Cazador de narcos

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Cazador de narcos
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DERZU KAZAK

CAZADOR DE NARCOS

OPERACIÓN ANACONDA


Editorial Autores de Argentina

Derzu Kazak

Cazador de Narcos : Operación Anaconda / Derzu Kazak. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0643-6

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mi esposa e hijos.

Capítulo 1

Mar Caribe – 03 AM

UNA BOLA de fuego color naranja creció súbitamente a unos cien metros sobre el mar Caribe. Se iluminaron las tranquilas aguas con una ráfaga de fuego que nacía en el lugar de la explosión y terminaba en un camino dorado y fantasmal bajo el casco de la potente lancha patrullera de la DEA.

Estaban de cacería.

Una pantera agazapada oculta en la noche oceánica con sus motores y luces apagadas.

Unos segundos antes, el vigía había detectado en la pantalla de su radar un pequeño avión que volaba casi a ras del agua.

Se acercaba una presa...

No tuvo tiempo de llamar al capitán J. D. Reed. La violenta explosión del aparato sólo permitió el silencio. La sorpresa enmudeció a la tripulación. Quedaron unos instantes mirando cómo la bola de fuego, al igual que un cohete en las fiestas navideñas, se transformaba en bengalas que caían ardientes y se apagaban al contacto con las aguas.

— ¡Mierda! Ésa sí que es una forma rápida y espectacular de morir... dijo el guardia-marina Wilander, mientras se frotaba con sus manazas los ojos encandilados.

Todo volvió en unos segundos a la más absoluta oscuridad de esa noche sin luna.

— ¡Plan de rescate inmediato!

El grito del capitán Reed rompió el silencio impuesto por la sorpresa, estaba seguro de que el mar no le dejaría mucho tiempo flotando los pocos restos que quedaran.

Los poderosos motores de la nave arrancaron al primer contacto con el bramido propio de los grandes equipos diésel en perfecto estado. Tomó rumbo rápidamente hacia el lugar del accidente. El afilado cuchillo de proa partía la suave superficie levantando dos negras cascadas a cada lado del barco. En la popa, una profunda estela de espuma blanca se cerraba entre remolinos y ondas que se alejaban mar adentro.

Un equipo de hombres se movía con la plasticidad y sincronización de un ballet. Entrenados de cuerpo y de mente, reaccionaban instintivamente a la orden del capitán Reed. Ahora vería si los años de ensayos de cada maniobra rendían los resultados esperados.

Potentes reflectores halógenos se encendieron y comenzaron a girar hacia el lugar del accidente; simultáneamente bajaban botes de goma con motores fuera de borda con sus correspondientes tripulaciones.

No habían transcurrido treinta segundos y ya se dirigían hacia los objetos flotantes iluminados desde el barco. El mar los mecía suavemente. Cada cual sabía perfectamente su tarea. En sus cascos, con auriculares y potentes linternas incluidas, recibían y transmitían las órdenes por equipo. Los cuatro botes neumáticos se abrieron en abanico y comenzaron a recoger todo lo que podían a un ritmo frenético. Parecía una carrera entre ellos, cada cual en su sector. Al cabo de unos minutos todo lo flotante fue recogido. Algunas piezas tuvieron que ser remolcadas atadas a un cable, por el calor que aún mantenían en su parte superior; otras se encontraban hundidas y también amarradas a los botes, que esperaban pacientemente a la nave madre para entregarlas.

Fue una noche de suerte. La ausencia de los vientos alisios desde hacía varios días había dejado el mar como un estanque de suaves olas y superficie brillante. Resultó relativamente fácil ubicar los trozos flotantes.

En el aire que envolvía la patrullera de la DEA aún se sentía el picante olor de un explosivo moderno de alta energía.

—Juraría que es TNT... –exclamó olfateando el aire un marinero que se podía identificar por el número 008 en su casco y que llevaba un salvavidas color anaranjado con bandas blancas reflectivas–. Han usado una carga como para destrozar un jumbo. Quedan sólo los pedazos más elásticos del avión. El fuselaje y el motor seguramente ya están camino a la cueva de Poseidón. Aquí tenemos más de dos mil metros de agua. Tardará un buen rato en llegar a fondo.

—Tomaré las coordenadas geodésicas precisas por si necesitamos volver a rescatar algunas partes hundidas –dijo su navegante al Capitán Reed.

—Estimo que será imposible un rescate. Respondió el Capitán mirando los instrumentos. Estamos sobre la plataforma marina de Yucatán, latitud 19º 20’ norte y longitud 85º 30’ 45” oeste, con una profundidad de 2.498 metros.

Los marinos regresaban hacia la patrullera y bromeaban exhibiendo cada cual lo rescatado. Todos, menos los de un bote. Tenían los dientes apretados y se lavaban compulsivamente las manos en el agua de mar. Ésos no podían exhibir su trofeo. Era parte de la mitad del cuerpo del piloto, destrozado y con enormes quemaduras. Había muerto instantáneamente. La explosión lo había partido por la mitad, volándole el centro del torso. Quedaban las manos y la cabeza, apenas sujetas por los sanguinolentos tendones que el agua no había terminado de lavar... La parte inferior del cuerpo se había hundido con el fuselaje del avión, seguramente atada al cinturón de seguridad.

—Parece que esos hijos de puta le pusieron el explosivo detrás del asiento. No tiene ni pulmones ni corazón... A pesar de ser un asqueroso narco, espero que Dios lo tenga en su gloria. No puedo desearle mal a un muerto... –dijo el guardia-marina Vincent, mientras preparaba una bolsa de nylon con cierre especial para el transporte de cadáveres. Para estos restos resultaba exageradamente grande...

—Lo guardaré con el casco puesto –avisó a su compañero–. Es un casco muy sofisticado.

—Parece que la campera de cuero evitó que el cuerpo se desintegrara.

Está hecha jirones, pero guardó algo del cadáver. No tengo dudas de que esto es obra de un asesino profesional –decía otro marino con el ceño fruncido y los puños cerrados–. Un sádico sin alma que me gustaría tener a mano para que aprecie lo mismo... Volarlo sentado en un banquillo con una carga de trotyl en el culo. –Hacen su trabajo como para que nadie resucite. Más que matar parece que les gusta triturar a la gente.

—Oso Blanco llamando a base... –decía el capitán Reed frente al micrófono de su cabina de mandos–. Oso Blanco llamando a base...

—Aquí base. Adelante Oso Blanco.

—Oso Blanco pide canal protegido y respuesta del comandante...

—Adelante Oso Blanco. Pasamos a canal protegido.

El capitán giró la perilla de su radiotransmisor hasta una frecuencia codificada. Un silbido ondulatorio que sería indescifrable para quien no tuviese la computadora con el programa adecuado.

—Adelante Oso Blanco. Aquí el comandante...

—Un avión explotó a unos trescientos metros de distancia de nuestra nave. No hay sobrevivientes. Por la forma de vuelo rasante y la ruta alejada de las normales corresponde a un narcotraficante o contrabandista. Hemos recogido todo el material flotante. Tenemos parte del cuerpo del piloto, que tiene un raro casco con un águila estampada. Espero instrucciones...

Unos instantes de silencio. Al otro lado de la línea, alguien pensaba la decisión más correcta.

—Regresen inmediatamente a puerto –transmitió el comandante–. Mantenga todo su personal el más absoluto secreto sobre el accidente.

Ustedes vuelven sin novedades. Toda la tripulación quedará aislada hasta que yo me reúna con ellos. No hablen con nadie.

—Comprendido, comandante Parker. Cambio y fuera.

— ¡Izar todos los botes...! –gritó el guardia-marina que oficiaba de ayudante del capitán Reed.

—El comandante Parker pide una reunión urgente con toda la tripulación. Embolsen todos los objetos y preparen un informe escrito con el mayor detalle posible de lo que cada uno vio, escuchó y pensó. Guarden secreto absoluto sobre esto. Ninguno puede hablar en el puerto con nadie sobre lo que vimos, ni siquiera con sus esposas o amigos. Ante cualquier pregunta, este viaje no tuvo novedades. No vimos ni sabemos nada de nada. ¿Entendido?

— ¡Sí, mi capitán! – la respuesta fue unánime.

Era un cuerpo preparado para servicios especiales y sus hazañas a veces sólo las conocían ellos y sus jefes. No era la primera vez que la rutina se cumplía. Sujetaron sus botes neumáticos y giraron rumbo a la Península de La Florida. Más precisamente, a la base naval de la DEA en Miami. El mar estaba tan calmo y retinto que la enorme lancha patrullera parecía volar sobre el agua. No cabeceaba ni escoraba. La tripulación estaba contenta. Volvían a casa...

El capitán Reed conversaba con sus oficiales sobre el reciente episodio. Lo encontraban muy extraño. En su profesión, la lucha más intensa estaba en el nivel de la inteligencia, en la capacidad de los estrategas en deducir y a veces adivinar lo que piensan sus enemigos, más que en la acción directa. Muchas veces encontraban las mejores pistas en hechos no rutinarios. Éste era uno de ellos.

 

El capitán Reed no sospechaba ni remotamente las consecuencias que tendría el rescate que habían realizado.

Capítulo 2

Sede central de la DEA – Miami

TODOS LOS objetos recogidos fueron entregados al comandante general de la DEA en Miami, John Parker. Éste pidió a la tripulación se reuniera con él en la sala de conferencias de la sede central.

Todos conocían al comandante... Tenía fama de ser enérgico y poseer la inteligencia más sutil y aguda de la DEA. Su cara cuadrada, el corto cabello algo canoso y su mirada penetrante como los ojos de un halcón, le daban un aspecto marcadamente especial. No pasaba del metro ochenta; aparentaba ser algo bajo frente a los demás agentes, algunos tan robustos que semejaban gorilas. Pero nadie se atrevería a decir que no era el oficial adecuado para sus funciones. Su dedicación a la lucha contra el narcotráfico era total. Tenía más de veinte años de experiencia. Lo respetaban tanto sus compañeros como sus enemigos.

Con deferencia y en silencio tomaron asiento alrededor de la mesa oval de roble canadiense bruñido, de más de cinco metros de largo. El comandante en la cabecera y el capitán Reed a su derecha. Era un privilegio ingresar a esa sala, algo así como el salón de los directores de un importante banco. Sólo que allí raramente se hablaba de dinero propio. Las palabras más usuales eran clorhidrato de cocaína, heroína, opio, narcodólares y otras por el estilo. Las paredes tenían mapas del mundo y de algunos países especialmente involucrados. Bolivia, Perú y Colombia estaban en un detalle a gran escala. El sudeste asiático y los Estados Unidos eran un tema aparte...

Todos tenían clavados grandes alfileres con cabezas plásticas de diferentes colores y una banderita con un código... Cada uno de esos alfileres era un dolor de cabeza para la DEA.

—Los felicito por su tarea –les dijo con la franqueza de un jefe orgulloso de su equipo–. Necesito que cada uno de ustedes me dé su opinión personal de lo que sucedió la noche de la explosión del avión sobre el mar Caribe.

El comandante miró a sus marinos y comenzó la eterna tarea de tratar de encender su pipa. Era uno de los elementos famosos de la DEA: la rojiza pipa de raíz de rosal del comandante. Mirando como maniobraba la pipa se podía dilucidar la situación general y el carácter del comandante Parker. Más que fumarla, la usaba como talismán de meditación.

—Señor, como oficial a cargo del radar le puedo asegurar que el avión era pequeño y volaba a muy baja altura. No emitía ninguna señal de radio y su trayectoria era normal. De ello deduzco que su estado mecánico era perfecto. No fue la causa de la explosión. Creo que se trata de una ejecución. La palabra “ejecución” sonó a los oídos de todos, especialmente del comandante, como una luz roja de alerta. El tema se ponía interesante.

—Estoy de acuerdo con el oficial Steve –dijo el guardia-marina que había recogido el cuerpo del piloto–. Cuando un avión se accidenta y explota por problemas mecánicos o cortocircuitos, el explosivo es el propio combustible, que precisamente no se almacena en el asiento del piloto ni huele a explosivos militares... He recogido los restos del cuerpo. Al piloto de este avión lo mandaron al otro mundo con una bomba que podría ser de TNT. Yo lo utilicé en Vietnam y conozco tanto su olor como sus efectos. Hasta el color de la explosión coincidía con el de las bombas militares. En mi opinión fue ejecutado con una exagerada carga de trilita colocada en sus espaldas y accionada por un detonador electrónico silencioso y preciso, de los que se usan ahora. Las joyas de los terroristas.

El capitán Reed, tomando la palabra mientras tamborileaba los dedos sobre el escritorio de roble, les dijo con voz cargada de experiencia: –Coincido con mis muchachos. Son expertos y no se engañan fácilmente. Todos tenemos experiencias militares y sabemos distinguir una explosión de TNT de la de un tanque de combustible de aviación. El olor que quedó flotando sobre el mar nos recordó un campo de batalla. Sin duda, el explosivo era militar, no del tipo usado en voladuras de la industria minera.

—Debo agregar que volar como lo hacía ese piloto era suicida. Lo hacía casi a ras del agua, tanto que salió en la pantalla del radar sólo un instante antes de la explosión, al estilo de los cazas argentinos en la guerra de las Malvinas. Sin duda era un excelente piloto para poder volar con ese avioncito, de noche, sin siquiera la luz de la luna sobre el mar abierto y casi rozando las olas. Deduzco de su conducta que no era un vuelo autorizado sino del tipo de los contrabandistas y más seguramente de los narcotraficantes.

Hizo una pausa reflexiva y concluyó:

—Estoy seguro de dos cosas: primero, que el piloto era de nivel extraordinario; segundo, que el accidente fue intencional. Más que accidente fue una ejecución.

Un silencio para la meditación; todo era muy denso... El comandante mordió la pipa entre sus incisivos y preguntó: –De lo rescatado, ¿qué les llamó más la atención? mientras se quitaba la pipa y prensaba el tabaco con un dedo, sin mirarlo.

—En primer lugar, los pedazos del cuerpo del piloto. Creemos que su cabeza está completa por el casco y por haber estado más alejada del explosivo. De su cuerpo sólo tenemos los brazos unidos por los hombros y cubiertos por una campera de cuero marrón más bien oscuro, hecha tiras, con un bordado en la espalda que no se puede identificar. También tiene colocado en el cuello un crucifijo muy bonito, al parecer antiguo, sujeto por una gruesa cadena de oro, y en su mano derecha, un anillo con una piedra que brilla mucho. No sé su nombre, nunca me interesaron las joyas... En su muñeca izquierda tiene un costoso reloj que tampoco le quitó la explosión. El casco negro es fantástico; pintada a mano en la parte frontal tiene un águila real con las alas abiertas, como si fuese su emblema.

El comandante Parker sintió un aguijonazo en su cerebro al oír la palabra “águila”. Presentía algo muy importante; pero no dijo nada. Siguió escuchando los pormenores que cada marino aportaba.

Todo fue grabado para su posterior análisis.

—Comandante –interrumpió un marinero–, a mí me tocó recoger de las aguas el tablero de instrumentos del avión, separado del fuselaje por la explosión. No soy experto en aviones, pero creo que ese tablero no corresponde a un avión pequeño como cree el oficial Steve. Por su tamaño y equipamiento creo que el avión es del tipo del Falcon, del Citation o del Lear Jet, o sea un avión ejecutivo importante. Señor... como navegante, creo que el destino del avión era alguna parte de La Florida. Llevaba rumbo noroeste en el momento de explotar. Era como si se dispusiera esquivar la isla de Cuba y la península de Yucatán; pasaría por el centro del canal de Yucatán al golfo de México y luego giraría al este, hasta La Florida. Si hiciésemos una prolongación rectilínea hacia su origen, la línea llegaría directamente a Barranquilla o Santa María. Creo que ese avión venía de Colombia. Realmente la posición de la isla de Cuba complica mucho a los narcos para llegar a La Florida. Es lo único bueno que hace Fidel Castro por los Estados Unidos... Lo dijo extendiendo los brazos, mientras sonreía por su ocurrencia, que suavizó la rigidez de la reunión.

— ¿Alguno tiene algo más que decir? –preguntó el comandante.

—Yo, señor –contestó un guardia marina de casi dos metros y cara redonda llena de pecas del mismo color que su corto pelo–. Si alguna vez agarran al que se dedica a colocar explosivos en las espaldas de la gente, me gustaría que lo dejaran un rato en mis manos. Matar a sangre fría me revuelve el estómago. Soy capaz de liquidar a un batallón sin ningún miramiento. Pero luchando de frente. Cuando ayudé a levantar los restos del piloto y sacamos del agua sólo una cabeza con los brazos colgando, casi vomito. Y eso que teníamos guantes y era de noche. Los sádicos me vuelven sádico.

—Tranquilos –dijo Parker–. Entiendo sus ganas de hacer justicia por sus propias manos, pero recuerden que estamos en un país que si se precia de algo, es precisamente de cumplir con las leyes. Nosotros somos parte de ese sistema, pero no jueces. Cuando algo sucede, siempre hay un motivo. Trataremos de encontrar las causas de este accidente o como ustedes creen, esta ejecución. Todos consideran que el piloto trabajaba para narcotraficantes, si es verdad, debería saber que lo que menos valor tiene para esa gente es su vida. Desde el punto de vista positivo, piensen para tranquilizarse, que nos queda un traficante de tóxicos menos. Los he reunido a todos antes de que se pongan en contacto con sus familias y otros compañeros, para pedirles, con la fuerza de una orden, que no divulguen este hecho a nadie. Reitero. Es top secret. Si alguno suelta su lengua, se verá sometido a juicio por poner en peligro de muerte a sus compañeros. Confío en todos. Nuevamente mis felicitaciones y… ¡a seguir trabajando de esta manera!

Todos se retiraron en silencio y con la cabeza llena de explosiones, rescates, olor acre a trilita y colgajos de un piloto muy especial que ni siquiera se enteró que moría...

El comandante John Parker miraba su pipa sin verla. Su mente estaba en otro lado, en la lujuriosa vegetación tropical colombiana... Allí, donde germinan las fábricas de clorhidrato de cocaína ocultas entre gigantes del bosque cubiertos de lianas y epífitas, en la espesa selva sudamericana. Alguien del otro lado quiso que ocurriera lo que ocurrió. Venteaba una falla y se proponía aprovecharla.

Se quedó mirando al infinito. Su cerebro veía imágenes de niños de pocos años tirados en las veredas de las ciudades, rotosos y descalzos, escarbando en la basura para comer algún sucio desperdicio, durmiendo en cajas de cartón, acurrucados y temblando de frío y miedo, sometidos al peligro constante de los degenerados y soñando con brujas que los atormentaban en largas noches de oscura soledad… Abandonados por sus padres drogadictos. Veía en las escuelas niños que recibían sobrecitos de regalo de otros niños o de algunos jóvenes que trabajaban inocentemente para algún hijo de puta. Luego tenían los ojos turbios y perdidos, como ganado vacuno, sin vida...

Veía tugurios donde las desheredadas prostitutas, regenteadas por un hombre inhumano, sacaban de sus corpiños sobres para ellas y sus clientes. Se evadían de la realidad en fantasías de sexo, droga, SIDA y crímenes. Veía políticos, jueces, militares, artistas, banqueros y muchos otros de los que tienen el poder y el dinero en el mundo... desesperados por esos sobrecitos que usaban a escondidas, en sus mansiones, por temor a ser descubiertos. Encubrían su bajeza moral y material entre brocados y alfombras persas. Eran iguales a los otros. La diferencia es que estaban limpios. Los sepulcros blanqueados. Todos eran buena gente, intachables ciudadanos. Había tantos... como nadie lo creería. Los que mandan se drogan para poder seguir mandando. Así resultaban las órdenes... eran los esteroides anabólicos de muchos políticos...

Otros, en “fiestas” donde todo estaba permitido. Sexo libre en orgías inconcebibles para seres inteligentes. Alcohol sobreabundante de alto precio, pornografía demencial y drogas de todo tipo, que anulaban la razón y hundían en los infiernos de la desesperanza y la locura.

Ningún animal haría lo que allí era cosa corriente, La degradación moral y física completa... aunque no la última. Siempre había suficiente imaginación para bajar otro escalón. El foso de la miseria humana no tiene fondo, pero ese esforzado grupo se proponía alcanzarlo, seguí cavando y cavando... Sodoma y Gomorra hiperbólicas del siglo veinte.

Veía otros hombres con cara de buitres. Cargaban grandes fardos de billetes. Caminaban encorvados por el peso del dinero. Sus dedos como garfios sujetaban compulsivamente las bolsas... recogían más y más billetes sucios de sangre que tapizaban el suelo. Había muchos. Todos “de los grandes”. Al levantar uno surgía otro de la nada... nunca se terminaban. Los metían en sus bolsillos repletos. Muy gordos, lujosamente vestidos con trajes negros de etiqueta, resplandecientes. Cubiertos de joyas, hundiendo sus lustrosos zapatos en una larga alfombra de cadáveres putrefactos. No parecía importarles el hedor ni las verdes moscas carniceras que levantaban vuelo con un zumbido de muerte cuando pisaban su alimento. También ellos se alimentaban de carroña.

Todos los sobrecitos contenían un inocente polvo blanco, capaz de transformar a un ser humano en un animal sin voluntad ni conciencia.

 

Veía en su cerebro a sus amigos muertos por librar a otros hombres de esa esclavitud mortal. A ellos los veía cerrando los ojos, en un ondulado campo de césped verde que se perdía en el infinito. Estaban felices... deseaba llegar algún día para abrazarlos.

Todo lo que veía se transformaba en una fuerza interna, una especie de orden sobrenatural que le pedía a gritos: “¡Sálvalos! ¡Sálvalos! ¡Para eso has nacido!”

Una especie de intuición le hacía obrar como obraba. No tenía razón para mandar secreto absoluto sobre un hecho intrascendente, como era la muerte de un piloto narco. Algo más allá de su razón le pedía hacerlo. Si su olfato de sabueso no le fallaba, allí había algo inusitado. Algo que debía desentrañar. Algo que quizás salvaría a muchos de ser los cadáveres pisoteados...

Seguía solo. En absoluto silencio. La pipa giraba en sus dedos dejando caer el tabaco en cada vuelta. Parker ni siquiera sabía qué tenía su pipa. Buscaba en su interior lo que no veía en la realidad, y empezó a percibir algunas luces lejanas...

Todo su equipo había estado de acuerdo en que no era un accidente... Estaba confirmado. Nadie pidió auxilio por un avión perdido hacía más de dos días. ¿Por qué? Simplemente porque no esperaban su regreso, ni siquiera su llegada a destino. Era una ejecución. Pero... ¿por qué de ese modo?

Otra luz aparecía en el fondo de su cerebro. Trabajaba sin datos concretos. Sólo por síntesis lógica. Una especie de teorema cuya hipótesis permite obtener, por elucubraciones secuenciales, la tesis. El teorema sería: ¿quién, por qué y para qué ejecutó a un piloto de élite de esa manera?

Parker detuvo su cerebro un instante y volvió a lo anterior; allí estaba parte de la respuesta, en las palabras “de esa manera”.

Los narcos, a pesar de todo el dinero que tienen, no desperdiciarían ni un centavo, y menos un avión, en una ejecución sofisticada, pensaba Parker tratando de penetrar cada vez más profundo en los pensamientos de sus enemigos. Esta ejecución tiene algo diferente y es la manera en que fue realizada. No le dieron un tiro en la cabeza como es lo usual. Barato, eficiente y seguro. Existe el control del resultado. En este caso, en cambio, la ejecución había sido muy costosa: había costado un avión de alto precio; y el resultado no era verificable. Aunque por la carga explosiva usada, era evidente que querían estar seguros. Además... algo muy sutil, que sólo una mente como la del comandante podía descubrir. Casi con seguridad, el ejecutado no se dio cuenta de que era un condenado a muerte...

¡Allí estaba la clave!

¡El que lo mandó ejecutar no odiaba a su víctima...!

La ejecución podría haber ocurrido por dos causas. La primera, por traición. En esos casos la víctima era realmente ejecutada, a veces, con torturas y siempre en pleno conocimiento de que moriría y serviría de escarmiento. La segunda, por saber demasiado o conocer algo que podría comprometer a algún pezzo grosso.

¡Allí encajaba mejor este caso!

El comandante Parker llegó a su tesis: el piloto fue ejecutado simplemente por tener mala suerte. Sabía algo que nunca debió saber. Y la orden la dio alguien que no lo odiaba. Le brindó una muerte fulminante, indolora y sin sufrimientos psíquicos previos.

¿Cómo sería la personalidad del ejecutor...?

Parker seguía razonando, con los ojos entrecerrados, mirando sin ver la pared. Mordía la pipa en una secuencia lenta y sincronizada... al ritmo de su cerebro. ¿Sería alguien que estaba acostumbrado a mandar matar para protegerse en el futuro? Eso implicaba a alguien muy poderoso, una persona que tenía algo demasiado importante que ocultar. Si lo debía ocultar, sería porque no era conveniente conocerlo. Alguien que valía la pena investigar.

En ese instante el comandante John Parker tomó la decisión de efectuar una investigación profunda del accidente. Necesitaba reunir todos los datos que pudiera. Debía, por lo menos, confirmar su hipótesis.

El comandante no sabía que estaba a punto de pisarle la cola a un enorme león enfurecido...