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Buch lesen: «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», Seite 24

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– ¡Ah, perdonad, señora!.. – dijo don Bernardino siguiendo á los jóvenes, que se encaminaban á unas estrechas, negras y horribles escaleras – ; yo ignoraba que… como dicen que don Rodrigo Calderón…

– Está herido y medio muriéndose, ¿no es verdad? – dijo Dorotea.

Subían por las escaleras.

– Me espanta la serenidad con que habláis y las galas que vestís.

– Como que estoy de boda.

– ¿Os casáis?

– Con Sancho Ortiz de Rodas.

Todos los que conocen las comedias de Lope de Vega, saben que Sancho Ortiz era el amante ó novio de la Estrella de Sevilla, comedia que se representaba aquella tarde, y en la que desempeñaba la parte de protagonista Dorotea.

– ¡Ah, sí, es verdad! ¡venís vestida desde vuestra casa!

– Sí, por cierto.

– Habéis hecho bien, porque la función se ha empezado; la loa está casi á la mitad, y han empezado á correr por el patio unas noticias que tienen disgustado al público.

Seguían á la sazón por un corredor estrecho alumbrado por candilejas, á cuyos dos costados había puertas.

– ¿Y qué noticias eran esas? – dijo la Dorotea avanzando por el corredor delante de Juan Montiño.

Detrás de los dos iba Don Bernardino.

– Esas noticias eran que vos, á consecuencia de la herida de don Rodrigo, estábais desesperada y no representábais.

– Ya veis que no.

– Ya lo veo. Y os anuncio que al salir os van á vitorear con frenesí. El público está enamorado de vos.

– Pues no se conoce, porque me paga poco.

– Eso consiste en que Gutiérrez es un judío. Tiene en vos una mina de oro.

– ¿No queréis entrar? – dijo Dorotea empujando una puerta al fondo del corredor, y entrando en un pequeño aposento.

A pesar de que como había sido pronunciado aquel ¿no queréis entrar? suponía lo mismo que esta otra frase: haréis bien en iros, porque estorbáis, don Bernardino se hizo el desentendido y entró.

El aposento, aunque reducido, era muy bello; estaba ricamente tapizado y alfombrado, tenía un ancho canapé ó sofá con almohadones de damasco y sillones de gran lujo, y al fondo había una puerta con cortinaje de seda.

En medio se veía un brasero de plata con fuego.

– Petra – dijo Dorotea á una doncella que estaba esperándola en su cuarto – , ve y di al autor que por mí no tiene necesidad de detener la función.

La doncella, después de tomar el manto de su señora, salió á cumplir su encargo.

Juan Montiño, á una indicación de Dorotea, que se había sentado en el canapé, se sentó en un sillón y se descubrió.

Don Bernardino se descubrió también, aunque con suma impertinencia; se sentó en otro sillón con el mayor desenfado del mundo, puso un brazo sobre el respaldo del sillón y cruzó una pierna sobre la otra.

Juan Montiño, que no había hablado una sola palabra, empezaba á amostazarse.

Era don Bernardino uno de estos jóvenes fatuos, que han frecuentado siempre los vestuarios de los teatros en busca del desinteresado amor de una bailarina, sin encontrarlo jamás, y que acaban por creerse adorados de una especie de desecho del mundo, que les hace pagar el vidrio como si fuera diamante; galanes que se creen hermosos y discretos y valientes, y junto á los cuales no se puede estar un minuto sin sentir desprecio ó cólera.

Don Bernardino de Cáceres era un segundón de una familia principal de Córdoba; gastaba más vanidad que doblones, y por razón de su vanidad andaba siempre perdonando vidas.

Hacíalo con tal aplomo y se creía tan de buena fe valiente, que los demás acabaron por creerlo y por respetarle.

Esto había acabado de hacer insoportable á don Bernardino.

– ¿Es pariente vuestro este hidalgo, Dorotea? – dijo cuando se hubo sentado, y con cierto espíritu de protección.

– Algo más que pariente – dijo con descaro la Dorotea – ; es… mi amigo, y el amigo á quien más quiero.

Miró de alto á bajo don Bernardino á Juan Montiño, como buscando la razón, el por qué del cariño de Dorotea hacia aquel hombre.

– Debéis ser forastero – dijo don Bernardino.

Juan Montiño hizo una señal afirmativa con la cabeza.

– ¿Es paisano vuestro, Dorotea?

– No lo sé, porque yo no sé de dónde soy.

– ¡Ah! vos sois del cielo.

– Pues entonces no somos paisanos – dijo Juan Montiño con mal talante – , porque yo soy de la tierra.

– ¿Habéis estado alguna vez en la corte?

– Ayer vine por vez primera.

– Y como en la corte no conoce á nadie, ha venido á parar á mi casa.

– Os doy la enhorabuena por haber hallado tal posada – dijo don Bernardino – , y estimando yo como estimo á vuestra… amiga, no puedo menos de ofreceros mi amistad.

Y tendió la mano á Juan Montiño, que se la estrechó fríamente.

En aquel momento se oyó una voz de hombre que decía en el corredor:

– ¡Dorotea!

– La escena me llama, señores – dijo la joven – ; venid, venid conmigo, Juan, y me veréis trabajar desde adentro.

Montiño siguió á Dorotea; don Bernardino siguió á Montiño.

Siguieron un trozo de corredor, bajaron unas pendientes escaleras y se encontraron en la parte interior del escenario.

En los tiempos de Felipe III empezaban á usarse ya los bastidores, en vez de las tres cortinas que antes cerraban la escena.

El lugar comprendido fuera de los bastidores, estaba lleno de gente, toda alegre y toda non sancta: comediantes y comediantas, poetas, galanes de bastidores y criadas; se hablaba, se murmuraba, se mentía; y al pasar Dorotea junto á un grupo de hombres, en medio del cual había una joven sumamente hermosa, dijo á uno de los del corro, haciéndole reparar con una indicación en Juan Montiño:

– Dejad estar entre bastidores á este caballero, que es cosa mía.

Después se dirigió á un bastidor, para esperar su salida.

El escándalo estaba dado.

Y decimos el escándalo, porque en la manera de presentar Dorotea á Juan Montiño, había dicho á todos:

– Ese joven es mi amante.

Y presentarse con un nuevo amante, en un momento en que corría por la corte la nueva de que don Rodrigo Calderón estaba herido, era un verdadero escándalo.

– ¿Qué decís á esto, Mari Díaz? – dijo un comediante rechoncho á la joven, que hemos dicho estaba en medio del grupo.

– Digo que debe ser muy grave el estado en que se halla don Rodrigo, cuando la Dorotea se atreve á tanto.

– ¿Qué es eso? – dijo otro de los del corro – . ¿A quién aplauden de ese modo?

– ¿A quién ha de ser sino á Dorotea? – dijo encubriendo mal su despecho la Mari Díaz – ; ¿pues no sabéis que en los locos gastos del duque de Lerma por ella, entra una compañía de mosqueteros que hacen salva en cuanto abre los labios ó se mueve la señora duquesa? La Dorotea tiene mucha suerte.

Los aplausos se repitieron fuera, nutridos, espontáneos, persistentes.

– No, pues esos no son los mosqueteros – dijo un poeta – ; ó si lo son, es mosquetero todo el público.

– ¿Qué sabéis vos? – repuso Mari Díaz – ; hay tardes en que están de humor, y en sonando una palmada, allá se van todos detrás, como borregos.

– Pues yo voy á ver qué maravillas está haciendo Dorotea – dijo don Bernardino de Cáceres.

– Soberbio modrego – dijo la Mari Díaz apenas había vuelto la espalda el presuntuoso hidalgo – ; si tuviera tantos doblones como vanidad, no andaría la Dorotea tan desdeñosa con él.

– Pues no tiene trazas de ser muy rico el nuevo amante – dijo otro.

– Pero es muy hermoso – replicó la Mari Díaz.

– ¿Os habéis ya enamorado de él?

– ¡Yo!..

– Dicen que sois muy enamoradiza.

– Por eso los llevo detrás haciendo cola.

– Es que dicen que los lleváis delante.

– Pues mienten. Sólo he tenido uno, y ese ha sido bastante para que no quiera tener más. Pero volvamos al asunto del día: ¿conocéis á ese nuevo amante de la Dorotea?

– Yo no le he visto nunca, y eso que voy á todas partes – dijo un comediante.

– Ni yo – repuso otro.

– Tiene cierto aire de buen muchacho, que me indica que hace poco tiempo que está en la corte – dijo la Mari Díaz.

– ¡Bah! ¡pues si es altivo como un rey, y lleva su capilla parda como si arrastrase un manto ducal! ¡como vos cuando hacéis de reina, reina mía! – dijo un poeta.

– Eso quiere decir que no es un cualquiera – recargó la comedianta.

– ¿De qué se trata? – dijo un alférez de la guardia española que se había acercado al grupo.

– ¿De qué se ha de tratar, señor Ginés Saltillo, sino de un acontecimiento extraordinario? – contestó un comediante.

– ¡De un escándalo! – añadió un poeta.

– ¡De una enormidad! – recargó un tercero.

– ¿Pero qué milagro, qué escándalo y qué enormidad son esas?

– Ya sabréis, porque lo sabe todo el mundo – dijo la Mari Díaz – que don Rodrigo Calderón tuvo anoche una mala aventura no se sabe con quién.

– Pero eso no es un milagro.

– Escuchad: sabréis además que está muy mal herido.

– Pero eso no tiene nada de escandaloso; donde las dan las toman; don Rodrigo la echa de guapo, y si se ha encontrado con la horma de su zapato… conque vamos al negocio y veamos en qué consisten el milagro, el escándalo y la enormidad.

– El milagro consiste en que la Dorotea se ha enamorado de un pobre – dijo la Mari Díaz.

– ¡Ah! eso ya es distinto; comprendo que estéis asombrados: vamos al escándalo.

– El escándalo consiste en que se haya presentado al público con sus mejores galas, cuando no es un misterio su trato con don Rodrigo.

– En efecto, esto tiene algo de escandaloso – dijo el alférez – . Pero la enormidad… veamos la enormidad.

– ¡La enormidad! ¿no os parece una enormidad el que nos haya presentado á todos su nuevo amante?

– Efectivamente; esa muchacha se va echando á perder más de lo justo. Y es lástima, cuando se trata de la mujer más hermosa del ejercicio… perdonad, Mari Díaz, la más hermosa después de vos.

– Afortunadamente estoy aquí para daros las gracias, señor Ginés Saltillo – dijo la comedianta sin poder dominar completamente su mortificación.

– ¿Y quién es él?

– No le conoce nadie.

– ¿Es forastero?

– Y altivo.

– ¡Aunque pobre!

– Pobre soy yo – dijo el alférez – , y en punto á orgullo no me trueco por un portugués. ¿Y qué tal? ¿es buen mozo?

– No tanto como vos – dijo la Mari Díaz – , pero aun así puede presentarse sin miedo donde haya galanes… se entiende siempre, después de vos.

– Muchas gracias por la fineza, prenda mía; aunque no me satisface mucho vuestra opinión.

– ¿Y por qué no?

– Jamás os he visto acompañada de un hombre que valga seis maravedises. Y esto que, sin contar conmigo, que hace un siglo me estoy muriendo por vos, os siguen y os persiguen más de cuatro gentileshombres. Por eso, porque en vuestro gusto particular no confío, y porgue no es cosa de preguntar á estos señores, que por envidia podrán informarme mal, quisiera conocer á ese portento.

– Pues allí está, en el primer bastidor… con don Bernardino de Cáceres que, como sabéis, es el perro de la Dorotea.

– Voy, voy á verle; pero antes tengo que pagaros vuestras noticias con otras no menores.

– ¡Qué! ¿Qué sucede? – exclamaron todos.

El alférez se metió más al centro y dijo en voz baja y con sumo misterio:

– ¡Hay novedades!

– Novedades, ¿y en dónde?

– Novedades en palacio.

–¡Ah!

–¡Oh!

– ¡Eh! – exclamaron todos.

– Pero hablemos muy bajo, porque como por todas partes hay espiones, no se puede uno fiar de su camisa.

– Dicen que lo de las estocadas que tal han puesto á don Rodrigo, tiene su intríngulis.

– ¿Su qué?..

– Su misterio, señores, su misterio. Dicen que esas estocadas han venido de lo alto.

– ¿De que alto?

– De palacio.

–¡Ah!

– Parece que Don Rodrigo quería alzarse con el santo y la limosna.

– Siempre ha sido Don Rodrigo muy alentado.

– Y que tal zancadilla tenía armada al duque, que éste ha echado por el camino más corto para no perder tiempo.

– ¿Conque acusan á su excelencia…?

– Sí; pero hablad más bajo, vida mía, si no queréis dormir esta noche sin más compañía que las ratas.

– Seguid, señor Ginés, seguid; vos, Mari Díaz, no interrumpáis – dijo uno.

Todos los cuellos estaban estirados, todas las cabezas extendidas hacia el noticiero, todos los oídos atentos, porque han de saber nuestros lectores, que en todos los tiempos los comediantes, como gente libre, se han tomado gran interés por los negocios públicos.

– Se dice – añadió el narrador – , que el duque… pues… su excelencia… no hay que citar nombres, tiene en su casa como preso al herido.

– ¡En su casa!

– Como que le hirieron junto al postigo de su casa.

– ¿Y no se sabe quién le hirió?

– Todavía no. Pero nadie hay preso ni mandado prender… De modo que… ¿qué más prueba queréis de que estas estocadas han venido de lo alto?

– Esto es grave – dijo uno.

– Gravísimo – añadió otro.

– Y á mí me parece lo más fastidioso del mundo – dijo Mari Díaz – ; ¿qué nos importa todo eso? Por mi parte me voy.

– Id con Dios, princesa, id con Dios – dijo el alférez – ; si no fuera por dejar con su curiosidad á estos señores, os acompañaría.

– Muchas gracias – dijo la Mari Díaz alejándose.

– Allá va al primer bastidor – dijo uno.

– A ponerse en guerra con la Dorotea.

– Esas chicas acabarán por arañarse.

– No, porque la Dorotea es magnánima; ¡como siempre vence!

– Dejémonos de mujeres, señores, y vamos á lo que importa – dijo el alférez, que reventaba por soltar sus noticias.

– Sí, sí; seguid.

– Decíamos que las tales estocadas habían venido de lo alto, según todos los indicios. Pues bien, hay más. Ha entrado el rasero, señores.

– ¡El rasero!..

– Como que acabo de llegar de haber dado escolta de honor á don Baltasar de Zúñiga, que va de embajador á Inglaterra.

– ¡Pero si don Baltasar no se mete en nada!

– ¿Cómo que no se mete y estaba metido de hoz y de coz en el cuarto del príncipe? Don Baltasar es muy suave, pero eso no quita, no, señor; don Baltasar conspiraba… Y si no, ¿por qué andaban hoy en palacio tan graves y tan cariacontecidos el conde de Olivares y el duque de Uceda sin poder entrar en la cámara del rey? ¿Y por qué estaba tan alegre el duque?

– Verdaderamente todo esto es grave – dijo uno de los del grupo, que tenía el vicio de verlo todo desde el punto de vista de la gravedad.

– ¡Gravísimo! – dijo el alférez – . ¡Pues ya lo creo! Pero hay una cosa más grave aún.

–¿Qué?

–¿Qué?

– No se ha dejado salir de su cuarto al príncipe don Felipe de orden del rey.

– ¡Ah! Pues esto es tres veces grave.

– Se cree – dijo el alférez – que Lerma se haya puesto del lado de la reina.

– ¡Bah! eso no puede ser – dijo uno.

– La reina odia al duque – añadió otro.

– Creo más fácil que la Mari Díaz deje de ser envidiosa – dijo un tercero.

– Prueba al canto – contestó el alférez.

– Veamos.

– El confesor del rey, fray Luis de Aliaga, es á todas luces del partido de la reina.

– Indudablemente.

– Pues bien, el padre Aliaga ha sido nombrado inquisidor general.

– ¡Inquisidor general! ¿Pues y cómo ha quitado esta dignidad á su tío don Bernardo de Sandoval y Rojas, el duque de Lerma?

– Don Bernardo de Sandoval, se ha quedado con el arzobispado de Toledo y tiene bastante. Cuando el duque de Lerma se ha expuesto á enojar á su tío, dando al confesor del rey la dignidad de inquisidor general, le importará mucho tener de su parte al padre Aliaga. Es indudable… indudable; el duque se ha puesto del lado de la reina.

– ¿Pero cuándo han nombrado inquisidor general al padre Aliaga?

– El nombramiento ha sido cosa de hoy, y no es extraño que no lo sepáis; lo saben muy pocos. ¡Cuando os exageraba que había novedades…!

– ¿Pero qué interés tiene el duque…?

– ¡Oh! la zancadilla que se le había preparado era feroz. Se le iba á acusar de traición, de estar vendido á la Liga.

– ¡Oh!

– Y uno de los que más han trabajado en esto, ha sido el duque de Uceda.

– ¡Su hijo!

– Los grandes no tienen hijos ni padres. Al duque de Uceda le tarda llegar á la privanza y no perdona medio.

– Todo esto es grave, gravísimo – dijo el que todo lo veía por el lado serio.

– Pues hay además algo que aumenta la gravedad de estos sucesos.

– ¡Qué!

– ¡Qué!

– Se cree… – dijo el alférez, bajando más la voz y con doble misterio.

– ¡Pero traéis un saco de noticias, alférez!

– Que doy de balde. Pero oíd lo que se dice en palacio, por los rincones, por supuesto, y en voz muy baja: en estas cosas anda el duque de Osuna.

– Se tiene la manía de atribuirlo todo al duque de Osuna, que, sin duda, para huir de estos enredos, se ha ido á ser virrey de Napóles – dijo un autor de entremeses.

– Aunque el duque de Osuna esté en Nápoles, vieron anoche en Madrid á su secretario don Francisco de Quevedo y Villegas.

– ¡Que está don Francisco en Madrid! – exclamó el autor de la compañía, ó como diríamos en nuestros tiempos, el representante de la compañía – ; ¡bah! eso es mentira. Hubiera venido por aquí y yo le hubiera encargado un entremés.

– En cuanto á lo de venir, quizá no pueda porque está escondido – dijo el alférez.

– Pues si está escondido, ¿quién le ha visto?

– Le vieron anoche en palacio.

– Creerían verle.

– Allá lo veremos; ¿pero qué esto?

Lo que había motivado la pregunta del alférez, era un ruido particular, un alboroto que provenía del primer bastidor de la derecha del escenario.

Todos corrieron allá.

Lo que había sucedido, lo verán nuestros lectores en el capítulo siguiente.

CAPÍTULO XXIX
DE CÓMO JUAN MONTIÑO, CON MUCHO SUSTO DE LA DOROTEA, SE DIÓ Á CONOCER ENTRE LOS CÓMICOS

La Mari Díaz, dejando en su chismografía política al alférez, á los comediantes, á los poetas é tutti cuanti, se fué decididamente, pero como al descuido, al hueco del primer bastidor de la derecha del escenario.

En él estaban solas dos personas: Juan Montiño y el finchado hidalgo don Bernardino de Cáceres.

– ¿Me permitís, caballero? – dijo la Mari Díaz tocando Suavemente en un hombro á Juan Montiño, y con la voz más dulce del mundo.

El joven se volvió y vió á la comedianta que le saludó Con una graciosa inclinación de cabeza y una sonrisa.

– Esta debe ser una de las que me ha hablado Dorotea – dijo el joven para sí – . Y es hermosa esta muchacha… si no fuera tan desenfadada…

Y se volvió á mirar hacia el escenario, donde trabajaba Dorotea.

Don Bernardino se encontraba relegado á un último lugar: la comedianta delante, detrás Juan Montiño, y él á sus espaldas.

– Permitidme, caballero – dijo don Bernardino.

Juan Montiño no se movió.

Don Bernardino guardó silencio.

Pasó así algún tiempo.

Mari Díaz seguía arrojando sobre Juan Montiño mirada tras de mirada, sonrisa tras de sonrisa, á vuelta de algunas frases de elogio á la Dorotea.

Juan Montiño contestaba con otra frase, pero era tan económico y tan liso en sus contestaciones, que Mari Díaz se impacientaba.

– ¿Hace mucho tiempo que conocéis á mi amiga? – dijo la comedianta entablando ya decididamente una conversación.

– Es un conocimiento nuevo – dijo don Bernardino, que tenía el vicio de introducirse en todas las conversaciones, por más que nada le importasen.

– Este caballero – dijo secamente Juan Montiño – , se ha tomado el trabajo de responder por mí.

– Pero es que yo os he preguntado á vos.

– Lo que ha dicho este hidalgo es la verdad.

– ¡Oh! yo sé siempre lo que me digo – contestó con fatuidad don Bernardino, atusándose el bigote izquierdo.

– Menos cuando no – dijo la comedianta.

– Mejor será que callemos, prenda, que os estará bien.

En mal hora se metió don Bernardino con la comedianta.

Esta, que quería tener un motivo sólido de entablar conocimiento con Juan Montiño, forzó la situación.

– ¿Y por qué hemos de callar? veamos: ¿qué tenéis vos que echarme en cara, como no sea el no hacer caso de vos, por impertinente?

– Si como sois de desvergonzada, fuérais de hermosa y discreta, seríais un prodigio.

– Como vos, si no fuérais grosero y mal nacido.

– ¡Vive Dios, doña perdida – exclamó don Bernardino todo fuera de sí – , que me la habéis de pagar!

– ¿Me hacéis el favor de iros á cien leguas de aquí? – dijo Juan Montiño volviéndose y encarándose en don Bernardino, á tiempo que levantando éste la mano sobre la Mari Díaz, la hacia ampararse de Juan Montiño, y decirle:

– ¡Defendedme de este hombre, caballero! ¡es un infame!

– Idos – repitió Juan Montiño con una calma inalterable.

– ¡Que me vaya! – exclamó todo cólera don Bernardino.

– Me estáis cargando la paciencia hace una hora, y no quiero ya más peso. ¡Idos, ó vive Dios!

– Mirad no os tire yo en medio de la escena, don bravatas – exclamó el hidalgo, que echaba fuego por los ojos.

– ¡A mí! ¡echarme vos á mí!.. – exclamó Montiño poniéndose pálido.

Y en seguida sonó una bofetada, y luego un hombre cayó, como lanzado por una máquina, del lado de adentro de los bastidores.

Juan Montiño había dado aquella bofetada.

Don Bernardino la había recibido.

Juan Montiño era el que había arrojado.

Don Bernardino el que había caído.

Este era el estruendo que había distraído de su chismografía política al alférez de la guardia española Ginés Saltillo y á sus oyentes.

Montiño se había vuelto con suma tranquilidad á su bastidor.

Mari Díaz estaba temblando ó haciendo que temblaba junto á él.

Don Bernardino, empolvado por el tablado, que no estaba muy limpio, se había levantado trémulo de cólera, había desenvainado la espada, y se había ido hacia Juan Montiño.

El alférez y sus acompañantes se interpusieron.

– Dejad que mate á ese hombre que me ha afrentado – dijo don Bernardino.

Y como no le dejasen acercarse á Juan Montiño, empezó á llenarle de improperios.

– Si no queréis que os tengamos por mujer, calláos – dijo Juan Montiño acercándose al grupo – ; y si queréis tomar satisfacción de esa afrenta, decidme dónde y cuándo podremos vernos, á fin de que yo os pruebe que no están fácil desagraviarse de mí.

– Ahora mismo… fuera…

– No puede ser ahora; tened un poco de paciencia, que tiempo sobra.

– Dice bien ese caballero – dijo el alférez, que se perecía por este género de lances – ; además, que las pragmáticas son rigurosas, y en esto de duelos es necesario irse con pies de plomo. Cerca de San Martín hay unas casas echadas por tierra: el sitio es medroso y apartado… y allí… hasta se puede enterrar un muerto entre los escombros… á las doce de la noche…

– Acepto por mi parte – dijo Juan Montiño – , y como soy nuevo en Madrid y no conozco sus calles, desearía que uno de vosotros me acompañara, señores.

– Yo – dijo el alférez.

– Y yo acompañaré á don Bernardino – dijo un poeta.

– En hora buena. A las doce estaré en las casas derribadas de San Martín – dijo don Bernardino, y salió.

– ¿Y dónde nos veremos nosotros, señor alférez? – dijo Juan Montiño á Ginés Saltillo.

– ¿Sabéis á las gradas de San Felipe?

–Sí.

– Pues á las once y media, en las gradas de San Felipe.

Montiño saludó y se volvió al bastidor.

Todavía estaba allí la señora Mari Díaz.

– Gracias, caballero, gracias – le dijo – ; os estoy tan agradecida, que no sabré cómo demostraros…

– No hay por qué, señora – contestó brevemente Montiño.

– Vivo en la calle Mayor.

– Muchas gracias.

– Número sesenta…

– Gracias, señora.

– Me encontraréis allí todo el día…

En aquel momento la Dorotea salía de la escena, y oyó las últimas palabras de la Mari Díaz.

La Dorotea era una verdadera reina, una leona de la escena, y aunque la estremecieron aquellas palabras que había cogido al paso, no dió el más leve indicio de haberlas escuchado.

Devoró sus celos, se mantuvo serena y miró á Juan Montiño.

Entonces se aterró.

El semblante del joven estaba demudado aún de cólera.

– ¿Qué ha sucedido? – exclamó – ; ¿qué tenéis, Juan? ¿Os habéis visto obligado acaso?..

– Se ha quitado una mosca de encima – dijo el alférez Saltillo… y de una manera brava… estos señores pueden testificar.

– Ha sido una bofetada digna de que la cante un Homero – dijo un poeta.

– Eneas haciendo rodar á Aquiles – añadió otro.

– Un lance por una… hermosa – dijo otro.

– De cuyo lance resultarán estocadas.

– ¿Queréis hacerme un favor, señores? – dijo Juan Montiño.

Miraron todos con atención al joven.

– No hablemos más de esto – dijo.

– ¡Pero!.. – exclamó Dorotea…

– En resumidas cuentas… – dijo un comediante – como don Bernardino de Cáceres es vuestra sombra, y se ha encontrado con otra sombra mayor…

– ¡Ah!

– Pues… nada… estas son cosas que suceden en el mundo – dijo el alférez – , y que una vez sucedidas, no tienen más que un remedio… este caballero lo sabe, y yo lo sé, y todos lo sabemos… conque no hay que hablar más de ello.

Dorotea se asió del brazo de Juan Montiño, y se lo llevó entre los telones, en donde estuvo paseando con él, dando lugar á las murmuraciones del corro, que crecieron.

– ¿Por quién habéis pegado á don Bernardino? – dijo Dorotea – ; ¿por mí ó por Mari Díaz?.. estamos solos, Juan, y quiero que me digáis la verdad… cuando yo salía, la Mari Díaz os citaba.

– He pegado á ese hombre, por él mismo; y en cuanto á esa mujer, no tenéis motivos para enojaros conmigo.

– ¿Y qué pensáis hacer?

– ¿Que he de hacer más que matar á ese hombre, y dejar ir por su camino á esa mujer?

– ¡Ah! ¡Dios mío! ¿pero sabéis quién es don Bernardino?

– Un impertinente.

– Todos le temen.

– Hacen muy mal.

– Os matará ú os estropeará.

– Creo que ese hombre tiene la espada más virgen del mundo – dijo con desprecio Montiño.

– ¡Ah! ¡no lo creáis! cuando él habla todos callan.

– Razón más para dudar de su valentía. Cuando todos temen á un hombre es cuando menos debe temérsele.

– Vos no iréis.

– ¡Cómo! ¿me pedís vos que me deshonre? ¿Consentiríais vos á vuestro lado á un hombre que hubiese perdido la vergüenza?

– Os quiero vivo.

– Y vivo me tendréis.

– Pero suponiendo que… lo que es suponer mucho… venciéseis á don Bernardino…

– Anoche vencí dos veces á Calderón.

– ¡Ah! ¡es verdad! y don Rodrigo es muy valiente y muy diestro… me había olvidado… pero ¡Dios mío! aunque eso sea, de todos modos os pierdo: si le matáis tendréis que huir.

– No le mataré.

– ¡Oh! gracias… ¿no iréis, no es verdad? esperaréis á que se acabe la función y os vendréis conmigo… yo haré… yo diré al duque de Lerma que destierren á ese hombre.

– ¿Qué estáis diciendo?.. Iré á encontrar á don Bernardino al lugar donde me ha citado… y no le mataré, pero le escarmentaré… ¡Miserable! ¡Vive Dios que ningún hombre se ha atrevido como él á probarme la paciencia!

– ¡Malhaya la hora en que os traje al teatro!

– ¿Y por qué? Nada temáis; yo haré de modo que me conozcan esos señores, y cuando me conozcan, me respetarán, os lo juro.

– ¡Dorotea! ¡Dorotea! – dijo una voz cerca de ellos.

– ¡Otra vez á la escena! – exclamó la joven – ; ¡oh, malditas sean las comedias y mi suerte!.. Esperadme, no os vayáis.

– Y desasiéndose del brazo de Juan Montiño, atravesó rápidamente el espacio comprendido entre los telones, y salió á la escena.

Poco después se oyeron fuera estrepitosos aplausos.

– Es mucha, mucha mujer esa – dijo una voz junto á Juan Montiño – , y no me extraña que la améis.

Volvióse el joven, y vió junto á sí á Ginés Saltillo.

– ¿Quién os ha dicho que yo amo ó dejo de amar á esa señora? Y, sobre todo, ¿os importa á vos? – dijo el joven, que estaba resuelto á sostener la cuerda tirante hasta que saltase.

– Tenéis una manera de contestar… – dijo contrariado el alférez.

– Cada cual tiene sus costumbres, como vos las tenéis en meteros en lo que no os va ni os viene.

– Perdonad, yo creí que un hombre que se ha ofrecido á serviros de testigo…

– ¿Y qué falta me hacen á mí testigos para mis asuntos?

– ¡Ah! Pues os digo que si lo tomáis así, vais á tener mil camorras todos los días, si no es que á la primera os escarmientan.

– Os suplico que me dejéis en paz.

– Señor mío – dijo el alférez, retorciéndose su mostacho – , yo soy un hombre que lo tomo todo con mucha calma, que antes de tirar de la espada, miro si hay motivo para ello, y que antes de ofenderme de las palabras de otro hombre, procuro conocer en qué estado se halla al decirlas. Vos estáis irritado, no sé si con razón ó sin ella. Habéis abofeteado á un hombre, ignoro con qué motivo: ese hombre os ha pedido que le desagraviéis riñendo con él, y vos habéis aceptado; yo era el único hombre de espada que estaba presente, y me ofrecí…

– Y yo he aceptado… gracias – dijo seca y brevemente Juan Montiño.

– Cuando un hombre acepta de otro esta clase de servicios, es ya casi un amigo, y cuando un hombre es amigo de otro, puede decirle… lo que os he dicho acerca de Dorotea, y tanto más cuanto me había quedado solo, porque los otros se han ido, para serviros. Ahora… – y el alférez se retorció el otro mostacho y dió una entonación singular á su voz – si encontráis en mí impertinencia… es distinto, caballero… decídmelo para que yo sepa á lo que debo atenerme, y obrar como obrar deba.

– Perdonad – dijo Juan Montiño – ; estaba, y lo estoy, fastidiado; os he confundido con esa turba que me miraba sonriendo, y acaso por equivocación os he ofendido… Perdonad, yo no os conocía, no os había visto hasta hoy.

Y tendió su mano al alférez.

– Hubiera sentido reñir con vos – dijo éste apretando con fuerza la mano del joven – ; tenéis para mí un no sé qué… algo que me habla en vuestro favor. ¿Sois soldado?

– Puede ser que á estas horas lo sea de la guardia española.

– ¡Ah, vive Dios! ¡Pues si sois de la guardia española, y de la tercera compañía, de la que soy alférez, seremos camaradas! Y ya que eso puede ser, me alegro de vuestro lance con don Bernardino.

– ¿Por qué?

– A todo el que entra en la guardia española, se le piden pruebas de valiente: conque hayáis reñido bien con don Bernardino de Cáceres, las lleváis hechas.

– Me parece poco hombre para prueba ese hidalgo – dijo con desprecio Juan Montiño.

– ¡Bah! Don Bernardino es una espada valiente, y muy bravo y sereno. Con que salgáis de un lance con él sin que os mate, no hay más; habéis quedado recibido en todas partes y por todo el mundo por valiente y buena espada.

– ¿Sabéis á cuántos ha matado don Bernardino?

– Saber por mí mismo… no… pero se dice de él…

– ¡Eh! Del dicho al hecho…

– Pues bien; alégrome de que estéis tan bien alentado… Pero por allí pasa la Dorotea, y os hace señas… id… que aquí os espero.

– Mas bien; cuando se acabe la función, y yo haya dejado á Dorotea en su casa, esperadme en las gradas de San Felipe.

– Pues hasta la noche.

– Hasta la noche.

Montiño siguió á la Dorotea, y el alférez, harto pensativo por lo que había mostrado de sí Juan Montiño, salió del vestuario.