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Letrame Editorial.

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© Daniel Boubeta Rodríguez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1386-101-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Se lo dedico a mi abuelo Evaristo, que por desgracia

nunca lo podrá leer.

Prólogo:

13 de diciembre de 1996

«Estoy en el bosque, escapando de algo que me persigue. Ha anochecido muy rápido. Perdí de vista a Marcos y a mi perro. Todavía recuerdo los ladridos de Duke, pero hace rato que dejé de oírlos. Estoy asustado. Espero que estén bien. Tengo los pantalones húmedos con un líquido templado. Me lo he hecho encima, no me lo puedo creer. La cabeza está a punto de estallarme. ¿Dónde estoy ahora? ¿Me he perdido? Ese espantoso aullido otra vez. Un ruido gutural horrible que provenía de aquel lugar. La criatura se acercaba a mí cada vez más. Estoy corriendo, pero es como si no tuviese fuerzas. Cada vez estoy más cansado. Llevo horas corriendo y apenas me he movido del sitio. Intento coger un palo para defenderme, pero pesa demasiado, no puedo levantarlo. ¿Cómo es posible que no pueda levantar un simple palo? No es tan grande. Empiezo a ver una luz. Creo que estoy muerto. No me extraña, jamás debimos haber ido a aquel valle. Cuanta luz…».

***

―¡Oh dios mío! ―exclamó una voz de mujer―. ¡Cariño, ha despertado! ―dijo mientras lo abrazaba entre lágrimas.

En ese momento un hombre se acercó a él a toda velocidad y lo abrazó también, como si hubiese regresado de la misma muerte.

―¡Tom! Te dábamos por perdido. ―Su voz no disimulaba la emoción que sentía.

Permanecieron en esa posición durante casi un minuto hasta que Tomás cayó en la cuenta de que estaban en un hospital. Había muchos tubos y cables en torno suyo. Una pequeña tubería plástica la tenía metida por la nariz y más abajo había otra conectada al brazo. Estaba muy confuso, ya que no recordaba haberse puesto enfermo o haber tenido algún accidente en ningún momento reciente. Tardó unos segundos en percatarse de que las dos personas que lo acompañaban eran sus padres, que habían dejado de abrazarlo y estaban avisando a una enfermera de que había despertado. La mujer se apresuró en salir de la sala, con una expresión de sorpresa plasmada en su rostro, aunque antes de abandonar el lugar echó varias miradas furtivas hacia atrás, como si no diese crédito a lo que estaba viendo.

―¿Qué hago aquí? ―preguntó Tomás al cabo de un rato, esperando una respuesta milagrosa que aclarase la maraña de preguntas que se desbordaban de su cabeza.

―Has estado en coma casi una semana, muchacho, bienvenido ―dijo un doctor que acababa de entrar en la sala con una gentil sonrisa en su rostro. Nadie lo había visto acercarse y hasta sus padres se sobresaltaron al verlo. Había llegado en un tiempo record, como si ya estuviese esperando en la puerta―. Considérate afortunado de estar aquí.

«No entiendo nada de lo que está pasando. ¿Una semana en coma? Pero si ayer había ido a buscar a Marcos para… Oh no».

―¡¿Dónde está Marcos?! ―preguntó Tomás muy alarmado. Acababa de recordar que el día anterior había ido al bosque a buscarlo en aquel lugar, o si lo que dice el doctor es cierto, hacía una semana, pero era incapaz de acordarse de nada más. Sabía que habían discutido, pero su siguiente recuerdo era el de haber despertado en aquel hospital. Cada vez estaba más confuso.

―Tranquilo ―dijo Eduardo, el padre de Tomás―. Está en su casa sano y salvo. Fue gracias a él que te encontramos. Estabas inconsciente en medio del bosque y nos avisó. Todo el vecindario se puso en alerta roja y nos ayudó a buscarte. Nos disteis un buen susto los dos. ―Las palabras de su padre sonaban severas, pero con cierta preocupación. Tomás no lo había visto en meses y le entristecía que el reencuentro fuese en esas circunstancias, aun así, se alegraba de verlo.

De repente, el doctor volvió a captar la atención de todos.

―Si no les importa, me gustaría hacerle una serie de pruebas a su hijo para comprobar que todo está bien ―dijo el médico dirigiéndose a sus padres―. Si es así, podrán llevarlo a casa esta misma tarde.

―¿Esta tarde? ―preguntó su madre sorprendida.

―¿Qué día es hoy? ―interrumpió Tomás con voz cansada, ansioso por obtener respuestas.

―Trece de diciembre ―contestó su madre mientras se secaba las lágrimas de su rostro e intentaba sonreír para disimular.

En los siguientes minutos el médico se dedicó a hacerle una serie de preguntas. Si le dolía la cabeza, si estaba mareado e incluso si se drogaba. Tomás respondió negativamente a todas, pero el doctor tenía cara de no creerse nada de lo que le decía.

―Son muy extrañas las circunstancias de lo que te ha sucedido ―dijo el médico―. No hay ningún tipo de lesión en tu cabeza ni en el resto del cuerpo, a excepción de un pequeño golpe en el costado. No logro entender cómo has podido caer en un estado vegetativo y volver sin más de esta forma tan repentina. Es como si te hubieras echado una siesta de una semana y despertado sin más. ―Lo observó fijamente, esperando una respuesta convincente, pero el chico, completamente perdido, se limitó a bajar la mirada y guardar silencio.

El resto de la mañana prosiguió con normalidad. Había hablado con sus padres y, al parecer, Marcos le había pasado todos los deberes que habían hecho en clase esa semana. Se había perdido un examen, pero no era lo que más le preocupaba en ese momento; al fin y al cabo, lo habían expulsado antes de que todo esto pasara.

Al mediodía llegaron dos agentes de policía con intención de interrogarlo. Tomás observó cómo sus padres lo miraban con preocupación, pese a que trataban de disimularlo. Al parecer, aquellos dos policías ya habían ido al hospital en varias ocasiones por la mañana, pero no les habían permitido entrar (hasta que Tomás hubiese comido algo), ya que necesitaba reposo, pero como todo iba bien y esa misma tarde volvería a casa no pudieron retenerlos por más tiempo.

Tomás tenía la sensación de que algo malo había sucedido, pero todavía estaba bastante conmocionado como para pensar en ello. Le parecía muy extraño que lo dejasen volver a casa ese mismo día, como si el hecho de estar en coma no fuese más grave que pillar un catarro. Los agentes no tardaron en entrar en la habitación y, como si de un destello se tratara, todos los recuerdos de aquella noche le vinieron de golpe. Unos horribles recuerdos.

Capítulo 1:

30 de noviembre de 1996

Un destello de luz le había dado en toda la cara, despertándolo de su agradable sueño. En un principio no sabía qué estaba sucediendo, dónde se encontraba ni quién era la que le estaba hablando.

―Despierta Tomás ―ordenó una voz severa desde algún lugar―. Vas a llegar tarde otra vez y para algo te estamos pagando el autobús.

―Mmm… ―murmuró mientras se ponía de costado para evitar la luz.

De repente, y sin ninguna delicadeza, su madre le quitó la manta de encima, provocando que le llegase una ola de frío digna de la Antártida.

―¡Que te levantes he dicho! ―exclamó molesta.

―Mamáaa ―protestó mientras se incorporaba lentamente, intentando desperezarse.

―Ni mamá ni mamó. Venga espabila, que yo también he tenido que levantarme y no por gusto. Y a todo esto. ¿No tenías que entregar un trabajo de historia para hoy?

«Así da gusto despertarse».

―Que sí mamá, ya te lo dije anteayer. ―Tomás estaba sentado sobre la cama, pero si lo dejaban un par de minutos más, se quedaría dormido en esa misma posición con total seguridad.

―Pues venga, vístete y baja a desayunar. ―Cuando ella daba una orden era mejor obedecer. Conociéndola, lo llevaría a rastras escaleras abajo si fuese necesario.

―Muy bien ―dijo con voz cansada y los párpados todavía bajados. Momentos como ese le hacían preguntarse si valía la pena levantarse por ir un día más a clase.

Tras unos segundos en los que estuvo dubitativa, su madre le dio un voto de confianza y lo dejó a solas en la habitación, y como no quería que volviese más cabreada de lo que ya estaba, Tomás se levantó y se acercó a la ventana con los ojos entrecerrados para acostumbrarse a la luz. Observó los árboles y la hierba cubiertos de una pequeña capa de hielo. Pese al frío, rara vez nevaba, cosa que siempre lo decepcionó.

Vivía cerca del bosque, en una zona rural donde apenas había quince casas en total; el instituto al que iba estaba a unos veinte minutos en coche aproximadamente, dependiendo del tráfico y de la persona que estuviese al volante. El vecindario se llamaba la avenida de los Olmos y pertenecía a un pueblo costero mucho más grande, pero estaba situado en la parte más lejana de este, haciendo frontera con el bosque que rodeaba la región.

 

Mientras se vestía, se acordó de que su padre llegaría en una semana. Él es pescador de alta mar y está ausente durante bastante tiempo, pero cuando está de vacaciones pasa un mes o dos con la familia antes de volver al trabajo. Su madre, en cambio, trabaja de enfermera en el centro médico del pueblo, pero no tiene un horario flexible, por lo que no les queda más remedio que pagar el transporte escolar para su hijo. Además, durante la mayor parte del año, tiene que encargarse de casi todas las tareas domésticas a la par que ir a trabajar y Tomás es muy consciente de lo duro que puede llegar a ser eso, pese a tener solo catorce años.

Al bajar por las escaleras, se le subió encima Duke para darle los buenos días. Su perro era un pastor alemán bastante grande que tenía solo tres años. Normalmente dormía fuera, en una caseta en el jardín de detrás, pero por estas fechas, debido a la nieve y al frío, su madre lo deja estar dentro y puede dormir en la alfombra de la entrada, aunque en realidad la idea era que lo hiciese en el garaje.

―Venga chico, déjame ir a desayunar ―dijo mientas le acariciaba la cabeza―. Esta tarde te llevo de paseo. Prometido.

De repente, se escuchó un nuevo grito de su madre. Acababa de salir de la cocina y tenía los ojos abiertos como platos.

―¡La madre que lo parió, se ha vuelto a cagar en el suelo! ―dijo Matilde con los ojos muy abiertos mientras miraba una mierda enorme en medio del pasillo―. ¡¿Yo a ti para que te pongo una tina con arena, eh?! ―gritó al perro mientras hacía gestos con su mano derecha, intentando darle a entender al animal que le iba a atizar con ella―. ¡Siempre haces lo que te da la gana!

El perro la miraba con la boca abierta, de tal forma que parecía que estaba sonriendo, cosa que solo la cabreaba más.

―No te entiende mamá. ―A Tomás le costaba aguantar la risa mientras hablaba con ella. La situación le parecía demasiado cómica―. Simplemente tenía ganas y lo hizo ahí. Es la llamada de la naturaleza.

―Pues a lo mejor hoy se va a dormir a la naturaleza y así hace lo que le plazca ―replicó son severidad.

Tomás tuvo que reconocer que había sido una buena respuesta.

El perro, como si entendiese todo a la perfección, bajó la cabeza, puso cara de pena y se fue al salón con el rabo entre las piernas.

―Mira que listo es a veces ―dijo Matilde con una expresión mucho más relajada, como si hubiese olvidado lo que Duke acababa de hacer.

Tomás, ignorando la situación, se fue a la cocina, abrió la nevera y llenó su taza con lo que quedaba del cartón de leche. A continuación, la puso en el microondas y vio cómo su madre recogía la cagada de Duke con un recogedor metálico y una escoba que compraron exclusivamente para eso.

Todos en la familia querían a Duke. Lo habían encontrado deambulando por el vecindario cuando era poco más que un cachorro. Alguien lo había abandonado y pronto se encariñaron con él. En cierta ocasión, un individuo quiso entrar a robar en su casa por la noche y Duke fue tras él ladrándole y alertando a todo el mundo. El muy inconsciente había pensado que colarse por la parte trasera de la vivienda sería una buena idea. El vecindario entero no tardó mucho en darse cuenta de lo que sucedía y acabaron llamando a la policía, con lo que el ladrón fue detenido apenas dos horas después. Tras eso, la familia había salido en el periódico con una foto de un orgulloso Duke de año y medio, o al menos ese era el tiempo que había pasado desde el día que lo encontraron, ya que no podía tener mucho más por aquel entonces. Lo más probable era que fuese dos o tres meses mayor de lo que todos estiman, pero eso daba igual; para Tomás había nacido el día que lo encontraron.

Sonó el timbre del microondas, indicando que la leche ya estaba caliente. Y vaya si lo estaba. Cuando Tomás fue a coger la taza apartó la mano de golpe soltando un pequeño grito. No habría sido capaz de agarrarla de no haberse envuelto las manos con unas diez servilletas para luego ir a toda prisa hacia la mesa y apoyarla sin derramar nada. Un buen rato después pudo empezar a tomarla. Al principio era intragable y se quemaba la lengua con la primera gota que entraba en contacto con ella, pero en seguida se enfrió debido al clima gélido que había. Cuando ya iba por la mitad, se dio cuenta de que no le había echado nada y luego iba a tener demasiada hambre en clase. En ocasiones hasta le dolía el estómago por culpa de no haber desayunado bien, así que cogió un puñado de cereales con la mano y se los metió todos en la boca, cayendo una buena porción de ellos al suelo con la mala suerte de que su madre justamente estaba entrando en la cocina en ese momento.

―Ya lo puedes limpiar tú, porque yo no pienso hacerlo ―dijo con total tranquilidad.

Tomás barrió a toda velocidad el suelo para no perder demasiado tiempo y así poder desayunar en condiciones. Tras haber empezado miró el reloj nervioso, marcaba las ocho menos veinte. En cinco minutos llegaría el autobús y apenas había comido nada sólido, así que se apresuró y fue a la alacena a buscar algo más. Encontró una magdalena con pepitas de chocolate que le alegró la mañana. Por último, agarró una manzana que había en el frutero y se puso la cazadora y la mochila. Decidió comer la fruta fuera, no sin antes despedirse de su madre y de Duke, dándole un beso a la primera y acariciándole la cabeza al segundo. En cierta ocasión lo había hecho al revés para ver la reacción de su madre y la cara que le puso lo asustó tanto que no lo volvió a hacer jamás.

A menudo le decían que es demasiado espabilado para la edad que tenía, pero lo cierto es que, de pequeño, Tomás era bastante tímido. No fue hasta unos cuantos años después que empezó a pillar confianza con la gente y a socializarse más. Por un lado, se debía a la gran cantidad de libros, videojuegos y películas que se había terminado a lo largo de su vida y, por el otro, se lo debía a Marcos, su mejor amigo, aparte de Duke. Marcos es un chico de la misma edad que Tomás, con greñas rubias y un poco más alto que él. Se había mudado al vecindario 5 años atrás y ese tiempo fue suficiente para convertirse en una de las personas más importantes para él. Es el chico más carismático que Tomás pudo conocer nunca y poco a poco se le fue pegando su forma de ser. A día de hoy no había nada por lo que se alegrase más.

Abrió la puerta de casa y salió al exterior con la manzana en la boca. Seguía haciendo mucho frío, pero ya no le molestaba tanto como cuando se tuvo que levantar. La avenida de los Olmos amanecía blanca y fresca esa mañana de noviembre. Su estructura era simple, una urbanización cercana al bosque y atravesada por una carretera que conducía al núcleo de la población, donde estaban los colegios, tiendas y demás. A cada lado de la carretera había una fila de siete casas, sumando catorce en total, y la decimoquinta se encontraba perpendicular a las demás, justo al final de la carretera, donde había una rotonda en la que el autobús, así como otros vehículos, podían dar la vuelta cómodamente. Precisamente, en esa zona donde estaba la rotonda, había una pequeña marquesina donde los chicos esperaban el autobús. Lo cierto es que a Tomás le parecía poco práctico que la hubiesen puesto al final y no por la mitad del vecindario, sobre todo teniendo en cuenta que su casa era una de las primeras que había (considerando la rotonda como el final) y no sería la primera vez que había obligado parar al conductor cuando ya estaba a punto de irse.

Al cruzar la valla de su jardín se topó con el cartero, que estaba trabajando tan temprano como siempre. Era un joven flacucho, de buen corazón, llamado Kevin. Tendría unos veintisiete años, quizás, y solía saludarle cuando se lo encontraba temprano. El caso es que no solían coincidir a menudo porque entre las prisas de coger el autobús y que la hora en la que venía a repartir podía variar lo hacía muy complicado. Pero seguía siendo el cartero de toda la vida, casi un vecino más.

―Buenos días Tomás ―saludó con una sonrisa en el rostro mientras agitaba la mano―. ¿Has dormido bien hoy?

―Buenos días ―respondió sin entender muy bien a que se refería con lo de dormir bien.

El hombre cerró el buzón en el que había dejado un fajo de cartas y le hizo un gesto de disculpa.

―Hoy no puedo pararme a hablar que estoy hasta el cuello de trabajo, así que voy a seguir, que luego mi jefe me pone a caldo, y estas cartas no se reparten solas ―comentó señalando la bolsa que llevaba colgada del hombro. A continuación, cruzó la carretera apresuradamente y siguió con el reparto.

En ese momento Tomás miró hacia la casa de Marcos, que estaba en frente de la suya. Se le veía por la ventana de su cocina todavía despeinado y posiblemente sin desayunar, cosa que le hizo recordar que él no se había lavado la cara ni tampoco arreglado el pelo.

―Mierda ―susurró en alto mientras se tocaba el cabello y notaba como tenía el remolino de punta. Ahora entendía el comentario de Kevin―. Y mi madre no me dijo nada… ―recordó con cierta molestia.

Supuso que, aunque no lo aparentase tanto como Tomás, ella también estaba que se caía del sueño. Ahora ya daba igual, si volvía a casa solo para peinarse perdería el autobús casi con total seguridad.

Ya había llegado a la parada y se había terminado la manzana. Estaba casi todo el mundo esperando al transporte y, para variar, él había llegado antepenúltimo, solo antes que Marcos y su hermana, que todavía no habían aparecido. La mayoría de los que esperaban eran niños pequeños que todavía estaban estudiando la educación primaria y luego estaba Eric, un gilipollas que le llevaba haciendo la vida imposible en la escuela desde que tenía memoria. Ese muchacho era un año mayor que él, pero mentalmente parecía diez años más pequeño. No da palo al agua y, pese a que era mayor que Tomás, están en la misma clase porque repitió curso, aunque le sorprendía que no lo hubiese hecho más veces. Su mayor deseo era que ese fuera el último año que tuviesen que estar juntos.

―Vaya, vaya. ¿Y ese pelo de puercoespín que traes? ―preguntó Eric con su habitual actitud impertinente. Tomás opto por ignorarlo, pero el chaval insistió―. ¿Acaso no me has oído?

―Sí, te he oído ―respondió sin siquiera dirigirle la mirada. Tenía que medir muy bien sus palabras. Un paso en falso sería suficiente para avivar la llama de su infinita estupidez. Y cabe decir que era muy inflamable. Cualquier gesto, comentario o acción era suficiente para tener que aguantarlo durante días.

―¿Y bien? ―insistió, cosa que ya esperaba.

―Sí ―era lo mejor que podía decir, simples monosílabos.

―¿Sí a qué?

―Sí a todo ―respondió tajante―. A todo lo que tú digas.

Eric puso una mueca de enfado, claramente irritado por no conseguir lo que quería, que era provocar a Tomás y tener una excusa para iniciar un conflicto.

―Eres un pringado, ni siquiera vale la pena gastar saliva contigo. ―Escupió al suelo con desprecio y se dio la vuelta. Tomás no tenía ganas de aguantarlo a primera hora de la mañana, así que no respondió, pero Eric siempre aprovechaba la mínima oportunidad para joder con algún comentario estúpido―. Mira imbécil, ahí viene tu novio ―dijo señalando a Marcos, que venía corriendo a lo lejos. Fue en ese momento cuando Tomás se dio cuenta de que el autobús estaba justo enfrente, acercándose por la carretera, de ahí la razón por la que su amigo venía tan apurado―. Tiene prisa por verte ―insistió el homínido con el que compartía clase, autobús y vecindario.

Tomás no se pudo contener y respondió.

―Al menos alguien quiere verme, no como a ti.

Tras ese comentario, Eric no pudo evitar mirar hacia los lados, nervioso. Había varios muchachos que observaban el espectáculo en silencio, sonriendo disimuladamente, aunque otros estaban claramente nerviosos, pensando quizás que aquello terminaría en pelea. Eric, claramente humillado, se dispuso a atizarle un golpe a Tomás, y así habría sido si no fuera por la llegada del autobús, que le sirvió para meterse el primero y así poder sentarse en la primera fila vacía (estaba entre un par de muchachos, que venían de una parada anterior, y el conductor). Se había librado por poco. Justo después entró Eric, mirándolo con cara de odio, pero se fue al fondo del autobús a sentarse a solas. El último en entrar fue Marcos, que le sonrió y se sentó a su lado como hacía siempre.

―¿Qué pasa Tom? ―dijo a modo de saludo mientras colocaba su mochila en el suelo para acomodarse.

―Hola Marcos ―respondió―. ¿No viene Samanta hoy? ―Le sorprendió que no lo hubiese acompañado. Ya le había parecido raro al principio, cuando lo vio correr solo hacia la marquesina, pero supuso que ella iría detrás, por algún lugar. Si no fuese por las prisas que tenía de librarse de Eric habría prestado más atención.

 

―Que va, se encontraba mal ―aclaró negando con la cabeza―. Creo que ha pillado un resfriado de los buenos.

Samanta era la hermana pequeña de Marcos. Tenía doce años, pero poco le quedaba para cumplir los trece. Es un poco irritable a veces, pero Tomás la conocía muy bien, después de todos estos años yendo a su casa para ver a su hermano le había cogido cierto cariño.

―¡Vaya por dios! ―exclamó Tomás―. La verdad es que últimamente mucha gente se ha puesto enferma, debe de ser por el frío.

―Nah, eso no tiene que ver. O sea sí, pero no, me explico. El resfriado se origina por un virus y ese virus suele estar en ambientes fríos, pero puedes pillar un resfriado perfectamente en verano o en tu propia casa si alguien te lo pega, sin necesidad de que haga frío. En resumen, vete vestido como quieras, que al final si pillas el virus, lo pillaste.

―¿Quién dijo nada de cómo ir vestido? ―Tomás no entendía nada de lo que le acababa de decir. Su amigo solía irse por las ramas, pero esta vez se había superado.

―¿Qué? ―exclamó Marcos perplejo―. Ah, fallo mío ―comentó con una sonrisa―. Es que mi madre me echó una bronca porque, según ella, siempre vamos desabrigados (Sam y yo) y que por eso se puso enferma. Todavía pensaba en ello. ―Hizo una pausa―. Ojalá se lo hubiese dicho antes. Siempre se me ocurren las mejores respuestas cuando ya había terminado la discusión. Se lo diré cuando llegue a casa.

Tomás estaba convencido de que a Marcos le faltaba un tornillo, pero le agradaba su forma de ser.

«Es increíble lo listo que puede ser para algunas cosas».

―Oye ―dijo bajando la voz―. He pensado que podíamos ir ahí otra vez.

«Y lo puñeteramente inconsciente que puede ser para otras».

―Tío, estás loco ―señaló bajando también la voz―. Habíamos acordado no volver ahí ―recordó, sabiendo perfectamente a qué lugar se refería.

―Sí, lo sé, pero piénsalo. Era de noche, un sitio nuevo y el cerebro nos jugó una mala pasada. Seguro que si vamos de día no es para tanto. ―Tomás aún no terminaba de asimilar lo que había sucedido y él ya lo quería llevar otra vez ahí.

―No, no y no. Olvídate. Casi me da un infarto cuando escuché aquello.

Tras ese comentario, Marcos pareció serenarse un poco. La euforia que transmitía con su mirada se esfumó rápidamente.

―Yo también lo escuché ―reconoció, mostrando cierto nerviosismo―, pero le estuve dando vueltas y estoy convencido de que tuvo que ser el viento. ―Lo miraba fijamente mientras hablaba. Era un truco que incomodaba mucho a Tomás. Siempre que lo miraban así acababa cediendo con facilidad―. Vivimos en una zona muy por encima del nivel del mar. El viento aquí es fuerte y se filtra entre los árboles, las piedras y todo eso. A veces da la sensación de que estás escuchando un aullido o algo parecido.

―Aquello no fue el viento ―respondió temeroso, empezando a pensar que Marcos lo acabaría convenciendo de volver a aquella cavidad que encontraron unos días atrás.

―Que si hombre, no te pongas paranoico. Además, puedes traerte a Duke. Con él estaremos más que preparados.

―Y dale ―respondió sin saber qué más decir para hacer que dejase de insistir―. Ya hablaremos.

Marcos no añadió nada más, pero tenía una media sonrisa que daba a entender que estaba convencido de que esa tarde iban a volver al bosque. Siempre se salía con la suya.

Capítulo 2:

30 de noviembre de 1996

Pasó casi media mañana y Tomás ya había entregado, en la hora anterior, su trabajo. La nueva clase ya había comenzado hacía un buen rato, pero no estaba prestando mucha atención. Sabía que el profesor estaba hablando de la historia de España, de cómo Franco dio el golpe de estado y se convirtió en Caudillo. Sin embargo, tenía la cabeza en otra cosa, en algo que lo inquietaba desde que había puesto el pie en el instituto. Le estuvo dando vueltas durante horas y conforme más tiempo le dedicaba a esos pensamientos, mayor era el nerviosismo que poco a poco se apoderaba de él.

Cuando llegó la hora del recreo el ambiente se tornó más relajado. Él y Marcos fueron al patio para continuar la conversación que habían dejado pendiente en el autobús, aunque a Tomás no le hacía mucha gracia que su amigo todavía se acordase. Tenía la esperanza de que las clases le hubiesen distraído lo suficiente, pero no hubo suerte. Se sentaron en uno de los numerosos bancos que había repartidos por la zona y se aseguraron de que no había fisgones alrededor.

―¿Y bien? ―preguntó Marcos antes de darle un mordisco a su bocadillo―. ¿Cómo hacemos por la tarde? ―Tenía la boca llena, de forma que casi no se le entendía, pero Tomás supo perfectamente lo que estaba diciendo.

―Estás dando por hecho que vamos a hacer algo ―respondió de forma tajante con la esperanza de que no insistiera más, aunque sabía que no iba a conseguir nada.

―¡Venga ya! ―protestó después de haber tragado el anterior bocado―. ¿Me vas a decir que no tienes curiosidad?

Su amigo había comenzado la estrategia de ir metiéndole ganas poco a poco hasta acabar consiguiendo lo que quería.

―Lo cierto es que no. ―Y era verdad. Esa experiencia lo había dejado acojonado. No le apetecía arriesgarse a repetirla―. Hay ciertas cosas en las que es mejor no meter las narices.

―Reconozco que fue un poco siniestro, pero eso no significa nada. A lo mejor encontramos algo interesante.

―No entiendo por qué estás tan obsesionado con eso ―se quejó molesto―. Podíamos hacer otra cosa como jugar al Doom en tu casa, por ejemplo. ―Tomás intentaba persuadirlo con otras opciones para que dejara el tema, aunque no tenía muchas esperanzas de lograrlo―. Además, hace un frío que pela.

―Pues llevamos chaqueta, mira tú que problema. ―Guardó silencio por unos instantes, esperando una respuesta de su amigo que nunca llegó―. Oye Tom, si no quieres venir no te voy a obligar, pero yo iré de todas formas. Quiero saber qué es ese sitio y qué hay dentro. ―Lo miró con esos ojos llenos de determinación, que transmitían tanta seguridad que Tomás comenzaba a sentirse como un cobarde por ser él quien no quería meterse de lleno a la aventura. Por momentos pensaba que en ocasiones podía llegar a ser un lastre para su amigo, como si le impidiese desplegar sus alas con libertad.

«Es más terco que una mula. Cuando se le mete algo en la cabeza...».

―Está bien, iré ―aceptó con más mala leche de la que quería aparentar―. Es peligroso que vayas solo. Si te acaba pasando algo me sentiría culpable.

Marcos sonrió después de oír eso. Seguramente lo tenía todo pensado desde el principio. Desde luego, no sería la primera ni tampoco la última vez que lo hacía. Todo formaba parte de un juego psicológico en el que Tomás siempre tenía las de perder.

―Perfecto entonces ―exclamó victorioso―. Por la tarde vienes a mi casa y lo preparamos todo. Tráete a Duke, así ya le das el paseo diario y matas dos pájaros de un tiro.

«Es increíble como este tío hace que una idea de locos parezca una buena decisión. Debería hacerse vendedor cuando tenga edad para trabajar».

Minutos después sonó la sirena que indicaba el fin del recreo. Apenas se había comido la mitad de su merienda y no le quedó más remedio que apurar el bocadillo mientras iban de camino a clase. Esta vez tocaba filosofía. Tomás pensaba que era de ser muy cabrones el poner Historia de España y Filosofía el mismo día. Y para colmo de males, en horas consecutivas, únicamente con los treinta minutos de recreo de por medio. Si ya en la anterior clase no prestó mucha atención, en esta todavía menos. De hecho, aunque lo intentase no se enteraría de nada. Nunca lo hace en la clase de Filosofía.