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Buch lesen: «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», Seite 22

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– Se trata de una dama á quien conoce el duque de Uceda.

– ¡Qué vergüenza! ¡qué corrupción! ¡qué escándalos! – exclamó el padre Aliaga.

– Es una dama muy hermosa, de quien pretenden se aficionó el príncipe de Asturias.

– ¡Ah!

– Una perdida, aunque no lo parece.

– Importa al servicio del rey que averigüéis quién es esa mujer.

– Esa mujer se ha presentado en la corte hace un año.

– ¿De dónde ha venido?

– No sé más.

– ¿Cómo se llama?

– Doña Ana.

– ¿Doña Ana de qué?

– Doña Ana de Acuña.

– El apellido es noble.

– Ciertamente: se llama viuda de un caballero de la montaña.

– ¡Ah! todas estas son viudas ó tienen su marido ausente.

– Y presente el amante.

– ¿Y quién es el amante de esa mujer?

– El amante de esa dama es el amante de mi mujer.

– ¡El amante… de vuestra mujer!..

– Sí, señor; he sido muy desgraciado en el matrimonio; me he casado dos veces: mi primera mujer era muy aficionada á los pajes; llevósela Dios y quedéme en la gloria; pero como me había quedado una hija, necesité casarme de nuevo; mi segunda mujer ha salido muy aficionada á los soldados, y como es soldado el amante de doña Ana de Acuña…

– Mirad, no levantéis un falso testimonio á vuestra esposa.

– ¡Un falso testimonio! si yo no supiera de seguro que mi mujer es amante del sargento mayor don Juan de Guzmán ¿por qué había de estar desesperado?

– ¡Don Juan de Guzmán! – exclamó el padre Aliaga, poniéndose pálido – ; yo conocí á un Juan de Guzmán, soldado de á caballo; ¿qué edad tiene ese hombre?

– Más de cuarenta años, pero aparenta menos.

Quedóse profundamente abismado en su pensamiento el padre Aliaga.

Guardó por un largo espacio silencio.

– ¡Juan de Guzmán – dijo al fin – , es amante de una aventurera de quien se valen ellos! ¡y además es amante de vuestra mujer!

– Sí, señor.

– ¿Habéis dado algún escándalo en vuestra casa?

– ¡No; no, señor! intenciones de más que eso he tenido… ¡pero quiero tanto á mi mujer!.. á la pobre han debido darla algún bebedizo.

– ¿Ha podido sospechar vuestra mujer que conocéis su falta?

– No; no, señor.

– Pues bien, seguid obrando en vuestra casa como si nada supiérais.

– Sí; sí, señor.

– ¿Qué pretende el duque de Lerma de esa doña Ana?

Montiño contó al padre Aliaga lo que respecto á aquella mujer le había encargado el duque de Lerma.

– Es hasta donde puede llegar la degradación – dijo el inquisidor general – ; de todo se echa mano. Oíd, Montiño: estáis hablando al mismo tiempo que con el sacerdote, con el confesor del rey y con el inquisidor general.

Estremecióse Montiño.

El padre Aliaga había cambiado de expresión y de acento.

– Yo, señor – dijo balbuceando – , he venido á buscar en vos amparo y consuelo.

– Y yo no os lo niego; pero habéis pecado mucho, y es necesario que reparéis el mal que habéis hecho sirviendo de medio para que el crimen no triunfe de la virtud.

– Os serviré, señor.

– Hablábamos de vuestro sobrino. ¿Quién es ese joven?

– Ese joven, señor, no es mi sobrino – dijo Montiño, que temblaba como un azogado.

– ¿Que no es vuestro sobrino?

– No, señor.

– ¿Pues por qué se nombra vuestro sobrino?

– El cree que lo es.

– Decidme lo que sabéis acerca de ese joven.

– Os voy á confesar un terrible secreto de familia – dijo Montiño sacando con miedo la carta de su hermano Pedro, que había traído para él la noche anterior el joven.

– Yo guardaré ese secreto bajo confesión – dijo el fraile.

Montiño entregó la carta al padre Aliaga, que se levantó y fué á leerla junto á la vidriera de un balcón.

El padre Aliaga leyó y releyó aquella carta.

Luego volvió junto al cocinero mayor.

– ¿Sabe esto alguien? – dijo guardando la carta del difunto Pedro Montiño, con gran cuidado el cocinero.

– Sí, señor – exclamó Montiño – ; lo sabe una mujer.

– ¿Qué mujer es esa?

– Doña Clara Soldevilla.

– ¿Ha estado alguna otra vez ese joven en la corte?

– No, señor.

– ¿Y entonces cómo conoce á doña Clara?

– Yo no lo sé, pero en palacio le conocen y mucho.

– Hablad, hablad.

– Yo creo, señor, y casi tengo pruebas, que doña Clara sólo es la cortina de ciertos amores.

– Explicáos.

– La reina…

– ¡Qué decís de la reina!..

– La reina ama á mi sobrino.

Pasó algo siniestro por el semblante del fraile.

– ¿Decís – exclamó – que su majestad ama á ese joven?

– Estoy casi cierto de ello.

– ¡La prueba! ¡la prueba!

– No puedo dárosla ahora, pero os la daré.

– Si me la dais, os hago doblemente rico.

Montiño miró de una manera extraviada al fraile. Su corazón se embrolló más y más, los grandes ojos negros del padre Aliaga le devoraban; no era ya la mirada indiferente y tranquila de antes la suya; había en ella inquietud, ansiedad, cólera… un mundo entero de pasiones.

– ¡Habéis dicho – exclamó roncamente – que la reina ama á ese caballero!

– Sí; sí, señor, y creo… creo tener pruebas… en fin… yo… averiguaré…

– Sí… sí… averiguad… pero esto es imposible, imposible de todo punto – añadió como hablando consigo mismo el confesor del rey – ; y sin embargo, las mujeres…

– Son muy caprichosas, señor; ya veis, mi mujer…

– ¡Vuestra mujer!.. ¡vuestra mujer!.. ¿decís que es querida del sargento mayor don Juan de Guzmán?

– ¡Sí, señor!

– ¿Cómo ha llegado ese hombre al empleo que tiene?

– Le favorece don Rodrigo Calderón.

– ¿Y favoreciéndole don Rodrigo Calderón, ese hombre ha enamorado á vuestra mujer?..

– ¿Qué pensáis de eso?

– Vigilad á vuestra mujer.

– ¿Y no sería mejor que vos, señor, que sois inquisidor general, encerráseis á ese hombre?..

– Haced lo que os mando.

– Lo haré, señor.

– Además, en esta carta de vuestro difunto hermano que me habéis dado, se dice que existe un cofre sellado.

– Sí; sí, señor.

– ¿Dónde está ese cofre?

– Le tengo yo.

– Traedme ese cofre esta misma noche.

– ¡Ese cofre, señor! ¿pero no sabéis que es un secreto?

– Para la Inquisición no hay secretos.

– ¡La Inquisición! – exclamó aterrado Montiño.

– Lo que me habéis revelado es muy grave, para que la Inquisición deje de ocuparse de ello.

– Pero yo os lo he revelado en confesión.

– No importa. Si no queréis exponeros vos mismo, obedeced.

– Obedeceré, señor.

– Esta noche, tarde… á las doce, por ejemplo…

– El cofre es muy pesado, señor.

– Emplead para traerle cuantos hombres fuesen necesarios.

– ¡Ah!

– Ahora oíd. No escandalicéis en vuestra casa.

– ¡Si no me atrevo á ello, señor!

– ¿Habéis dado ocasión para que vuestra mujer vea en vos desconfianza?

– No; no, señor.

– Pues bien, no la deis. Seguid tratando á vuestra mujer como de costumbre.

– Es, señor… que… no sé en lo que consiste, pero ahora la quiero más que antes.

– Seguid, seguid sin novedad alguna.

– Muy bien, señor.

– Respecto al duque de Lerma, seguid sirviéndole de la misma manera que le habéis servido hasta aquí.

– ¿Pero no me habéis dicho que peco sirviéndole de ese modo?

– Si antes pecásteis obrando así, ahora que persistiendo en esas obras serviréis al rey, hacéis una obra meritoria.

– ¡Ah!

– Para que lo entendáis más claro: antes obrábais por codicia, por interés vuestro; ahora sois en cuerpo y en alma un hombre que sirve al Santo Oficio, para servir al rey.

– ¡Ah! ¡es decir, yo!..

– Vos me daréis parte de cuanto sepáis, de cuanto veáis, de cuanto oigáis…

– Pero yo acaso no sirva para eso.

– Servís demasiado para servir al duque de Lerma.

– ¿Y es preciso absolutamente que yo?..

– Si os negáis á ello, será prudente prenderos: sabéis secretos demasiado graves.

– Contad enteramente conmigo, señor.

– No, no soy yo quien cuento con vos, sino la Inquisición, siempre justa, siempre previsora. Por ejemplo: habéis descubierto que su majestad la reina ama á… vuestro sobrino postizo… observad… observad… vos por vuestro empleo en palacio, podéis…

– No sé si puedo mucho.

– Procuradlo… y no dejéis de avisarme… de lo más mínimo que descubráis acerca de esos amores.

– ¡Oh, Dios mio!

– ¡Quién pudiera creerlo!.. ¡quién pudiera siquiera sospecharlo!.. ¡la reina!..

– Es en verdad muy extraño… pero ello en fin… y yo he podido equivocarme.

– ¡Oh! ¡si os hubiérais equivocado!

Montiño no pudo comprender el verdadero sentido de la exclamación del padre Aliaga: si era una amenaza para él, ó un deseo íntimo del fraile.

– ¿Conque decís – dijo al fin – que yo debo seguir en mi oficio de espía y de corredor para ciertos asuntos del duque de Lerma?

– Sí.

– ¿Debo, pues, llevar este collar á doña Ana de Acuña?

– Indudablemente.

– ¿Y después debo deciros lo que me haya dicho esa dama?

– Sí.

– Una cosa hay, sin embargo, que yo no puedo hacer.

– ¿Cuál?

– Llevar al duque de Lerma la carta que me ha dado para su excelencia la abadesa de las Descalzas Reales… porque… ¡como don Francisco de Quevedo me ha quitado esa carta!

– No se la llevéis.

– Es que todo está entonces echado á perder… porque… de seguro… al no recibir contestación de su excelencia la madre abadesa… le escribirá de nuevo… se descubrirá… ó se creerá descubrir que yo he hecho mal uso de su carta… desconfiará de mí el duque…

– Esperad – dijo el padre Aliaga.

Y se fué á la mesa, se sentó y escribió lentamente una carta que cerró y selló, con el sello del uso privado del inquisidor general, sobre una especie de lacre verde.

– Tomad – dijo – : llevad esta carta á la madre Misericordia y os dará otra, que llevaréis al duque de Lerma.

– ¡Ah! Dios os lo pague, señor; porque la pérdida de esa carta era una de las cosas que me tenían desesperado – exclamó con alegría el cocinero mayor.

– Ahora, idos – dijo el padre Aliaga – , y no os olvidéis de volver esta noche á la hora que os he dicho, con ese cofre y con las noticias que hayáis podido adquirir.

Francisco Martínez Montiño saludó profundamente al inquisidor general, salió de la celda, y se alejó aturdido, con el pensamiento embrollado y en paso vacilante como el de un ebrio.

En tanto el padre Aliaga había quedado inmóvil, pálido, sombrío, con los brazos fuertemente apoyados en la mesa.

– ¡Dios me castiga! – exclamó – ; no he sabido dominar mis pasiones: mi cuerpo está en el claustro, pero mi alma en el mundo; soy un miserable hipócrita. Amo… á una mujer casada… á la esposa de mi rey… de mi hijo… porque yo soy su confesor… Yo que le reprendo sus malos deseos, sus debilidades, no sé acallar el grito de los míos, no sé ser fuerte… y al saber… al oír que ella ama á otro, por más que esto pueda ser una equivocación, una calumnia, me estremezco de celos, y siento odio… un odio terrible á ese hombre… que dicen ama ella… y le haría pedazos entre mis manos…

El padre Aliaga echó violentamente hacia atrás su pesado sillón, se levantó y se puso á pasear irritado á lo largo de su celda.

– ¿Y si no es una calumnia? – dijo con voz cavernosa, después de algunos minutos de meditación – ¿si en efecto ella… olvidada de todo, le amase?.. ella me escribió anoche… él trajo su carta… anduvo muy reservado en sus contestaciones… y es joven y hermoso… tiene esa figura, esa expresión… ese conjunto… esa alma… ese todo que tanto agrada á las mujeres… y la carta de la reina… me le recomendaba eficazmente… veamos otra vez esa carta…

Y se fué á su mesa, abrió los cajones y los revolvió inútilmente.

La carta no parecía.

– ¡Oh! – exclamó recordando – ; ¡la quemé!.. pero… yo la recordaré entera… la recordaré porque quiero recordarla… la memoria obedece á la voluntad.

Y con toda su voluntad, con todo su deseo, el padre Aliaga procuró recordar el contenido de la carta de la reina.

Y le recordó, pero de una manera truncada, á trozos.

– ¡Oh! – dijo – ; la reina me decía que importaba mucho que ese joven estuviese en palacio… en la guardia española… me mandaba comprarle una provisión de capitán… y me hablaba con calor de él…

El alma del padre Aliaga se ennegreció más.

– ¡Oh! – exclamó – ; ¡la gratitud de las mujeres! las mujeres no saben tener por un hombre un afecto profundo, sin que aquel afecto las lleve al amor… ¡si al verse salvada de un peligro por ese joven!.. pero en todo caso… si nunca ha estado ese joven en Madrid… si anoche le vió ella por primera vez, no puedo suponerla tan liviana que… aún hay tiempo… indudablemente… obrando con sagacidad y energía podrá evitarse… pero si todo esto no fuese más que una locura de Montiño… una exageración de mi recelo…

El padre Aliaga detuvo su paseo y miró á las vidrieras.

– Ya obscurece – dijo – y el bufón no ha venido… ¡el tío Manolillo! acaso el tío Manolillo pudiera darme alguna luz.

– ¿Se puede hablar con vuestra señoría? – dijo á la puerta el bufón, como si le hubiera evocado el pensamiento del padre Aliaga.

– Entrad, entrad – dijo con mal encubierta ansiedad el padre Aliaga – ; ¡cuánto habéis tardado!

– Decid más bien, que habéis estado muy entretenido. Pero cerrad bien la puerta, padre Aliaga, cerradla bien, que tenemos que hablar cosas que no conviene que las oiga nadie.

– Dejad, antes es necesario que nos traigan luz; ya ha obscurecido.

– Y decidme, ¿hay por aquí algún lugar donde yo me obscurezca, de modo que no me vea el que traiga la luz?

– ¿Y qué os importa que os vean ó no?

– Tanto me importa, como que esperando á que concluyéseis vuestra larga audiencia con el cocinero mayor, me he estado en el claustro bajo mirando los cuadros uno detrás de otro, y volviéndolos á mirar esperando á que saliese el bueno de Montiño, y luego me he paseado otro gran rato en el claustro alto, á fin de encontrar un momento en que nadie me viese para colarme en vuestra celda.

– No comprendo la razón de este recelo; pero puesto que no queréis ser visto, escondéos aquí, en mi alcoba.

Escondióse el bufón, y el padre Aliaga pidió luz.

Cuando se la hubieron traído y se quedó de nuevo solo, cerró la puerta.

Entonces el bufón salió de la alcoba, y puso en la puerta, colgado de la llave, su capotillo.

– ¿A qué es eso? – dijo el padre Aliaga.

– A fin de que no puedan verme; y hablo muy bajo, á fin de que no puedan reconocerme por la voz.

– Nadie escucha ni observa lo que se dice ni lo que se hace en mi celda.

– ¿Olvidáis que la Inquisición quiere teneros tan cerca que os tiene á su cabeza?

– ¡La Inquisición! ¡la Inquisición es mía!

– ¿Y no teméis que sea más bien del duque de Lerma?

– Tío Manolillo – dijo con reserva el padre Aliaga – , nada tengo que temer; sirvo á Dios y al rey…

– Pero no servís, sino que más bien estorbáis á algunos hombres.

– Muy quieto me estaba yo en mi convento de Zaragoza, sin salir de él sino para mi cátedra en la Universidad, cuando el duque de Lerma me sacó de mi celda para traerme á la corte; muy alejado de toda codicia, cuando me hicieron provincial de la Tierra Santa y visitador de mi Orden en Portugal, y muy ajeno de que más adelante me nombrasen archimandrita del reino de Sicilia.

– Y consejero de Estado… y á más, á más inquisidor general.

– No sé por qué se han empeñado en engrandecerme.

– Porque á un mismo tiempo os temen y os necesitan.

– Vano temor: yo me limito á dirigir la conciencia del rey.

– Vos conspiráis, padre.

– ¡Cómo!

– Como conspiro yo y como conspiramos todos: ¿acaso no conspira también el cocinero de su majestad?

Movióse impaciente en su silla el padre Aliaga.

– Henos aquí juntos – dijo el bufón – : vos fuerte en la apariencia, y yo en la apariencia débil; ¡sabe Dios cuál de entrambos es el fuerte!

– Tío Manolillo, no os entiendo – dijo con gran indiferencia el padre Aliaga – . ¿Qué habláis de fuertes ni de débiles? Si no recuerdo mal, yo os he llamado.

– Es verdad; esta mañana en la recámara del rey, me dijísteis: os espero esta tarde en el convento de Atocha.

– Necesitaba preguntaros…

– Sí, por una mujer… y por esa mujer he venido yo. Y á propósito de esa mujer, ¿tendréis que hablarme también de algún hombre?

– Y de algunos.

– Esa mujer… la madre… se llamaba Margarita como la reina.

Coloróse levemente el semblante del padre Aliaga.

– En efecto – dijo – ; Margarita…

– Ha sido siempre vuestra desesperación. Debe de ser para vos fatal ese nombre.

– ¡Para mí!

– ¡Esto de que hayan de llamarse Margaritas todas las mujeres que amáis!..

– ¡Que yo amo!

– ¡Bah! ¡ya lo creo! un hombre, al hacerse fraile, no se arranca el corazón.

– Creo que os atrevéis á hacer suposiciones muy arriesgadas.

– Pero las hago en voz muy baja. Estamos solos. Vos tenéis el corazón hecho pedazos, yo también; vos amáis, yo también amo; pero amo con más heroísmo que vos, y lo sacrifico todo á mi amor… todo… hasta los celos.

– Venís muy donosamente loco, tío; yo creí que os habríais dejado á la puerta de mi celda vuestros cascabeles de bufón.

– En efecto, ni aun en los bolsillos los traigo. Soy ni más ni menos un pobre enfermo del corazón que viene á buscar á otro enfermo y á decirle: busquemos juntos nuestro remedio. En este momento, ni vos sois el padre grave de la Orden de Predicadores, maestro, provincial, visitador, confesor del rey, inquisidor general, y qué sé yo qué más, ni yo soy el loco, el simple, el cura fastidios del rey. Somos dos hombres. Si vos os empeñáis en manteneros puesta la carátula, nada tengo que hacer aquí… me habéis llamado en vano. Adiós.

Y el tío Manolillo se levantó y se dirigió á la puerta.

– Esperad – dijo el padre Aliaga.

El bufón volvió atrás, se sentó de nuevo y miró audazmente al padre Aliaga.

– ¿Nos quitamos al fin el antifaz? – dijo.

El padre Aliaga no contestó directamente á esta pregunta.

– Esta mañana – dijo – me contásteis una historia muy triste.

– Margarita, cuando estaba más loca, llamaba á su hermano Luis… vos os llamáis Luis, padre Aliaga; hace muchos años que pasó esto, y entonces debíais ser muy joven; ¿sois vos, acaso, el Luis que recordaba Margarita?

– Me habéis dicho que la hija de esa desdichada se parece mucho á su madre; cuando la vea podré deciros…

– ¿Queréis verla?

– ¿Y cómo puede ser eso?

– De una manera muy sencilla; id ahora mismo á palacio.

– ¡A palacio!

– Sí por cierto. Nadie extrañará que el confesor del rey entre á estas horas en palacio. Yo estaré esperándoos en la escalerilla por donde se sube al cuarto del rey.

– Lo que no alcanzo es cómo pueda ir á palacio esa comedianta.

– La llevaré yo.

– En verdad, en verdad, tengo una obligación grave de averiguar quién es esa mujer. ¿No se llama Dorotea?

– ¿Quién os ha dicho que la hija de Margarita se llama Dorotea? – exclamó con acento amenazador el bufón.

– Cuando se trata de esa mujer – dijo sonriendo tristemente el padre Aliaga – , todo os espanta.

– Como os espanta á vos todo, cuando se trata de la otra.

El padre Aliaga pareció no haber oído la contestación del tío Manolillo.

– Sólo quiero ver á esa joven – dijo – para salir de una duda; y puesto que vos podéis mostrármela en palacio, á palacio voy.

Y el padre Aliaga se levantó.

En aquel momento sonaron pasos en el corredor.

Al oírlos el bufón se levantó, y escuchó con atención.

Luego se escondió precipitadamente y sin ruido en la alcoba del padre Aliaga.

CAPÍTULO XXVI
DE LO QUE OYÓ EL TÍO MANOLILLO, SIN QUE PUDIERA EVITARLO EL CONFESOR DEL REY

Abrióse la puerta y asomó el hermano Pedro.

– Nuestro padre – dijo – ; tras mí viene el señor Alonso del Camino.

– ¡A qué hora! – murmuró para sí el padre Aliaga.

Y fué á la puerta con la visible intención de salir de la celda, pero Alonso del Camino no le dió tiempo.

Se entró de rondón en la celda.

– Aquí tenéis – dijo como quien se apresura á dar una noticia agradable – la provisión de capitán para el señor Juan Montiño.

No era ya tiempo de tapar la boca al montero de Espinosa, y por otra parte, el padre Aliaga no se atrevía á dar ninguna señal de desconfianza al bufón del rey, que estaba en posición de verlo y oír todo desde detrás de la cortina de la alcoba.

Tomó la provisión y la miró.

Aquella provisión había sido vendida á un soldado viejo llamado Juan Fernández, y éste la había revendido al señor Juan Montiño.

– Ya veis si he sido eficaz; esta mañana cobré los ochocientos ducados de la casa del señor Pedro Caballero, y en seguida me fuí á buscar á un tal Santiago Santos, secretario de Lerma, en su misma casa. Le hablé, tratamos el precio, dile trescientos ducados, fuése él á casa del duque, y al medio día me dió la provisión firmada por su majestad. He invertido lo que me ha quedado de tiempo hasta ahora en comprar armas y caballo para el dicho capitán, y la reina queda completamente servida.

– ¡La reina! – murmuró profundamente el padre Aliaga, lanzando una mirada recelosa á la cortina, tras la cual se ocultaba el bufón.

– ¡La reina! – dijo con extrañeza el tío Manolillo, detrás de aquella cortina.

– Además, no he perdido el tiempo; como he estado esperando en la antecámara del rey á que saliese el duque de Lerma, á quien esperaba también el secretario Santos para recoger la provisión firmada por el rey, he visto algo bueno.

El padre Aliaga no preguntó qué era lo bueno que había visto, á pesar de que Alonso del Camino se detuvo esperando esta pregunta.

El padre Aliaga estaba inclinado hacia la chimenea, arreglando los tizones y pidiendo á Dios que el montero de Espinosa callase, porque no se atrevía á imponerle silencio ni con una seña.

Sin saber por qué, no quería dar una muestra de desconfianza al bufón.

Esperaba mucho de aquel hombre, y lo esperaba de una manera instintiva.

Alonso del Camino continuó:

– Se murmuraban en la antecámara muchas cosas.

– Allí siempre se murmura.

– Decían que don Francisco de Quevedo había venido á la corte y que había dado de estocadas á don Rodrigo Calderón.

– ¡Bah! siempre persiguen al bueno de don Francisco las acusaciones… ya sabéis que no ha sido Quevedo… ¿pero está en efecto en Madrid?

– Todos lo aseguran; y como todos le desean por su ingenio festivo, todos se preguntan: ¿quién le ha visto? ¿quién le ha hablado?

– ¿Y hay alguien que le haya hablado ó visto?

– No; no, señor; es uno de esos rumores que suenan, y cunden y se saben en un momento en toda una ciudad.

– Estaba preso.

– Pues porque estaba preso, y por saber que le han soltado y que al verse suelto se ha venido á la corte, son hablillas y la admiración de todos.

– ¡Bah! – dijo el padre Aliaga.

– Se asegura que va á haber variación en el consejo y en la alta servidumbre.

– ¿Porque ha venido don Francisco?

– Dicen que anoche estuvo don Francisco en palacio.

– Bien, ¿y qué?

– Añaden que la duquesa de Gandía se fué á su casa mala, porque el rey pasó la noche en el cuarto de la reina.

– ¡Que pasó el rey la noche en el cuarto de la reina! – dijo con la voz ligeramente afectada el padre Aliaga – . No me ha dicho nada su majestad.

– Pues preguntádselo al duque de Lerma, que dicen pasó la noche rabiando en el despacho del rey – dijo alegremente Alonso del Camino.

– Tened en cuenta, amigo mío, que en palacio se miente mucho.

– Don Baltasar de Zúñiga va de embajador á Inglaterra.

– Nada tiene de extraño; don Baltasar ha nacido para embajador.

– Y entra en su lugar en el cuarto del príncipe el obispo de Osma.

– Así aprenderá su alteza mucho latín.

– No parece sino que nos escuchan – dijo bruscamente Alonso del Camino – , según andáis de reservado.

– Pues no nos escucha nadie. Yo acostumbro á escuchar siempre con indiferencia las hablillas de antecámara.

– Podrán ser hablillas, pero á la verdad, lo que yo he visto…

– ¡Ah! vos habéis visto…

– Sí por cierto, y algo que significa mucho; en primer lugar, he visto que el mayordomo mayor, duque del Infantado, ha tenido que volverse desde la puerta de la cámara del rey, porque el ujier no le ha dejado pasar.

– Pero eso no prueba nada.

– Tenéis razón; eso no probaría nada si, después de no haber podido entrar tampoco el duque de Pastrana, ni el de Uceda, á pesar de su oficio de gentileshombres de la cámara del rey, no hubiese salido el duque de Lerma tan risueño y alegre que parecía decir á todo el mundo: ya no tengo enemigos… Dióme lástima, porque en sí mismo tiene el mayor enemigo Lerma.

– Nada de lo que habéis dicho prueba nada.

– Se dice…

– ¿Se dice más?

– Sí por cierto, que se arma un ejército contra la Liga.

– Ejército que será vencido.

– Pero todo eso prueba que el duque de Lerma tiene miedo y quiere contentar de algún modo á España; para eso… ya sé lo que vais á decirme, lo mejor era que empezase por irse á una de sus villas y dejar el gobierno.

– Perdonadme, señor Alonso, si no os he escuchado como debiera – dijo el padre Aliaga que se impacientaba – , pero estoy enfermo.

– ¡Enfermo!

– Sí; sí por cierto, tengo vaguedad en la cabeza, frío en los pies… la celda me anda alrededor.

– ¡Ah! perdonad… yo no sabía… llamaré…

– No, no… me voy á acostar… con vuestra licencia…

– ¡Oh! lo siento mucho, no os descuidéis…

– Esto pasará.

– Ahí se quedan los cien ducados que han sobrado.

– Bien.

– Perdonad… pero… mañana vendré á informarme…

– Muchas gracias… esto pasará…

– Quiera Dios aliviaros, y quedad con El.

– Id con Dios, y que Él os pague vuestra buena voluntad, señor Alonso.

El montero de Espinosa salió, y al atravesar el corredor que conducía al claustro, dijo:

– ¡Es extraño! ¡ponerse malo de repente! ¡y á mí me parece que está muy bueno! ¿qué habrá aquí?

Apenas había salido Alonso del Camino de la celda, cuando salió de la alcoba el tío Manolillo.

– ¿Por qué os tratáis con gente tan habladora? – dijo – ; pero nada importa que yo lo haya oído, porque ya sabía yo que conspirábais: ignoraba, en verdad, que tuviéseis vuestros espías tan cerca del rey. Y es un buen hombre ese Alonso del Camino.

– Me habéis dicho – contestó el padre Aliaga, como si nada le hubiese hablado el bufón – que si voy á palacio me mostraríais á esa Dorotea.

– Indudablemente; pero es necesario que os detengáis en ir lo menos una hora.

– ¿Y por qué?

– Porque necesito ese tiempo para llevar á la Dorotea á palacio. Ya debe de haber salido de la función del corral del Príncipe; pero como ha ido acompañada muy á su gusto, podrá suceder que después de la función se haya metido con su compañía en alguna hostería apartada. Ya veis, el hablar mucho, el cantar y el bailar abren el apetito, y cuando se han hablado y cantado amores y se está enamorado…

– ¿Y de quién está enamorada Dorotea? – dijo con interés el padre Aliaga.

– De una persona á quien vos conocéis.

– ¿Que yo conozco?

– Sí, ciertamente, y de la cual tenéis celos.

– ¡Celos!

– Sí por cierto; unos celos concentrados, crueles, que queréis ocultaros á vos mismo.

– ¡Os equivocáis! – exclamó con precipitación el padre Aliaga – , yo no puedo tener celos de nadie; yo estoy retirado del mundo, muerto para el mundo.

– ¡Bah! allá lo veremos.

– Os he preguntado de quién está enamorada esa comedianta.

– ¿No lo adivináis por lo que os he dicho?

– No ciertamente.

– Llegará un día en que me habléis con lisura: la Dorotea está enamorada con locura…

El bufón se detuvo como devorando con cierto placer maligno la ansiedad del padre Aliaga.

– ¿De quién? – dijo el fraile con impaciencia.

– De cierto mancebo á quien ha hecho capitán la reina con vuestro dinero.

El padre Aliaga sintió el golpe en medio del corazón; se estremeció.

– ¿Y ama el señor Juan Montiño á Dorotea?

– Debe amarla, porque le ama ella: pero si no la ama, y la engaña, peor para él.

Repúsose el padre Aliaga.

– ¿Conque… vais á buscar á esos dos amantes? – dijo.

– No por cierto, voy á esperarlos á su casa… y como pueden tardar…

– Esperad, cuando la hayáis encontrado, en la galería de los Infantes.

– Esperaré…

– Cuando yo llegue, os avisarán.

– Muy bien.

– Y para que los encontréis más pronto, id al momento.

– Quedad con Dios, padre Aliaga; quedad con Dios y hasta luego.

El bufón salió.

Cuando se hubo perdido el ruido de sus pisadas, el padre Aliaga llamó y se presentó el lego Pedro.

– Que pongan al instante la silla de manos.

Algunos minutos después, dos asturianos conducían á palacio al padre Aliaga.

Había cerrado la noche y seguía lloviendo.