Looderish hsiredool: Interdimensional

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Looderish hsiredool: Interdimensional
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Letrame Editorial.

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© Jacobo Peña Mesías

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1114-417-9

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A Polaris

PRIMERA PARTE:

EL DESCUBRIMIENTO DE LAS TRES DIMENSIONES

CAPÍTULO 1:

UN SUCESO INESPERADO

Y cuando desperté seguía oscuro, no veía mi mano ni mis pies. Pensé que sería todavía muy temprano porque no se escuchaba voz alguna. Intenté seguir durmiendo, pero por más que lo hice, contando ovejitas o vaciando mi mente, no lo logré. Me quedé mirando hacia el techo en la penumbra de aquella habitación.

Muchas veces me había pasado ya que, entre el mundo de mis pesadillas y terrores internos, no lograba conciliar el sueño. Sentía los labios secos como hojas marchitas y la garganta no me paraba de arder. Decidí levantarme.

Apoyado forzosamente en mis manos, me incorporé, pero me pegué en la cabeza con el camarote de arriba.

—Auch —chillé.

Me apresuré a buscar en el cajón de al lado un poco de pomada, pero estaba vacío. Lo primero que se me vino a la cabeza fue: «Nos robaron». Al sentir el viento hacer a las cortinas moverse de forma enérgica, fomenté esta teoría. Sin embargo, me di cuenta de que el ladrón debía ser demasiado cauteloso porque había más de treinta guardias afuera, por si alguno de nosotros hacía una tontería, y los había evadido a todos.

Además, normalmente los orfanatos no eran un destino muy frecuentado por los ladrones, así que me tranquilicé y cerré las ventanas, abiertas de par en par.

Recordé que tenía sed y me dirigí a la cocina para beber un vaso de leche. Aunque traté de hacer silencio, me fue imposible.

Mientras avanzaba, el piso crujía escandalosamente, las paredes soltaban polvo y temblaban como los vagones del tren que mató a mis padres. La arquitectura de ese lugar era pésima en todo sentido. Desde sus vigas y columnas, hasta sus bases mismas eran débiles y mal edificadas. La tenue luz de mi linterna me hacía sumir en mis pesadillas y sueños más profundos y, a la vez, me empapaba de un miedo tan real como el momento en el que Neil Armstrong pisó la luna.

El pasillo se achicaba y achicaba, cada vez más estrecho, y parecía como si nunca fuera a terminar, hasta que sentí el dolor de mi nariz golpeándose contra una puerta de manija de oro. Detrás, escuché unos susurros. Eran dos voces. Apagué la linterna de inmediato y decidí regresar a la cama, pero, al oír un poco la conversación, supe que no eran guardias de seguridad ni profesores.

Acerqué mi oído a la puerta y logré percibir algunas frases de lo que decían.

—…no podemos hacer eso, Mirtux, piénsalo bien, por todo lo que hemos trabajado, hemos luchado, debemos cumplir con nuestro objetivo, nuestro deber, te aseguro que el sufrimiento acabará, podremos al fin tener una retribución de tantos años de dolor y angustia por los que hemos pasado…

—¿Pero es que acaso no lo entiendes? Por mucho que hayamos pasado es imposible vengarnos de él, recuerda que el tiempo es relativo en las diferentes…

—¡Que no! Ya basta, llegamos hasta aquí por un motivo y lo cumpliremos. No podemos saber si tus teorías son ciertas o no, ¡debemos intentarlo!

—Ray, sabes que esto podría causarle daño a más gente. No podemos permitirnos eso.

Los susurros cesaron por unos momentos y luego la voz volvió a escucharse.

—No hay nada que discutir ahora, nuestro plan es como los números.

—¿En qué sentido?

—Los números nunca fallan.

—¡Por favor, Ray! ¿En serio no crees que esto pueda llegar a…?

—¡Cierra la boca, nos van a descubrir! —dijo finalmente y se hizo el silencio.

Esperé unos segundos más con la mano en la chapa de la puerta. Mis ojos no se acostumbraban del todo a la oscuridad, así que el único sentido que tenía para tratar de percibir lo que estaba pasando a mi alrededor era el oído. Me esforcé un poco más y escuché pisadas, un leve traqueteo y de pronto un ruido que superaba con creces a los demás, como un remolino de escarcha brillante.

Luego otra puerta se abrió y la luz de la cocina se prendió, saliendo un pequeño hilo brillante de la chapa de la puerta. Tuve miedo. Debía advertir a alguien de los ladrones, pues ahora estaba seguro de que lo eran. Pero en ese momento la puerta se abrió y la brillante luz amarillenta cayó sobre mis ojos, iluminándome la cara. Y, sin embargo, dentro de la cocina no había ladrones ni escarcha brillante, solo mi amigo Julius sosteniendo un vaso de leche en la mano.

—Hola, Lood, ¿tampoco puedes dormir? —preguntó. Yo, aturdido, finalmente le respondí.

—¿Julius…? ¿Los escuchaste?

—¿A quiénes? ¿Dónde?

—A las voces, aquí en la cocina, hace unos segundos —dije. Él me miró dudoso y luego sonrió. Ya había visto esa sonrisa antes, de compasión e incredulidad hacia mí. Pude imaginar con facilidad la mirada de loco que tenía en ese momento. Me tranquilicé un poco.

—No, pero tú en tus sueños seguro que sí —me respondió riendo—. ¿Quieres un vaso de leche? —me preguntó. Me quedé mirándolo.

—No, gracias —le respondí tras unos segundos.

Volví apresuradamente a la extensa habitación de camarotes y vi las ventanas empolvadas y cerradas con seguro, que no se habían abierto hace más de una semana. Abrí el cajón de al lado y me eché un poco de pomada, que siempre había estado allí. Luego, me acosté. Poco a poco, me fui durmiendo, pero entre el mundo de los sueños y la realidad alcancé a ver un resplandecer en la cocina…

***

Mi nombre es Looderish Hsiredool. Nunca he entendido por qué tengo ese nombre. No significa nada en particular, no es un nombre bíblico, ninguna celebridad lo tiene tampoco y, sin embargo, es mi nombre.

¿Mi apellido? No creo que exista. O al menos no me han revelado el real. El apellido es una astuta extensión del nombre. Un acompañante ideal, un buen compañero. Algo que define de dónde vienes y adónde irás a parar. Si tus raíces son de guerreros furiosos, finos intelectuales, o simplemente personas normales.

En el trabajo te llamarán por tu apellido, al escribir tu nombre lo harás con tu apellido.

Tu apellido siempre te acompañará, en las buenas y en las malas. Tendrás que cargar con el peso de su pasado y hacer brillar su honor para el futuro durante toda tu vida, para luego seguir transfiriéndolo y expandirlo, como una plaga, mezclándolo con otros apellidos y otros nombres, y así inmortalizarlo.

Lo que hizo el orfanato no fue brindarme un apellido, sino juntar un montón de sílabas con vocales y consonantes elegantes y formar palabras sin sentido, ni pasado ni destino, al juntarlas con mi nombre.

Looderish Hsiredool De La crome Estifandus Villacorta Lirus. Esos son mis supuestos apellidos, inventados por los del orfanato para que acompañasen mi nombre cuando saliera de aquel horrible lugar.

El apellido real no solo era un misterio entrañable para mí, sino para todos los niños del orfanato.

Por eso, Julius y yo, buscando cómo entretenernos en nuestro poco tiempo libre en el Omhusk Flair, dejamos volar nuestra imaginación e inventamos un juego de creación de apellidos.

Era bastante divertido. Debías pensar rápido e inventar un apellido original, que combinara con tu nombre. Pasamos mucho rato jugándolo y riéndonos con él.

Eran diez segundos los que tenías para inventarte un nuevo apellido que rimara o hiciera juego con tu nombre, si era cómico o muy largo, mejor. A lo largo del juego íbamos rotando de nombre para poder inventar diferentes apellidos.

Si no lo lograbas a tiempo, eran diez puntos menos; si el que te inventabas no rimaba, eran menos 15, pero si lo lograbas obtenías 20 puntos a tu favor; 30, si era de más de 8 letras; y 35 si era gracioso y con más de 8 letras, algo bastante complicado de lograr.

Finalmente, recibías cuarenta puntos si el apellido, además de reunir las condiciones anteriores, lo inventabas en los primeros cinco segundos, y el premio final de cincuenta si llevabas tres de estas gloriosas palabras seguidas sin fallar.

Cuando el tiempo terminaba, se contaban los puntos y quien tuviera más recibía otros cien, para así haber ganado por mucha más ventaja y humillar al otro más fácilmente. Implementamos esta norma para añadir un poco de emoción a la contienda, ya que parecía que ganar ya no era la gran cosa.

Con la práctica nos fuimos volviendo buenos y se convirtió en un clásico en los tiempos libres. Incluso otros niños achaparrados y aburridos de los bruscos juegos tradicionales se nos unían y luego nos rechazaban por la dificultad del juego, aunque, sinceramente, eso nunca nos importó. Solo una persona además de Julius y yo disfrutó realmente del juego. Su nombre era Pringle. Era una niña de apenas unos 5 años, pero con una inteligencia increíblemente alta. Siempre nos ganó en las competencias. Sin embargo, solo estuvo en el orfanato durante unos meses. Su madre era una señora del aseo que trabajaba en el orfanato, y tras su despido tuvieron que irse. Siempre la recordé por su característica marca de nacimiento en la cara.

 

La tradición del juego se originó cuando encontramos un viejo reloj de plata, empolvado y enterrado entre los libros de historia en la biblioteca.

«Wow», dijimos los dos sorprendidos. Era uno de esos gordos y brillantes relojes de bolsillo de 1860, con pequeñas inscripciones de números romanos en negro en su fondo blanco metálico. Tenía unas pequeñas agujitas que marcaban las horas, los minutos y los segundos, también metálicas, y un bonito aunque oxidado decorado dorado en los bordes del delicado cristal y en la tapa del reloj.

Era probablemente latín lo que tenía inscrito en el borde, con pequeñas letras arqueadas de color plateado. Siempre me pregunté lo que significaba.

Lo examinamos cuidadosamente y logramos entender su increíble funcionamiento. Cuando comprendimos que servía como temporizador también, nos pareció una maravilla. Nos lo quedamos a escondidas e imaginamos millares de juegos y utilidades con él. A medida que fuimos creciendo se convirtió en una reliquia e inventamos el juego de los apellidos.

Juntos cuidábamos el reloj, y lo manteníamos escondido bajo nuestro camarote, bien guardado en una mochila que me había acompañado desde mi llegada de bebé al Omhusk Flair: a todos nos daban un pequeño morral donde cargar nuestras cosas a medida que fuéramos creciendo. Era lo único que nos habían regalado en el orfanato, y en mi caso lo disfrutaba al máximo: nunca me separaba de él y cargaba allí mis cosas más valiosas como el reloj de plata, con el que la diversión nunca paraba.

Pasaron tantos años desde aquellos días de oro que ya incluso dudo si en realidad existieron.

Además de jugar con el polvoriento reloj e inventar apellidos, el poco tiempo libre que tenía en el orfanato Omhusk Flair lo empleaba para hacer diversas cosas, como leer, inventar historias y ver la televisión ubicada en un extremo del comedor, pero el mejor pasatiempo era sin duda las matemáticas. Los pesados y polvorientos libros de álgebra, cargados de información entretenida y elaborada sobre el mundo de los números, aliviaban un poco el enorme pesar de no tener una familia.

Siempre, encontraba el amor que no tenía en las sumas y divisiones de las ecuaciones. Lograba entretenerme lo suficiente para blanquear mi mente por completo y centrarme en los pequeños placeres de los números.

Por suerte, en la biblioteca había muchos volúmenes de estos maravillosos libros que apaciguaban mi interior, con muchas grandes obras de increíbles matemáticos muy reconocidos alrededor del globo, como Euclides, Newton o Pitágoras.

Un libro de fantasía o ciencia ficción, en cambio, era diferente, me transportaba a otros lugares, traspasaba el límite de la realidad y el tiempo. Con sus letras, puntos, comas y espacios hacía volar mi imaginación y aparecía de pronto junto a la ballena gigante de Moby Dick o bajo el agua, en el descomunal Nautilus del capitán Nemo, o en la larga travesía de Frodo para destruir el anillo único.

Esos libros me hacían vivir una nueva vida, eran una fuente inagotable de felicidad ideal y emoción que no existía en ninguna parte del mundo real, por suerte no había que salir de la biblioteca para obtenerla.

Cada libro que leía tenía un encanto diferente, desde los de álgebra hasta la saga de Harry Potter me hacían quedar a leer más. Sin embargo, el estricto horario del orfanato me lo impedía y construía muros a mi imaginación.

Mi imaginación… Realmente no habría sabido qué hacer sin ella. Era mi motor todos los días, era mi mundo. Aquella parte de mí era esencial para soportar mis días en el Omhusk Flair, pero casi siempre se encontraba en una terrible inestabilidad.

Por suerte allí estaba Julius siempre, apoyándome en lo que necesitaba. Lo conocía desde que tenía memoria, y era mi mejor y único amigo. Sin él, sin duda alguna habría enloquecido en aquel lugar.

Doce años y algo más había estado recluido en el Omhusk Flair, desde mi tercera semana de vida. Cómo y dónde nací y cómo me encontraron nunca lo supe realmente.

La única información de la que tuve conocimiento fue la más horrible que pude haber oído. Un tren de carga con 16 vagones repletos de carbón yendo a gran velocidad se descarriló y aplastó ferozmente a mis padres, que quedaron carbonizados tras la explosión del motor.

Nunca supe si era verdad o si era una historia más, inventada por los del orfanato para aterrorizar a los niños. La única razón que tenía para creer que ya no estaban vivos era que confiaba en que no me habían abandonado, sino que murieron y los del orfanato me encontraron en alguna casa desolada y me llevaron a las instalaciones. Que en realidad mis padres sí me amaron alguna vez. Eso me consolaba al menos un poco.

Aunque me había ido acostumbrando a la dura rutina del Omhusk Flair, con la ilusión de despertar en una habitación propia, me esforzaba al máximo para ser adoptado. Pero, con doce años ya, era muy difícil que una familia se interesara por mí, así que traté de hacerme a la idea de que debía esperar a los 18 para finalmente salir de aquella cárcel. Y es que era en verdad una cárcel. Desde sus ventanas selladas por completo hasta el personal docente eran terribles.

—¡¡¡Looderish!!! —me gritó en la cara miss Pancraise, una «educadora voluntaria» del Omhusk Flair, cuando estaba leyendo un libro de historia—. ¡Ven a desayunar! No querrás que te meta gusanos por la boca.

Mary Pancraise era una mujer terrible, muy astuta, sin duda, pero demasiado autoritaria, estresante y con un espíritu para nada agradable.

Como siempre en Omhusk Flair, las comidas eran horribles. En los desayunos nos daban una leche café y agria con un pan tan melcochudo como una gelatina, de almuerzo un arroz tan duro como la piedra e hilachas de carne desabrida. Y para completar el cuadro, la cena era un caldo con habichuelas espichadas y chocolate frío. Era siempre lo mismo, excepto los sábados y domingos, que variaban con lentejas todavía vivas y arepas tan duras como cazuelas.

Aunque, eso sí, el orfanato era enorme. En esencia, era una casa de cinco pisos, con un cuarto de camarotes, un cuarto de baños, 40 salones, una recepción prohibida para los niños, cinco auditorios de asambleas de adopción, el despacho del señor Ghust, el director, y la gran y lujosa biblioteca.

Todo eso ubicado en una finca a mitad de la nada con millares y millares de kilómetros desolados alrededor, donde nos obligaban a trabajar muy duro. Lo único bueno de todo ese espacio era la biblioteca, que contaba con volúmenes y volúmenes de todos los géneros. Al parecer, el fundador de aquel orfanato era un gran amante de la lectura, al igual que yo.

Nuestro horario consistía en: cuatro y media de la mañana abríamos los ojos, nos bañamos, nos arreglamos, nos lavamos los dientes, etc. De cinco a seis y media de la mañana debíamos arreglar y limpiar el orfanato, y la siguiente media hora hasta las siete era nuestro corto tiempo para desayunar. Luego seguía una hora de ejercicio muy duro con la señorita Bovstrakoll, y una pequeña clase de reflexión del por qué nuestros padres nos abandonaron.

De siete y media a once y media, eran las horas felices de los «profesores», puesto que nos obligan a fingir que éramos los niños perfectos frente a familias que querían adoptarnos. Después de cada reunión de 20 minutos, nos castigan siempre por haberlo hecho mal, independientemente de cómo nos hubiera ido.

Esto se consideraba un gran problema para el resto de las reuniones puesto que teníamos moretones y temblores en todas partes, así que de once y media a doce era nuestro tiempo libre, o más bien de curación. Nos variaban la medicina entre agua oxigenada y curitas, aunque el problema fuera un dolor de cabeza.

De doce a seis de la tarde, nos mandaban a trabajar al campo. Esas seis horas de fatiga eran las peores, para mí y para todos. El pretexto era mejorar nuestra disciplina y autonomía, así como nuestra fuerza y agilidad.

Durante las tres primeras horas, todos los niños cogían sus implementos y trabajaban plantando, arando y cavando hasta que les fallaban las fuerzas. En las últimas tres, nuestra eficiencia había bajado en un setenta y cinco por ciento.

Afortunadamente, teníamos tres descansos de quince minutos y el almuerzo de media hora en los que tomábamos agua y nos relajábamos.

Al final del trabajo de campo todos quedábamos exhaustos. El resto del día hasta las diez de la noche eran charlas de los profesores sobre por qué nuestras mentes no eran tan brillantes como las de ellos en matemáticas, geografía e historia.

A las once, si no estabas dormido, te tocaba el peor castigo: muchos le decían el gira-gira. Te ataban a un palo y te daban vueltas y vueltas durante una hora. Muchos niños lo sufrieron y no lograron recuperarse sino después de uno o dos días.

El poco tiempo que teníamos desde las diez a las once lo aprovechaba para leer con Julius, pero a veces no me alcanzan las fuerzas y me iba directo a la cama.

Sin embargo, e injustamente, el Omhusk Flair era muy bien calificado por sus propios alumnos ya afuera del orfanato.

Todos, absolutamente todos los niños odiaban ese lugar, excepto un grupito de «perfectos», -bautizados así por Mr. Ghust- que se limitaban a elogiar a los profesores.

Por eso, muchos niños habían tratado de huir. Un par lo habían logrado, engañando a los profesores y colándose por una ventana. Pero eso había sido mucho tiempo atrás. Desde aquel momento pusieron los guardias, acuerpadas estatuas de hierro dispuestas a hacer lo que fuera por evitar una fuga. Su número aumentaba cada año.

Los guardias iban acompañados de perros rastreadores, sabuesos ingleses y pastores alemanes, capaces de abalanzarse extremadamente rápido sobre su víctima y percibir los olores más ligeros en la distancia. Los desplegaban, sobre todo, por la noche, cuando había más riesgo de fuga.

Nadie sabía en realidad de dónde habían sacado tantos guardias ni su nacionalidad, pero desde el último intento de huida en el Omhusk Flair y la tenaz retención del chico por los guardias nadie volvió a acercárseles.

Además, por si los guardias no eran suficientes, pusieron una cerca electrificada de alto voltaje, aunque la enrollaron y camuflaron muy bonito en los muros de mármol morados para que no se viera como una vil cárcel desde afuera.

No podía comprender cómo había docentes voluntarios en tan horrible lugar.

—Y luego me dices tu a mí mal educado… —dijo un chico cerca en tono burlón a su compañero en el almuerzo. Habían pasado tres días desde el incidente en la cocina.

—¡Ey! Pero es que tengo mucha hambre, ayer me hicieron el gira-gira por estar en el baño un minuto después de las once y tuve que sacar los últimos tres almuerzos fuera de mí, además, en este lugar ni nos enseñan los buenos modales, simplemente nos castigan por incumplirlos —le respondió el otro, con aspecto pálido.

—Ahí tienes un punto, pero con miss Pancraise a tres metros no deberías coger la carne con las manos —dijo apuntando hacia la otra esquina de la mesa. Inmediatamente el niño pálido las escondió debajo del mantel.

—Siempre me ha parecido extraño —dijo entre susurros.

—¿El qué? —le preguntó el otro.

—Todo, la seguridad y las reglas en este orfanato, los docentes voluntarios, la mirada de miss Pancraise…

—¿Por qué? Siempre ha sido así de horrible —le cortó él. El chico pálido sonrió.

—Tienes razón, qué suerte deben de tener los niños que están afuera de esto —dijo.

En ese momento, Julius llegó cojeando con su bandeja de carne deshilachada y se sentó enfrente de mí. Se notaba que se había ganado una buena paliza por su aspecto y al saludarme lo hizo en tono lúgubre. Miss Pancraise, con la mirada temblorosa, fue a revisar otra mesa al no notar ningún inconveniente.

La pantalla del televisor que alumbraba nuestras cabezas mientras comíamos se encendió en el preciso instante en el que el reloj dorado hizo clic.

El desaliñado pelo de Julius le cubría el rostro, pero incluso de esta manera se alcanzaban a ver las innumerables heridas con las que había quedado. Sea lo que sea lo que hubiera hecho, nada justificaba semejante castigo. El comentario del niño pálido cobró sentido en mi mente en aquel momento. ¿En verdad habría otros lugares como el Omhusk Flair? ¿En qué otra parte del mundo podría haber semejante desprecio hacia nosotros? El orfanato no estaba en servicio de los niños, los niños estaban a servicio del orfanato. Era inaudito cómo no se conocía afuera lo que nos hacían en aquel lugar.

 

En ese momento, la programación de deportes y entretenimiento cambió en el televisor con forma de burbuja, ubicado en una esquina de la pared del comedor. Dieron paso a la sección de política y seguridad rural.

—Bueno, pero tampoco puedes decir eso, Fukian —dijo el otro niño retomando la conversación.

—¿Por qué no?

—Pues, porque aquí adentro nos arriesgamos a un gira-gira, mientras que allá afuera —dijo en tono siniestro— se están jugando la vida.

Justo al terminar la conversación entre esos dos chicos en el comedor, imágenes de decenas de cuerpos chamuscados o mutilados aparecieron en las pantallas del televisor. Los charcos de sangre y los familiares de los muertos rodeando a los desastrosos cadáveres hicieron saltar de sus sillas a más de un niño de su mesa.

Los murmullos comenzaron al instante. Un montón de cabecitas se movían y movían para hablar sobre lo sucedido, mientras intentaban ver más. En ese momento, miss Pancraise la apagó de golpe.

Todos los murmullos callaron.

—¿Pero qué orfanato es este? —gritó indignada ella—. No volverán jamás a ver este televisor.

Al finalizar el almuerzo, todos salimos a hacer el trabajo de campo, pero durante las últimas cuatro horas de este las conversaciones sobre lo visto en televisión superaron las otras actividades.

Yo aún no entendía lo que pasaba. Miles de veces habían aparecido noticias como esa y nadie se conmocionaba. La violencia se había naturalizado en los noticieros, y los noticieros se habían vuelto en hogar de la violencia, en otra de las múltiples fuentes de esta atroz representación de la estupidez humana. Crímenes como los mostrados hace poco o peores, terrorismo o asesinatos, y a nadie le importaba en absoluto. Y ahora, de repente, todos se sorprendían.

Decidí hablar con Julius lo antes posible.

El trabajo de campo fue largo y duro como siempre, los descansos demasiado cortos y las tareas demasiado difíciles. Al terminar, todos estaban más agotados que nunca.

Julius se fue alejando entre la multitud de niños que iban hacia las habitaciones. Logré alcanzarlo.

—¡Julius! —grité—. ¡Espera!

—¿Qué pasa? —me preguntó agotado.

—¿Cómo que qué pasa? —le respondí yo—. ¿No te parece extraño todo esto?

—No, en absoluto —dijo mirándome extrañado. Quedé confundido.

—Esta no es la reacción que me esperaba —dije yo—. ¿Acaso alguna vez todos se habían conmocionado tanto como hoy? —pregunté.

—Tal vez —me respondió tratando de recordar.

—Muy rara vez —dije yo.

—Pues, esta es una ocasión especial —dijo él—, con todo lo que está pasando…

—¿Qué está pasando? —pregunté yo exasperado—, y ¿por qué te castigaron? —pregunté señalando que cojeaba.

—Ah, eso —respondió él—. Me colé en la recepción en el almuerzo, me atraparon, pero valió la pena, conseguí algo muy valioso —dijo.

—¿Qué cosa?

En ese momento Julius se me acercó al oído.

—La forma de salir de aquí —dijo casi en susurros.

Me emocioné tanto al oír eso, tras años de espera, que todo lo demás se borró de mi cabeza. Di un brinco de alegría y me apresuré a seguir hablando.

—¿De verdad? ¿¡Cómo!? —pregunté fascinado—. ¡Dime cómo, Julius, hemos esperado tanto para esto!

—Es bastante difícil —respondió y comenzó a contarme—. En la recepción encontré un comunicador extraño, por el cual los directivos se comunican con los guardias de afuera. Cada uno de ellos tiene otro comunicador por el que reciben señales de alerta o avisos de los profesores. Es bastante fácil su uso, incluso para un niño —dijo, pero yo lo interrumpí y completé la idea.

—Así que hay que usarlo para ordenar a los guardias que se retiren —dije.

—Exacto, pero las puertas y el alambrado eléctrico seguirán allí. Así que lo que se tendría que hacer es ordenarles a los guardias que quiten el alambrado. Ellos, aunque les parezca forzoso, lo harán por una buena paga, y luego procederán a ir hacia la biblioteca.

—¿Por qué hacia la biblioteca? —pregunté yo.

—Porque es inmensa —respondió Julius—. Les diremos que hay niños despiertos que están planeando algo peligroso y tardarán buen rato buscando. Mientras tanto, iremos entre la hierba camuflados. Si algún profesor llega a vernos pensará que somos guardias, ya que tendremos puestos estos —dijo apuntando hacia unos uniformes militares.

—¡Wow! —exclamé sorprendido—. ¿De dónde los sacaste? —le pregunté.

—Yo los hice —respondió—. Tardé meses en este proyecto, obtuve los materiales necesarios de los cuartos de limpieza, con delantales, pintura casera, prendas mías, palos, barro y una gorra caída de uno de los guardias —dijo mostrando orgullo. Yo estaba fascinado.

—¿Y por qué nunca me lo dijiste? —pregunté.

—Necesitaba mantenerlo en el más profundo secreto —dijo llevándose el dedo a los labios—. Pero bueno, finalmente llegaremos a los altos muros y, como no podremos escalarlos ni pasar por debajo de ellos, esperaremos a que abran las puertas, nos enterraremos con tierra y musgo y cuando algún carro o moto salga por las puertas aprovecharemos la oportunidad para salir. Sin embargo, en ese momento ya habrán notado nuestra ausencia, y los guardias sabrán que los engañamos, por lo que esto me conduce a la última etapa del plan: verás, durante un tiempo, desde que descubrí el comunicador, mientras los demás trabajaban en el campo, me lograba escabullir algunas veces a construir un búnker.

—¿¡Un búnker!? —dije yo sorprendido.

—O… algo por el estilo —respondió él—. Realmente es un agujero profundo cubierto con una tapa camuflada con pasto y tierra. Llegué hasta donde me lo permitió el suelo macizo, así que no mide demasiado, solo lo suficiente para escondernos allí, hasta que veamos que se abran las puertas. Esperaremos que los guardias no nos encuentren —concluyó él con una sonrisa de satisfacción. Estaba perplejo, no me imaginaba cuánto esfuerzo había hecho elaborando su glorioso plan. Noté un pequeño brillo en los ojos de mi amigo de vida: el brillo de la lucidez de la mente. El brillo que todos los genios tienen en sus ojos, pero solo los genios que disponen su inteligencia para algo verdaderamente útil.

—Si me lo hubieras dicho, te hubiera ayudado —dije—. No lo tenías que hacer todo tú solo—. Complementé, poniéndole una mano sobre el hombro, pero al instante la quité y grité—: ¿Y los perros?

—No te debes preocupar por ellos, usaremos productos de aseo para cubrirnos, como alcohol, vinagre o gasolina, y no dejaremos ningún rastro que puedan seguir. Cuando salgamos del búnker, la puerta estará a seis metros, y podremos escapar con facilidad, aunque antes se debería empacar suficiente comida, agua y ropa para el viaje mientras encontramos algún otro lugar en donde vivir. Incluso si algún otro orfanato o la policía llega a encontrarnos será mejor. El punto es salir —dijo con una sonrisa. Los ojos se me iluminaron.

—¡Hagámoslo! ¡Es el plan perfecto, y cuando salgamos podremos revelar por fin lo que nos hacen en el Omhusk Flair! —exclamé emocionado—. ¿Comenzamos esta noche?

—Lood —dijo en tono lúgubre Julius—. No se hará —terminó. Mi mirada se llenó de decepción. Toda la grandeza de su discurso se había venido abajo en menos de un segundo.

—¿Por qué no? —pregunté deprimido.

—Por lo que está pasando —respondió él, y al ver que no comprendía añadió—, los asesinatos en masa, secuestros, desaparecidos, las amenazas —exclamó—. ¿No has escuchado nada de lo que está pasando?