Buch lesen: «Poder Judicial y conflictos políticos. Volumen I. (Chile: 1925-1958)», Seite 12

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La tortura como tema judicial

Aunque los casos encausados por delitos de tortura eran muy pocos, la Corte Suprema condenó a algunos funcionarios policiales responsables de tormentos aplicados a los reos. Así ocurrió en el proceso contra el subcomisario de Investigaciones de Carabineros de Valparaíso, Celedonio Cáceres González y otros agentes, quienes fueron denunciados por Carlos Beltrán, Ismael Gana y José del Carmen Alarcón al 2º Juzgado del Crimen. Los denunciantes dijeron haber sido acusados de un robo de lapiceras y haber sido flagelados salvajemente y que el juez los había dejado en libertad incondicional, comprobando su total inocencia.

El subcomisario fue inicialmente condenado por aplicación de tormentos a tres años y un día de cárcel, lo que implicaba la expulsión del Servicio. Apeló de la sentencia. La Corte Suprema tuvo a la vista el testimonio de los denunciantes que relataban la brutalidad de las torturas. Estas se prolongaron durante dos días y fueron certificadas por un médico legista, quien comprobó las heridas y contusiones de los detenidos. La Corte Suprema condenó al subcomisario a presidio menor por dos años y a la separación del Servicio de Carabineros. En la sentencia de 1º de abril de 1932, la Corte Suprema consideró la irreprochable conducta anterior y el celo funcionario como atenuantes para la rebaja de la pena, no obstante reconocer que se trataba de delitos reiterados. El subcomisario negaría hasta el fin haber flagelado a los prisioneros, los que habían resultado absueltos de los delitos de los que se les había acusado313. La reducción de las penas a esos funcionarios, probadamente culpables de flagelaciones, reflejaba la tolerancia de la autoridad y el saber común de que se maltrataba rutinariamente tanto a los detenidos por simples delito como a los «enemigos» de la República.

Poder Judicial y seguridad interior del Estado

En la década de 1930, los redactores de las leyes y decretos leyes de seguridad interior del Estado tenían claro el papel esencial del Poder Judicial. En la dictación y la modificación de la legislación relevante se debatía intensamente la jurisdicción de primera instancia y los procedimientos judiciales aplicables a los delitos políticos, sobre todo los delitos contra el orden público y la seguridad interior del Estado. Entre la caída de Ibáñez en julio de 1931 y la elección de Arturo Alessandri como Presidente de la República en octubre de 1932, varios decretos leyes asignaron jurisdicción en dichos casos a los Tribunales Militares, las Cortes de Apelaciones, y hasta «Tribunales Especiales» (creados por la ley 4.935 de 3 de febrero de 1931). Además, debido a la complejidad de la legislación, se presentaban dudas sobre cuál sería la instancia «correcta» para procesar algunos casos314.

El siguiente caso ilustra esos dilemas. El 31 de marzo de 1932, la Corte Suprema resolvió que el ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción, don Humberto Bianchi, debía continuar el proceso. El ministro se había declarado incompetente en la causa seguida contra Ramón Sepúlveda Toro y otros «por un atentado contra la Seguridad del Estado», porque los inculpados antes de ser aprehendidos ofendieron públicamente a Carabineros, delito militar sancionado en el artículo 287 (b) del Código de Justicia Militar. El juez militar sostenía, a su vez, que uno de los delitos a investigar y sancionar era el delito tipificado por el Código Penal en su artículo 123 y «contemplado, en consecuencia en la ley 4.935, como es el de incitar al pueblo al alzamiento, ya que no otra cosa significa anunciar la proximidad de la revolución social y ponderar los beneficios que consigo traería para las clases trabajadoras y obreras» y que correspondía hacerlo al tribunal militar, subordinando este delito a los sancionados por el Código de Justicia Militar315. La Corte Suprema estableció en este caso la preeminencia de los delitos contra la seguridad del Estado cometidos por civiles, delitos a los que no les correspondía la jurisdicción militar ni tampoco la ordinaria sino a «los Tribunales Especiales» creados por la ley 4.935 de 3 de febrero de 1931.

Es importante recordar que la vigilancia y la infiltración de organizaciones sociales y políticas, que efectuaba la policía política, tenía el propósito de impedir que se cometieran los delitos tipificados y penados por el Código Penal y la legislación sobre seguridad del Estado e identificar a los responsables. Esta legislación dejaba un margen estrecho al Poder Judicial para ejercer su independencia, al tensionar el resguardo del orden público, entendido como un bien común, por encima de la obligación legal de garantizar los derechos de las personas y las libertades públicas. Se agregaba además que los ministros de las cortes de apelaciones, designados por el Ejecutivo, se encargaban de los procesos de desafuero de los legisladores, lo que potencialmente coartaba «la libertad de los parlamentarios»316.

El Código Penal de 1874 había tipificado en su título segundo los delitos contra la Seguridad interior del Estado (arts. 121 a 136). En ellos se identificaban las distintas motivaciones, formas de participación, circunstancias y actuaciones de quienes promovieran y realizaran alzamientos contra el Gobierno legalmente constituido y se establecían las sanciones correspondientes. También se dejaba establecido en el artículo 128 que la autoridad debía intimar a los sublevados a deponer su actitud antes de usar la fuerza pública para disolverlos, pero esa prevención era innecesaria «desde el momento en que los sublevados ejecuten actos de violencia»317.

La ley 5.091, titulada «Sanciona Delitos contra la Seguridad Interior del Estado» fue promulgada por el presidente Juan Esteban Montero el 18 de marzo de 1932, cuando estaba en marcha la conspiración para derrocarlo. Estableció en su primer artículo las sanciones para quienes «indujeren a uno o más miembros de las Fuerzas Armadas o Carabineros, a la indisciplina o el desobedecimiento de sus superiores jerárquicos, o de los poderes constituidos de la República»318.

En su artículo 3º hacía referencia a la ley 4.935 promulgada por el presidente Carlos Ibáñez, el 3 de febrero de 1931. De acuerdo a esa ley, los crímenes y simples delitos contra la Seguridad del Estado eran delitos militares, señalando que «serán castigados en conformidad al Código Penal, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 261 del de Justicia Militar». Sancionaba expresamente los crímenes y delitos cometidos «en la persona del Presidente de la República» con penas hasta tres grados superiores según se tratara de una tentativa, delito frustrado o consumado y establecía que estos delitos serían juzgados por tribunales militares, considerando que el tribunal de primera instancia sería el consejo de guerra de más alta graduación. La sentencia sería apelable ante la Corte Marcial correspondiente en el momento de la notificación, no procediendo otro recurso en contra del fallo de la Corte Marcial que el de revisión. En su artículo 10, sin embargo, dejaba establecido que los delitos cometidos por civiles sin asimilación militar, los conocería un ministro de la Corte de Apelaciones respectiva y en segunda instancia el Tribunal en Pleno con excepción de ese ministro.

En el marco de esa ley, la competencia sobre el tribunal correspondiente para los delitos contra la seguridad interior del Estado sería disputada en muchas ocasiones, en particular al concurrir simultáneamente delitos militares. En la sentencia de la Corte Suprema en el caso «José María Fictis y otros, atentado contra la seguridad del Estado», en la que se aplicó la ley 4.935 y el Código de Justicia Militar (art. 13), la Corte Suprema declaró que era competente para conocer de un proceso «por delitos contra la seguridad interior del Estado el correspondiente ministro de la Corte de Apelaciones, no obstante, de aparecer después que uno de los inculpados había también cometido un delito sometido al fuero militar»319.

En la sentencia de este caso, la Corte reflexionó sobre la declaración de incom-petencia del juez debido a la circunstancia de concurrir un delito militar, dado que uno de los inculpados al ser aprehendido agredió con arma de fuego a un carabinero. Revisó la fundamentación del comandante en jefe del Ejército para este caso, en relación con las atribuciones que esta ley otorgaba a los tribunales militares. También analizó la doctrina jurídica sobre la consideración de que un ministro de Corte y la Corte en pleno constituían un tribunal especial para este tipo de casos, «jurisdicción que no pierde tal carácter por el hecho de ser ejercida por funcionarios del orden judicial ordinario»320.

Adicionalmente, señaló que en este caso ambos delitos eran de «jurisdicción especial sometidos unos a los Tribunales Militares en tiempos de Paz (maltrato de obra a un carabinero) y otros a los Tribunales Especiales creados por la ley 4.935»321. La Corte fundamentó su decisión en la historia de la ley, concluyendo que: «Si se atiende a la historia fidedigna del establecimiento de esta ley, se llega necesariamente a la conclusión de que la creación de un Tribunal especial para juzgar a los civiles por delitos contra la seguridad interior del Estado, se inspiró precisamente en el deseo de sustraerlos a la jurisdicción militar»322. Finalmente la Corte resolvió que la competencia pertenecía a la Corte de Apelaciones de La Serena y señaló que se transcribiera esta resolución al comandante en jefe del Ejército323.

La ley 5.091 del 17 de marzo de 1932 estableció que cuando los delitos mencionados fueran cometidos exclusivamente por civiles, sin asimilación militar, «conocerán en primera instancia un Ministro de la Corte de Apelaciones respectiva y en segunda instancia el Tribunal Pleno con exclusión de ese Ministro», ratificando expresamente la doctrina establecida en las sentencias previas de la Corte Suprema basadas en la interpretación del espíritu de la ley 4.935 de 1931324.

La ley 5.091 otorgó al juez sumariante de la Corte de Apelaciones respectiva —como juez de primera instancia— una preeminencia en relación con el fiscal militar y el juez militar en este tipo de casos, cuyas facultades «se entenderán aplicables al Ministro sumariante». Dejaba establecido que las sentencias de primera como de segunda instancia, deberían dictarse en el plazo de tres días, contado desde que el proceso quedara en estado de resolverse. Según la ley, los mismos delitos cometidos «conjuntamente por militares y civiles, serán juzgados por los Tribunales Militares en tiempo de paz, en la forma ordinaria». Independientemente de las particularidades de las sentencias en estos casos, se hace evidente la sensibilidad jurídica y política de los ministros de las Cortes, de los gobiernos, y de los actores políticos respecto de la importancia del rol del Poder Judicial en el mantenimiento del orden público y la seguridad interior del Estado.

Conspiraciones e inestabilidad política

Las conspiraciones se multiplicarían durante 1932. La policía denunció a la justicia del crimen de Valparaíso lo que fue conocido como complot del ropero, que respondió a una conspiración en la que estuvo involucrado Carlos Dávila. El juez estaba dispuesto a llegar «al fondo de las cosas» y en un determinado momento dispuso la detención de Dávila, quien resultó inubicable. Pero el juez se hubo de declarar incompetente por tratarse de un delito de seguridad interior del Estado. Se designó a un ministro de la Corte de Apelaciones. Entonces reapareció Dávila y declaró ante el ministro, permaneciendo detenido algunas horas y luego se ordenaría su libertad incondicional325.

El caso requeriría de una investigación amplia. La sentencia se dictó el 2 de abril de 1932. En ella fueron identificados como responsables Filomeno Cerda y Carlos Brizuela «sindicados de preparar un movimiento contra la seguridad interior del Estado». Los antecedentes sobre este plan obraban en poder de la Sección de Investigaciones. La sentencia detalló cómo se había instalado un armario en el lugar escogido para las reuniones, al interior del cual se introdujo el teniente Carlos Herrera, quien conectaría una alarma para avisar a los demás agentes de Investigaciones. Se describía el plan que se expuso en esa reunión, lo que confirmaría la participación de los acusados en la conspiración para derrocar al Gobierno. La sentencia no incluyó las declaraciones que inculpaban a Dávila, omitiendo también la relación de los acusados con Dávila. Tampoco consideró las declaraciones de Cerda, quien habría dicho que el objetivo del movimiento era la vuelta de Ibáñez al Gobierno, aunque en otro momento se indicaría que se había acordado la «liquidación de Ibáñez»326.

Dávila negó que hubiera propiciado el derrocamiento del Gobierno y Cerda afirmó lo contrario en una audiencia conjunta. El ministro seguiría investigando a otros, entre ellos a Arturo Alessandri, quien negó todo interés y toda participación en el asunto. La sentencia terminó condenando a Cerda y Brizuela a la pena de 6 meses de relegación a la ciudad de Castro por el delito contra la seguridad interior del Estado establecido en el art. 133 del Código Penal. Absolvió a Ramón Álvarez y a Roberto Letelier327.

La apelación acogida por la Corte rectificó la sentencia, modificando el artículo aplicado para determinar el delito. Se estableció que «los hechos de que se trata constituyen una proposición para producir un alzamiento a mano armada, con el fin de privar de sus funciones al Presidente de la República, delito que se encuentra previsto y penado en el art. 125» del mismo Código Penal. Serían los últimos juicios respecto a la seguridad interior del Estado anteriores al decreto ley 50, que regiría como ley de Seguridad Interior del Estado hasta 1937328.

Alfredo Bravo afirmó que ambas sentencias eran erróneas, porque se trataba de una conspiración, aunque el juez decidió no profundizar en ella, ni menos investigar a los miembros del comité revolucionario y sus actividades. La sentencia recayó sobre dos de los participantes y Dávila fue exculpado totalmente.

Así se festinó la única oportunidad que hubiera permitido librar a Chile del más empecinado y peligroso conspirador. Dávila debió salir de aquel proceso derechamente hacia el extrañamiento por un tiempo no inferior a diez años y un día. Era lo que mandaba la ley, imponía la razón y aconsejaba la más elemental previsión patriótica.

Pero la Justicia no hizo justicia. Dijérase que ella, ciega e imparcial como la pintan, se tentó sin embargo de participar también en el deporte tan común en aquellos días, y tan emocionante como poco riesgoso de destruir la única posibilidad de orden y normalización que le restaba al país después del ominoso colapso dictatorial329.

Libertad individual y facultades extraordinarias

Durante la misma época se producirían numerosas detenciones en virtud de las facultades extraordinarias ejercidas por el Ejecutivo. Sería el caso de Eulogio Rojas Mery, por quien se presentó un recurso de amparo el 20 de abril de 1932. El tribunal ofició al ministro del Interior, quien expuso que la medida se tomó de acuerdo a la ley 5.103 de 8 de abril (ley de facultades extraordinarias que declaró en estado de sitio todo el territorio nacional) y que Rojas Mery fue trasladado a Los Vilos por orden del Presidente de la República. Por esta razón fue rechazado el recurso de amparo330.

Apelada esta resolución, la Corte Suprema la confirmó, señalando que no procedía el recurso de amparo contra la resolución del Presidente de la República, que estaba facultado para detener y trasladar personas estando el país en estado de sitio331. Es decir, para los detenidos y trasladados, bajo estado de sitio, no existiría recurso judicial, dado que el Presidente, sin más, tenía la autoridad para detener y trasladar a los ciudadanos. Esta doctrina se mantendría durante el resto del siglo XX, dejando desamparados a los ciudadanos «trasladados» por el Ejecutivo durante los estados de sitio y cuando el Presidente ejerciera las llamadas «facultades extraordinarias» ocasionalmente concedidas por el Congreso.

Otros serían procesados por delitos contra la seguridad interior del Estado vinculados a infracciones de la ley sobre abusos de publicidad. Es ilustrativo el caso de la gobernación de Chañaral, que presentó una denuncia con fecha 31 de mayo de 1932 por publicaciones de prensa que incitaban a carabineros a faltar a sus deberes de obediencia y disciplina y que contenían expresiones injuriosas contra dicha institución.

Los antecedentes de esta denuncia, a juicio del intendente Víctor Igualt, se habían originado en conflictos internos del Partido Radical. En abril, Igualt le informó al ministro del Interior que «el gobernador de Chañaral, el amigo Mitchels, está siendo zurrado allí por correligionarios radicales que creen ver en él actividades políticas para prepararse base electoral personal. Todo eso ha ido a la prensa de la zona y empujan para que las asambleas entren en acción contra el gobernador [...] la quebradura es profunda [...] no he logrado que radicales nerviosos de las asambleas de Copiapó que podían allegarse a la campaña que llevan a los de Chañaral contra el gobernador, apaguen sus majaderías [...]»332.

El conflicto tuvo distintas aristas, pero el gobernador puso atención en la campaña que afectaba a Carabineros en un contexto político particularmente sensible. Había tenido gran publicidad el juicio a los carabineros involucrados en los sucesos de Copiapó y Vallenar de diciembre de 1931 y cuyas sentencias y apelaciones tuvieron lugar durante el mes de abril. En el proceso, el gobernador de Huasco, Aníbal Las Casas, y el intendente Víctor Igualt habían sido acusados por los abogados defensores de los procesados, atribuyéndoles responsabilidad en el desenlace. La acusación no se formalizó y las autoridades no fueron procesadas.

La denuncia del gobernador de Chañaral había generado una contienda de competencia entre el juez de letras del crimen de Chañaral y el juez militar de Antofagasta. La Corte Suprema zanjó la contienda, estableciendo que, tratándose de civiles, la ley aplicada en este caso era la ley 5.091, que definía que estos delitos debían ser conocidos en primera instancia por un ministro de la Corte de Apelaciones, que en este caso era la Corte de Apelaciones de La Serena333.

Otros acontecimientos quitarían publicidad y relevancia a los conflictos locales. El gobierno de Juan Esteban Montero caería el 4 de junio de 1932, fruto de una conspiración en la que aparecían involucrados sectores civiles y militares que pretendían instalar una república socialista en Chile. La conspiración convulsionó a los institutos armados, particularmente a la Fuerza Aérea, como quedó establecido en el proceso judicial que se inició un año más tarde, para determinar las responsabilidades acerca del golpe que destituyó a Montero.

La Armada había decidido meses antes permanecer leal al Gobierno constituido. Pero había quedado establecido en un documento secreto que «... ante un hecho consumado y en bien del país, la Armada no adoptará una actitud aislada, en desacuerdo con la masa de la opinión pública o de las demás fuerzas armadas [...]. La Armada desea mantener ante todo la más estricta disciplina y sustraer a su personal de influencias políticas o de agitadores inescrupulosos»334. El documento numerado y clasificado como secreto fue distribuido en abril de 1932. Se iniciaba con una apreciación política de la situación y daba por hecho que el Presidente sería destituido, fijando todas las medidas a tomar en el caso que eso sucediera, las que se cumplieron escrupulosamente el día 4 de junio. Carabineros puso 500 hombres a disposición del ministro del Interior para defender al Gobierno335. El Presidente, al abandonar La Moneda, declaró:

Ustedes han escuchado que el general Vergara, comandante de las fuerzas de la plaza, me informa que el Ejército se niega a obedecer las órdenes de su jefe constitucional. No tengo elementos para resistir, como eran mi deseo y mi deber. Me retiro ante la imposición de la fuerza.336

Según un reportaje publicado en la prensa, el 4 de junio hubo 3 muertos y 68 heridos337. Una de las primeras medidas de la «República Socialista» fue disolver el Congreso.

Santiago, 6 de junio de 1932. N. 534.

Pongo en conocimiento de V. E. para los fines que procedan, que la Junta de Gobierno ha decretado, con esta fecha, la disolución del Congreso Nacional.

Dios gue, a V. E.

ARTURO PUGA. CARLOS DÁVILA. EUGENIO MATTE H.

A S. E. el Presidente del Senado338.

La Corte Suprema resolvió suspender sus funciones dado que el nuevo Gobierno había declarado respetar la Constitución y las leyes solo en cuanto fueran «compatibles con el nuevo orden de cosas».

El presidente de ese tribunal, Javier Ángel Figueroa, renunció a su cargo339. Figueroa proclamó, el 14 de junio, que «agotada pues la fuente que proporcionaba majestad y vida jurídica al Poder Judicial, me veo comprometido a apartarme del cargo del Presidente de la Corte Suprema»340. Pedro Fajardo, el ministro de Justicia nombrado por la Junta de Gobierno, declaró que «el Poder Judicial será depurado, pero que la reorganización estará a cargo del órgano correspondiente del mismo Poder Judicial»341. La Corte de Apelaciones de Santiago acordó no pronunciarse y facilitar la suspensión de las causas mientras se mantuviera la abstención de los abogados342.

La Junta que pretendió instalar la República Socialista duró pocos días343. No pudo sobrevivir a las divisiones ideológicas y personales internas, a la oposición de los gobiernos de Estados Unidos (que no reconoció a la Junta), Inglaterra y Francia, y al anticomunismo del Ejército. Terminó bruscamente el 16 de junio. Efectivos del regimiento Buin al mando de los mayores Julio Labbé Jaramillo y Alfredo Espinoza emplazaron ametralladoras frente a La Moneda, desde la plaza de la Constitución. La Junta se intentó defender apostando tropas del regimiento Cazadores al mando del comandante Heraclio Gómez344. Cientos de personas fueron detenidas en distintas ciudades del país. Se incluyeron entre ellas a ministros del régimen destituido hasta dirigentes comunistas, militantes socialistas, anarquistas y gente sin partido. Elías Lafferte, secretario general de la FOCH a la época, relata en sus memorias que estuvo escondido desde «el fin de junio, julio y agosto, trabajando en distintas formas contra la dictadura de Dávila», pero fue detenido por Alberto Rencoret, el subprefecto de Valparaíso en compañía de Marcos Chamudes345.

El abogado Jorge Jiles había presentado recurso de amparo en favor nuestro y un día, en el patio cinco de la cárcel, nos anunció que éstos habían sido acogidos por la justicia y que íbamos a ser puestos en libertad. Pero el alcaide, un señor Ponce, dijo que él no nos dejaba libres, aunque recibiera veinte oficios de la Corte. Yo solo le obedezco a mi capitán Lazo, agregó346.

Relata Lafferte que los enviaron a la Isla Mocha. Identificó, entre los más de cien detenidos allí, a Galo González, Juan Chacón Corona, la tipógrafa de Antofagasta, Inés Infante, Astolfo Tapia y Óscar Waiss, sometidos a condiciones de hacinamiento intolerables y a una «alimentación infecta». Su permanencia en el lugar duró once días.

La primera «República Socialista» fue derrocada por el Ejército, le siguieron las tres juntas de gobierno ya mencionadas y la presidencia provisional, autodeclarada, de Carlos Dávila, hasta el 13 de septiembre347. En este contexto, fue promulgado, el 21 de junio, el decreto ley 50, de Seguridad Interior del Estado.