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Las descripciones de Melanie Klein en esa época eran las de una persona siempre preocupada, en un estado de ensoñación en el que constantemente surgían nuevas ideas. Virginia Wolf la describió en 1939 como “...una mujer de carácter y fuerza, con cierto —¿cómo diría?— no oficio, sino sutileza sumergida: una especie de trabajo subterráneo. Un tirón, un giro como una corriente submarina, amenazadora. Una señora campechana, con unos ojazos brillantes e imaginativos” (Zaretsky, 2004: 386).

La amargura del odio de Melitta se compensaba con una relación cálida y frecuente con su hijo Erich y su familia. En 1937 nació su nieto Michael a quien Melanie amó siempre.

La llegada a Londres de los analistas alemanes y austríacos emigrados, con los Freud a la cabeza (1938), expulsados por el nazismo, complicó las cosas para Klein, que entonces contaba con muchos seguidores. La Asociación se convirtió en un remedo de la guerra en que las hostilidades no eran menos violentas. Freud murió en 1939 y Anna se constituyó en la heredera universal de su legado. Los bombardeos alemanes sobre Londres dificultaban el trabajo; Melanie se trasladó a Cambridge con Susan Isaacs y más tarde a Pitlochry, en Escocia, en donde residiría durante un año mientras trataba a Richard, un niño de siete años, el personaje central de su último libro.

Las Controversias (Controversial Discussions), el nuevo intento de Jones por mantener la disputa en términos civilizados después de 1935, iniciaron formalmente en 1941 y finalizaron en 1945. El tema central del debate sería la validez y el estatus de las ideas introducidas por Melanie Klein. Para ella y para sus seguidores, se trataba de “salvar la vida”, es decir, si podían ser considerados psicoanalistas o no. Las vilezas y las abyecciones menudearon en uno y otro bando; amigos se convirtieron en enemigos acérrimos.

Un grupo que reconocía deber tanto a Freud como a Klein, optó por mantenerse a igual distancia de unos y otros. Se hablaba de “la ambición y el egoísmo sorprendentemente desinhibido de Melanie Klein”. Bowlby sentenció que si bien Ana Freud rezaba en el altar de san Sigmund, Melanie Klein lo hacía en el de santa Melanie. La propia Melanie Klein recriminó a Jones el haber llevado a los Freud a Inglaterra cuando hubieran podido ir a otra parte.

James Strachey sintetizó:

Mi propio punto de vista es que la señora K.[lein] ha realizado algunas importantísimas aportaciones al psicoanálisis, pero es absurdo creer que (a) estas ideas cubren la totalidad del campo o (b) que tienen un valor axiomático. Por otra parte, pienso que es igualmente absurdo que la señorita F.[reud] sostenga que el psicoanálisis es un coto reservado a la familia F. y que las ideas de la señora K. son fatalmente subversivas.

Estas actitudes de ambas partes son puramente religiosas y constituyen la antítesis misma de la ciencia (Grosskurth, 1991: 275).

Las Controversias terminaron en un “arreglo” que identificó al grupo kleiniano, al annafreudiano y al intermedio, pero dividieron al psicoanálisis en tres grandes tipos de práctica: Escuela kleiniana, Escuela de relaciones de objeto y annafeudismo, más tarde, Psicología del yo.

La tradición inglesa y las condiciones externas favorecían al pensamiento kleiniano. La Segunda Guerra produjo una modalidad de sufrimiento que no había estado presente en la Primera. Londres fue bombardeado intensamente; más tarde lo serían las ciudades alemanas. El Holocausto, las invasiones nazis de otros países, precipitaron un cambio decisivo en la concepción del psicoanálisis.

Tres millones y medio de niños fueron evacuados de Londres. La sociedad se convirtió en una familia sufriente. La imagen paradigmática fue la escultura de Henry Moore, Madonna and Child, que fue develada en 1943. El reverendo Hussey diría en esa ocasión: “La Santísima Virgen es imaginada como cualquier niño pequeño pensaría esencialmente en su madre, no como pequeña y frágil, sino como el grande, seguro y sólido origen de la vida” (Zaretsky, 2012: 396). El grupo social no se entendió como un fenómeno contingente al que se sumaban los individuos, sino como el medio en el cual las personas encuentran su realización o su sufrimiento.

Eran, pues, los temas kleinianos y post kleinianos.

Melitta, que había dejado de creer, si alguna vez lo hizo, que la suya era una madre suficientemente buena, emigró a los Estados Unidos al término de la Guerra. Madre e hija nunca volvieron a dirigirse la palabra.

Entre tanto, la creatividad de Melanie no cesaba y nuevas ideas fluían. En 1952 Melanie cumplió 70 años. Las celebraciones incluyeron la publicación de Desarrollos en psicoanálisis (1952), que reunía artículos de Joan Riviere, Susan Isaacs y Paula Heimann, sus colaboradoras más cercanas hasta ese momento, además del trabajo central de

la propia Klein, “Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del bebé”, la gran síntesis que ponía a punto la teoría. Igualmente,

apareció el número doble de homenaje de la International Journal of Psycho-analysis dirigido por Paula Heimann y Roger Money-Kyrle, que incluía artículos de muchos de sus colaboradores, y que constituyeron el corpus de Nuevas direcciones en psicoanálisis (1955).

Podía hablarse con rigor de una Escuela kleiniana y ésta se implantaba en el mundo: Françoise y Jean Baptiste Boulanger traducían al francés El psicoanálisis de niños, traducción para la que Jacques Lacan se había ofrecido. Arminda Aberastury había iniciado años antes (1948) la traducción de lo que estaba conformándose como las Obras completas de Melanie Klein al español, y desde la Argentina el psicoanálisis latinoamericano quedó impregnado de las concepciones kleinianas en ocasiones de una manera predominante. Sólo los Estados Unidos, en donde los refugiados fieles al annafreudismo eran mayoría, y constituyeron la llamada Psicología del yo, mostraron siempre su rechazo a las ideas kleinianas.

En 1955, en el Congreso de Ginebra Melanie Klein leyó un provocador artículo “A Study of Envy and Gratitude”, que es su última aportación al corpus teórico y clínico del psicoanálisis, y que ocasionó fuertes reacciones de rechazo incluso entre amigos y colaboradores cercanos como D. Winnicott y Paula Heimann, quien se sintió directamente aludida y ofendida (Grosskurth, 1991: 434).

La salud y las fuerzas menguaban. Como Cervantes en sus últimos días, Melanie Klein llevaba la vida sobre las ganas que tenía de vivirla: siempre aparecía elegantemente arreglada aunque la artritis la obligara a caminar con bastón. Era evidente que se fatigaba con facilidad, pero la capacidad creativa no disminuía. Envidia y gratitud, como libro, apareció en 1957 después de haber sido presentado en 1955 y publicado en 1956. Aun a pocos días de su muerte, seguía corrigiendo el manuscrito del Relato del psicoanálisis de un niño, que recogía el tratamiento de Richard y que aparecería póstumamente. Era el último de los grandes casos clínicos del psicoanálisis en el siglo XX.

A principios de 1960, con la esperanza de recuperar sus fuerzas perdidas como consecuencia de la anemia, intentó una estancia en un sanatorio suizo. Un poco más tarde, en Londres, se le diagnosticó cáncer de colon.

Melanie Klein murió el 22 de septiembre de 1960.

En la ceremonia funeraria, su amiga cercana, la pianista Rosalyn Tureck, interpretó el Andante de la Sonata en re menor de Bach, una de las melodías más hermosas y sencillas del gran maestro.

NOCIONES ESENCIALES

ANTES DE ABORDAR EL TEXTO

HISTORIA DE LA OBRA

“Freud fue el primer analista en emplear el concepto de envidia tanto en la idea de envidia del pene como en el proceso en que los miembros de un grupo pueden experimentar una rivalidad envidiosa en el curso de una idealización común del líder (Freud 1921). Abraham (1919) empleó la idea de envidia para explicar un ataque destructivo que ciertos pacientes emprenden contra el trabajo psicoanalítico. Eisler (1922) observó que la envidia deriva del instinto oral. En su trabajo de 1932, ‘Los celos como mecanismo de defensa’, Joan Riviere considera los celos patológicos como un mecanismo de defensa frente a la envidia oral inconsciente hacia los padres en coito. Fue Melanie Klein, sin embargo, la primera en hacer de la envidia un concepto central de su teoría psicoanalítica” (Spillius, 2007: 140).

Hacia 1957, después de casi cuarenta años de trabajo, tres años antes de su muerte, Melanie Klein se había forjado un prestigio mundial como creadora del psicoanálisis de niños y, más importante aún, como refundadora del psicoanálisis de adultos: había ampliado los horizontes de la disciplina al tratamiento de la psicosis y había cambiado para siempre algunos de los paradigmas del psicoanálisis clásico.

En 1919, en Budapest, alentada por S. Ferenczi, su analista, había iniciado el tratamiento de un niño. A partir de 1921, en Berlín, animada y sostenida por K. Abraham, su segundo analista, había empezado una práctica que pronto culminó en un genuino psicoanálisis infantil. En los primeros años londinenses el psicoanálisis de niños se consolidó como una disciplina por su propio derecho y M. Klein la defendió contra posiciones que ella juzgó siempre menos analíticas, sobre todo las de Anna Freud.

La adhesión de M. Klein a la teoría del instinto de muerte a partir de 1932 le había permitido ver de una manera distinta la destructividad y el sadismo pero, también, había abierto un lugar para los instintos de vida, es decir, el amor. Por vez primera, el concepto de amor adquirió un sentido complejo que trasciende con mucho el ámbito psicoanalítico. A la luz de la importancia y la trascendencia de la idea del amor como preocupación por el objeto, cuidado, reparación y, más tarde, gratitud, el modelo kleiniano no podría ser acusado de pesimista en cualquier sentido serio.

En 1934 tuvo lugar uno de los acontecimientos más significativos de la historia del psicoanálisis: M. Klein presentó su “Contribución a la psicogénesis de los estados maníaco-depresivos”. La Posición depresiva, propuesta en ese artículo, se convirtió en la fuente de todo el pensamiento británico acerca de las relaciones objetales y marcó la diferencia del modelo kleiniano de la mente respecto de las tendencias freudianas prevalecientes. Con ello, la significación de su aportación al psicoanálisis parecía quedar fuera de toda duda.

Y, sin embargo, otra vez tuvo que defenderse, de nuevo frente a Anna Freud. Las llamadas Controversias (1941-1945) fueron una serie de discusiones científicas en las cuales Melanie Klein y sus aliados debían probar —frente a Anna Freud y los suyos— que el pensamiento kleiniano podía llamarse psicoanalítico. De no hacerlo con suficiencia pesaría sobre ella la amenaza de expulsión de la Sociedad Británica. La respuesta kleiniana fue una serie de aportaciones ‘probatorias’ que hoy forman parte del corpus teórico del psicoanálisis.1

En los años que siguieron, la creatividad de M. Klein no tuvo más límite que su capacidad de trabajo.

Quizá su mejor respuesta a las Controversias fue la continuación de su avance en la investigación del desarrollo temprano. En 1946 publicó “Notas sobre algunos mecanismos esquizoides”, ensayo en el cual presenta la Posición paranoide-esquizoide y, en dos párrafos, un nuevo descubrimiento que habría de tener una fortuna inmensa de tal modo que el psicoanálisis quedó permeado por las consecuencias de esa intuición. La identificación proyectiva suscitó un inmenso interés no sólo por su poder explicativo del desarrollo normal y patológico, sino porque permitió entender mejor la comunicación que se establece entre analista y paciente. Su papel en la transferencia ha llevado a que los dos fenómenos sean (mal) entendidos como uno solo.

Entonces, y en el mismo año en que se publicó su minuciosa exploración de la identificación proyectiva, “Sobre la identificación”, 1955 (que en realidad había empezado a escribir desde 1953), leyó, el 24 de julio, en el XIX Congreso de Psicoanálisis en Ginebra, un trabajo sobre la envidia y la gratitud. En febrero de 1956 dictó, en la Sociedad Británica de Psicoanálisis, una conferencia con el título de “Un estudio sobre la envidia y la gratitud”, que era una versión ampliada de su participación de Ginebra. Una ampliación aún mayor fue publicada un año después en forma de libro: Envidia y gratitud. Un estudio de las fuentes inconscientes (1957). Es la última gran aportación teórica de Melanie Klein, y es el texto que aparece en sus Obras completas tanto en inglés como en español. El presentado ante la Sociedad Británica un año antes no fue publicado sino hasta 1986 y no existe de él traducción al español, a pesar de su indudable interés.

En el apartado correspondiente (Trascendencia. Cómo fue recibido Envidia y gratitud) nos ocupamos de las adhesiones y las críticas; pero no podemos soslayar ahora que, en tanto que la mayoría de las reacciones se centran en la crítica hacia la envidia excesiva primaria, el papel que Klein otorga al amor (la gratitud) tanto en el desarrollo del psiquismo como en la determinación de la salud mental pasa casi inadvertido. Y sin embargo, es con respecto a la teoría de la gratitud inmediata, no mediada por la reparación, que el concepto final de envidia adquiere todo su sentido (Petot, 2016b: 318).

Ciertamente, la noción de envidia tenía ya un lugar en la teoría psicoanalítica. Freud había teorizado sobre la envidia del pene en la mujer y sobre sus vínculos con las pulsiones agresivas. La consideraba un elemento fundamental de la sexualidad femenina. La envidia del pene, y todo su complejo simbolismo, aparecía a partir del descubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos: la niña desea poseer un pene como el niño. En el curso del complejo de Edipo, la envidia del pene tomaba dos formas derivadas: deseo de poseer un pene dentro de sí (principalmente en forma de deseo de tener un hijo); deseo de gozar del pene en el coito (Laplanche y Pontalis, 2013: 118).

Esta noción siempre tuvo gran importancia para Freud debido a la función central que asignaba al falo en ambos sexos. En la clínica, había anticipado que esta envidia podía conducir a un análisis interminable.

Con el trasfondo de la crítica de la teoría freudiana de la sexualidad femenina iniciado por Karen Horney (1924), M. Klein (1932) pareció entender mejor a Freud: reconocía la presencia de la envidia en los deseos del bebé de destruir todo cuanto posee la madre, en particular, el pene paterno (en el caso de la niña, no por temor de la castración sino de la intrusión). En 1932, igualmente, Joan Riviere estableció el vínculo que une a la envidia con el deseo del bebé de apoderarse del pecho materno y de arruinarlo.

Envidia y gratitud no propone una transformación del modelo kleiniano como podría pensarse de Más allá del principio de placer (1920) o de El yo y el ello (1923) que establecieron una segunda tópica en la teoría freudiana. Se trata de algo que M. Klein “añadió”. La adición sin duda altera concepciones anteriores, supone nuevas propuestas y enriquece otras ya planteadas. De estas adiciones, modificaciones y matices nos ocupamos en los apartados Análisis del texto y Trascendencia.

Finalmente, los trabajos de los años anteriores a Envidia y gratitud, sobre todo los de 1952, se caracterizan por consignar los elementos que componen la Posición paranoide-esquizoide y la Posición depresiva en el proceso del desarrollo del aparato mental normal y en ciertas condiciones de perturbación. En esta descripción, Klein incluye conceptos tales como frustración, gratificación, voracidad, avidez, envidia, celos, culpa, creatividad, reparación, pero su papel y la relación que mantienen entre sí es de una naturaleza distinta.

En cuanto a la noción de gratitud sólo viene a ocupar su lugar a partir de 1955. Entre 1923 y 1955 el término gratitud aparece muy pocas veces y siempre acompañando a otros conceptos.

Un elemento que tiende a ignorarse cuando se habla de esta aportación es que envidia y gratitud es una visión binaria de la mente que concibe a estos dos fenómenos como una matriz. No se trata de dos elementos postulados por separado; son indisociables. Y, sin embargo, la numerosa producción de trabajos consagrados al estudio y a la descripción del fenómeno de la envidia da cuenta, por un lado, del impacto que éste tuvo en la comunidad psicoanalítica, y del escándalo que produjo. Pero, por otro, de la tendencia a olvidar a su par constitucional. En el propio texto de M. Klein es llamativa la desproporción en cuanto al espacio destinado a cada uno de los conceptos: del total de páginas menos del diez por ciento está destinado a la gratitud, lo que corroboró la impresión (equivocada) ya establecida de que a Klein y a sus seguidores sólo interesaba el aspecto negativo de las motivaciones humanas (Steiner, 2017).

En el texto Envidia y gratitud la proporción es, aproximadamente, de cinco a uno: envidia se menciona 246 veces contra 48 de gratitud. En una búsqueda general en los cuatro tomos de los Writings of Melanie Klein (las obras completas) encontramos sólo 72 veces el vocablo “gratitud” en distintos contextos.

En los dos diccionarios clásicos del pensamiento kleiniano (Hinshelwood, 1992; Spillius, 2011), la entrada correspondiente a ‘Gratitud’ tiene apenas alrededor de diez líneas.

11 Susan Isaacs, “Naturaleza y función de la fantasía” (1943); Paula Heimann, “Algunas funciones de la introyección y proyección en la temprana infancia” (1943); Paula Heimann y Susan Isaacs, “La regresión” (1943); Melanie Klein, “La vida emocional y el desarrollo del yo en el bebé con referencia expresa a la posición depresiva” (1944). Posteriormente (1952) éstos, y otros trabajos en los que participó Joan Riviere, fueron publicados en Desarrollos en psicoanálisis (2000).

CUESTIONES FUNDAMENTALES

La pulsión de muerte ~ Lo constitucional ~ La realidad psíquica y el mundo interno ~ Fantasía inconsciente-Fantasías originarias ~ La escena originaria, fuente de la fantasía inconsciente ~ Teoría de las posiciones ~ Envidia y gratitud, una matriz

En Más allá del principio de placer (1920), Freud expuso una especulación que, entonces, a la mayoría de los freudianos pareció inaceptable. Esa conjetura explica el conflicto psíquico como una oposición y una lucha entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte. Esto supone que en el interior del ser humano existe una fuerza que presiona hacia la autodestrucción.

La pulsión de muerte

Hasta 1920 la libido había sido la energía única de las pulsiones, y de sus vicisitudes nacía el conflicto psíquico; es decir, éste era el resultado de las luchas entre los impulsos libidinales y su realización o su frustración. Las batallas que Freud y sus seguidores libraron desde el principio del siglo hasta 1920 y que habían logrado situar, contra viento y marea, a la libido en el centro y a la psicosexualidad como la base de la explicación del psiquismo, ahora quedaban supeditadas a un principio superior: la oposición entre vida y muerte.

Hasta entonces, el aparato psíquico en el modelo freudiano de la primera tópica era regulado por la necesidad de mantener un equilibrio dinámico (homeostasis) a través de dos principios reguladores, placer-displacer/realidad. El ser humano sería, por definición, un buscador de placer; sólo las exigencias de la realidad y el síntoma neurótico le impedían conseguirlo. La experiencia clínica, sin embargo, contradecía con demasiada frecuencia esta hipótesis. ¿Cómo explicar el hecho de que ciertos pacientes librados de sus síntomas recayeran en el sufrimiento? ¿Cómo entender el sadismo y el masoquismo que los pacientes depresivos, los drogadictos, los perversos o los psicóticos llevan al extremo? ¡Ciertamente, las explicaciones libidinales no bastaban!

En su libro de 1920, Freud introduce la nueva elucidación pulsional. Sigue la pista de una tendencia paradójica del ser humano hacia su propia destrucción a través de la observación de los fenómenos de repetición de experiencias de displacer que forman una verdadera compulsión. Por esa vía, propone que más allá del placer, hay un impulso de muerte que lucha con los impulsos vitales (Eros) de los cuales la libido es parte. En cada fragmento de sustancia viva estarían activas estas dos clases de pulsiones. De qué modo se encuentran juntas, formando una mezcla desigual, es algo que no puede representarse, pero es éste un postulado necesario de la hipótesis.

Como consecuencia de la unión de los organismos elementales unicelulares en seres vivos pluricelulares se habría conseguido neutralizar la pulsión de muerte de las células singulares y desviar hacia el mundo exterior, por la mediación de un órgano particular, las mociones destructivas. Este órgano sería la musculatura y la pulsión de muerte se exteriorizaría ahora —probablemente sólo en parte— como pulsión de destrucción dirigida hacia el mundo exterior y a otros seres vivos (Freud, 1920: 42).

Es decir, el sistema muscular desvía una parte de la pulsión de muerte, pero otra permanece en el interior. Y si es posible hacerse una idea de la mezcla, sería igualmente posible hacerse la imagen de una desmezcla:

En los componentes sádicos de la pulsión sexual, por ejemplo, estaríamos ante un ejemplo clásico de una mezcla pulsional al servicio de un fin; y en el sadismo devenido autónomo, como perversión, el modelo de una desmezcla, si bien no llevada al extremo (Freud, 1920: 42).

Las nociones de mezcla y desmezcla (fusión/defusión, intrincación/desintrincación, unión/desunión, vínculo/desvínculo, de acuerdo con la traducción que se prefiera) abrieron la concepción de la pulsión de muerte a la teoría y a la clínica. Así, por ejemplo, el ataque epiléptico sería producto e indicio de una desmezcla pulsional; las neurosis obsesivas, las regresiones libidinales mostrarían esa desmezcla con el predominio de las pulsiones de muerte, mientras que la evolución de las etapas del desarrollo hasta la fase genital requiere de un tipo de desmezcla que supone un suplemento de los componentes eróticos. En la ambivalencia, la desmezcla sería originaria, de tal manera que habría que considerar que en ese caso la mezcla ni siquiera fue consumada.

En la reacción terapéutica negativa vinculada a las neurosis más severas; en la melancolía, el componente destructivo se ha depositado en el superyó y se vuelve contra el yo:

Lo que ahora gobierna en el superyó es un cultivo puro de la pulsión de muerte que a menudo logra efectivamente empujar al yo a la muerte, cuando el yo no consiguió defenderse antes de su tirano mediante el vuelco a la manía (Freud, 1923: 54).

Las incidencias de la pulsión de muerte se convirtieron, pues, para algunos, en una dilucidación central de la patología y, además, en las propias vicisitudes de la destrucción y el odio.

Vida y muerte/amor y odio

Melanie Klein aceptó formalmente el concepto de instinto de muerte en 1932. Ciertamente, lo hizo de una manera ‘distinta’: radical por una parte; descentrada, por otra. Tanto que es necesario preguntarse si entendía lo mismo que Freud cuando éste hablaba de la dualidad instintiva.

Abraham había destacado desde 1911 el papel del odio como equivalente del componente sádico de la libido. Más tarde, en 1924, cartografió la historia de los impulsos destructivos a partir del cambio sucesivo de sus metas: el sadismo aparecía en la fase oral-canibalística y era conceptualizado como uno de los fines pregenitales del instinto sexual... ¡Pero Abraham no recurrió nunca a la pulsión de muerte en sus explicaciones a pesar de que su estudio capital sobre la evolución de la libido apareció cuatro años después de Más allá del principio de placer (1920)! Aunque puede decirse que la nueva dualidad pulsional parece estar presente en su trabajo. Entre tanto, Freud había reordenado el sistema de tal modo que la pulsión de vida se hacía cargo de la libido, mientras que la pulsión de muerte comenzaba a incluir, dificultosamente, los aspectos destructivos de la mente. “El problema económico del masoquismo” (1924) apareció en el mismo año que el estudio sobre la libido de Abraham. El sadismo y el masoquismo serían ahora, para Freud, el producto de la operación de la pulsión de muerte en el individuo. Más tarde confiesa que ya no puede pensar de otra manera que tomando en cuenta la pulsión de muerte (Freud, 1930 [1929]: 115).

Desde los primeros momentos de su trabajo, Melanie Klein había privilegiado los componentes agresivos; de hecho, seguía la observación de Freud (1915) de que el odio es algo distinto de lo sexual y constituye uno de los componentes primarios del yo. A partir de 1932, Klein comienza a hablar en términos de la nueva polaridad instintiva. Había comprendido las consecuencias de dos líneas de El yo y el ello (1923): “Nos está permitido —escribía Freud ahí— sustituir la oposición entre las dos clases de pulsiones [vida/muerte] por la polaridad entre amor y odio” (Freud, 1923: 43). Y, además, recogió el desafío:

Hemos partido de la gran oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte. El propio amor de objeto nos enseña una segunda polaridad de esta clase, la que media entre amor (ternura) y odio (agresión) ¡Si pudiéramos poner en relación recíproca estas dos polaridades, reconducir la una a la otra! (Freud, 1920: 52).

M. Klein ocupó el resto de su vida en establecer relaciones entre las dos tendencias, pero lo hizo en buena parte de una manera emocional. Para ella, el instinto (pulsión) no era un estímulo que producía una tensión que sólo secundariamente se relaciona con un objeto contingente; siempre había entendido la libido y la agresión como tendencias intrínsecamente intencionales, es decir, estaba en su naturaleza dirigirse a un objeto del cual el sujeto tenía una expectativa aun antes de nacer. Amor y odio no son, para ella, precisamente instintos, sino emociones propiamente dichas y, sobre todo,

vínculos: las emociones como estados mentales intencionales2 sólo adquieren significado en una relación de objeto (vincular) determinada (Greenberg y Mitchell, 1983: 131).

Se alejó entonces de la concepción del sadismo de Abraham, con quien no podía compartir la idea de una fase pre ambivalente puesto que para ella desde el principio el conflicto amor/odio inauguraba la ambivalencia aunque ésta tomara la forma de escisión permeable. Pero también dejó de lado una parte del andamiaje freudiano; por lo pronto, la idea de narcisismo primario que era absolutamente incompatible con un yo activo y responsable desde el inicio de la vida.

Amor y odio son, para ella, los polos de atracción y rechazo de las tendencias psíquicas desde el principio, y es así como hay que entender, en la mayor parte de los casos, el uso que M. Klein hace de la dualidad pulsional freudiana.

En la amenaza destructiva desde dentro en el recién nacido a causa de la desmezcla pulsional desencadenada por el nacimiento, Klein sitúa el surgimiento de la angustia, primera emoción humana percibida por el sujeto: “...los impulsos destructivos (instinto de muerte) constituyen el factor primario causante de ansiedad” (Klein, 1952d: 88, i.; 97, e.).3

Antes ya había afirmado igualmente que,

...si suponemos la existencia de un instinto de muerte también debemos suponer que en las capas más profundas de la mente hay una reacción a este instinto en la forma de temor a la aniquilación de la vida. Así, a mi entender, el peligro que surge del trabajo interno del instinto de muerte es la primera causa de ansiedad (Klein, 1948b: 29, i.; 38, e.).

“El aporte kleiniano puede ser considerado como la contribución clínica más fundamental a la teoría de la pulsión de la muerte” (Laplanche, 1998:29). Las razones se exponen a continuación.

El motor del psiquismo, entonces, es la lucha entablada por las dos emociones: el odio (muerte) lucha por destruir el amor (vida). El primer producto de esta lucha es una angustia de aniquilación.

Así pues, el big-bang psíquico, seguiría en principio el programa que Freud había trazado: la experiencia del nacimiento perturbaría el equilibrio prenatal entre los instintos, y produciría una desmezcla que activaría el instinto de muerte y despertaría en el yo inmaduro la capacidad para percibir un monto incontenible de ansiedad, un temor de aniquilación que sería necesario desviar hacia afuera, al menos en parte.

Al tiempo que se produce esa desviación del instinto de muerte hacia afuera y hacia el objeto, en palabras de M. Klein,

...se produce una reacción intrapsíquica de defensa contra la parte del instinto que no ha podido ser exteriorizada. Porque el peligro de ser destruido por ese instinto de agresión provoca, creo, una excesiva tensión en el yo, que es sentida por éste como una ansiedad, de modo que se ve en el comienzo mismo de su desarrollo ante la tarea de movilizar la libido contra su instinto de muerte. Sin embargo, sólo puede llevar a cabo en forma imperfecta esa misión, ya que, debido a la fusión de los dos instintos, no puede ya, como lo sabemos, efectuar una separación entre los mismos. Se produce una división en el ello, o en los planos instintivos de la psique, debido a la cual una parte de los impulsos instintivos es dirigida contra la otra (Klein, 1933a: 250, i.; 255 e.).

En esta medida defensiva del yo, ve la raíz del superyó cuya violencia se explica porque es producto de “intensísimos instintos destructivos” y porque contiene, con una cierta proporción de impulsos libidinales, cantidades excesivas de impulsos agresivos.

La proyección y la introyección son dos capacidades constitutivas del psiquismo humano que, junto con otras, constituyen ‘procedimientos’ mentales con los cuales el yo se defiende del peligro de aniquilación desde dentro. De esta manera, se puede entender de qué modo el objeto sobre el que se ha proyectado el instinto de muerte, la amenaza de destrucción, se vuelve “malo” (“me odia”), porque la acción destructiva depositada en él regresa: