Buch lesen: «La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual», Seite 5

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Agradezco la juiciosa lectura que el profesor Álvaro Corral hizo del manuscrito de la obra; muchos de sus juiciosos comentarios se incluyeron en el presente texto. También agradezco la valiosa revisión de estilo realizada por Juan Fernando Saldarriaga.

Notas

1 Las traducciones al español de los textos citados en la bibliografía en un idioma diferente son de mi responsabilidad.

2 Con el término “sensorio”, en el libro, nos referimos al sujeto al que le adscribimos un estado de percepción.

3 Esta dificultad ha atormentado a los filósofos desde que David Hume (1711-1776) la planteó como el problema central que tendría que enfrentar cualquier filosofía que quisiera fundamentar la actividad científica (1739/2012, pp. 103-108).

4 A manera de ejemplo, la ley de la gravitación universal caracteriza la fuerza que se presupone entre dos puntos geométricos separados en el espacio y a los que se les asignan masas particulares. Para aplicar ese principio con la intención de hacer predicciones relativas al comportamiento de Júpiter, por ejemplo, hemos de presuponer, como condición auxiliar, que tanto el planeta como el Sol fungen como puntos geométricos con masas determinadas y están separados por distancias conocidas. El lector puede hallar una excelente presentación del papel de las condiciones auxiliares en Putnam (1974).

5 Un buen ejemplo de este caso es la segunda ley de Kepler, como la concibió el astrónomo alemán. La ley de la constancia del área barrida por los planetas en tiempos iguales es una ley que se tiene hoy por acertada; sin embargo, Johannes Kepler (1571-1630) llegó a ella articulando conjeturas y condiciones auxiliares que hoy ya no se tienen por convenientes. Kepler supuso que la fuerza entre el planeta y el Sol es inversamente proporcional a la distancia y que la fuerza sobre el planeta es directamente proporcional a la velocidad que adquiere (cfr. Holton, 1952/1976, pp. 55-68).

6 A manera de ejemplos, se pueden mencionar: la anticipación de las órbitas de ciertos cometas, la derivación de las leyes de Kepler, la explicación del achatamiento de la Tierra.

En todo el texto, las notas del autor se señalan, en las citas textuales, entre corchetes.

7 La lógica de la justificación se ocupa de la legitimidad racional con la que se encadenan los elementos centrales de una teoría; la lógica del descubrimiento estudia los aspectos sociológicos o psicológicos que determinan que un investigador emplee una u otra heurística en su actividad creativa.

8 Cfr. Kant (1787/1993, B XIII).

9 Una historia interna se ocupa de la evolución de las tensiones conceptuales y de las dificultades empíricas en el contexto de una investigación científica. Por su parte, una historia externa procura establecer los vasos comunicantes entre, por un lado, tales tensiones y dificultades y, por otro, el contexto social, cultural y económico en el que transcurre la investigación.

10 La historia externa puede responder preguntas relacionadas con la velocidad, la localidad, la divulgación, etc. de la evolución de los programas de investigación. También puede intentar ofrecer explicaciones de las circunstancias en las que la historia difiere de sus reconstrucciones racionales.

11 Véase, por ejemplo, su ensayo “Why did Copernicus’s research programme supersede Ptolemy’s” (en Lakatos, 1978, pp. 168-192).

12 Lakatos defiende, en discusión con Kuhn y Feyerabend, que el programa copernicano finalmente se consagró como exitoso gracias a los aportes de Galileo y Kepler. Este último, porque rompió definitivamente con el axioma platónico (1978, pp. 168-192).

13 Agradezco profundamente al profesor Bastien Bosa que haya llamado la atención sobre este anacronismo. También le ofrezco excusas porque finalmente no encontré una mejor manera de referir a las fases que hemos delimitado.

14 Los intramisionistas se dividían en dos escuelas: por un lado, los atomistas, quienes pensaban que desde los cuerpos observados tendrían que emitirse fragmentos que al llegar al ojo provocaban la visión; y por otro, los aristotélicos, quienes creían que el objeto observado debía modificar el medio transparente circundante para que dicha modificación se hiciera sentir más tarde en el ojo.

15 1) Radios de curvatura de las esferas cristalinas que componen el ojo; 2) ubicación precisa de los centros de curvatura de tales esferas; 3) índices de refracción de la córnea y de los humores acuoso, cristalino y vítreo; 4) variaciones en dichos índices de refracción, como consecuencia de la longitud de onda de la luz incidente, y 5) ubicación de los puntos nodales.

16 En particular, ofrecer una prueba más robusta del teorema fundamental de la óptica, para un sistema finito de esferas transparentes con centros colineales.

17 Algunos de estos instrumentos fueron: 1) el oftalmoscopio, para inspeccionar visualmente el interior de la cámara visual en un sujeto vivo (Helmholtz); 2) el estereoscopio, para poner en evidencia la participación de las lecturas estereoscópicas en la percepción de la distancia (Charles Wheatstone [1802-1875]); 3) el oftalmotropo, instrumento diseñado para modelar el movimiento del ojo (Christian Ruete [1810-1867]).

18 Esta gramática condujo a conjeturar la existencia de tres fibras especializadas en la retina (conos) para la recepción de los colores primarios (rojo, violeta y verde).

19 Así las cosas, si enfocamos para la recepción adecuada del azul, no habrá forma de recibir una imagen sin sombras para la luz roja que proviene de la misma fuente.

20 Lugar geométrico de los puntos en el espacio que implican una visión singular; el primero en demandar una solución al problema, como veremos en el capítulo 1, fue Ptolomeo.

21 Los archivos en Cabri II Plus y Cabri 3D son creación de Carlos Cardona. Los archivos en GeoGebra fueron diseñados, a partir de los archivos en Cabri, por Sebastián Cristancho. El programa GeoGebra es de acceso libre.

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La herencia griega, o de cómo se propuso la pirámide visual como instrumento conceptual

Si quisiéramos encarar preguntas relativas a la percepción visual con un enfoque racional ajustado a los preceptos metodológicos propuestos por un filósofo cartesiano, tendríamos que iniciar la investigación solo después de haber resuelto definitivamente las dudas asociadas con la naturaleza de la luz, con la forma como ella interactúa con los objetos (en particular, los tejidos vivos), con la estructura, la funcionalidad y la anatomía ocular, con la distribución, el recorrido y la activación de los nervios, con el funcionamiento de las estructuras musculares que hacen posible la rotación del ojo y con el funcionamiento completo del cerebro. Solo así, supondría un cartesiano, podemos avanzar de lo claro a lo claro y, con ello, evitar los tropiezos que surgen cuando avanzamos a ciegas, cuando nos adentramos en territorios que desconocemos y lo hacemos sin una guía segura. Llamemos a estas dudas preliminares “preguntas por los fundamentos”.

¿Conviene iniciar una investigación adoptando estándares metodológicos tan exigentes? Será fácil mostrar que así no se iniciaron las investigaciones que queremos rastrear. Debemos, no obstante, preguntar si así se debieron iniciar. Quizá podamos identificar los movimientos de los primeros investigadores como obstáculos epistemológicos que no nos dejaban ver con claridad precisamente por haber comenzado con metodologías obscuras.

Imaginemos, en gracia de discusión, que adoptamos en serio la recomendación cartesiana de avanzar en una investigación solo si tenemos absoluta claridad sobre los fundamentos. Preguntemos, por ejemplo, ¿cómo podríamos tener claridad acerca de la naturaleza de la luz y de la forma como ella interactúa con los objetos? Para empezar, solamente diviso una respuesta tan básica como amplia: tendríamos que dejarnos guiar por la observación, procurando que las expectativas teóricas encuentren en la observación un régimen de control.

Ahora bien, en estricto rigor cartesiano, no debemos iniciar tal programa de investigación hasta no conocer con detalle profundo los mecanismos más delicados que hacen posible que nosotros podamos observar y dar reportes acerca de lo observado. Lo mismo vale para los otros casos: estructura del ojo y funcionamiento de los nervios, de los músculos oculares y del cerebro. Para responder preguntas acerca de la posibilidad de la visión, tendríamos que conocer de la luz, del ojo y del cerebro. Para responder preguntas acerca de estos, tendríamos que conocer de la dinámica de la observación.

En resumen, si adoptamos en serio el canon racional de investigación concebido por un cartesiano, terminamos paralizados: no habría punto firme para despegar. En ese orden de ideas, las posibilidades se reducen a dos: paralizarnos o iniciar con una especie de torpeza controlada. Es, entonces, razonable (aunque resulte condenado por un racionalista cartesiano) dar pie para que un programa de investigación inicie en un mar de incertidumbres en relación con sus fundamentos.

Preguntemos ahora: ¿es necesario que los primeros investigadores tengan claridad metodológica, toda vez que no pueden tener claridad a propósito de sus fundamentos? La respuesta es sencilla: la claridad metodológica se gana a medida que avanza la investigación, no tenemos por qué exigirla como requisito para iniciar. Los primeros investigadores formularon sus propuestas creyendo que eran las definitivas; ninguno de ellos las tenía por transitorias mientras maduraban en la faena. Todos creían conocer de la naturaleza de la luz y de los mecanismos de recepción del alma: sus respuestas encajaban en una cosmología que daban por descontado. Así las cosas, si bien es cierto que ellos no eran investigadores cartesianos en sentido estricto —no podían serlo—, hemos de reconocer que sí se creían amparados por una suerte de autoridad racional. Es importante, y de hecho razonable, que así ocurriera.

Entre estos primeros investigadores cuidadosos1 es muy fácil identificar dos escuelas contrapuestas: por un lado, quienes creen que la percepción visual se origina en una actividad que tiene asiento en el ojo (extramisionistas) y, por otro, quienes creen que tal actividad se halla en el objeto percibido (intramisionistas). Ninguna de estas escuelas logró un control hegemónico al punto que la pudiésemos concebir a la manera de un paradigma kuhniano. En ese orden de ideas, a falta de una unidad paradigmática, los hechos acopiados y esgrimidos como argumentos por cada una de las escuelas tienen la misma probabilidad de ser relevantes en la investigación (no hay criterios para hacer a un lado ciertos hechos).

Thomas Kuhn defiende que el estatus de ciencia normal, en el caso de la óptica física, se logró gracias a los trabajos de Isaac Newton (Kuhn, 1962/2004, p. 40). Quizá tenga razón si se restringe al caso de la óptica física, no si se le da a la palabra “óptica” una acepción más amplia. Para los pensadores clásicos y medievales, el término recogía los estudios de la percepción visual, lo que obligaba (en forma auxiliar) a remitirse a la naturaleza de la luz.

Cuando Kuhn defiende su evaluación, no se limita, sin embargo, a mencionar investigaciones circunscritas exclusivamente a la naturaleza de la luz; también invoca programas relacionados con la naturaleza de la percepción. Así, parece que su juicio en relación con la óptica física debe extenderse a la óptica entendida en un sentido más amplio.

A mi modo de ver, Kuhn se equivoca en esa extensión soslayada. Esa evaluación de Kuhn relega al nivel de estadio precientífico todo lo que se llevó a cabo en el campo antes de la llegada de Newton (el mesías). Cito en extenso la valoración de Kuhn:

No hay periodo alguno entre la remota antigüedad y el final del siglo XVII que exhiba un punto de vista único, aceptado por todos, acerca de la naturaleza de la luz. En lugar de ello, nos encontramos un diferente número de escuelas y subescuelas rivales, la mayoría de las cuales abrazaba una variante u otra de las teorías epicureístas, aristotélicas o platónicas. Un grupo consideraba que la luz constaba de partículas que emanaban de los cuerpos materiales; para otro, era una modificación del medio interpuesto entre el cuerpo y el ojo; otro explicaba la luz en términos de una interacción entre el medio y una emanación del ojo, dándose además otras combinaciones y modificaciones de estas ideas. Cada una de las escuelas correspondientes se apoyaba en su relación con alguna metafísica concreta y todas ellas hacían hincapié en el conjunto particular de fenómenos ópticos que su propia teoría explicaba mejor, distinguiéndolos como observaciones paradigmáticas […].

En diferentes momentos todas estas escuelas hicieron contribuciones significativas al cuerpo de conceptos, fenómenos y técnicas de los que Newton extrajo el primer paradigma de la óptica física aceptado de manera casi uniforme. Cualquier definición de científico que excluya al menos a los miembros más creativos de estas diversas escuelas, excluirá también a sus sucesores modernos. Esas personas eran científicos. Sin embargo, quien examine una panorámica de la óptica física anterior a Newton podría concluir perfectamente que, por más que los practicantes de este campo fuesen científicos, el resultado neto de su actividad no llegaba a ser plenamente ciencia. Al ser incapaz de dar por supuesto un cuerpo común de creencias, cada autor de óptica física se veía obligado a construir de nuevo su campo desde sus fundamentos. Al hacerlo, la elección de las observaciones y experimentos que apoyaban su punto de vista era relativamente gratuita, pues no había un conjunto normal de métodos o de fenómenos que todo autor de óptica se viese obligado a emplear y explicar (1962/2004, pp. 40-42).

R. Steven Turner publicó una semblanza del debate sostenido a finales del siglo XIX entre Hermann von Helmholtz y Ewald Hering. En un espíritu kuhniano, el autor evalúa de la siguiente manera los progresos alcanzados en el estudio de la percepción visual desde la remota Antigüedad hasta mediados del siglo XIX:

El estudio de la visión alcanzó, desde luego, una tradición venerable y dinámica que puede rastrearse hasta la Antigüedad. Aun así, antes de este periodo [mediados del siglo XIX], esta tradición escasamente había constituido un campo unificado. El estudio de la visión estaba fragmentado en muchos problemas desconectados, tratados por diferentes investigadores, y poseía pocas teorías generales que fueran ampliamente conocidas, aceptadas y que fueran capaces de integrar el campo. Las controversias se extendieron y fueron endémicas, inconexas, sin solución y multilaterales. Al campo le faltaba un frente de investigación bien definido y ante la ausencia de dicho frente, tanto la literatura más vieja como la más joven poseían igual relevancia para los debates en marcha. En todos estos aspectos, el estudio de la visión se acercaba a lo que Thomas S. Kuhn llamó el “estado preparadigmático” a través del cual los campos científicos normalmente pasan (1994, p. 11).

Procuramos mostrar, a lo largo del libro, que tanto Kuhn como Turner ofrecen evaluaciones sesgadas que no dejan ver aspectos cruciales, por un lado, del programa de investigación anterior a Newton y, por otro, de los estudios de la percepción anteriores al siglo XIX. Tales aspectos pueden considerarse, en todo su derecho, como ciencia legítima y no como mera propedéutica a la investigación, a la espera de la epifanía de un paradigma esclarecedor. Kuhn no advierte que epicureístas, platónicos y aristotélicos ofrecieron sus curiosas narraciones acerca de la luz con miras a explicar el fenómeno más acuciante relacionado con la percepción visual. En otras palabras: no es la luz en sí misma lo que despertaba su curiosidad; es, más bien, el hecho de saberse afectados por ella, lo que les interesaba.

Si el término “óptica” refiere al estudio de la percepción visual, asumir que no hay una unidad de investigación científica anterior a Newton es una evaluación injusta que anima un acercamiento peyorativo. Kuhn, con un aire de conmiseración y como un gesto de cortesía, llama “científicos” a dichos investigadores (1962/2004, p. 42). Nosotros mostramos que sí hay un sentido profundo en el que podemos denominar “ciencia” a dicha investigación. Por su parte, Turner desconoce el papel unificador que, por un lado, desempeñó la pirámide visual como instrumento conceptual, papel que nosotros pretendemos sacar a la luz en este texto; y el que, por otro, llegó a desempeñar la óptica de Kepler entre los investigadores modernos o la óptica de Ptolomeo y Alhacén entre los clásicos.

Pretendemos mostrar que el uso de la pirámide visual como instrumento conceptual introdujo un criterio de unidad investigativa, criterio que incluso podemos llamar “paradigmático”. Este instrumento permitió avanzar en la investigación, con independencia de los diversos compromisos ontológicos que los investigadores asumieron en relación con la naturaleza de la luz. Mostramos en este libro que, gracias a esa decisión metodológica, pudo ponerse en marcha un programa de investigación que puede exhibir claras fases de progreso en el sentido de Imre Lakatos.

Si no tenemos ninguna reserva en reconocer la actividad adelantada en el marco de tal programa de investigación como ciencia normal, en oposición a Kuhn, podremos entonces aceptar que la unidad que ata a los investigadores no tiene que ser necesariamente una unidad en torno a los compromisos ontológicos. En otras palabras, no es cierto, como pretende Kuhn, que los compromisos que rigen la ciencia normal especifican de manera necesaria los tipos de entidades que contiene el universo y también los tipos que no puede contener (Kuhn, 1962/2004, p. 33). Mostramos que puede haber unidad paradigmática en una práctica científica, sin que haya unidad en relación con los compromisos ontológicos.

Exploramos primero, en el capítulo, los compromisos de las escuelas extramisionistas. Seguimos la propuesta de Platón (ca. 427 a. C. - 347 a. C.), recogida en el Timeo como su mejor expresión. A continuación estudiamos la propuesta intramisionista de Aristóteles y mencionamos de paso la teoría intramisionista defendida por Demócrito (ca. 460 a. C. - ca. 370 a. C.).

Sostenemos que en el debate clásico intramisionismo-extramisionismo no hay instrumentos de control que pudiésemos calificar como “neutrales” y a partir de los cuales hubiese sido razonable inclinar la balanza en una dirección más bien que en la otra. Las críticas de Aristóteles a Platón, por ejemplo, incurren en fallas de inconmensurabilidad. Antes de haber logrado la unidad paradigmática que se consiguió con la invención de la pirámide visual, las pugnas entre una escuela y otra pueden evaluarse con el calificativo kuhniano de “precientíficas”. Mostramos que una vez adoptada la pirámide, contrario a la expectativa de Kuhn, se mantuvieron los debates más encarnizados en relación con los compromisos ontológicos y, aun así, el programa progresó gracias a la unidad que ofreció el instrumento.

Es cierto que Kuhn reformuló después la manera de concebir el concepto de paradigma. En sus etapas posteriores, el filósofo quiso ver un paradigma, o bien como una matriz disciplinar, o bien como un repertorio de ejemplares (o de analogías) que una comunidad incorporaba con el objeto de guiar sus investigaciones (Kuhn, 1977/1982). Pues bien, la pirámide visual se puede exhibir como una analogía exitosa en la tarea de guiar a los investigadores de una comunidad.

Nos ocupamos, después, en este capítulo, de la instauración de la pirámide visual como instrumento conceptual en la obra de Euclides. Queremos mostrar que dicho instrumento introdujo unidad en el programa de investigación, al establecer lo que hemos de considerar el núcleo firme del programa. Mostramos que a pesar de que Euclides presenta la pirámide con un lenguaje extramisionista, dicho compromiso ontológico es completamente prescindible, de suerte que hubiese sido perfectamente razonable que el instrumento se presentara con neutralidad frente al debate entre extramisionistas e intramisionistas. El instrumento permite plantear y resolver dificultades importantes sin exigir compromisos ontológicos.

No obstante, esta neutralidad no tiene por qué conducir a un desprecio, sin más, de los compromisos metafísicos. Más bien, el instrumento genera una dinámica, en la que los componentes ontológicos tratan de cobrar sentido. Estos compromisos, aunque prescindibles, alientan la investigación, ofreciendo un aire de generalidad y necesidad.

Al final del capítulo nos ocupamos de la primera anomalía seria que tuvo que enfrentar el programa, a saber, el hecho de que nosotros contamos con visión binocular. También presentamos el principio clásico para anticipar la formación de imágenes en espejos.

La pirámide visual, más que una herramienta para resolver problemas, como pudieron pensar los extramisionistas que la propusieron, es una herramienta que nos permite pensar en ellos, que nos facilita el ocuparnos de ellos, el formular adecuadamente unas preguntas para las que el mismo instrumento ofrece normas de control.

El extramisionismo de Platón

Fue Platón quien expuso la versión más clara e influyente del extramisionismo antes de que la pirámide se erigiera en paradigma instrumental. Esta versión se encuentra en el Timeo, la obra que presenta una semblanza del origen o la creación del mundo por parte del demiurgo.

Una vez fueron creados los dioses que marchan de manera visible, el demiurgo platónico, evocado en el Timeo, les comunicó que dado que ellos (los dioses) son indestructibles en virtud de un acto de la voluntad del creador, a pesar de no ser inmortales en sentido estricto,2 tendrían que asumir la tarea de dar origen al género de los mortales, para procurar así el equilibrio que precisa un universo perfecto. El universo en su conjunto, sostiene Platón en el Timeo, hace parte de lo que es generado; ello se prueba por el hecho de que el universo es visible y tangible (Tim, 28b8). Para la creación del universo, el demiurgo tomó como modelo lo que es inmutable y permanente, pues de otra manera su obra no habría sido bella ni buena. Quiso el demiurgo que su obra se asemejara a él y para ello tuvo que dotar al universo de alma, y a esta, de razón.

Como lo generado se reconoce por su condición de ser visible y tangible, y nada puede ser visible sin fuego o tangible sin tierra, es de esperar que estos elementos constituyan la base misma de todo lo generado. La determinación de la semejanza con la forma perfecta llevó al demiurgo a crear un universo esférico. La unidad, la esfericidad y la singularidad del universo3 obligan a que este tenga límites absolutamente lisos y sin ventanas al exterior: “Pues no necesitaba ojos, ya que no había dejado nada visible en el exterior, ni oídos, porque nada había que se pudiera oír […]. Nada salía ni entraba en él por ningún lado” (Tim, 33c1-7). Los ojos son, pues, ventanas para establecer comercio con el exterior. El universo tampoco necesitaba de manos, porque no habría nada del exterior que tuviese necesidad de acercar o alejar. Las manos se justifican como apéndices para traer hacia sí lo que interesa y alejar lo que perjudica. El demiurgo creó el tiempo como una copia grosera de su eternidad y luego creó los dioses con la condición de ser inmortales para que se asemejen a él, pero no eternos para que no resulten idénticos.

Estos dioses inmortales asumieron la tarea de crear los seres mortales. Esta tarea no podía asumirla directamente el demiurgo, pues en ese caso su obra tendría que asemejarse estrechamente a él y con ello no se diferenciaría de los dioses que marchan de manera visible y que son inmortales. El demiurgo se limitó a plantar la simiente, para que los dioses se encargaran del resto, entretejiendo lo mortal y lo inmortal. Las almas así creadas fueron montadas en un carruaje para que pudieran contemplar, sin distinción alguna y de primera mano, la naturaleza misma y esencial del universo.

Entre tanto, los dioses se hicieron cargo de su tarea: tomaron porciones de fuego, aire, agua y tierra, y las ensamblaron de manera armoniosa, procurando que la parte más importante imitase la perfección esférica del universo completo. Nos referimos al diseño de la cabeza. Las partes restantes se unieron a la cabeza, para que ella se sirviera de estas.

Una vez implantada el alma a cada uno de estos cuerpos, ella debía tener una “única percepción connatural” (Tim, 42a3), producida por cambios violentos. El primer contacto de un alma que se adhiere a un cuerpo trae a la memoria la imagen de una lombriz que se retuerce sobre la tierra sin control: el alma no domina ni es dominada, es movida con violencia y con violencia mueve, avanza sin dirección mientras convulsiona. Mayor resulta la conmoción cuando el cuerpo que recién porta un alma choca con la solidez corpórea de la tierra, encuentra la fluidez escurridiza del agua o la lacerante penetración del fuego.

Estos encuentros accidentales afectan al alma. Son estas afecciones las que Platón identifica con el nombre de “percepciones” (Tim, 43c6). Al comienzo de la vida, estas afecciones agitan al alma con violencia, obligándola a fluir en sentido contrario a la revolución original. Así las cosas, el alma adquiere una información confusa y en ese sentido es confusa también su primera orientación del cuerpo. El alma, adherida por primera vez a un cuerpo, ha de ser, pues, irracional. Con el tiempo, en la medida en que el curso se tranquiliza, el alma cultiva la prudencia y la templanza.

Los dioses jóvenes quisieron que un sector del cuerpo dominase la traslación y con ello distinguieron la parte anterior de la posterior. En la anterior instalaron una cara y le ajustaron los instrumentos para la previsión del alma. Entre estos instrumentos se acordó que fuesen los ojos, las ventanas al mundo, los más importantes. Culminemos el relato citando en extenso las propias palabras del autor:

Los primeros instrumentos que construyeron [los dioses jóvenes] fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente su centro hasta hacerlo liso y compacto para impedir el paso del más espeso y filtrar sólo al puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual, entonces, lo semejante cae sobre lo semejante, se combina con él y, en línea recta a los ojos, surge un único cuerpo afín, donde quiera que el rayo proveniente del interior coincida con uno de los externos. Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades semejantes, siempre que entra en contacto con un objeto o un objeto con él, trasmite sus movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce esa percepción que denominamos visión. Cuando al llegar la noche el fuego que le es afín se marcha, el de la visión se interrumpe; pues al salir hacia lo desemejante muta y se apaga por no ser ya afín al aire próximo que carece de fuego. Entonces, deja de ver y se vuelve portador del sueño (Tim, 45b2-46a2).

El objeto directo de nuestra atención es un cuerpo afín que surge cuando el fuego que emana desde nuestro interior es abrazado por la luz diurna en las vecindades del objeto corpóreo que se deja ver. Este cuerpo afín surge del encuentro de lo semejante con lo semejante. Esa singular explosión que detona la contemplación ocurre a lo largo de la línea recta que se extiende desde el centro del ojo (el centro de la caldera) hasta la ubicación del objeto, siempre que esa línea pase por el centro de la pupila (allí donde se filtra el paso de la luz espesa y se permite solo el de la más fluida).

Es de aclarar que no estamos en la obligación de interpretar literalmente el fuego interior como si se tratara de una especie de emanación física. De interpretarlo así, nos cuesta trabajo entender cómo puede el ojo tan pequeño almacenar una cantidad tan grande de efluvios como para alcanzar a tocar las estrellas en cada nuevo momento, sin sentir mengua alguna.

Al postular que el cuerpo afín deviene del encuentro de lo semejante con lo semejante, cree Platón que las cualidades que adscribimos a este cuerpo (imagen) coinciden con las cualidades que imaginamos pertenecen al objeto contemplado. No ofrece Platón ningún argumento para defender esa identidad de cualidades. Peor aún, podemos esgrimir buenos argumentos para tener reservas en relación con dicha identidad. Las imágenes visuales, por ejemplo y en una primera aproximación,4 cambian de tamaño si nos acercamos o alejamos al objeto; este hecho no nos hace pensar que el tamaño encarnado en el objeto varíe con nuestras aproximaciones: el disco solar en nuestro campo visual tiene un tamaño que no es comparable con el que le atribuimos a la esfera solar. Imágenes elípticas en nuestro campo visual pueden inducirnos a la contemplación de objetos circulares. No es necesario que haya identidad en la figura.

El cuerpo afín aparece como un objeto coloreado. No contamos, en principio, con argumentos para sospechar que el cuerpo externo también esté revestido de color. En un pasaje más avanzado del Timeo, Platón explica el origen de los colores. La explicación sorprende al lector, porque el autor parece defender allí una suerte de intramisionismo. Platón caracteriza los colores como “llama que fluye de cada uno de los cuerpos” (Tim, 67c4). Sostiene el filósofo que las partículas que proceden de esta llama pueden llegar a afectar (alterar) los rayos visuales. Así las cosas, si estas partículas son iguales a las de los rayos visuales,5 el objeto se hace imperceptible (transparente). Si tales partículas son mayores, estas contraen el rayo visual y provocan, en nosotros, la contemplación de un color que pierde brillo, un color obscurecido. Si ellas son menores, dilatan el rayo visual y provocan la percepción de un color empalidecido, un color menos saturado. Platón explica que “lo que tiene la propiedad de dilatar el rayo visual es blanco; negro su contrario” (Tim, 67e). Cuando la llama, que viene de los objetos abriéndose camino por el trayecto que fija el fuego que emana de los ojos, logra penetrar al ojo, se apaga en la humedad de este y produce los destellos que identificamos como colores. Si se trata de un fuego más lacerante, genera la percepción de un rojo-sangre. Los colores restantes surgen de múltiples posibilidades de mezcla entre blanco, negro y rojo (Tim, 67d-68e).6

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0+
Umfang:
1484 S. 408 Illustrationen
ISBN:
9789587844801
Rechteinhaber:
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