerarquía. El ejemplo de esta hoja A3 casi virgen para que la llenen los ejecutantes muestra en qué aspecto se trata de conducirlos a concebir nuevas actitudes, incluso nuevas reglas de conducta todavía más apremiantes que las practicadas por la empresa misma[5]. Así, este aparato normativo se constituye en aparato de autosugerencias sin límites, ya que, a partir del marco general de la lealtad, propone explícitamente a los asalariados que establezcan sus propias reglas de comportamiento. En este sentido, la evaluación individual transforma la subjetividad de los actores haciéndolos interiorizar normas, poco a poco objetivadas en su personalidad profunda.

Por consiguiente, aquí se ha puesto en evidencia una paradoja de la evaluación individual: contrariamente a las apariencias y a las decla­raciones gerenciales, su primera función no es la sanción, positiva o negativa, de los asalariados por la jerarquía, sino la incorporación de los valores de la subordinación y de la sumisión ante el empleador. La prueba es que no hay vínculo organizado o institucional –o muy poco– entre los procesos de evaluación y las promociones o los bonos individualizados. En efecto, las propuestas de distribución de las primas o de los puntos individuales que hace el n+1 se llevan a cabo en tales obligaciones presupuestarias y reglamentarias, cuyo primer objetivo es no crear animadversión entre sus subordinados y él mismo: los calendarios de esta distribución y de la evaluación generalmente no concuerdan y él no necesita una máquina tan pesada como la de la evaluación para distribuir algunas decenas o, mejor dicho, ¡algunas centenas de euros anualmente! Finalmente, las promociones se basan en criterios en los cuales el comportamiento sólo es un aspecto, pues tienen mayor peso la tecnicidad y, sobre todo, las aptitudes para estimular o para dirigir un equipo que predomine generalmente sobre todos los demás.

Estamos aquí frente a la otra vertiente de la implicación forzada. La primera dimensión proviene en gran medida del flujo tenso con mano de obra reducida, con una especie de objetivación de la obligación de mo­vilizarse para no romper este flujo con la finalidad de no penalizar a los asalariados de etapas finales. La segunda dimensión se centra en la subjetividad de los asalariados; a través de la evaluación individual de sus propios comportamientos, son inevitablemente conducidos a adoptar los objetivos gerenciales como si se tratara de los suyos. Los sociólogos hablan de movilización de la subjetividad, incluso de racionalización de la subjetividad de los individuos cuanto que está orientada a pesar de ellos y que las resistencias son difíciles de organizar frente a esta interferencia de las conciencias. Tantas transformaciones que no podrían realizarse sin la acción del management que intenta cambiar de rostro.

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