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Buch lesen: «Historia de la decadencia de España», Seite 34

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En éstas se emplearon también, el maestro José de Valdivieso, no mejor dramático que épico; el trinitario fray Hortensio Félix Paravicino, predicador de Felipe IV, hombre no falto de talento, pero de deplorable gusto é ingenio, que hacía las delicias de la corte en sus sermones, y la desdicha de todo el mundo en sus comedias; los jesuítas Céspedes, Calleja y Fomperosa, y una multitud de frailes caballeros, anónimos y poetas aprendices ó perversos, indignos de memoria. Mas no es de olvidar entre ellos el nombre de Luis Quiñones de Benavente, que pretendió resucitar en España la ditirámbica imitación de Aristóteles, uno de los cuatro géneros en que está dividida la imitación poética: la cual consistía en juntar en una misma pieza, verso, música y baile. No podía ser la presentación más alta; pero ni aun el nombre ni la materia de sus obras correspondieron con ella, y sólo fué autor de bailes, entremeses y sainetes, en cuyo género de escribir le acompañaron Cáncer y Avellaneda y algunos otros de los escritores menos estimados de la época. También escribió comedias y medias comedias D. Francisco de Quevedo, y como en otra parte decimos, no falta quien suponga que las escribía el propio Monarca bajo el título de un ingenio de esta corte, bien que este género de anónimos fuese entonces empleado de muchos.

Con tales poetas y comedias no podían menos de ser muchos y buenos los comediantes26. Señaláronse desde los fines del reinado de Felipe III hasta la muerte de Felipe IV, aquella María Calderón, en quien tuvo el príncipe á D. Juan de Austria; la Baltasara, que purgó sus libertades de cómica con penitente y solitaria vida; la hermosa Josefa Vaca y su marido Alonso Morales, llamado el príncipe de los representantes; los dos Olmedos, padre é hijo, hidalgos é infanzones; el desvergonzado Juan Rana, encanto por sus gracias de la corte; Roque de Figueroa, el Néstor de los cómicos; María Riquelme, notable por haber sido virtuosa en las tablas; Bárbara Coronel, mujer varonil, célebre en aventuras y costumbres impropias de su sexo, homicida á lo que se cree de su esposo; Eufrasia de Reina, casada á un tiempo con dos maridos; la famosa Amarilis María de Córdoba; el noble caballero D. Pedro de Castro; Sebastián del Prado, que fué con la infanta Doña María Teresa á París, y durante mucho tiempo representó allí comedias españolas con grande aplauso y ganancia, y otros innumerables hidalgos, clérigos, frailes y personas de toda condición y estado, aficionados á tal género de vida, donde la piedad del siglo no extendía sus tiránicas leyes, ni clavaba la Inquisición, tan severa contra los libros y las ideas, su garra sangrienta.

Y todavía hay que añadir que así como al Rey se le encuentra entre los poetas dramáticos, á las Princesas españolas es preciso contarlas entre las cómicas de su época. Por el mes de Mayo de 1622 se representó en los jardines de Aranjuez una comedia fantástica del conde de Villamediana titulada: La gloria de Niquea; labrándose teatro de madera y telas á mucha costa. Asistieron el Rey, los infantes D. Carlos y D. Fernando y gran concurso de cortesanos; de modo que no se vió, según el narrador27, lugar vacío. Hizo en esta comedia de Villamediana el papel de Reina de la hermosura la misma Doña Isabel de Borbón, por cuya causa parece cierto que murió luego el poeta, la infanta Doña María representó el papel de Niquea; y los demás las damas y criadas de la Real Casa, entre ellas una negra esclava que fué muy aplaudida. Es sabido también que la infanta Doña María Teresa, luego Reina de Francia, representó con sus damas una zarzuela de Bocángel Unzueta para celebrar la venida á España de la reina Doña Mariana de Austria. Pero á pesar de la inaudita afición que tales hechos demuestran á la poesía dramática, no tardó en caer éste á la par con los otros géneros de literatura.

Había heredado Felipe IV de su padre á Góngora, poeta de funesta originalidad, pues hallando ya manoseada la forma clásica, inventó para distinguirse de los demás una extraña y contraria á todos los buenos principios, que de su nombre se llamó gongorismo, y también culteranismo, por la afectación de cultura de que en ella se hizo alarde. En vano escribió Rioja, ó más bien perfeccionó, aquella inimitable canción de las Ruinas de Italia28 con tan noble y clásico estilo, al paso que componía sus bellas silvas á las flores; en vano Jáuregui hizo aquella famosa traducción poética, que es aún la única que haya superado al original; en vano rivalizó Villegas con Anacreonte, y Espinosa con Teócrito; en vano Quevedo descargó los terribles golpes de su crítica contra la nueva escuela: él mismo fué arrastrado por ella antes de mucho con Lope, otro de sus enemigos, con el mismo Jáuregui y los más de los grandes líricos de aquella era. Señaláronse entre los sectarios de Góngora y apóstoles de la nueva forma, aquel hijo infeliz del correo Mayor hereditario, que con el nombre de conde de Villamediana fué tan trágicamente famoso, y de Salazar Mardones, que redujo á reglas y doctrinas lo que era antes deplorable uso y extravío. No tardó éste en comunicarse de la poesía lírica á la dramática, afeando sobre manera los dramas de Calderón y de Lope, introduciendo una afectación de sentimiento que mató la verdad, y un alambicamiento de estilo que obscureció los más bellos rasgos del ingenio; á la poesía épica en la que produjo abortos tan monstruosos como los poemas del mismo Lope, el Macabeo de Silveira y La Virgen de Atocha de Salas Barbadillo; á la historia que ennoblecida con las páginas inmortales de Moncada y de Mello hubo de llorar lastimosamente que Céspedes de Meneses el novelista narrase en culto los primeros años de Felipe IV; y al púlpito mismo donde si el Padre Paravicino hacia las delicias de la corte, no era sino explicando la noble y sencilla doctrina de Cristo en el lenguaje hinchado y pedantesco, salpicado de retruécanos, paranomasias, conceptillos, trasposiciones, neologismos latinos y griegos y alusiones mitológicas que en verso y prosa formaban los distintivos y especiales caracteres de la nueva escuela.

No se comprende á no recordar los antecedentes y meditar sobre ellos, cómo pudo sobrevenir de repente revolución tan completa. El genio y la fatalidad de un solo hombre no bastaban para eso, y más cuando él, aunque eminente, no alcanzaba superioridad alguna sobre tan ilustres varones como hubo entre sus secuaces. Traslúcese antes de examinar y estudiar el asunto, que algo había en los espíritus, algo en lo general de la nación que facilitara la empresa, y aun acaso impusiese la nueva escuela á muchos que voluntariamente no la habrían seguido jamás. Este algo era cabalmente el apartamiento de las ciencias y el exclusivo culto de la poesía y buenas letras que hemos ya señalado.

En todo el tiempo de Felipe IV apenas se oye hablar de un solo hombre eminente en filosofía, ni siquiera en aquella aristotélica y platónica tan estudiada de antes; nada se sabe de matemáticas, ni de física, ni de astronomía; crecen en tanto los teólogos, y se hacen por sus controversias estériles, famosos entre todos los teólogos del mundo, que los respetan y admiran y escuchan ávidos sus decisiones; se aumentan cada día los comentaristas escolásticos de las leyes, convirtiendo en un logogrifo la jurisprudencia, aunque no faltan jurisconsultos de nota como Crespí de Valdaura, Ramos del Manzano y otros; pululan los economistas, pero éstos con menos fortuna que nunca, pues sólo Fernández de Navarrete en su Conservación de monarquías que escribió comentando una gran consulta del Consejo de Castilla en 1619, y algún otro merecen ser recordados. Conocen generalmente los principales males de la nación; censúranles con juicio; pero, al lado de tal ó cual observación prudente, aparecen en tales autores cuanto la impertinencia y el delirio pueden producir de más absurdo. Así siguieron y comentando las palabras de la consulta famosa de 1619, halla el licenciado Navarrete las mayores enfermedades que aquejasen á la sazón á España, en lo costoso de los vestidos, la veleidad de las modas, la glotonería, el andar en coche y otras cosas por el estilo, al paso que sobre los mayorazgos cortos y la administración de justicia y la manera de colonizar de nuevo á España, y los males de la vanidad ociosa, y la conveniencia de acortar las profesiones religiosas, y hacer menos extensos ciertos estudios, que sólo producían holgazanes, pronuncia admirables sentencias.

El único libro de aquella época donde luce su actividad y libertad el espíritu humano, es el de las Empresas políticas de Saavedra; mas su autor lo pensó y escribió en tierra extranjera, y allí publicó las primeras ediciones29. Si luego se imprimió y pudo circular por España, debióse antes sin duda á la posición y al influjo del autor, que no á lo inculpable del texto. Y sin embargo Saavedra, si es todavía un escritor de primer orden, pensador no lo es tanto; tiene harto más de elocuente, de claro, de bello en la expresión, que no de profundo ú original en sus apreciaciones y juicios.

Era que desde el primer tercio del reinado de Felipe IV, la Inquisición tenía casi terminada su obra, la obra triste y laboriosa de más de un siglo; era que apenas dejaba ya pasar un rayo de luz el anillo de la serpiente. Y muerta la filosofía que produce las ideas y las matemáticas que las relacionan y las aplican; muertos la observación y experimentos de las ciencias naturales; ociosa la razón y vacía la inteligencia, ¿qué había de hacer la literatura, encerrada ya en los estrechos límites de lo pasado y entregada á su sola actividad, sino devorarse á sí misma? Tarde ó temprano eso tenía que suceder, y eso sucedió á fines del reinado del infeliz Felipe IV. Porque no es la literatura, no es la poesía la más perfecta de sus manifestaciones, sino la forma de objetos preexistentes, un cierto espejo donde se reflejan las épocas con sus sentimientos justos ó injustos y sus verdaderos ó falsos principios, y como forma y espejo que es, no tiene potencia para crear por sí sola la substancia que encierran los objetos que representa. Tal vez nacen hombres que á su cualidad de poetas juntan la de filósofos eminentes y van más allá de su siglo y pintan y reflejan cosas no existentes todavía. Pero la singularidad de tales genios no contradice ni impide la marcha general del arte y sus naturales condiciones; ni en el caso presente, perseguida con inaudita saña, hubiera podido la filosofía andar más segura debajo del manto vistoso de la poesía, que debajo de los latinos in folium salmantinos y complutenses. Y así como mientras manan y corren las ideas en poderoso río, producen sus riberas lozanas y numerosas las flores de la literatura, así cuando suspenden su movimiento las aguas y no acuden nuevas y se estancan las antiguas, viene como arriba decimos, la esterilidad y la decadencia, tarde ó temprano.

¡Dichosos los primeros que disfrutaron tales aguas, y halláronlas copiosas y claras!: ellos se hacen inmortales; los segundos las encuentran más turbias y más escasas, y con tanto ingenio como los primeros, es mucho menos lo que producen; mas los terceros sienten ya sed y repugnancia, anhelan por nuevas aguas, claras y copiosas, quisieran descubrir manantiales nuevos, los buscan por todas partes, y entonces nace fatalmente el hombre de la decadencia. Es siempre un hombre creador, de poderosa fantasía, de altos talentos, que debió ser de los primeros, y no lleva con paciencia ser de los últimos, que quisiera ser original, y no halla cómo serlo, oprimido por la fama de sus antecesores, no más dotados de genio que él, sino más afortunados en el nacimiento, deseoso de igualarlo, é imposibilitado de seguirles, jardinero en estío, espigador en invierno, que no halla flor ni grano que recompense su fatiga. Tal fué Góngora. Y cuando llegan ocasiones como ésta, cuando el hombre de la decadencia busca un camino por donde escapar del desierto que le rodea, por donde salir á la fama y á la gloria que le niega su época, no halla, no puede hallar más que uno solo, que es el de fabricar en la forma, ya que le falta con que fabricar en el fondo; es el de distinguirse por la palabra, ya que no puede hacerlo por el sentimiento ó la idea. En lugar de contener en frases sencillas ideas sublimes, encierra vulgares ideas en pomposas é hinchadas palabras; y en vez de dejar en hermosa desnudez el estilo, le viste de retruécanos, de paranomasias y de cuantas afectadas galas imagina. Desecha la metáfora natural por la violenta, abandona la palabra propia por la extraña, la nacional por la extranjera, confunde el alambicamiento con el ingenio, la pedantería con la erudición, lo relumbrante con lo claro y verdadero. Tal fué la escuela de decadencia introducida por Góngora en España. Y por tal inducción se explica solamente el que los más de los ingenios cedieran al momento al contagio, y que si hubo algunos que resistieron por cierto tiempo, no hubiese ninguno que al fin se salvara. Ellos, los genios afortunados, que habían nacido en una época de buen gusto, que habían alimentado su espíritu con los buenos modelos, todavía en medio de las aberraciones de la nueva escuela dejaron obras inmortales, principalmente en la dramática. Pero sus sucesores, criados ya en el cieno de la corrupción y del envilecimiento literario, no imitaron más que sus faltas, no aprobaron sino sus yerros, y á la par que la poseía, desaparecieron los poetas. Así acabó del todo el arte entre nosotros, perdido en las tinieblas del gongorismo, á la par que en Francia anunciaba Descartes la filosofía moderna, á la par que Corneille y Racine creaban la tragedia francesa, á la par que Molière perfeccionaba la comedia de nuestros días sobre modelos españoles.

Aquella gloria literaria tan superficial, aunque tan grande y seguida de tan mortal caída, fué acompañada de otra gloria no menor: la gloria de la pintura. Este arte, tan favorecido por Carlos V, por Felipe II y aun por el propio Felipe III, llegó durante el reinado de Felipe IV á su apogeo. No en balde aquellos dos primeros Monarcas habían hecho venir á España los primeros maestros y los mejores cuadros de su tiempo: con ellos se formaron en tiempo de Felipe III pintores inmortales, que en el reinado de Felipe IV fueron asombro de las artes. Tuvo este Monarca entre sus vanidades, la de que se empleasen en su obsequio los primeros pintores que entonces tuvo el mundo, españoles los más, no pocos italianos y flamencos de sus provincias súbditas ó dependientes: estos artistas transcribieron al lienzo todos los objetos de su amor, todos los asuntos que podían halagar su vanidad insaciable.

De ello ofrece larga muestra el Real Museo de Madrid. Allí está el retrato de Felipe III, obra de Velázquez, y el pincel de este grande hombre sigue al mismo Felipe IV desde la niñez hasta la edad madura, acertando á trazar las huellas que la edad y los placeres iban dejando en su rostro, con inimitable maestría. Allí están Doña Isabel de Borbón, la bella francesa, y Doña Mariana, la orgullosa austriaca; allí los príncipes infortunados D. Baltasar y D. Felipe Próspero; allí la infanta Doña Margarita y aun el Conde-Duque, á quien el Rey amó tanto ó más que á los de su familia, del propio pincel de Velázquez, retratados. La historia de la Virgen, casi entera, representada por Bartolomé Esteban Murillo; sus cuadros místicos y los de Zurbarán encantan allí los ojos de los artistas, después de haber presenciado las devociones del licencioso Rey en sus palacios; el flamenco Snyders ha dejado allí pintadas sus cacerías y el Padre Mayno ha conservado en alegoría su esperanza de reducir á Flandes. Y á la par se ven por dondequiera las glorias de los primeros días del reinado: de una parte la campaña del gran duque de Feria contra el Monferrato, representada en la marcha sobre Acqui, cuadro del aragonés José Leonardo; de otra campaña del mismo Duque en la Alsacia, representada con el socorro de Constanza y la expugnación de Reginfeld, cuadro del florentino Vicente Carducci; ya el cuadro del madrileño Eugenio Caxés, que señala el desembarco de los ingleses cerca de Cádiz al mando del conde Lest, y la conducta valerosa de aquel Maestre de campo D. Fernando de Girón, que enfermo y atormentado de la gota se hace llevar en silla de manos á disponer tan gloriosa victoria, ya el cuadro con que el Vicente Carducci, antes citado, pinta á D. Gonzalo de Córdoba, venciendo en la memorable batalla de Fleurus, ya el cuadro de Leonardo, donde pinta la rendición de Breda y al buen marqués de Spínola, que acompañado del de Leganés, D. Diego Felipe de Guzmán, recibe las llaves de la ciudad, y aquel otro que al propio asunto dedicó Velázquez, uno de los mejores de su autor, conocidísimo con el nombre de Cuadro de las Lanzas. Por último, por Velázquez y Van-Dick está allí retratado el victorioso Cardenal Infante, y por Rubens la victoria de Nordlinghen. Nunca más altos asuntos han sido tratados por más ilustres pinceles. Zurbarán en tanto, con sus trabajos de Hércules, Toledo con sus batallas marítimas, Alonso Cano, pintor, escultor y arquitecto de grandes obras y poco afortunada vida, Ribera, el Españoleto, Esteban March, Rizzi, los floristas Arellano y Vander Hamen, y otros muchos que fuera ocioso enumerar, se emplean en adornar el Alcázar Regio, el Buen Retiro, los sitios reales del Pardo y Aranjuez y el llamado La Zarzuela, y hacen que aquél sea con razón reputado en España por el Siglo de Oro de la pintura.

Por último, hablando de las cosas que alcanzaron estímulo y esplendor de Felipe IV, es imposible olvidar los juegos de cañas, toros y fiestas caballerescas que tanto alegraron en su tiempo los funerales de la Monarquía. No parece sino que para tales ejercicios nació predestinado este Príncipe, porque en los regocijos que por su nacimiento se celebraron en Valladolid, hubo ya famosas cañas en las cuales corrieron con los caballeros de la Corte el mismo Felipe III y su privado el duque de Lerma. Hijos tales ejercicios de la antigua galantería española y árabe, fueron ordinarios en tiempo de Carlos V, pocos en los días de Felipe II, raros en los de Felipe III, mas Felipe IV les dió mayor vida que hubiesen tenido nunca. Apenas hubo fiesta en su reinado en que él no corriese cañas por su persona. Corriólas famosísimas en 1623 con ocasión de la venida del príncipe de Gales en la Plaza Mayor de Madrid: las cuadrillas fueron diez con más de quinientos caballos, gobernándolas el Conde-Duque y Monterrey, el marqués de Villafranca y los principales señores de la Corte; el lujo fué increíble y la destreza y gallardía del Príncipe muy celebrada. Corriólas también el Rey en 1636 con diez y seis cuadrillas de á doce caballeros, donde rompió él por su persona tres lanzas. El casamiento de la infanta Doña María con el Rey de Hungría; la elección de éste como Rey de romanos; el nacimiento del príncipe D. Baltasar Carlos, y otros tales sucesos, dieron ocasión á fiestas de toros y cañas de gran magnificencia, donde el Rey lució igualmente su bizarría. En las del nacimiento de D. Baltasar fueron los caballeros sesenta, contándose el mismo Rey, con número inmenso de músicos y escuderos. La edad y los pesares del Rey también trajeron esto, como todo, á decadencia en sus últimos días.

LIBRO NOVENO

SUMARIO

Carácter de Doña Mariana de Austria y del Padre Nithard; elevación de éste y primeras desavenencias con D. Juan. – Proyectos ambiciosos de Luis XIV; acomete á Flandes y toma muchas plazas. – Paces con Portugal. – Preparativos de guerra y donativos; pérdida del Franco Condado y paz de Aquisgrán, donde se recupera. – Ordénase á D. Juan que pase al gobierno de Flandes; muerte de Malladas; niégase D. Juan á ir á Flandes; quítale la Reina el gobierno; dispónese prenderle en Consuegra; su fuga á Cataluña; división de la Corte y de la nación en dos partidos; dirígese en armas D. Juan desde Barcelona á Madrid; preparativos de resistencia; llegada de don Juan á Torrejón de Ardoz; cede al fin la Reina desterrando al Padre Nithard. – Nuevos disgustos entre la Reina y D. Juan; el Regimiento de la Guardia; niégase D. Juan á deshacer sus fuerzas; nómbranle Vicario de los reinos de Aragón; intentos de D. Juan. – Principios de la privanza de Valenzuela; desórdenes de los Guardias de la Reina; gobierna Valenzuela la Monarquía; desastres en América; nueva guerra con Francia; imposibilidad de sostenerla; el Rey llega á su mayor edad y llama á D. Juan al Gobierno; destierro de Valenzuela y de la Reina. – Sucesos de la guerra. – Flandes; batalla de Seneff; pérdida del Franco Condado: Ayre, Condé, Valenciennes, Cambray, Gante é Iprés, rendidas al enemigo; batalla de Mons. – Cataluña; inteligencias en la parte de Rosellón; hazañas de los miqueletes y ventajas del duque de San Germán; combate glorioso del Tech; batalla de Maurellás; heroísmo de los miqueletes; gloriosa defensa de Gerona; el capitán Boneu; combate de Vilanadal; pérdida de Puigcerdá. – Sicilia; insurrección contra el Virrey en Mesina; dase esta ciudad á Francia; combate naval; viene Ruyter con la Armada holandesa en nuestra ayuda; combates navales y muerte de Ruyter; abandonan los franceses á Mesina; paz vergonzosa de Nimega. – Gobierno de D. Juan de Austria; su descrédito; casamiento del Rey; muerte de D. Juan.

Era la reina gobernadora Doña Mariana de Austria, Princesa de poco talento, pero imperiosa y terca sobre manera: de suerte, que todo límite opuesto á su voluntad le parecía estrecho; cruel en sus iras y orgullosa; poco amante de los españoles, á quienes miró siempre como extranjeros, al paso que profesaba ciego cariño á su casa y á su familia. No temía los sucesos, por peligrosos que fueran, cuando los miraba de lejos, y sólo al sentir sobre ella el golpe, decaía de aliento. Devota, aunque no tanto que por serlo se olvidase de que era mujer, ni cifrase todas sus dichas en el cielo. Sedienta de oro, no tanto por el que necesitaba para sí, como por el que derramaba sin tasa entre su familia y sus favorecidos, tuvo también aquella mujer la desgracia de no saber suplir los talentos que á ella la faltaron, rodeándose de quien los tuviese grandes. Así se vió que los más de sus Ministros y favoritos eran menos capaces que ella de dirigir las cosas del Gobierno.

El primero, que fué el Padre Juan Evérard ó Everardo Nithard, de la Compañía de Jesús, había sido confesor suyo desde los primeros años, y en tal concepto vino acompañándola á Madrid. Jamás caracteres más parecidos han podido reunirse que el del confesor y la Reina. Tenía aquél solo más astucia, como que le hacía más falta en lo humilde de su condición para los altos fines que ambicionaba; pero en lo demás era imperioso y terco como la Reina, como ella crédulo y fanático y enemigo de tener compañeros en el poder é influjo. No bien murió su marido, se propuso la Reina dar entrada en la Junta formada en el testamento para asistirla en todas las cosas del Gobierno, al confesor Nithard. Favoreció la casualidad su propósito; porque veinte horas después del fallecimiento del Rey faltó también el cardenal Sandoval, Arzobispo de Toledo, con lo cual quedó en la junta un puesto vacante. Aguardaba todo el mundo con curiosidad la provisión de empleo tan alto, cuando la Reina, llamando al cardenal D. Pascual de Aragón, que como Inquisidor general era de los miembros de la Junta, le ordenó que aceptase el Arzobispado de Toledo, dejando su antiguo empleo. Resistióse el de Aragón como era natural, porque en aquellos tiempos no había ya cargo alguno en la nación que pudiera compararse con el suyo; pero la Reina le obligó á consentir en ello, nombrando en seguida al Padre Nithard Inquisidor general, y como tal, miembro nato de la junta. Por muy prevista que estuviese la privanza del confesor, causó el suceso profundo y general disgusto.

Señalóse entre los que murmuraban de la elevación insólita del jesuíta, el bastardo príncipe D. Juan de Austria, que era quien más desfavorecido se hallaba con el nuevo orden de cosas. Enemigo de Doña Mariana de Austria casi desde el punto en que ella puso el pie en España, acusándola, de sus derrotas primero, y luego más quejoso de ella por su destierro, envidioso desde entonces porque con sus gracias hubiese cautivado al Rey á punto de fiar de ella más que de él, quitándole la privanza que tenía por segura y aun enajenándole su amor, de suerte que ni quiso verle en la hora de la muerte, resentido porque ni el Rey en esta última hora, ni luego la Reina misma, quisieron concederle el título de Infante, que aunque bastardo pretendía, teniendo en menos la aptitud de la Reina, y despreciando al confesor, de cuya virtud públicamente se burlaba, y cuyos principios escarnecía, y á la par de esto, más rico en ambición que en mérito, pensando que á hombre como él estaba reservado sólo el salvar en tan difíciles circunstancias la Monarquía, y que era desconocer la grandeza de su capacidad el que donde estaba para gobernar, otros gobernasen, y más un teatino y una mujer, cuando claramente se necesitaba un gran soldado, y él por tal se tenía, D. Juan no debía ver con paciencia los sucesos. Y por lo mismo, si él era quien más hostilizaba á la Reina y al confesor, también era la persona contra quien el confesor y la Reina estaban más enconados. Esperaban éstos una ocasión en que echarle de la corte con honroso pretexto, cuando el mismo D. Juan, anticipándose, se salió de Madrid cierto día y se retiró á Consuegra, donde antes había estado retirado, residencia ordinaria de los grandes priores de Castilla en la Orden de San Juan, cuya dignidad poseía. Publicaba que después de haber presidido en el consejo secreto de su padre, no podía tolerar compañero tan inferior en los consejos y determinaciones como el Padre Nithard. No contentó á éste ni á la Reina la retirada, recelando con razón que la hacía para conspirar mejor contra ellos. Lo que deseaban era echarle lejos y de suerte que no tuviera por qué querellarse. Y no tardó en ofrecerse pretexto para esto, por cierto bien desgraciado.

La guerra con Portugal continuaba, aunque reducida á robos, correrías y desolaciones de una y otra parte, sin que hubiese aquí ni allí ejército que emprendiese operaciones formales. Había querido hacer la paz la Reina gobernadora no bien murió Felipe IV; pero los Consejos del reino con laudable impulso de patriotismo se negaron á ello, no queriendo renunciar al derecho que asiste á España de ser una, ya que por entonces faltase el poder de ejecutarlo. Meditábase aún levantar tropas y buscar dinero con que avivar de nuevo las hostilidades: dinero era lo principal, porque se veía á la poca gente que por allí teníamos salir á robar por los caminos y por las calles de nuestras mismas poblaciones para sustentarse. Pero no hubo tiempo para atender á esta guerra: acontecimientos gravísimos lo estorbaron. Luis XIV andaba buscando ocasión desde la muerte del rey Felipe para aprovecharse de la debilidad del Gobierno y de la impotencia de la nación, despojándonos á mansalva de los dominios que nos quedaban todavía. Un leguleyo, por nombre Duhan, natural de Turena, había descubierto, revolviendo y compulsando antiguos libros, que en el estado de Bravante había vigente una ley, la cual disponía que siempre que un poseedor pasase á segundas nupcias, hubiese de reservar los bienes patrimoniales para los hijos del primer matrimonio.

No necesitó más Luis XIV, y extendiendo al punto un manifiesto donde pretendía probar que aquella ley civil debía considerarse como ley política, exigió que España le entregase por su mujer María Teresa, única sucesora que había quedado del primer matrimonio de Felipe IV, el Bravante y cualquiera otro país donde tal derecho de reserva hubiese. Rechazó, como era natural, Doña Mariana de Austria la pretensión y el manifiesto del francés; y aun refutólo victoriosamente el doctor D. Francisco Ramos del Manzano con sólidas y eruditas razones. Pero ni la negativa de la Reina, ni las buenas razones del jurisconsulto Manzano pudieron apartar al rey Luis de su propósito. Concertó una alianza con Portugal para que nos entretuviese en nuestra frontera, á fin de que no pudiésemos asistir á Flandes con alguna ayuda, concentró numerosas tropas en las dos provincias más próximas á los Países Bajos, preparó víveres y municiones, y ajustó tratados con los Príncipes alemanes confinantes para que no dejasen pasar por su territorio los socorros que pudiera ó quisiera enviar el Emperador; y en seguida, juntando la fuerza con la pretensión (1667), entró sin más justificación y declaración de guerra en los Países Bajos con hasta cincuenta mil soldados, ejército poderosísimo para aquella edad, puesto que hasta entonces no hubiera sido costumbre usarlos tan numerosos.

Cómo estuviesen los Países Bajos para resistir tal invasión, da pena recordarlo. Gobernábalos á la sazón el marqués de Castel-Rodrigo, Don Francisco de Moura, ilustre portugués que había seguido la parte de España, y en largas experiencias y servicios tenía dadas pruebas de su lealtad. No bien vió amenazadas sus provincias, escribió á la Reina una carta donde la decía: «Que mientras Francia hacía tan grandes preparativos de su parte, todo era desnudez y falta de recursos en Flandes; que tenía necesidad de los soldados españoles é italianos, y hasta tiempo para mejorar algo las cosas; que había abastecido en lo posible á Namur, Charlemont y Charleroy, alentando los abatidos ánimos; pero que no por eso podían contarse por seguras tan importantes plazas, puesto que continuaban haciendo falta provisiones, y los doscientos mil escudos, que era la sólida cantidad que había recibido en dos meses, no bastaban para cubrir la centésima parte de las urgencias; que si los franceses entraban como se decía aquella primavera, no veía cómo habían de salvarse las plazas sino era de milagro, y que bien pudiera darse una provincia, con tal de evitar entonces el rompimiento.» No logró el buen Marqués que la Corte atendiese á nada de esto, y cuando entró Luis XIV en persona en los Países Bajos, se halló para resistirle con algunos miles de hombres desorganizados y hechos á vivir de limosna en los caminos reales, sin víveres, ni artillería, ni capitanes. No hay que culpar de nada al marqués de Castel-Rodrigo; él hizo cuanto se podía hacer en tales circunstancias.

26.Pellicer: Historia del Histrionismo en España.
27.Prólogo á las Obras del Conde de Villamediana.
28.Atribuída después de escrito este libro á Rodrigo Caro. – (Nota de P. de G.)
29.Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas diversas. Mónaco: por Nicolau Enrico: 1640. – El modelo del Príncipe de Saavedra Fajardo lo constituía el Rey católico D. Fernando V de Aragón. – (Nota de P. de G.)