Cazador de narcos II

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Capítulo 4

Tierra del Fuego – Argentina

El Comandante John Parker, máxima autoridad de la DEA en el estado de Miami, descansaba junto a su esposa Luoise de las agotadoras tareas que demandó la Operación Anaconda. Buscó un lugar alejado y tranquilo, que le hiciese relegar por unos días su trabajo.

Tierra del Fuego…

Disfrutaron del fenomenal panorama de Ushuaia frente al Canal de Beagle, el borde austral de Argentina y del Continente Americano. Más al sur, seguían algunas islas, hasta el mítico Cabo de Hornos, un lugar donde el embravecido oleaje se retuerce a los sones de las danzas antárticas como uno de los sitios más peligrosos del planeta para los navegantes; el titánico campo de batalla de los dos océanos más grandes del mundo. Sus mareas, como obcecados batallones fluidos, ganan y pierden alternativamente interminables contiendas a empujones bestiales, en una lucha pareja desde el origen del mundo.

Los ancestrales caminos de los yámanas, los onas y los alakalufes parecían una evocación de no ha mucho, cuando las madres indias arrostraban las ventiscas frente al mar, desnudas, con sus hijos mamando bajo los copos de nieve. Capaces de recoger mariscos en el fondo del gélido océano, en cueros, y emerger del agua congelante al viento polar sin experimentar frío. Por influencia marítima, a pesar de ser la ciudad más austral del mundo, las temperaturas anuales oscilan entre los trece grados positivos y un grado bajo cero.

Ahora los nativos no estaban en sus tierras. Habían sido extinguidos como ratas. El noble hombre blanco es el soberano y el terrateniente de los vastos espacios patagónicos...

El Parque Nacional Tierra del Fuego, cerca del monte Olivia, entre las sierras Beauir y las boscosas costas del Canal de Beagle los acunó en sus prístinas vertientes. Pasearon a caballo por los montes Martial, deleitándose con el arcaico bosque fueguino, rebosante de coihues, ñires y lengas.

Embelesado en la pesca de las grandes truchas del lago Fagnano y los arroyos que desembocan en sus azules aguas, las degustaba preparadas a la manteca negra en la hostería Kaikén. Un aire de paz y serenidad, donde el único rumor era el silbido del viento polar y el gorjear de los pájaros. La bahía Lapataia, entre arboleda rala y riachuelos de aguas cristalinas que resbalaban cantando hacia las marismas, los transportó a los remotos orígenes del mundo.

Habían pasado unos días inolvidables en la hostería Alakush. Parker estaba feliz de poder pescar salmónidos de varios kilos en medio del paraíso sin contaminación, y quedó sorprendido al ver diques de troncos realizados por castores provenientes de Estados Unidos y Canadá.

Los dilatados prados, con ovinos pastando sobre la milenaria tundra, eran un bálsamo para los sentidos. Restauraban su armonía espiritual alterada por el despiadado ritmo urbano de su trabajo.

En el momento que recibió la llamada desde el iglú de Miami dormía en la hostería Petrel, situada cara al lago Escondido.

Dos malas noticias.

Frank se había escapado vivo, y le interrumpían las vacaciones.

El presentimiento de que el Capo de la Mafia norteamericana lo pudiese haber embaucado con el señuelo del submarino se había cumplido.

– ¡Hice lo que Frank quería!

– En el gran juego de escaramuzas con el crimen organizado, no alcanzó el definitivo jaque al rey con la Operación Anaconda. ¡Podría haberlo hecho! Se dijo con bronca, era un caso netamente ganado, no tenían escapatoria. Pero jugué mal la última pieza…

– ¡Ordenar destruir al submarino fue un grave error! Un jugador astuto hizo el enroque, ¡y colocó la torre donde yo creía que estaba el rey! Ni siquiera miré el tablero. ¡Me comí la torre pensando que era el monarca!

La partida continuaba...

Al amanecer, pidió a su esposa lo dejara solo ese día. De cara al lago Escondido, con su caña de fly fishing y su pipa de raíz de rosal entre los incisivos, apagada entrecerró los ojos y, como era su costumbre, comenzó a concentrarse.

Debía meditar…

Lanzó la reconocida mosca Tube Flies para truchas y salmones, y se sentó encima de un raído tronco de lenga, blanquecino por los años. Hacía bastante tiempo que había abandonado la corteza, arrojado en el ribazo a manera de esqueleto de un naufragio.

Placenteramente situado, vislumbraba un confín más allá de lo avistable, detrás del horizonte y en la lejanía del tiempo. No interesaban las aguas danzantes de un azul marino más oscuro que el cielo, ni los ralos bosques antediluvianos de su entorno, encallecidos por las nevadas de ateridos inviernos y dantescos vientos huracanados.

Quería incursionar en lo más insondable de su alma y explorar las revelaciones apropiadas. No existe mejor sitio para reconcentrarse en sí mismo que en la naturaleza salvaje, sobre todo si se trata de desiertos deshabitados, o en esos lugares de la Tierra donde las fuerzas de los meteoros se desencadenan con reciedumbre inusitada. Es allí donde los enigmas toman su real proporción. El hombre debe humillarse ante la pujanza de esa naturaleza, que es matriz y consejera. La humildad derrama sabiduría en el silencio libre de tentaciones y bataholas de las metrópolis.

Como un eximio maestro de ajedrez, cada jugada debía prever las del enemigo en todos los movimientos posibles.

– Frank es un tremendo adversario. Pensaba Parker hablándose a sí mismo. Se mecía cadenciosamente, buscando la frecuencia de sus pensamientos, en tanto que acariciaba su pipa y miraba sin ver la rugosa superficie del lago que destrozaba un cielo diáfano con algunos cirrustratus.

– He cometido un error…

– ¡Cuando ordené la aniquilación del submarino de Frank lo hice en la euforia del triunfo! La Operación Anaconda se cumplía plenamente. No pensé, y cuando uno no piensa comete desaciertos…

– Mi error fue no poder verificar la muerte de Frank. Es impracticable buscar las víctimas que deja un misil Asroc aire–mar en las aguas profundas. Quedan desintegradas. Cometí el mismo error que el Dr. Ocampo con la ejecución del Águila. No pudo comprobar el desenlace y fue su perdición…

– Debí analizar la posibilidad de esa jugada maestra de Frank, sobre todo estando jugando el ajedrez de la vida nada menos que con Frank. Mandarme un señuelo al tiempo que buscaba refugio era una jugada maestra imaginable. Pero no lo previne.

– Analicemos como están ahora mismo las piezas en el tablero…

– En este momento sé dos cosas: que está vivo y que se esconde en el interior de los Estados Unidos. ¡Estará casi invisible!

– ¿Conviene buscarlo? Es un zorro viejo con muchas cicatrices, sólo provocaré que se meta más adentro del cubil…

– El cazador es el que debe aguardar a la presa, y Frank es un resbaladizo lince muy perspicaz y muy rico. Si mando los sabuesos a perseguirlo, seguramente aparecerán fantasmas de Frank por todos lados... y Frank por ninguna parte.

– No debe ni siquiera sospechar que sabemos que está vivo. Una ventaja de mi parte.

– Tiene sentido... ¡Pedirle a Pedro Bucci que lo saque es otra jugada magistral!

– El narcotraficante tiene poderío, influencias y dinero. Tampoco lo delataría ni lo entregaría bajo torturas a la DEA. Es su principal mayorista americano y honorable miembro del club de criminales de élite.

– Si impido que Kevin acepte el papel de intermediario en el rescate, seguramente sospecharán algo raro y mi agente será el blanco, el narco aparenta ser medio bruto para ganarse el respeto de sus iguales, pero no se llega arriba sin muchas neuronas, y mucho menos se mantiene vivo dentro de una jaula repleta de tiburones blancos. Tarde o temprano enviarán a otro.

– Si decido que debo capturarlo, solo tendré que rastrear a los colombianos o sus contactos, ellos lo sacan de la cueva... ¡y yo lo meto en la jaula!

– Querer salir al descubierto implica peligros. Eso es la próxima jugada que intenta hacer Frank sobre el tablero, piensa volver a colocar al rey en juego. Y sabe perfectamente que tiene sus riesgos… la partida continúa y sé el primer movimiento.

– ¡A lo mejor ahora pueda hacer jaque mate!

– Los narcotraficantes de Medellín no pueden desplazarse libremente en Norteamérica. Pero sí sus agentes. Muchísimos habrán quedado libres a pesar de la redada.

– Pensemos un poco en la posible metodología de fuga: un documento falso de primer nivel, un buen maquillaje, y alguien con apariencia de auxiliar sanitaria con una cruz roja que acompañe a un veterano de guerra hasta los topes de achaques, y mejor aún, si está en silla de ruedas, crea en los controles la predisposición natural a socorrer.

– Así debería concebirse la fuga…

– El narco de Medellín sabe que se escapó, y cree que nosotros lo consideramos muerto. Nosotros sabemos que está vivo, escondido, pidiendo auxilio, y quién lo podría ayudar.

– Eso... ¡él no lo sabe!... ¡y tampoco Frank!

– A veces, los errores pueden ser transformados en ventajas…

– Lo que dijo Kevin puede ser interesante… ¿Qué puede hacer hoy Frank en Norteamérica? Nada. En cuanto asome el hocico, sabe que va a la jaula y que tenemos las pruebas imprescindibles y contundentes para que no salga en su vida…

– ¡Pero no le sacaremos ni una palabra! Respetará la omertá, el código de honor siciliano a muerte. Con él preso no tendré la menor delación y es posible que desde la cárcel siga haciendo travesuras...

– Él también cometió el desatino de mandar a Charly para “suicidar” al Senador Hans Krause antes de verificar qué secretitos guardaba en su caja fuerte…

– ¡Esa fue la peor equivocación de su vida! Un grueso error de cada contrincante que vuelve a equilibrar el juego.

 

– El senador era su fantoche en el poder, pero había reunido las pruebas que podían hundir a Frank y su flota para protegerse de que lo ejecuten. ¡Y lo mandaron a baraja antes de usarlas! Fue la mejor herencia que me dejó un Senador llamado Max entre los narcos.

– Por otro lado, Frank no querrá estar inactivo ni sentirse derrotado. Desde el exterior podría manipular algunos negocios con testaferros...

– Humm. Analicemos como quedaron los negocios de estos chavales.

– El clorhidrato de cocaína, escasea en todas partes después de la redada y la guerra de los Carteles. No hay suficiente producción ni distribuidores, y no habrá por un dilatado tiempo, pues hemos tronchado el sistema de cuajo. Los drogadictos están desesperados, pagando precios de oro por drogas adulteradas…

– ¡Pero ahora apareció de repente otro jugador en el tablero!

– La Mafia China se está metiendo en los territorios de la Mafia norteamericana. Por ahora no encuentra resistencia, no está Frank ni los otros Capos mafiosos que manejaban la droga… Pero la heroína está apareciendo en las calles… ¡Saltamos de la sartén para caer en el fuego!

– Me queda un verdadero misterio por resolver… y para todo esto es crítico. ¿Por qué Pedro Bucci confía tanto en Kevin Beck?

– Sé que nuestro agente siempre fue derecho, pero también dijo que le paga su boda y le regala una estancia, la de Medellín. Esa no es una estancia cualquiera. ¡Es medio país! Tiene más de doscientas ochenta mil hectáreas útiles… ¡unos dos mil ochocientos kilómetros cuadrados! ¡Una fortuna en tierras, y la mansión más valiosa de Colombia de regalo de la noche a la mañana!

– Aquí puede haber dos posibilidades...

– Una, que esté enredando a nuestro agente con aparentes cortesías para usarlo en su provecho y luego descartarlo a su mejor estilo. Quizá sepa que es de la DEA y lo exprima como manantial de desinformación y tareas de alto riesgo, tal la de desenterrar a Frank. Otra, que el Capo de Medellín esté tan desolado con la muerte de su único hijo varón, que “adopte” a Kevin en su suplencia y sea una relación sincera. Psicológicamente cuadra… pero debo estar seguro cuál de las dos manda.

– Por otro lado, Beck me dijo que no traicionaría a Bucci y que el narco tampoco lo hará con él. Durante la Operación Anaconda invariablemente repitió en sus informes que Pedro Bucci era derecho y ninguna vez traicionaba a los que también eran derechos. Eso significa que pelea de frente… que no es hipócrita.

– ¿Será verdad?

– Si es así, nuestro agente especial es el nuevo vástago del Capo de los narcos… pero no debo darlo por hecho tan a la ligera…

– ¡Linda ironía! Si esto fuese verdad, y Kevin sacase del país a Frank, es indudable que el mafioso buscará refugio entre las patas del narco, y Beck sería un héroe.

– Una buena posición para iniciar otra partida…

– Si la Mafia China nos atora de heroína en lugar de la cocaína, a los sicilianos se les van a hinchar las venas del cuello… ¡y mucho! ¡Y a nosotros también!

– Es interesante... ¡La DEA y la Mafia siciliana tienen una coincidencia de intereses! ¿Por qué no aprovecharla?

– Si se arma la guerra entre las mafias, ciertamente la organizarían desde Medellín. Y si se organizan desde el cartel Colombiano, no será para promover la heroína, aunque ahora estén empezando a producirla, sino, la eterna cocaína, que es por ahora su fuerte.

– Tanto a Frank como a Pedro Bucci le encantan los tiroteos, ¡y entre ellos estaría Kevin Beck para incentivar el fuego!

– Jugando las piezas con astucia, esa guerra la podría iniciar y manipular la DEA…

– Tal como dijo Kevin, ¡nunca tuvimos un agente que se llevara bien con las cabezas máximas de la Mafia, los Narcos y la DEA!

– Cuando un León y un Tigre atacan juntos un corral de vacas, si se ponen de acuerdo se las comen todas. Pero si se pelean, ¡se matan entre ellos y se salvan las aturdidas vaquitas!

– El Tigre Asiático y el León Americano buscan la misma presa: Los viciosos de Norteamérica... y del mundo. Son las necias vacas que tenemos que salvaguardar.

– Si arresto o liquido a Frank, mataré al León. Y si mato al León, el Tigre no tendrá rivales. Humm… No hay mal que por bien no venga…

– ¡Creo que ha sido una suerte que ese bastardo se escape!

– Hicimos el operativo Anaconda en las selvas colombianas y se tragó a los Narcos y a numerosos truhanes de Estados Unidos. Ahora que estamos contra todos los chicos malos... Podríamos inaugurar la “ Operación Tormenta en el Infierno”.

– Nuestra tarea en la DEA es combatir el narcotráfico, un trabajo muy difícil y costoso, pero si logro que entre los dos grupos se autodestruyan, ¡obtengo mi propósito sin costo de dinero ni vidas dignas! Además, ellos tienen más acceso a los rincones secretos que nosotros y la extirpación del tumor podría ser de raigón.

– Tampoco tienen las trabas legales de la DEA. Si deciden eliminarse no necesitan ningún beneplácito legal, tan sólo precisan unos puñados de balas. En eso siempre nos ganaron, ¡nosotros tenemos las alas cortadas!

– Urge planear la Operación Tormenta en el Infierno…

– Vamos a ver qué tal son los sicilianos para luchar con los narcotraficantes chinos, malayos, tailandeses, laosianos, vietnamitas y birmanos… Además de los intermediarios de Asia y Europa. Un fascinante repertorio de razas fusionadas como fieras por la cocaína y la heroína…

Capítulo 5

Ushuaia – Argentina

El Comandante Parker recostó su espalda en el tronco de lenga y extendió sus piernas sobre la grava blanquecina de la agreste playa del lago Escondido.

Cerró sus ojos, y comenzó a entrar en los vericuetos de su memoria, donde alguna vez trató de enclaustrar recuerdos. Ahora los necesitaba.

Necesita entrar con su retentiva por las verdeantes colinas del norte de Tailandia, el septentrión de Laos, el noroeste de Vietnam, y el noreste de Birmania y, por el punto cardinal, la misteriosa frontera china con el río Mekong en la antiquísima provincia de Yunnan.

Cuando recorrió esas tierras, en los ásperos tiempos de la guerra de Viet–Nam, allí vivían tribus engastadas en el espacio de las cinco fronteras, pero preservando la pureza de sus razas. Defendían sus atávicas tradiciones a pesar de la aplanadora que introducía la “civilización occidental” por toda el Asia, uniformando atuendos, ambiciones, música, gestos y costumbres, que poco a poco exterminaban las tradiciones ancestrales.

Asia cada día se parecía más a Occidente, un raro Occidente con ojos rasgados, muchos de los cuales se operaban para tenerlos “redondos”, similares a los de la raza invasora.

Estaban los Akha, cultivadores de arroz, en prolijas terrazas intensamente verdes, doblados por la cintura, con el agua rozando las rodillas y los infatigables brazos, como sarmientos de vetustos viñedos, sembrando y sembrando bajo el agua los tiernos tallos durante el día entero. Los Lahu, con sus grandes medallones de plata en el pecho y una cuantía formidable de abalorios, rondando sin prisa sus precarios poblados, asentados arriba de los mil doscientos metros sobre nivel del mar, cultivando arroz y adormideras.

Los Yao, herméticos chinos del sudeste Asiático, que los vietnamitas suelen llamar Man, vestidos perpetuamente de color negro, el tono que distingue su clan. La tribu Lamet, austroasiáticos del grupo Mon–khmer, parientes cercanos a otro grupo racial, los Khmu. La tribu Lu, tibeto–birmanos, con rasgos que recordaban a los rostros del Karakorum y a los Sherpas. Los Shan, budistas Theravadas, con sus turbantes y sus cuerpos bellamente tatuados. Cada uno con su dialecto.

Y para colmar ese gran mosaico étnico que es el sudeste Asiático, las tribus Meos y Lisus, el terror de la DEA, en esos tiempos los cultivadores más relevantes del mundo de la hermosa amapola, también conocida como adormidera, que los botánicos bautizaron con en nombre de Papaver Somniferum.

Ahora, el principal productor de adormideras se instaló en Afganistán, al norte de Pakistán, y el control estaba en las manos indetectables de las altas esferas mundiales, tan altas, que resultaban intocables.

Papaver Somniferum. Un nombre que invariablemente evoca peligro y exterminio…

El triángulo de oro del opio, en las nacientes del río Mekong, que en su recorrido hacia el Mar de la China aísla las fronteras de Tailandia con Laos, transpone Camboya (o Kampuchea) frente a su capital, Phnom Penh, y escapa por Vietnam al sur de Ho Chi Minh.

El mítico Mekong, el río de la guerra, teñido con la sangre de mil combates, un estoico testigo de la perversidad del hombre, arisco y terrenal, barrunta el tormento de su gente mejor que ningún otro río, y llora su desconsuelo arrastrando lágrimas bermejas flanqueadas de idílicos jardines tropicales a sus ribazos. Un paraíso explosivo.

El río del opio.

Hacía bastantes años que el Comandante John Parker había recorrido esa comarca, en el tiempo que estuvo combatiendo en la perversa guerra de Vietnam. Ahora la rememoraba desde el extremo más meridional del mundo a pesar de haberla tratado de enterrar en algunos impenetrables vericuetos de su mente.

En su imaginación veía aldeas paupérrimas, con callejuelas de greda disparejas salpicadas de excrementos de animales grandes y pequeños, donde los búfalos cegados de barro pasaban el día en los pantanos, y los cerdos hozando en cualquier parte, siempre contentos con su destino, mientras ellos dormían en los portales de los cobijos hechos de bambú y fibras entretejidas de palmera.

Los niños retozaban con perros canijos de raza indefinible y rabo retorcido, persiguiendo gallinas o fumando mañosamente gruesos cigarros liados con las farfollas que recubrían las panochas de maíz, desnudos y tiznados, pero sonrientes y traviesos.

Todos mascaban el betel que ennegrecía sus dentaduras, de lo cual se jactaban mostrándolas pródigamente cuando hablaban o reían, mientras observaban la suya con desprecio y asco. Consideraban los dientes marfileños de los occidentales repulsivos y grotescos.

Eran “dientes de perro”.

El betel fue y es al presente muy utilizado para la masticación. Se obtiene de un arbusto trepador que los botánicos llaman Piper Betle. Recolectan las hojas, de sabor picante y amargo, en el momento que comienzan a amarillear, las mezclan con nuez de areca y cal viva, y preparan el pan supari o sirih–pinang, el mismo que se conoce como buyo en Filipinas. Cada día se mastica el betel en esa zona del mundo desde la antigüedad más remota. Los malayos son en verdad apasionados del betel, tanto, que lo consideran un objeto de lujo y necesidad. Ninguno puede prescindir de él. Lo ofrecen a los huéspedes en señal de cortesía y en carácter de ofrenda en el interior de primorosas cajas de betel, auténticas obras de arte.

Viajaba en su imaginación por las remotas serranías que pocos extranjeros se animan a recorrer por temores bien fundados. En otras épocas y en los tiempos de guerra, era una ruta suicida.

Nombres míticos de poblaciones, como Muong Sing, Nam Tha, sobre el afluente Tha del río Mekong. La asombrosa Luang Prabang, la regia capital de Laos con el sagrado Prabang, la imagen de oro del Buda, una reliquia invaluable de quince centímetros de altura. Xiangkhoang, sobre el afluente del río Mekong llamado Ngum, en Laos. Surgían en su memoria como un espejismo que se convirtió en funesta pesadilla. Unos cuantos de sus compañeros retornaron vivos pero estropeados de ese infierno bélico; casi todos los sobrevivientes tenían el cerebro exangüe por las drogas y los espantosos recuerdos.

El Comandante temía incursionar en esos archivos que, con ingentes forcejeos, fue arrinconando en lo más insondable del recuerdo.

Su grupo había incursionado más de una vez por Chiang Mai, en el litoral del río Ping, con sus refinadas artesanías en plata y satén de Tailandia, el río Lampang, lindante del río Wang. Phrae y Nam, aledaños al río Nam. Todos tributarios del río Chao Phraya, que desemboca contiguo de Bangkok, la Venecia asiática, la Ciudad de los Ángeles, la bellísima capital del venerable Reino de Siam.

Vio la rutilante frescura de un mundo rudimentario, amalgamado con un raudal de castas con los hábitos solariegos de China y lenguas propias. Miles de años transcurrieron cambiando rostros sin reemplazar almas.

 

Donde se juntan las fronteras de Tailandia, Laos, Birmania, Vietnam y China, crecía de manera maravillosa una planta frágil con hermosas flores rojas. Una flor que en España nace en medio de los trigales, pintando capotes grana de formidables toreros en las dehesas. En España, donde la flor se llama amapola, únicamente sirve para componer coplas flamencas y engalanar el pelo de las aldeanas.

En Asia, el hombre encontró un zumo lacticíneo en su capullo. Asombrado, sospechó un halo mágico… Acaso diabólico. Presentía un elixir para anular su inteligencia. Sin inteligencia, el hombre ignora que es desdichado… Y descubrió el opio, la morfina... la heroína. ¡Tuvo pleno éxito! La inteligencia logró autodestruirse...

Recordaba cuando cruzaron por desfiladeros entre los novecientos y los mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Labradores indigentes tiranizados por las sectas asiáticas del opio preparaban la tierra con estiércol de búfalo descompuesto en parvas cubiertas con tierra. Sembraban las amapolas después de las lluvias de otoño, entre los meses de noviembre y marzo, encorvados sobre el suelo con sus rudimentarios enseres. La adormidera es una planta muy delicada, y exige al hombre demasiado esfuerzo para entregarle unas gotitas de su concentrado alcaloide.

Le contaron a través de su intérprete, que sembrando durante cinco meses, podían prolongar la recolección del opio y hacerlo en familia, con pocas personas. Eso, si tenían la suerte de que los fríos primaverales… o los desecados estíos… o las plagas de langostas, no destruyeran las plantaciones, llevando una prolongada hambruna a sus hogares.

En su cerebro, retornaron las espeluznantes plagas de langostas que ocultaban la bóveda celeste. Zumbadoras nubes pardas dejaban caer sobre la tierra el granizo viviente con una sola misión que cumplir: devorar indiscriminadamente con metodología de Kamikaze toda la vegetación que esté en su camino. Una maldición apocalíptica que dejaba a su paso el terreno desnudo más vertiginosamente que los exfoliantes bélicos americanos. Formaban un monstruoso ejército absolutamente disciplinado, sin temor a la muerte, cada langosta era el soldado perfecto, obcecado en la única misión de su vida: comer a reventar.

Hordas liliputienses de Atila arrasando la tierra.

Nadie sabía de donde salían.

Pero sí por donde pasaban.

Los niños se divertían haciendo largos collares con langostas vivas que pinchaban en un hilo; las mujeres y hombres, deshechos de darle palos con las ramas desgajadas de algún arbusto, tenían el talante abatido y los brazos caídos a sus costados, los cuerpos flácidos, rendidos ante el implacable destino que no conocía misericordia.

Las gallinas, ahítas, cacareaban enardecidas matando a picotazos los saltarines insectos, que partían en trizas adecuadas a sus gargueros golpeándolos contra el suelo. Sus buches atiborrados a reventar, sobresalían como pesados globos emplumados delante de sus patas, mientras los perros mascaban saltamontes limpiando sus hocicos cuando alguna pata espinuda se enganchaba. Había tantas langostas muertas y vivas en el suelo, que las botas se resbalaban sobre la grasa de los insectos muertos.

En otros viajes de reconocimiento militar vio el fantástico espectáculo de los campos florecidos de amapolas. Una obediente y preciosa alfombra roja y malva que mecía la brisa con aleteos de miríadas de mariposas. Pronto comenzaría la cosecha.

El campo se llenaba de campesinos meos, una de tantas razas que aúna a tailandeses, laosianos y vietnamitas, con ropas blancas, rojas, negras o floreadas, según el grupo étnico a que pertenecían. Incluso se veían muchos chinos meos que se los distinguía como miaos, con adornos de plata en sus cuellos, y vestidos sencillos que recordaban a los tibetanos. También los hombres y mujeres de la tribu lisus hacían este cultivo de microcirugía.

Una noche de vivaque, bajo la lluvia torrencial de los monzones que amenazaba tirar la carpa al suelo, compartiendo las preciadas raciones militares de chocolate y carne con dos jóvenes meos que encontraron en el camino, le contaron que pronto empezaría el delicado trajín de sacarle el opio a cada capullo de flor.

Comienzan las incisiones en las cápsulas unos días antes de que tiren sus pétalos. Era el momento en que los frutos de las amapolas empezaban a perder el color verde, antes de que se ponga amarillento. Le enseñaron a regañadientes sus instrumentos, que llevaban en un morral tejido a mano con lana multicolor. Era un forastero… y en las tierras del opio los extranjeros no son bienvenidos. Pero las latas de comida americana y algunos trozos de chocolate ablandan los corazones.

Cada uno tenía un escalpelo específico. Su hoja estaba envuelta casi enteramente con una cuerda, dejando solamente una punta corta y muy afilada para no dañar la cápsula en el corte. Con ese útil harían cuidadosamente una o dos incisiones horizontales en los costados del fruto. Decían que así rendía más. Sin embargo, en la India los hacían verticales por las mismas razones, con un instrumento singular llamado Nushtur. Los cortes los realizaban invariablemente por la tarde, dejando fluir un jugo lechoso, que se condensaba toda la noche en forma de lágrimas.

Revivía aquellos amaneceres en medio de los chubascos monzónicos que parecían bíblicos diluvios, y las estaciones secas que cuarteaban la tierra en dameros separados por profundas grietas.

Los meos y los lisus continuaban su labor.

Las mujeres lisus, con sus desmedidos turbantes y sus pecheras de plata, propias de la provincia China de Yunnan, se distinguían desde lejos de las otras tribus de las montañas. Las vestimentas de las tribus del sureste Asiático no cambiaban con los siglos. La ropa era siempre la misma, y jamás provenía de modistas de París.

El sol naciente anunciaba la hora de volver a los campos de amapolas. Un jovial jovencito meo le enseñó el procedimiento de recolección durante una calurosa mañana. Naturalmente, a cambio de una ración de chocolate y dos latas de carne de ternera.

Cortaban hojas de adormideras, y con otro tipo de cuchillo pequeño, desprendían el opio en forma de gotitas y lo colocaban sobre ellas. Un trabajo manual extremadamente paciente y lento, que exigía buena vista y excelente pulso.

Los veía en los registros de su mente doblados por la cintura, como cirujanos con sus escalpelos, raspando y raspando. Cada amapola rendía solo dos centésimas de gramo. ¡Para lograr un kilo de opio necesitaban raspar cerca de cincuenta mil capullos de amapola!

Luego seguían con el laborioso proceso. Cuando las lágrimas tenían suficiente consistencia, se amasaban en panes que debían colocar cada día un par de horas al sol, buscando esa fermentación especial que da el aspecto propio del opio. Cuando lograban el producto deseado, lo envolvían en hojas de adormidera y lo empaquetaban mezclado con cierta cantidad de frutos secos de rumex, para que no se peguen entre sí.

Recordaba como si hubiese sido ayer a los esforzados campesinos, sondeando la forma en que cotejaban el peso y calidad de los panes de opio, levantándolos hábilmente con una mano. No debían ser ni secos ni blandos. Pesarían entre los 400 y 700 gramos cada uno, con un tinte pardo rojizo leonado, que se oscurecía con el contacto del aire.

No parecía molestarles el hedor fuerte que llenaba el ambiente, ni el gustillo decididamente desagradable, amargo y acre. Era su mayor fuente de ingresos, pese a que sólo les permitiera comer para sobrevivir y anidar en chozas miserables, donde los insectos y roedores de todo tipo buscaban refugio junto al calor humano, compartiendo casa y comida.

El gran negocio lo hacía la mafia asiática con la purificación del opio. Esa envilecida pandilla los tenía como esclavos. Si alguna familia no cumplía con las órdenes de la banda de forajidos que patrullaba la zona, secuestraban a los revoltosos, y si estaban con el día cruzado o con ganas de divertirse, los mataban entre torturas en las plazoletas, como escarmiento de los demás. Allí nacía la cadena del tráfico de heroína y morfina, un encadenamiento que empezaba con los compradores de los panes de opio, naturalmente, al precio fijado por ellos, su procesamiento en laboratorios clandestinos para obtener la morfina y la heroína, y la red de narcotraficantes que la distribuía por el mundo, multiplicando exponencialmente su precio y los riesgos en cada escala.