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Buch lesen: «Lazaro», Seite 7

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XII

A sí llegó para Lázaro el momento decisivo de la lucha, el instante supremo en que las vacilaciones y las dudas habían de resolverse, informando en uno u otro sentido una resolución que decidiera de su vida.

La inexperiencia de la edad y la docilidad de la ignorancia le hicieron, casi niño, aceptar con alegría una misión, a la cual pensó dedicarse por completo, consagrándola la actividad de la inteligencia y el entusiasmo de la fe. Los que labraron su espíritu le hallaron dúctil y obediente para recibir las doctrinas de lo pasado, que fueron amoldándose a su pensamiento como el líquido al vaso. Nunca hubo hombre colocado en mejores condiciones para cumplir debidamente las exigencias de su sagrado ministerio. Aún resonaban en su oído las palabras del Obispo cuando llegó a la corte y penetró en la vida moderna, no para llevar la agitada existencia del que vive al día, sin saber hoy dónde comerá mañana, sino para pasar las horas tranquila y reposadamente, sin más cuidados que cumplir con el formalismo y las exterioridades necesarias de una casa donde el capellán era un artículo de lujo. Tuvo a su disposición un templo, de que vino a ser señor y dueño. Fue libre de día para sus obras de caridad, facilitadas por la liberalidad de los duques; fue libre de noche para las meditaciones y los rezos; ninguno tendió redes a su buena fe, ni lazos a su tranquilidad; no hubo de luchar con nadie, y, sin embargo, su espíritu se volvió contra los que le enseñaron; su vida fue agitada, y su entusiasmo decayó lentamente. Sin olvidar los consejos del Obispo, llegó a entenderlos como inspirados por un ideal distinto; dejó que sobre los altares de la capilla fuese posándose el polvo de la incuria; la caridad sirvió para amargarle con el espectáculo de las miserias sociales; las oraciones fueron trasformándose en las impías preguntas de la duda; las noches cedieron al insomnio; perdió la paz del alma, y sin faltaren nada voluntariamente a sus promesas, vio moralmente quebrantados sus votos. La misión que le impusieron y él aceptó confiado en leales propósitos, llegó a parecerle tarea superior a sus fuerzas, y como el acero brillante puesto al fuego va oscureciéndose y empavonándose con tonos apagados, su ánimo juvenil y ardoroso fue sintiendo trasformarse los bríos en decaimiento y flojedad. Cuando llegó a convencerse de que no podía ser feliz, todo le pareció imposible, todo mentira.

El amor resumía todas sus ambiciones antes cifradas en la perfección religiosa, y precisamente cuando su conciencia rechazaba con más vigor lo que antes adoró, fue cuando las circunstancias le obligaron a adoptar una resolución que fijara definitivamente el sentido y la norma de su vida.

El conflicto se le presentó entonces bajo la forma de un dilema inflexible. Romper con el pasado, o borrar de su porvenir la esperanza. Confesar el error franca y honradamente, o seguir siendo sacerdote de un ideal en que ya no creía. Ser un farsante despreciable a sus propios ojos, o un renegado para el mundo, porque la sociedad transige con todas las deserciones y todas las apostasías, pero no tiene piedad para la abjuración del clérigo. Abjurar, o resignarse.

Lo primero sería aventurarse a la lucha contra el mundo; lo segundo, envilecerse. ¿Hasta dónde podían precipitarle las consecuencias de una abjuración? Era imposible calcularlo. Nadie debe echar cuentas sobre la maldad humana. ¿A qué grado de bajeza moral le arrastraría la abdicación de su propia dignidad? Ya se lo había dicho la duquesa: tenía que confesar a Josefina.

¡Confesar a la mujer que amaba! Es decir, emplear en provecho puramente humano y egoísta el prestigio de la Religión. Valerse de la autoridad del sacerdote para escudriñar un corazón que como amante no podía sondar, utilizando su sagrada investidura en sorprender los secretos que le estaban vedados como hombre.

Otro cualquiera podría estrechar entre sus brazos la gentil figura de la niña, arrodillarse a sus pies, aproximar los labios a su oído, estremecer su alma con palabras de amor, y sorprender sus dudas virginales ingenuamente dichas, envueltas en pecadillos cometidos con algo de malicia, y revelados más con el rubor que con la frase. Pero él habría de lograrlo por otros medios. Ella tendría que venir a buscarle, como penitente, entre la oscura lobreguez de un templo, al triste y fatigoso resplandor de los amarillentos cirios; caería de rodillas a sus pies, y le hablaría avergonzada a través de tupida y mugrienta celosía, oculto el rostro con el espeso velo y acobardado el ánimo por el terror religioso. Las palabras saldrían de su boca indiferentes o medrosas, y él, que debía escucharlas como ministro de Dios, se embriagaría con ellas, aspirando el grato aroma del fruto prohibido. Los labios de la mujer quedarían detenidos ante la rejilla de madera; pero su aliento, penetrando en los oídos de amante, le agitaría el cerebro con una conmoción nerviosa, fingiéndole las ardientes caricias de la tierra cuando debía pensar en las dulzuras inefables del cielo.

Su alma sufriría dos tormentos en un solo suplicio, deseando como enamorado lo que le mancillaba como sacerdote. El corazón y la conciencia libraban en su espíritu el mismo combate que antes riñeron la fe y la duda; pero el desenlace no podía ser igual. Sus creencias habían ido muriendo lentamente, día tras día, hora tras hora, como plantas creadas en la vida artificial y falsa de una estufa que de repente se sacan a la abrasada luz del sol y al frío azote de los vientos. Su corazón había de ser vencido por un imperativo de la voluntad, y su amor extirpado cruelmente como raíz que se arranca de cuajo con violenta mano.

El problema aparecía a sus ojos cada vez más claro, irresoluble siempre. No basta al hombre querer vencerse: es necesario que le dejen en condiciones de hacerlo. Pero Lázaro era de esos seres extraordinarios en quienes es virtud la intransigencia, porque, firmes en la moral de su derecho y lógicos consigo mismos, someten la voluntad a la razón, prefiriendo antes la propia estima que la hipócrita y baja transacción con el error ajeno.

XIII

Cerró la noche lluviosa y triste. Por los balcones del palacio de los duques empezaron a divisarse, tendidas en doble fila a lo largo de las calles, luces de gas temblorosas y amarillentas, que se reflejaban como en un espejo en las húmedas losas de las aceras. Los caballetes de los tejados, las buhardillas, las chimeneas, destacaban las líneas de sus macizas sombras, bruscamente interrumpidas y dominadas por los negros contornos de las altas torres de los templos. En alguna ventana se veía lucir tras los vidrios mojados la pálida llama de una lámpara, y por cima de los edificios notaba esa claridad indecisa que anuncia desde lejos el asiento de las grandes ciudades. Las calles estaban enlodadas, los jardinillos de las plazas encharcados con el continuo gotear de las ramas de los árboles, cuyas hojas aparecían como barnizadas por la lluvia. El rodar de los coches y el chocar de los herrados cascos sobre el piso desigual y duro, formaban un ruido monótono, constante, que rasgaban de improviso los gritos de los vendedores, los pitos de los tranvías o las agrias notas de alguna murga que, refugiada en un portal, daba tormento a sus instrumentos de cobre enfundados en sacos de percalina negra. En las puertas y sobre las muestras de las tiendas brillaban los reverberos o las bombas, proyectando resplandores enérgicos que se derramaban profusamente en los escaparates llenos de sedas, objetos de nikel, cueros labrados, fotografías, frascos, botellas, estuches, corbatas, joyas, libros y cuanto el trabajo produce para que lo consuman las necesidades o la vanidad humana. Bajo los faroles, al borde del arroyo, las chulas y los granujas voceaban periódicos y décimos de lotería. Al atravesar de unas a otras aceras, las mujeres se levantaban la falda, más cuidadosas algunas de enseñar el pié que de resguardar los bajos. En las esquinas inmediatas a los talleres de modistas esperaban los estudiantes y los viejos verdes, acariciando en el bolsillo los billetes para ver una pieza en Eslava, o las entradas de favor para bailar en La Sutil. Ante las iglesias, cuyas campanas tañían sin poder sofocar los ruidos de las calles, esperaban el fin de la novena las berlinas de las grandes damas con los caballos engallados y los cocheros cubiertos de largos impermeables. Por todas partes reinaba la agitación confusa, animada, casi febril, que forman el continuo vaivén de los que vuelven de paseo o salen del trabajo con los que no hacen nada, yendo de un lado para otro, como seguros de tropezar alguna vez con la fortuna sin preocuparse de buscarla.

Lázaro, apoyados los codos en el antepecho de una ventana de su cuarto, y hundido el rostro entre las palmas de las manos, sentía llegar hasta su oído por cima de las enramadas del jardín el rumor sordo y constante que se alza de la villa y corte en las primeras horas de la noche; rumor semejante al ronco y prolongado rugir de una fiera que se estira y se espereza antes de tumbarse a dormir.

Escuchando aquellas voces engendradas por el movimiento y la actividad de la vida moderna, pensaba que en el ancho seno de la villa, tras cada balcón, en cada casa, al resplandor de cada luz, al volver de cada esquina, habría quien padeciese torturado por propias y punzantes penas; pero que nadie sufriría un dolor tan hondo y acerbo como el suyo.

Era llegado el momento de poner por obra su firme y decidido propósito. Había sonado la hora de abandonar para siempre aquella casa, y antes de dejarla quería abarcarlo, condensarlo todo por última vez en una despedida que grabase en su memoria los rasgos indelebles de cuanto allí le había rodeado mientras vivió cerca de ella.

Miró al jardín. Entre las ramas de los tilos vio brillar, lavados por la lluvia, los cristales de la estufa, donde tantas veces hablaron de cosas indiferentes que ahora le parecían dignas de recuerdo eterno. Hacia la izquierda de la enorme adelfa que extendía como múltiples brazos sus ramas cargadas de flores, estaban las sillas y la mesita de hierro, junto a las que la espió tantas veces, bordando ella, devorándola él con las pupilas dilatadas, mientras el airecillo juguetón levantaba la flotante bata de la niña hasta descubrir su primoroso pié, o desprendía del talle el pañuelo de finísimo estambre. Un poco más lejos estaban, reunidos en un solo plantío, erguidos sobre sus esbeltos troncos, los rosales de la Malmaison y Alejandría, que Josefina cuidaba para engalanarse luego con las rosas que ella misma había regado. Todo pronunciaba su nombre, y, por extraña casualidad, el único balcón en que había luz era el suyo.

Una idea imprudente, avivada por un deseo incontrastable, se apoderó entonces de Lázaro. Quiso, antes de partir, ver el cuarto de Josefina, tender la mirada sobre cuanto la pertenecía, tocar lo que ella tocaba, vivir un instante en el sagrado recinto que cobijaba su sueño, y recoger, tal vez con la imaginación extraviada, el eco de alguna palabra de amor perdida entre los cortinajes del lecho virginal. Quería llegar hasta el santuario del único ídolo en que siempre había de creer, porque era el solo a que no podía tocar.

Eran más de las diez de la noche, y los duques, que se habían marchado con su hija a la ópera, no volverían probablemente hasta muy tarde. El jardín estaba oscuro, desierto; no se percibían más ruidos que el caer continuo de la lluvia sobre los enarenados paseos y las alegres risotadas de la murmuración de la servidumbre que comía reunida en una cocina de la planta baja.

Lázaro, conociendo que tenía el campo libre y seguro, se aventuró a satisfacer su capricho. Bajó al jardín, lo atravesó andando casi de puntillas, y subió desde el vestíbulo a las habitaciones de los duques, llevando las manos delante, como quien se arriesga a oscuras y sin guía por un terreno poco conocido. El rumor de sus pasos quedaba apagado por la tira de tupida alfombra extendida a lo largo de los corredores. Al final de uno de ellos, el punto luminoso que brillaba en el ojo de una cerradura le indicó el cuarto de Josefina. Avanzando entonces confiadamente, posó la mano temblorosa sobre el pasador de la puerta, y, seguro de la impunidad de su osadía, abrió de pronto.

Una lámpara olvidada sobre la chimenea de mármol blanco esparcía tenues resplandores, filtrados a través de una bomba de cristal esmerilado, que, reproduciéndose en la luna de un gran espejo, duplicaba la imagen de la luz sin aumentar la claridad. En el centro de un veladorcito de ébano, cubierto por un tapete de seda con flecos de colores vivísimos, había un joyero de porcelana vieja de Sevres, y en el cóncavo de su copa varias horquillas, una sortija y una estrecha cinta tejida con raso de dos tonos, rosa y blanco. Tirado sobre la larga silla de reposo había un traje de calle con sus menudos tableados de seda, sus volantitos estrechos y sus largos lazos anudados como al descuido. Los frasquitos de perfumes y los acericos de encaje estaban desordenados en el tocador; y en la ancha jofaina de blanca porcelana, el agua conservaba todavía las blancas espumas y las irisadas burbujas del jabón. Caído al pié de una silla había un peinador de batista, y medio ocultas por sus huecos pliegues unas botitas de raso negro con pespuntes blancos. Puesto en el borde de una mesilla que sostenía algunos libros ricamente encuadernados, se veía un espejo de mano con mango de marfil. Era el amigo más íntimo, el abogado consultor de la niña, el que decidía sin apelación del efecto de los peinados. Un poco más allá de las columnas que separaban el gabinete de la alcoba, estaba la cama con las cortinas cerradas y caídas, como se oculta tras un velo sagrado el ara de una diosa. En la penumbra de un rincón se alzaba un mueblecito maqueado, con sus flores de nácar y sus cajoncitos entreabiertos, dejando caer hacia fuera algún trozo de encaje, alguna madeja de estambre. El atril del piano sostenía un grueso y manoseado tomo de melodías de Schubert, y de uno de sus candelabros colgaba, suspendido por el elástico de goma, un precioso sombrerillo de raso pálido, con plumas coquetamente rizadas y anchas cintas de seda algo ajadas en el sitio donde se formaba el lazo. Delante del balcón había una jardinera con flores de trapo admirablemente fingidas, y en su centro se alzaba una jaula, cárcel de dorados alambres, donde, oculta la cabecita bajo el ala, dormía un canario de Holanda, su mejor amigo, casi el rival del espejito de marfil.

La luz tranquila, que caía como una caricia sobre cuanto iluminaba, parecía hacer visibles a los ojos del espíritu el silencio y la soledad de aquella estancia, y ese excitante aroma desprendido de cuanto usa la mujer hermosa y limpia impregnaba la atmósfera de efluvios como formados con emanaciones de flores extrañas y aliento de bellezas soñadas. Había allí algo poéticamente sensual, cuya influencia era tanto mayor cuanto más puro era su origen.

Lázaro tendió la vista en torno suyo, aspirando con fuerza aquel ambiente embriagador, cual si quisiera asimilarse algo de lo que la pertenecía. El espíritu y la materia, lo casto y lo lascivo, le hablaban embargando su alma y sus sentidos. Cada objeto le decía una frase, de cada observación brotaba un deseo, y a lo más puro sucedía lo más humano. Unas cosas engendraban sentimientos dulces y tranquilos que confundían el amor con la adoración: otras hacían surgir tercos e insaciables los lascivos impulsos de la carne. Sus ojos lo escudriñaron todo.

– «Aquí se viste.... aquí vive.... aquí se peina.... aquí duerme.... aquí sueña!.... En esa almohada reclina su cabeza.... este armario guarda sus secretos.... aquél es el perfume en que humedece sus rizos. Allí están la imagen a quien reza la plegaria cortada por el sueño, y las sábanas a cuyo frío contacto se estremece su divino cuerpo.»

En su cerebro, extraviado por la plétora de vida, empezaron a dibujarse las exigencias de un nuevo deseo. Sintió algo parecido a los primeros vapores de la embriaguez. Quería esconderse, esperarla, escuchar cómo se acercaba desde lejos el coche que la traía, oír el ruido de sus pasos, el crujir de su falda en las salas contiguas, y verla entrar por fin, como presa ofrecida al apetito brutal de sus sentidos.

De pronto alzó los ojos, y en la luna del espejo vio reproducida su figura sombría y triste como una nota discordante con cuanto le rodeaba. Su sotana era una mancha negra caída sobre la clara alfombra, los rasos y las sedas de brillantes tonos. Parecía una mortaja tirada sobre un macizo de flores. La mirada del hombre se cruzó con la de la imagen reflejada, y sus propias pupilas le preguntaron asombradas con mudo y terrible lenguaje:

– «¿Qué haces aquí? El ciego debe ignorar que hay sol. El paraíso no existe para el réprobo. Para ti no hay amor.»

La voluntad sofocó el grito de la imaginación, tantas veces culpable a despecho de la conciencia, y Lázaro salió de aquél cuarto para tornar al suyo, como quien vuelve de los encantos de un sueño al rudo contacto de la realidad.

XIV

Se encerró cual si tuviera miedo, atrancó cuidadosamente el balcón, y sin hacer ruido fue alzando la trampa que ocultaba el hogar de su chimenea.

A duras penas, con un mal cuchillo, hizo astillas la peana en que se sostenía la santa imagen puesta a la cabecera de la cama, colocó en el hogar los pedacitos de madera carcomida, y en torno suyo fue agrupando, apoyándolos sobre las tapas mugrientas y sobadas, los libros de rezo, las obras sagradas, los accesorios de sus trajes sacerdotales, los alzacuellos, los rosarios, todo lo que podía recordarle aquel pasado que hubiera querido aniquilar de un solo golpe. Arrancó después algunas hojas de un breviario, retorciéndolas tranquilamente entre las manos, y sin vacilar un punto, impasible, sereno, las encendió en la lámpara, prendiendo con ellas los combustibles hacinados.

Una llama pálida lo rodeó todo; enrojeciéronse rápidamente las astillas; las voraces y azuladas lenguas de fuego atacaron las compactas páginas de los libros, y a los pocos momentos, una llamarada de resplandores vivísimos iluminó el cuarto, ofuscando la apacible luz de la lámpara, y proyectando una siniestra claridad de incendio sobre la figura de Lázaro. Todo ardía. Los cantos de los tomos parecían haces de aristas encendidas, cada hoja era una línea, y unas caían sobre otras, torciéndose, quebrándose, hasta romperse como gavillas abrasadas. Los pliegos sueltos ardían rápidamente consumidos a un solo embate de la llama, y en su lugar quedaba una película negra, ingrávida, escrita con caracteres de fuego, que se iban extinguiendo poco a poco. Las chispas rodaban sobre los volúmenes hasta hacer presa en ellos, y sus puntos rojizos, agitándose como larvas ardientes, roían las hojas antes que se cebara en ellas la enfurecida llama. Las tapas y las cubiertas empezaban a retorcerse. Los pergaminos se abarquillaron, crujiendo y chasqueando, y las pavesas, absorbidas del foco de la hoguera, volaban envueltas en una nube de humo hasta desaparecer por el cañón de la chimenea.

¡Cuánto hubiera dado Lázaro por trocar en cosa tangible su memoria, para destruirla también! Cuando el hombre abjura de sus errores, debía tener el derecho de olvidarlos.

En el hogar, momentos antes encendido, no quedó de allí a poco más que un montoncillo de cenizas, y envueltos entre su tibio rescoldo se veían relucir los broches de un libro de horas, y los alambres del metálico engarce de un rosario.

El sacrificio estaba consumado. La conciencia de Lázaro se resistió siempre a darle el nombre de apostasía.

Entonces vinieron a consolarle esas ficciones engañosas que uno se forja en las grandes amarguras de la vida, falsas esperanzas que no han germinado al calor de la ilusión o del deseo, sino que llegan con paso tardo y torpe, rebeldes a la voluntad que las evoca: entonces los recuerdos tomaron formas de esperanzas, y no concebidas fríamente por el cerebro, sino brotadas del fondo de su corazón, Lázaro sintió llegar a los labios una idea que se tradujo en una palabra amorosamente pronunciada. Todo su porvenir estaba condensado en ella.

«¡La aldea!»

A la mañana siguiente el barro del jardín guardaba impresas todavía las huellas de Lázaro, indicando el sitio donde había escalado la verja para huir, como un ladrón, de aquella casa, donde era tenido casi por un santo.