Buch lesen: «Arraigados en la tierra», Seite 2

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I
PRIMEROS DILEMAS SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL
MOMENTOS DE REFLEXIÓN…

Pedret i Marzà, 23 de junio de 2013

De todas las verbenas que celebramos en nuestra tierra, siempre he tenido debilidad por la de hoy, la noche de San Juan. Una noche mágica y mística para muchas culturas, en la cual nosotros tenemos la costumbre de encender hogueras y jugar con petardos. De pequeño, además de coincidir con el final de la escuela y el inicio de las vacaciones de verano, recuerdo especialmente la hoguera que encendíamos en casa con los restos de poda de la viña del invierno anterior. Sin ningún tipo de duda, uno de mis mejores recuerdos de infancia.

Superada la edad mínima para salir con los amigos e irse a dormir muy tarde, o muy pronto según como se mire, los recuerdos de aquella noche también son maravillosos, aunque a veces aparecen algo más difuminados. San Juan era el pistoletazo de salida en la vida nocturna veraniega, muy intensa en zonas turísticas situadas al borde del mar, como la nuestra.

Pues bien, hoy vuelve a ser San Juan y me invade el recuerdo de todas aquellas vivencias pasadas que se mantienen presentes como la misma llama de la hoguera, y también la emoción de compartir estos momentos con mi hija de dos años, mis dos hijos de pocos meses y mi pareja, con quien comparto profesión, proyectos y vida. Hoy es un día de esos en los que es inevitable echar una mirada atrás recordando dónde estaba el año anterior, dos años atrás, cinco años atrás… Y no solo me refiero a un lugar geográfico, sino también en el ámbito personal y profesional. Con el paso del tiempo y la edad, te vuelves más responsable, algo indispensable para realizar cualquier actividad laboral con cierto éxito. Pero hay que gestionarlo correctamente para no terminar pensando sobre esa actividad durante todas las horas de tu vida.

Con los años, he aprendido a analizar mis pensamientos y preocupaciones, anotar y organizar las tareas pendientes y planificarlas de forma que mi mente pueda dejar de dar vueltas. Con el objetivo de disfrutar de la verbena, pocas horas antes de tomar la primera copa de vino es el momento de dedicar unos minutos a revisar los trabajos realizados la semana anterior y planificar las tareas de la siguiente.

Faltan dos horas para las nueve de la noche, el sol ya empieza su recorrido descendente y me puedo permitir trabajar en la terraza de casa, bajo la sombra de una gran morera que tenemos en el jardín. Estoy solo porque la familia está trabajando en los preparativos de la verbena que celebramos conjuntamente con los demás vecinos del pueblo. Enciendo el ordenador portátil, me siento y empiezo a hacer el balance semanal.

Esta semana hemos cosechado el trigo y este año la producción ha superado la media de la zona, gracias, en parte, a las excepcionales lluvias de primavera. Viendo los resultados, me invade una sensación de victoria. Creo que los cálculos matemáticos que he utilizado para definir la dosis correcta de abono nitrogenado, la elección del herbicida posemergencia y la aplicación de un nuevo fungicida, con un elevado control sobre algunos de los hongos que provocan fitopatías en el cereal, han sido excelentes. En este sentido, estoy preparado para ir a la verbena, encontrarme con los agricultores de la zona y soltar los kilos por hectárea que he obtenido. Sin duda, estos son los mejores momentos que nos ofrece esta magnífica profesión que hemos escogido como forma de vida.

Todo apunta que será un buen año para la explotación familiar. Además de la buena cosecha de cereal, el maíz que sembramos hace dos meses presenta un crecimiento muy bueno, sin problemas visibles y con un suelo totalmente limpio de malas hierbas. Otro acierto fue la elección del abono químico de fondo aplicado antes de la siembra y del abono nitrogenado que hemos aplicado hace pocos días. La clave, calcular escrupulosamente las unidades de nitrógeno que necesita el cultivo para obtener la producción esperada, que con suerte también podría ser superior a la media de los agricultores vecinos.

Con la viña y el olivo hemos sufrido más. Las lluvias de primavera nos han obligado a protegerlos semanalmente contra los ataques de diferentes hongos e insectos, muy agresivos en esta época del año. Por otro lado, la humedad que hay en el suelo ha favorecido el crecimiento de malas hierbas y, por lo tanto, hemos tenido que labrarlo repetidamente, así como realizar diferentes aplicaciones de productos con efecto herbicida para eliminar cualquier competencia con el cultivo principal.

Podríamos decir que nos hemos hartado de trabajar y de sufrir, pero en este momento está todo bajo control. A pesar de esto, no podemos bajar la guardia, puesto que las previsiones de lluvia se mantienen para la semana próxima. Hará falta, pues, prever la compra de productos fungicidas y plaguicidas, así como hacer una programación de tareas para asegurar la realización de las intervenciones necesarias para proteger los cultivos. Con la experiencia adquirida, no necesito consultar el vademécum para saber qué materias activas y dosis de aplicación proceden para cada cultivo y fitopatía, ni dónde encontrar estos productos al mejor precio. Solo necesito visitar cada parcela y realizar un control visual de las plagas, enfermedades y malas hierbas que suponen un peligro para definir el mejor y más eficaz sistema para eliminarlos de manera fulminante. Y así lo haré, como lo he estado haciendo los últimos años, tal como me explicaron mis profesores universitarios y tal como me han enseñado los compañeros con más experiencia que trabajan para los Servicios de Sanidad Vegetal del Departamento de Agricultura o las casas comerciales de productos fitosanitarios.

En casa me han enseñado que para controlar las malas hierbas hay que hacerlo en el momento adecuado, y, de hecho, mi experiencia hasta hoy me lo ha confirmado. Eliminar las plantas indeseables demasiado tarde, cuando ya han crecido más de lo esperado, implica un mayor coste por un trabajo mal hecho y con consecuencias nefastas que podrían dificultar la gestión del cultivo en un futuro. Es sabido por todo el mundo que hacer el trabajo tarde y mal sale siempre más caro. A veces, la presión de saber que hay que llevar a cabo un trabajo cuanto más rápidamente mejor, y no disponer de suficiente tiempo, genera angustia, pero a base de esfuerzo y sacrificios personales y familiares todo se termina haciendo. Así es la vida en el campo, lo sabemos y lo aceptamos. Incluso, por alguna razón que desconozco, a algunos agricultores de vez en cuando nos gusta llegar a casa a las diez de la noche, después de dieciséis horas de trabajo; nos hace sentir implicados, unidos a la tierra.

En última instancia, solo queremos un sueldo digno para ofrecer una seguridad económica a nuestra familia. Somos agricultores y por todo el mundo es sabido que esta profesión conlleva largas jornadas de trabajo y vacaciones reducidas, generalmente fuera de las épocas en las que la mayoría de la gente frena su actividad laboral para ir a la playa.

Volviendo al presente, y antes del proceso de despresurización laboral que provocará la verbena, es también el momento de disfrutar de una tarea que personalmente siempre me ha gustado mucho. Nosotros la llamamos «hacer números». Ya hemos recogido el cereal y, por lo tanto, toca hacer el balance económico. Hace muchos años que, casi de forma obsesiva, anoto absolutamente todos los gastos asociados a cada cultivo y a cada parcela de casa. Ahora solo me faltaban dos datos para cerrar oficialmente la campaña del cereal de este año: la producción y el precio.

El resultado no es ninguna sorpresa, puesto que mientras vas gastando dinero en productos fitosanitarios, abonos o semillas, ya te das cuenta que estás estirando más el brazo que la manga, pero en plena campaña las opciones son pocas y te excusas pensando que quizá el precio de venta subirá en unas semanas. Ahorrar algunos euros destinados a mantener la sanidad y la alimentación del cultivo puede suponer una pérdida de producción muy elevada. Bien, este año hemos obtenido un beneficio medio de noventa euros por hectárea en la producción de trigo de una de las variedades más productivas del mercado. Podría parecer una cantidad absurda por todo el trabajo realizado, pero si añadimos unos 150 euros de subvención, la cosa cambia mucho. Ahora ya hablamos de 240 euros por hectárea de beneficios, a pesar de que hay que ser conscientes que casi un 70 por ciento de esta cantidad proviene de una subvención y el 30 por ciento proviene de nuestro trabajo.

A finales de junio también es un buen momento para hacer un balance económico provisional de los cultivos de la viña y el olivo. Sabemos cuánto dinero hemos gastado en esta campaña hasta hoy y tenemos una idea aproximada de la cosecha, puesto que el fruto ya está cuajado. Este ejercicio me sirve para comprender que este año tengo que limitar los gastos, o los beneficios serán similares a los del trigo o incluso menores. Las producciones no se presentan malas si el tiempo no las estropea, pero ya nos avanzan que los precios serán similares a los de la campaña pasada y las anteriores, y por lo tanto, nada favorables para nuestros intereses.

Con mi conocimiento actual, no tengo muchas opciones para mejorar la situación. De hecho, solo diviso una: ser todavía más cuidadoso en la elección de los abonos, fitosanitarios y otros insumos. No se me ocurre cómo modificar el precio al que me compran los productos porque, en el caso del cereal, se define en función de los mercados globalizados, y en el caso de la uva y las aceitunas, depende de la gestión de la cooperativa de la cual formo parte. No puedo gastar menos en gasóleo ni en maquinaria porque son indispensables para la actividad. Iría muy bien que Europa decidiera aumentar la dotación de dinero que destina a los agricultores mediante la Política Agrícola Común (PAC), pero en eso tampoco puedo hacer nada. Que llueva más y mejor siempre ayuda, pero todavía no he aprendido a hacer la danza de la lluvia. Tampoco puedo pagar menos a los dos trabajadores que nos ayudan en la explotación familiar porque no se lo merecen; además, hemos tenido suerte de encontrarlos porque desgraciadamente cada vez es más complicado encontrar personas dispuestas y cualificadas para trabajar en el campo.

¿Podría dar el paso hacia la agricultura ecológica, asociada a una certificación y una subvención suculenta? Esta opción la valoramos desde hace tiempo, pero mi experiencia como asesor en agricultura ecológica, al menos según el modelo que conozco hasta hoy, me ha demostrado que hay que ser muy cuidadoso para no poner en riesgo la viabilidad económica de nuestra empresa. En la mayoría de cultivos, el aumento del coste de mano de obra y el precio de los productos ecológicos que comercializan las grandes compañías de fitosanitarios para sustituir los productos de síntesis provocan un incremento de los gastos que no estoy seguro de poder asumir, ya que el precio que pagan las empresas transformadoras de nuestra zona por la compra de productos ecológicos no es muy diferente del precio convencional, al menos siguiendo los canales de venta que conozco. En alguna ocasión he intentado profundizar más en esta materia, preguntándome si hay modelos sostenibles de gestión agrícola, hasta llegar a topar con conceptos como «la permacultura», «la agricultura regenerativa» o «la agricultura biodinámica». Francamente, solo conozco algunos pequeños ejemplos llevados a cabo por agricultores no profesionales y a menudo con unos resultados muy poco productivos. Además, estas palabras para mí tienen un componente entre hippy y esotérico que me echan atrás. Practicar una agricultura respetuosa con el entorno, sin química, alineada con las entidades conservacionistas y otros agentes sociales es una idea que me atrae, pero no me lo puedo permitir mientras los números no me digan lo contrario. Por otro lado, tampoco puedo continuar como ahora, no tiene sentido. Cuando analizo la situación en profundidad, me doy cuenta que el trabajo en el campo no nos permite a los agricultores ganarnos la vida dignamente. Cada día es más habitual que los diferentes agentes ecologistas de la sociedad nos acusen de practicar una agricultura que destruye el medioambiente, y probablemente tienen razón, pero nos tenemos que ganar la vida, ¿no? Y sin los agricultores, que cada vez somos menos, ¿quién gestionaría el territorio y alimentaría a la población de la Tierra?

Bien, demasiadas reflexiones trascendentales para el día que marca el inicio del verano, cuyo único objetivo laboral era calcular los beneficios del trigo. Decido apagar el ordenador e ir a ducharme. A partir de mañana empezaré a recoger la información necesaria para valorar racionalmente estas nuevas ideas y plantear alternativas reales a las prácticas realizadas en la finca familiar hasta este momento.

La parte positiva es que iré a la verbena de San Juan, donde comeremos, beberemos y podré hablar de agricultura con otros compañeros y explicarles mis producciones de trigo y la pulcritud de mis viñas y olivares, sin una brizna de hierba en ninguna parte, de los cuales me siento orgulloso. Y probablemente, a partir de la tercera copa de vino de la cena, nos quejaremos del tiempo, de la dificultad de encontrar mano de obra, del precio del gasóleo, de lo poco que nos pagan por los productos gracias a la maldita bolsa de Chicago y de los bajos importes de las subvenciones.

COMO CIUDADANOS DEL MUNDO, ¿ESTAMOS ACTUANDO CORRECTAMENTE?

La respuesta a esta pregunta es ya tan evidente que no hay que invertir mucha energía en responderla. De todos modos, creo que hay que exponer tantas veces como sea necesario los motivos por los cuales hace falta una alternativa al modelo social actual. La responsabilidad que tenemos ahora los habitantes del planeta es muy grande, puesto que las acciones que llevemos a cabo a lo largo de los próximos años podrían condicionar la Tierra durante los siglos venideros.

Uno de los principales problemas que existen a escala global es y será el cambio climático, el calentamiento progresivo del planeta con todos los efectos que este pueda comportar. No podemos pretender que cambiar en pocas décadas la composición de una atmósfera creada a lo largo de millones de años no tenga un impacto sobre el clima. Actualmente hay una concentración de casi 420 partes por millón de dióxido de carbono en el aire1 que respiramos; para encontrar unos niveles similares a los actuales, habría que retroceder unos tres millones de años, hasta el periodo del Plioceno, momento en que la Tierra era muy diferente.

El modelo de vida de la sociedad actual, basado en el uso y abuso de las energías derivadas de los combustibles fósiles, genera una gran cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero, como el metano o el dióxido de carbono, entre otros. Cuando estos gases se concentran en la atmósfera, evitan que salga parte de la radiación solar que incide sobre la superficie de la Tierra. Esta radiación, básicamente los rayos infrarrojos, se queda en el interior de la atmósfera y contribuye así al calentamiento del planeta.

Según los cálculos realizados por la comunidad científica, las prácticas agrícolas son responsables de casi un 21 por ciento de las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero2. Si bien los agricultores somos, en gran parte, responsables de estas emisiones, también tenemos la capacidad de cambiar esta tendencia y de contribuir a la reducción de las emisiones como te explicaré a lo largo del libro. Y no solo esto, sino que cambiando las prácticas agrícolas predominantes en las últimas décadas, podremos devolver grandes cantidades de dióxido de carbono al suelo.

Otro gran peligro para las personas que habitan la Tierra es la erosión y la desertificación progresiva del territorio. Cada año perdemos unos 36.000 millones de toneladas de tierra fértil que van directamente al mar, según un estudio de la Universidad de Basilea3. Más de 170 países sufren un elevado riesgo de desertificación, y en Europa el 40 por ciento del territorio se encuentra en riesgo de erosión. Los países más afectados son los que rodean el Mediterráneo, mientras que las zonas más septentrionales del continente son menos vulnerables a causa de las precipitaciones más regulares. Unos 250 millones de personas se ven afectadas por estos factores, según el Tribunal de Cuentas Europeo. Un ejemplo es el aumento de la migración de ciertos países del continente africano hacia Europa. Las desigualdades entre personas, las guerras por el poder y por el control de los recursos naturales o la calidad de vida tienen una estrecha relación con el grado de desertificación y la capacidad productiva de los suelos en cada uno de esos países. Este hecho es dramático para las personas que se ven obligadas a abandonar su país de origen, y complejo de gestionar para los países de acogida. En este contexto, parecería razonable que las entidades gubernamentales dedicaran grandes esfuerzos a la recuperación de los suelos agrícolas de los países con menor grado de desarrollo, ¿no?

Si fijamos el objetivo en la península ibérica y observamos cualquier mapa de esta área, podremos distinguir fácilmente zonas más verdes y zonas de color marrón: este último permite identificar los espacios más erosionados, cuyo grado de desertificación aumenta año tras año. Curiosamente, estos lugares se encuentran alrededor de los cauces de los ríos, donde principalmente se practica una agricultura intensiva. Las prácticas agrícolas basadas en el suelo descubierto y el constante laboreo favorecen la escorrentía y, por lo tanto, la erosión. La muestra más evidente la encontramos cuando llueve. El agua, que todos sabemos que es transparente y que toma tonalidades azules a partir de un cierto volumen, baja por ríos y arroyos completamente marrón.

A pesar de que solo pensando en términos ambientales ya se pone de manifiesto la urgencia de un cambio en las prácticas agrícolas, hay que hacer también referencia a otros motivos de igual importancia.

La alimentación, directamente ligada a la salud de las personas, también sufre los efectos del modelo agrícola actual. Diferentes estudios concluyen que la cantidad de minerales esenciales para la vida, como el zinc, el hierro, el cobre y el manganeso, presente en los alimentos se ha reducido casi a la mitad durante los últimos cincuenta años. Según David Thomas, autor de uno de estos estudios, si hoy te comes un trozo de queso cheddar estás ingiriendo un 40 por ciento menos de potasio y magnesio, y si te zampas un chuletón de ternera, un 40 por ciento menos de hierro y casi un 20 por ciento menos de fósforo4. La carencia de hierro contribuye a generar depresión, y un desequilibrio entre el potasio, el magnesio y el fósforo potencia la ansiedad.

Las personas tenemos ahora los mismos requerimientos minerales que teníamos hace cien años; por lo tanto, ahora debemos consumir el doble de alimentos para satisfacerlos, ingiriendo también el doble de calorías. Aparte de que esto implica que es necesario producir más para alimentar a la misma cantidad de personas, no hay que disponer de muchos conocimientos de medicina para imaginar los efectos de alimentarnos con más calorías y menos minerales. La mayoría de personas del siglo XXI, indistintamente de su procedencia y capacidad económica, conviven o convivirán con diferentes problemas de salud ocasionados por un desequilibrio nutricional; problemas de salud muy suculentos para ciertos lobbies económicos, como las empresas farmacéuticas.

Es necesario también interpretar un dato aterrador que generalmente pasa desapercibido. Varios estudios indican que a lo largo de los últimos veinte años se ha producido una reducción del 50 por ciento en el número de agricultores activos, y que casi la mitad de los restantes superan los 65 años5. No hay que hacer muchos estudios sociológicos para averiguar el motivo del abandono del campo. Básicamente hablamos de dinero. De su escasez en el mundo agrario somos responsables todos: productores y consumidores. Nos encontramos ante la paradoja de que entre todos estamos aniquilando el que probablemente sea el único sector con capacidad real para frenar el empobrecimiento de la Tierra en todos los aspectos.

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