Ca$ino genético

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DERZU KAZAK

CA$INO GENÉTICO


Editorial Autores de Argentina

Derzu Kazak

Casino genético : Ca$ino Genético / Derzu Kazak. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0871-3

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Ignorantes de su verdadero amo,

los necios pierden su valioso tiempo

sirviendo a la codicia

Capítulo 1. New York

Hacía ya cuatro meses que un día, precisamente el último viernes del mes de mayo, presagiaba ser insólito para el Dr. Malcon Brussetti. El suceso comenzó a las cinco y treinta de la tarde, en el momento en que su flamante Pontiac se detuvo de la forma menos esperada.

Por nuevas circunstancias fortuitas, ahora lo recordaba. Al rayar el alba, acontecía algo raro en el momento que ingresó en los laboratorios de la Corporación Sorensen. Presentía que ese día cambiaría su destino.

Vio al Dr. Werner Newmann con su inseparable gatazo negro en el regazo, afanarse a destajo en su ordenador, como era habitual en los últimos meses, ensimismado y obsesionado de tal forma, que precisaba estrujar de su sesera un chorro de información.

Sus colegas apenas habían logrado que tomara un poco de sol en algún fin de semana, pero al primer descuido volvía como un demente a enfrascarse frente a la pantalla, donde diseñaba interminables fórmulas y los complejísimos enlaces bioquímicos que podrían activar la información de los cromosomas. Los datos eran vertiginosamente devorados por la memoria de su Workstation privado que permanecía siempre aislado, desconectado de las redes informáticas de la Corporación Sorensen para evitar el espionaje científico.

El Dr. Werner Newmann utilizaba en exclusiva una fenomenal máquina solitaria de última generación capaz de generar simulaciones dinámicas sumamente complejas de la actividad bioquímica celular y hacerlas perceptibles en sus visores de realidad virtual. Por razones de seguridad, exigía ponerse en funcionamiento mediante una tarjeta con hologramas detectados por un láser de rubí, un complejo código acróstico y la confirmación de la identidad del Dr. Newmann mediante el iris de sus ojos.

Cada atardecer comenzaba la tarea de visualizar en el cyberspace sus trabajos diarios. Con su guante de datos y casco de realidad virtual, navegaba como Liliput en su mundo microscópico, entre nubes de complejas moléculas virtuales que podía manipular a su capricho.

Pero Lucifer no puede dormirse en los laureles bien ganados y, por aquel rincón, su finísimo olfato había venteado un filón que apestaba como si la serpiente del Génesis estuviese pudriéndose dentro de una bolsa de nylon.

Desde hacía años, antes de comenzar su jornada, el Dr. Malcon Brussetti, metido en la reluciente cafetería del laboratorio, sorbía un delicioso irish coffee que él mismo preparaba con unas clandestinas gotas de whisky irlandés y nata. Era su manía cotidiana. Desde aquel sitio seguía los rastros de su Director con el sigilo de un búho velado entre el follaje.

De ningún modo sospechaba que otro par de ojos penetrantes, ocultos tras el acristalado del laboratorio lateral, identificado con las siglas CS-03, sondeaban minuto a minuto cada actitud de su cuerpo, cada gesto, cada parpadeo de envidia en dirección a su Director, y sobre todo, el adelanto en las investigaciones. Un par de ojos de un halcón sobornado por la madre Rusia permanecían clavados en su espalda.

El Dr. Malcon Brussetti, algo reservado por naturaleza y de un carácter tornadizo, no salía de la mira de unos taimados personajes, tan encumbrados y arbitrarios, que tenían anuencia oficial para meterle una bala entre las cejas al que se opusiera a sus designios.

Era un pez gordo de la ciencia, demasiado destacado como para no tentar al mismísimo diablo.

Su existencia estaba impregnada por ese prodigioso organismo viviente infinitesimal y recóndito, buscando las claves últimas del código genético en toda su extensión, escudriñándola hasta donde el microscopio electrónico lo permitía, pero siempre faltaba más ampliación. Lo indefinidamente microscópico surgía a manera de una complejísima nanogalaxia indescifrable, donde cada una de sus partes no terminaba de subdividirse de ningún modo en un fantástico fractal interminable. Parecía que detrás de cada laberinto descubierto brotaban millares de enigmas inexplorados en un abanico inagotable ciento de veces más ínfimos y miles de veces más complejos. ¡Si al menos tuviese el talento de ese excéntrico judío!

Pero debía conformarse con el suyo, que no era precisamente despreciable.

Cuando miraba a hurtadillas al Dr. Newmann afanándose sin interrupción en su acristalado despacho, señal segura que estaba en la pista apropiada, los celos corroían sus entrañas y recapitulaba la película “Amadeus”. Un genio y un mediocre de superlativo nivel en el mismo camino... Un camino empedrado de envidia que frecuentemente termina en tragedia.

La expresión “mediocre” le dolía como una bofetada en plena cara. Pero no era ningún estúpido. Sabía sus límites. Su existencia había transcurrido a la sombra de un genio excepcional y en la nebulosidad de un microscopio tan potente, que era el de mayor resolución en toda la tierra. Ni sus amebas rizópodas y paramecios holótricos, ni sus virus y plásmidos, ni su colección de genomas, le dijeron en la vida una sola palabra.

Estaba vacío con sus cuarenta y tres años; consideraba su juventud perdida y su vida astillada en mil fragmentos de zozobra y soledad. Y empezó a detestar la soledad.

Pero “ese” día, hacía ya unos cuatro meses, había sucedido un encuentro sorprendente. Sobrevino de una manera tan fortuita que aún no se convencía a sí mismo de la barbaridad que tenía entre manos.

El encuentro no fue casual, él lo sabía con certeza. No cualquiera tiene un cruce con un encumbrado diplomático ruso enfundado en una sobria pelliza confeccionada con tweed de Shetland, que detiene gentilmente en la banquina su negra limousine Mercedes con matrícula diplomática y desciende, con una sonrisa cinematográfica, para auxiliarlo a “él” en el preciso momento que su flamante Pontiac, con escasos cinco meses de uso, a mitad de camino dijo basta.

En este instante sabía con certeza que el Pontiac no había dicho basta por alguna falla imprevista, sino, que con certeza la provocaron para preparar una relación con unos fines velados.

Ninguna vez en su vida había estado tan consentido por esa sociedad clandestina que manipula los filamentos del tejemaneje y el fisgoneo en las trastiendas de las Embajadas. Por primera vez en la existencia se sintió en verdad eminente: Lo necesitaban a “él”.

Y nació una amistad seca y práctica, que ambas partes sabían más falsa que un tigre vegetariano, pero resultaba enigmáticamente sabrosa, un bocado clandestino que en ningún momento había probado durante su vida de científico híper-especializado.

Luego del misterioso encuentro, se le ocurrió buscar una novela del mundillo truhanesco de los servicios secretos, con un desenlace preciso semejante al que él mismo estaba gestando, y le pareció por el título, que “La Alternativa del Diablo” de Frederick Forsyth sería adecuada. Al menos era un autor de renombre internacional. Desvelado y leyendo entre líneas, a media noche la tiró sobre la cama malhumorado. Era muy buena, pero no encontró lo que buscaba: Identificarse con un protagonista que hiciese lo que él imaginaba hacer... y resultase un héroe.

Cuando lo invitaron a pasar unos días de descanso con todos los gastos pagos en un agreste rincón del parque Nacional de Waterton Lakes, más precisamente en el hotel Prince of Wales, debía ser muy idiota para no darse cuenta que le ponían el cabestro y un dogal para llevarlo a rastras. Y Malcon Brussetti no tenía un pelo de imbécil.

En verdad, era un descollante científico que coleccionaba Masters y Honoris Causa de las más prestigiosas Universidades del mundo, y jamás rechazaron en las revistas especializadas sus impactantes monografías sobre el sempiterno tema del núcleo celular.

Mantenía una arrogancia que recordaba a Maximilian Schell cuando entrevistó al presidente checo Václav Havel en Visión 2000, incluso usaba el mismo corte de su rubio bigote, aunque más serio y preocupado, no tanto por su ánimo, en el fondo jaranero y penetrante, sino más bien por el ambiente competitivo y el desvelo que exigía la exploración persistente en la vaporosa frontera de la ciencia.

Su Curriculum Vitae era de punta a punta, envidiable. Pero estaba solo, y se sentía como si fuese la reencarnación del mismísimo Antonio Salieri que, aunque había sido el maestro de Beethoven y Schubert, al surgir el genio de Salzburgo en escena, pasó a ser un segundón. Sabía con certeza que nunca llegaría a ser el gran Wolfgang Amadeus Mozart.

Al menos mientras “Mozart” viviese…

Era tan vívida la comparación de sus vidas, que siempre recordaba lo ocurrido cuando murió el Emperador José II; un enigmático enmascarado le haría un pedido al genio de Salzburgo: que escribiese una obra con la inspiración en otra obra, el Réquiem en RE menor, con motivo de la muerte de la esposa del conde de Walsegg. También recordaba las sospechas de que el enmascarado pudo ser casi con certeza el mayordomo del conde, con la intención de que después de terminada, intentaría robarle la obra. Él intentaba lo mismo.

 

Capítulo 2. New York

Habían pasado meses de espera, de tensa espera...

La prensa hidráulica que seguramente tenía el Dr. Werner Newmann para exprimir su cerebro, parecía haber estrujado hasta el último vestigio de sus talentos en el archivo más confidencial del computador, y en ese preciso instante dio por consumada su obra maestra estirando los brazos perezosamente. Volga también desplegó su cuerpo cuán largo era; con un amplio bostezo dejó ver sus ahusados colmillos y saltó flojamente al suelo.

– ¡El trabajo de toda mi vida! Exclamó susurrante a modo de epílogo, fijando sus cansados ojos en el Dr. Malcon Brussetti, que en esos instantes avanzaba con dos pocillos de café humeantes en sus manos como atención muy extraña de su parte.

Sorbieron juntos unos tragos, al tiempo que el principal asistente comentaba con su Director una nueva hipótesis para esclarecer el misterio nuclear de las células más allá de lo conocido.

Unos minutos más tarde, los párpados del Dr. Newmann parecían de plomo...

– Malcon... Malcon... no te preocupes, balbuceó con los ojos nublados, ya he resuelto el enigma celular, ya terminé mi... mi... mmm...

Y se deslizó por el respaldar de su sillón, profundamente dormido.

El Dr. Brussetti sabía perfectamente lo que había terminado, y su corazón al galope lo delataba. Esperó que el sueño se hiciese rítmico y acentuado, al tiempo que ojeaba disimuladamente a su alrededor, sondeando algún posible intruso que pudiese ver algo de lo que estaba sucediendo en esos instantes en la más prestigiosa oficina de investigación de los Laboratorios Sorensen.

No podía perder ni un instante o el plan más ambicioso de su vida fracasaría. La fenomenal computadora permanecía funcionando, los endiablados accesos en clave habilitados y con la llave críptica colocada. ¡Un milagro! Pensó. También cruzó por su mente que Lucifer estaba de su lado, y eso lo asustó un poco.

– ¡Supersticiones! Se dijo desechando la idea de plano.

El Dr. Malcon aguantó estoicamente la pertinaz hedentina de su jefe frunciendo el entrecejo unos instantes, sin moverlo de su asiento; colocó con destreza un par de guantes de cirugía en sus manos y sacó de su bolsillo interno una memoria SSD de ultima generación. Con la habilidad de quien domina perfectamente el sistema, procedió a copiar el archivo completo designado “ADN-Cybernetic-01”, y la clave de acceso en uso durante ese día, que transcribió en un papel con su puño y letra revisando cada cifra con sumo cuidado.

Lavó a fondo la tacita de café con los restos de somnífero y, cambiándola por otra, volvió a servir café puro, derramando previamente un chorrito hasta dejarla casi vacía, apoyó los labios del científico en su borde y luego, tomando la mano del durmiente, apretó los dedos contra el asa para marcar sus huellas. Palpó su pecho donde había guardado el duplicado con las investigaciones más valiosas del mundo, y en su semblante, aunque tenso, apareció una leve mueca de satisfacción.

No olvidaba ningún detalle…

Volga, el único testigo, con la cola en alto, sobaba el cuerpo entre sus piernas, maullando quejumbroso.

Dentro de unos días tendría dos millones de dólares en sus bolsillos y otros noventa y ocho adicionales en una de esas cuentas “negras” que tan bien ocultan los “blancos” suizos.

Ya se veía llegando a las puertas del 70 Bahnofstrasse, en Zurich, donde tiene sus reales la impenetrable Swiss Bank Corporation, enfundado en un perramus aceitunado con la solapa levantada y un aire clandestino...

Dos horas más tarde, el Dr. Newmann se despertó con neuralgia, le dio la última mirada a la pantalla, ennegrecida por la protección automática, desechó de beber el café frío y dispuso en el ordenador el cierre general. Revisó que el trabajo quedase inviolable y, retirando la llave con torpeza, la guardó en la caja fuerte. Unos minutos después, subía por el ascensor hasta el helipuerto del rascacielos. Él había terminado su obra maestra, pero alguien que conocía muy bien su trabajo, como un chef con diez estrellas Michelin, se había propuesto desmenuzarla y condimentarla a piacere.

Durante noches y noches el Dr. Malcon comenzó a trabajar de una manera maníaca hasta altas horas de la madrugada en su residencia. Las horas volaban velozmente como esquivos murciélagos; el tiempo no existía. Estudiaba minuciosamente la información genuina con una concentración absoluta… y le incorporaba escalofriantes modificaciones; unos detalles que equivalían a entrecruzar la escritura cuneiforme de los Caldeos con los pictogramas fonéticos Hititas, elaborando un blend indescifrable.

– ¿Quieren hacer seres realmente raros? Excelente, camaradas, aquí tienen un tablero fantástico para jugar al azar con las formas vivientes, elaborar terapia genética, intentar clonación industrial, pero... ¡donde prevean la cabeza de un toro a lo mejor salgan los riñones de una foca! Se dijo divirtiéndose por su barrabasada.

Lucifer, levantando una ceja, colocó un pimpollo rojo en la solapa de su smoking, esperando el desenlace.

Capítulo 3 Waterton Lakes

Cuatro meses antes.

El flamante avión de superlujo Airbus ACJ319 Elegance, sin señales de pertenecer a la embajada rusa, lo esperaba en el aeropuerto La Guardia.

Malcon Brussetti arribó por la Grand Central PKWY en el asiento posterior de un Mercedes Benz S 560 negro con blindaje integral, que lo recogió desde su domicilio y lo transportó al pie de la aeronave, donde fue recibido como si fuese el Emperador de Persia.

– ¡Humm! Sólo faltan las fanfarrias y la alfombra púrpura... pensó cínicamente.

Los siete días de vacaciones fueron ciertamente regios. El Hotel Prince of Wales, con su torre de campanario y sus techos verdosos frente al lago apenas rizado por la brisa, reflejaba en su movedizo espejo los dos macizos rocosos con agujas de roca y las escarpas cubiertas de pinares, en medio de una deslumbrante naturaleza casi virginal.

De fiesta en fiesta, los días se deslizaban sin sentir, amenizados con vin d’honneur que no bajaban de un inapreciable Chateau Lafite-Rothschilsd cosecha 1.945 a un Côte du Rhône, de la excepcional cosecha ‘52, aunque hubiesen preferido la estupenda vendimia de ‘43, pero era mucho pedir y, tal como le aseveró al maître, ni siquiera querían escuchar hablar de las decadentes cosechas del ‘41 y del ‘51. Aseveraba que los vinos franceses tenían un ciclo de calidad excepcional de una vez cada diez años y esos rusos, en especial uno de ellos llamado Leonid Alexei, era en verdad versado. Sabía y exigía lo mejor de lo mejor.

Es difícil escoger vinos franceses -aseguró el diplomático- cuando tan sólo en la región de Burdeos hay más de tres mil lagares. Por eso, cuando viajo por Francia, decidí mantenerme fiel al Médoc Château Margaux dentro de los tintos y, para una langosta fría a la rusa, no hay como el Château Yquem de Sauternes en su justa maduración y temperatura.

La buena vida se matizaba con manjares privativos de un gourmet sibarita, donde los rusos, de manera inconcebible, bebían Ginger ale, la cerveza inglesa de jengibre, naturalmente, sovietizándola con una generosa dosis de Stolichnaya. Y de postre, una sinuosa morena ecuatoriana vestida con un tenue satén adamascado que apareció mágicamente en escena.

Se sorprendió al verla tan bella y etérea. No había visto a nadie sonreír con tanta facilidad y hasta se diría que con un dejo de gratitud. Una como tantas, pensó, pero esta era en algo bastante diferente a las demás.

Veinticinco años de sólida y explosiva dinamita, con glamour felino en sus ojos y en sus alados movimientos, un rostro hechicero, remarcado por una mata de pelo largo y renegrido hasta la media espalda y un talle de cimbreante mimbre, edificado sobre dos magníficas columnas torneadas a las mil maravillas, lo habían reverdecido como un cerezo en primavera. Pero también sabía que ella tenía su precio. Un precio que no se paga tan sólo en oro y que siempre cuesta más de la cuenta. Por el ventanal despidieron un amarillento sol que se despeñaba detrás de las escarpas nevadas, y la campiña aparecía alumbrada por una tenue luz crepuscular.

Pasaron días de pasión apartados en la lujosa habitación del hotel, saboreando bocadillos de caviar Beluga regados con un par de Cordon Rouge rodeados de hielo en sudorosos baldes de plata. Todo, naturalmente, obsequio de los anfitriones rusos.

Y el trato... El trato personal era el que se dispensa a un Emperador con mayúsculas, asistido por afables y sonrientes cortesanos que decían ser amigos, aunque esos amigos fueran de la diplomacia rusa y buscaran algo. Los rusos siempre suelen estar buscando algo. – ¡Qué más da! Ahora, cuando la guerra fría se había derretido juntamente con la URSS, eran simplemente camaradas de Norteamérica.

La propuesta... Él sabía que en algún instante le harían una propuesta que debería responder, y también sabía que, para ellos, seguía siendo ni más ni menos que un segundón; le pedirían los trabajos de otro científico. Los propios no le interesaban... Y eso dolía. Y mucho.

Pero... Él también podía instalar lo suyo, el sello indeleble del Dr. Malcon Brussetti. De algo estaba convencido: Los rusos no lo olvidarían...

Y él tampoco olvidaría a los rusos…

– ¿Gusta Ud. de la música? Le preguntó uno de los diplomáticos, que decía llamarse Leonid Alexei. Tenemos siempre un palco disponible en The Philarmonic-Symphony Society of New York y en la Metropolitan Opera Association. La próxima semana estará en cartelera una obra moderna de 1.936, que es una innegable experiencia sensual: Carmina Burana, las Canciones de los Beurones, de Carl Off. Me hechiza la introducción y hasta su título: “Fortuna Imperatrix Mundi”. Con seguridad Ud. está enterado que los textos de esta obra fueron descubiertos en un monasterio de Baviera, en Benediktbeuron, hacia el sudoeste de Alemania, escritos por vagabundos con un marcado acento terrenal, que algunos los conocían como los Goliardos...

– ¡Ni idea! Respondió Malcon con un gesto de extrañeza.

– Dicen los expertos que eran una especie inaudita de monjes sin sotana, que pasaban la vida entre juergas y cantos y, para unos cuantos que entienden la letra de sus canciones, llega a niveles de marcada obscenidad. ¿Qué tipo de música es su preferida?

– Alan Parson y Brook Benton, además de Vikki Carr cuando canta “Your heart is free just like the wind”.

– Humm... Respondió el ruso sorprendido y, por la cara que puso, se diría que no conocía a ninguno de los tres. Encendió hábilmente un cigarrillo con un Dupont de oro y laca azul, y con la primera bocanada de humo le dijo sin mirarlo: – ¿Dr. Malcon, tiene Ud. familia?

La pregunta, informal y espontánea, no traslucía supletorias intenciones, pero el científico era un talento muy sutil para esos aprendices de espías.

– ¿Familia? Todos los americanos son mi familia, quizás la humanidad entera.

– Me refiero a si tiene esposa, hijos...

Él sabía que su dossier estaría tan atiborrado de minucias, que algunos detalles de su vida ni siquiera él mismo los recordaría. Pero preguntaban. Los espías infatigablemente preguntan, quizás para aparentar simpatía, quizás para conocerlo mejor, quizá, quizá... Era el mundillo de los quizás crónicos, el mundo de las máscaras.

– Soy un insociable. Respondió cortante, tanto para bloquear el tema como para afianzar el primer peldaño de una escalera que podría llegar quien sabe dónde.

– Debe usted apreciar mucho su trabajo. Acotó el diplomático en tono de lisonja. Además, no creo que haya en nuestros días ciencia más prometedora que la Bioingeniería. ¡Cuánto daría por saber lo que usted sabe!

El tono de voz fue tan rebuscado que daba pie a una oferta, o a un insondable anhelo insatisfecho. No era agraviante, dejaba la opción en sus manos con una sutileza envidiable. Era un profesional muy despabilado. No había duda.

– ¿Y qué cree usted que yo pudiese conocer de tanta importancia? Respondió remarcando la interrogación para darle a entender que apreciaba la agudeza más allá de lo dicho. En lo que dijo sin decirlo.

 

– El saber cómo somos ahora y vislumbrar cómo podríamos ser modificados en el futuro.

La respuesta no podía ser más directa. Pero, ¿qué sabían ellos de lo que acontecía dentro de los ultrasecretos laboratorios Sorensen?

Sospechó que tenían un personaje espiándolos, y muy cerca de ellos, pero también supo en ese mismo instante que ese espía no podía diferenciar la paja del trigo. Estaría enredado en la maraña de la ciencia cuando se acerca a la indescifrable frontera de lo desconocido.

¡Cómo para no estarlo! Le faltaban los sólidos conocimientos científicos que sólo él poseía. Sería un segundón, pero estaba muy distanciado de la jauría que perseguía sus huellas, y esa posición, en la carrera de la ciencia, era muy valiosa, demasiado valiosa para los que empiezan a trotar y rebuscan un atajo para aproximarse a los líderes.