Buch lesen: «Historia crítica de la literatura chilena», Seite 6

Schriftart:
Construcción de la nación y literatura nacional

«Identidad», costumbres y experiencia de la nación

Jaime Concha

«Los caracteres nacionales de que se envanece cada nación europea son muy de ordinario sus defectos». Unamuno, En torno al casticismo «El pasado es un país extranjero…» Leslie P. Hartley, The Go-Between

1. Introducción

Hablar de la identidad nacional es como hablar del tiempo según San Agustín. Para el autor de las Confesiones, si no se inquiere sobre el tiempo todo resulta claro, no hay problema alguno, el tiempo fluye natural y regularmente con la inmediatez y familiaridad que son las suyas. Si, en cambio, preguntamos en qué consiste, cuál es su naturaleza, etc., haciéndolo objeto de reflexión, todo se complica y entramos inevitablemente en un terreno de dudas, perplejidades y contradicciones7. Lo mismo parece ocurrir con la llamada identidad nacional. Gestos, modos de hablar, rasgos idiosincráticos, preferencias y, sobre todo prejuicios se reconocen fácilmente como parte del retrato de un país determinado. Si averiguamos, sin embargo, por el ser de esa supuesta identidad nacional y tratamos de conceptualizarla, entonces la solución se nos aleja bordeando lo imposible. Parodiando un poco, aunque no demasiado, podría decirse que no hay «intuición categorial» del excedente identitario más allá de los detalles particulares percibidos. Acabo de ver un programa de televisión en que un grupo de chilenos residentes en Australia despliega una bandera tricolor gritando «¡Viva Chile!». No cabe duda: estamos ante compatriotas que se sienten chilenos. Grupo, objeto y exclamación articulan un sencillo mensaje, un rito elemental de pertenencia. Pero, aparte de la fe primaria expresada en el acto performativo, ¿a qué se refiere realmente tal símbolo, tal grito? ¿Cuál es el significado y el contenido de esa adhesión en cuerpo y alma al cuerpo místico de la nación proclamada allá lejos, en las mismas antípodas?

Desde 1980 más o menos, el tema de la identidad en sus varias manifestaciones y, en particular, de las identidades étnicas y nacionales ha invadido el campo de los estudios culturales, acaparando la discusión teórica y dando origen a numerosos, inacabables y aburridos artículos y monografías. Procesos, fenómenos, estructuras sociales que antes eran estudiados a partir de otros criterios (genealógicos, de linaje, estamentales, de clase, entre muchos otros) ingresan ahora en la esfera del análisis identitario, con premisas intelectuales distintas y con resultados casi siempre divergentes8. Otra mirada sobre lo social ha venido a imponerse, otra concepción ideológica del sujeto colectivo es la que tiende a imperar. A veces uno se pregunta si tras tanto prurito y preocupación por la identidad no habrá un simple resabio psicológico, no del todo expurgado, transferido al marco de lo social sin mediación alguna. Es como si el individuo, perdido en el ubicuo gregarismo ambiente, sólo pudiera hallar una individualidad sustitutiva y compensatoria en una identidad de grupo. Aunque sería injusto y de hecho inexacto juzgar la actual problemática como mera proyección de la identidad individual, no sería difícil comprobar que muchos elementos en ella dependen todavía de los análisis clásicos del empirismo inglés, los de Locke y de Hume. Las ciencias sociales no han logrado arrancar su elaboración de una matriz filosófica que, a la postre, se mantiene en ellas empobrecida, a menudo desvirtuada. «No existe, por lo tanto, un concepto claro de identidad… en sociología», estipula un prestigioso diccionario especializado (Scott y Marshall: 289). Es una confesión profesional honesta que habría que tener en cuenta. Obviamente, es imposible resistir a la corriente y a las mareas de hoy que han hecho, de un tema de moda, una obsesión académica altamente contagiosa, alcanzando ribetes de verdadero camelo intelectual9. Esta proliferación pudiera hallar su justificación objetiva en el actual período o época de globalización, al calor del acervo de ideologías posmodernistas y en medio del torbellino de las migraciones intra e intercontinentales en que las identidades se frotan y contrastan entre sí, se refuerzan a veces y en otras simplemente se extinguen, mimetizadas en la nueva colectividad receptora. «Alejandrinismo» ubicuo, sin duda, en lo lingüístico, en lo cultural, en lo étnico y en otros planos, ya no con una sola Alejandría egipcia, sino con múltiples cosmópolis regadas a lo ancho del planeta, con una diáspora no sólo judía sino torrencialmente multirracial y multi-religiosa, y con filósofos que ya no enseñan en Roma, sino que imparten la «buena nueva» del siglo XXI desde centros académicos anglosajones10. Un gran nimbo «alejandrino» lo atraviesa todo, repartiendo sus brillantes colores a pesar de la crisis. Al final no sabemos bien si se trata de un arcoíris después de la tormenta o de la luz en un Arca de Neón en que todo cabe, en pos y con rumbo a la torre de Babel. El presente contexto, tanto mundial como nacional, difiere sobremanera de desarrollos anteriores.

Si bien Chile careció, durante la primera mitad del siglo XX, de filosofías de lo mexicano (Ramos, Paz) o del énfasis en la argentinidad de nuestros vecinos (Martínez Estrada, Mallea, Marechal) de la que tanto se reiría Cortázar, no fuimos totalmente inmunes a la plaga. A comienzos de siglo con Nicolás Palacios y su famosa Raza Chilena (a la cual haría pendant, con un aire más espiritual, el Alma Chilena de la antología póstuma de Pezoa), y en medio de la crisis de los años veinte con Alberto Cabero y otros autores, también hicimos nuestros «pinitos» en materia de chilenidad. El caudal de ideas se agolpa naturalmente, exacerbándose con la Generación del 38, juzgada con razón como un epítome del nacionalismo de los 30, pues se dedica a indagar nuestras raíces e inexistentes esencias nacionales. Chile o una loca geografía (1940), el hermoso libro de Benjamín Subercaseaux, está lleno de cosas «chilenas» que se anuncian y pronuncian sin vergüenza, recibiendo incluso un aval por parte de Gabriela Mistral (en «Contadores de patrias», prólogo de 1941). Ahora bien, hay que considerar que estos dos contextos –el nacionalista del de principios del siglo XX y el vigente en la globalización de hoy– son del todo heterogéneos al país republicano del XIX, ya que el sujeto histórico definitivamente no es el mismo. Entre el Chile que está en proceso de formación nacional, un Chile que deja de ser sustancialmente oligárquico y da paso a las luchas populares, y el Chile neoliberal de las últimas décadas hay sólo coincidencia de nombre y una perfecta discontinuidad de hecho; en suma, una absoluta falta de identidad. Mejor: hay sólo una secuencia o sucesión de alteridades. Esta confusión nominalista, siempre posible y de la cual resulta arduo escapar, no debe hacernos olvidar el contexto específico y el sujeto nacional alentados en la obra de Blest Gana, incuestionablemente nuestro mayor novelista, a quien he elegido como mirador privilegiado para observar el nacimiento de una conciencia nacional. Puedo errar, pero nunca he visto en Blest Gana la noción de «identidad», por lo menos de un modo relevante y marcado con las asociaciones de hoy. Esto ya de por sí es bastante decidor. Que una obra tan inmensa, variada y abarcadora como la suya esté exenta de la manía identitaria me parece uno de los síntomas más saludables existente en nuestro mejor pasado histórico. Por esto mismo, el título de este trabajo pone entre comillas el término de marras, tachándolo de entrada como una noción anacrónica e inservible. En Chile, la llamada «identidad nacional» ni siquiera alcanza a ser una construcción cultural; es apenas un sistema de prejuicios (positivos y negativos) articulados ideológicamente de la peor manera posible. Uso a continuación textos y pasajes menos estudiados, entendiendo que sus grandes novelas –Martín Rivas, Durante la Reconquista, etc.– ya han sido suficientemente comentadas desde el ángulo de la conciencia nacional. Los caracteres burgueses en una y los héroes populares de la otra representan el necesario contrapeso a lo que sigue. Al mismo tiempo, he multiplicado las citas del autor, no sólo como evidencia textual de lo que planteo, sino para estimular el interés por un escritor que cada vez leemos menos. Blest Gana merece que se lo conozca mejor y que se exploren repliegues de su obra que no calzan con la imagen más bien fija y convencional que de él se tiene. A la vez, una mirada rápida al diario juvenil de un compañero de generación, Benjamín Vicuña Mackenna, permitirá comprobar hasta qué punto confluyen dos apreciaciones de una patria en pañales.

2. Una novela temprana (1858)

Si hay algún término que pudiera equivaler en el siglo XIX y en la obra de Blest Gana a lo que hoy se entiende por identidad, el candidato más plausible sería seguramente el de «costumbres». Más que un conjunto de cualidades permanentes, lo que singulariza a una sociedad es una suma de costumbres que se practican en un tiempo y lugar determinados, tan cambiantes como la piel de sus usuarios. En el autor chileno ellas poseen un puesto destacado tanto por la significación central que adquieren en su proyecto narrativo, como por la constante atención que les dedica en todas y en cada una de sus novelas. Es fácil recordar que la principal, Martín Rivas, se subtitula justamente: «Novela de costumbres político-sociales». Pero no hay sólo eso. Cualquier lector se da cuenta que la descripción de costumbres –en el doble sentido, un poco oscilante, de moeurs y coutumes, de mores y consuetudines propiamente tales: hábitos y caracteres, por un lado, prácticas y ritos sociales, por otro– constituye uno de sus métodos preferidos para explorar aspectos del país, franjas enteras de la sociedad y los cambios que no dejan de experimentar.

En todo ello, sin duda, el modelo lo habían suministrado, en gran escala y con fuerza insuperable, Scott y Balzac. En varias novelas del primero, de las cuales hay constancia que leyó (Ivanhoe, El anticuario, La novia de Lammermoor), el efecto del tiempo sobre las costumbres locales y regionales es un núcleo vital de la narración. En el segundo, como es bien sabido, casi todos sus relatos se abren con pórticos o introducciones que, para situar la acción, necesitan pintar previamente las transformaciones que el tiempo (la historia, las revoluciones) y el espacio (topografías, remodelaciones urbanas) han acarreado en el grupo humano y en su contexto material correspondiente. Desde 1830 hasta su muerte, Balzac no hace sino rememorar «la Francia de antaño» (La femme abandonée: 463) y llevarnos de la mano por su gente a través del país como un verdadero «arqueólogo moral» (Béatrix: 638), es decir, viajero y observador de viejas costumbres desvanecidas. Ese ojo balzaciano, su manifiesta sensibilidad para las mutaciones de la nación, con todo lo que estas comportan de pérdida y novedades (usos, estilos, modas), es algo que Blest Gana hereda de quienes probablemente fueron sus máximos héroes literarios.

Aun antes de formular su proyecto narrativo en los años sesenta, en lo que podríamos llamar su prehistoria narrativa de la década anterior, se muestra ya en Blest Gana una aguda percepción para el cambio histórico: cambio de modas, de lugares y ambientes, de especies de comida y de formas de diversión, etc. En quizás uno de sus mejores relatos de esa época, El primer amor (1858), vemos este cuadro que reúne una serie muy completa de observaciones sobre la metamorfosis experimentada por Santiago11:

Los amantes de esas fiestas tradicionales que conservan los pueblos perpetuando los usos de pasadas generaciones, recuerdan todavía con entusiasmo los exaltados regocijos a que se entregaba nuestra buena población santiaguina en la llamada Noche Buena que precede a la Pascua de Natividad. Y al volver la memoria hacia mejores tiempos, deploran con cívico desconsuelo que la autoridad haya intervenido en los placeres del soberano de la nación aboliendo aquellos que, con prejuicio de la gente pacífica, hacían resonar su descompuesta algazara por todos los ámbitos de nuestra dilatada capital.

Ya por los años de 1850 apenas subsistían confusos recuerdos de aquellas festivas reuniones de gente armada con mil variados instrumentos […].

La inquieta suspicacia, que de ordinario vela en el corazón de todo gobierno, hizo entrever en aquellas fiestas populares el pretexto de una sedición en épocas de crisis políticas. Temióse, y con razón, que esas formidables masas de artesanos y vagos cambiasen un día sus instrumentos de fiesta por las mortíferas armas de revolucionarios y viniesen valiéndose de aquella inveterada costumbre a formar legiones agresoras y amenazantes donde en otro tiempo se organizaban pacíficas patrullas de ciudadanos alegres. Destruyóse, pues, la celebración en la Alameda de aquellos nocturnos regocijos y dejóse sólo a la plaza de Abastos el cuidado de contener en su recinto a toda esa gente diseminada que, reunida en ese centro común, era mucho más fácil de custodiar (25-26).

El pasaje transcrito permite varias observaciones de interés para nuestro tema. Como lo practicará posteriormente en sus novelas más difundidas, ya en este texto temprano Blest Gana se dedica a observar con simpatía las formas de diversión colectivas existentes (o que dejan de existir) en el país. Su esfera de atención son las fiestas y el entretenimiento de la gente, no la actividad laboral o las manifestaciones del trabajo. Esto lo lleva a valorar puntos bien definidos en el tiempo, lugares precisos en el espacio. Aquí se trata de una festividad religiosa que se presenta más bien como un hecho cívico. El liberal que había en él, y que ya se le había hecho carne después de las rebeliones anti-monttinas, ve a lo sumo en la religión un instrumento de buen gobierno republicano. El lugar no es otro que el centro de Santiago y las transformaciones que requiere a medida que transcurren los años, en virtud de la cambiante demografía social de la ciudad. Blest Gana anota con justeza que toda su nueva topografía responde a exigencias de una autoridad que busca controlar la desigualdad social reinante en el país. El espacio público sólo materializa la voluntad de una élite que distribuye alegrías y regocijos de acuerdo a las conveniencias del control político. Para la mirada del autor, las costumbres significativas son sobre todo las del pueblo. Estas se desplazan, se trasmutan, pero siguen constituyendo la columna vertebral de la nación. El poder del Estado sólo interviene para impedir los posibles desbordes. Las leyes, los decretos, las disposiciones gubernamentales son algo exterior que deforma el espíritu colectivo de la nación en favor de un grupúsculo de favorecidos. Este panorama festivo, que ya en 1858 empieza a ser ángulo preferido en el arte del autor, se enriquecerá palpablemente en sus novelas posteriores. Además de las conocidas escenas nacionales y populares de Martín Rivas, bien comentadas por la crítica, basta hojear El ideal de un calavera para aquilatar su relevancia en el hacer narrativo de Blest Gana.

3. Los bueyes y los Andes (1863)

En su relato de 1863, El ideal de un calavera, la visión se articula con mayor amplitud y con una clara lógica de composición desde los cuadros de la naturaleza dominantes en la primera parte («Escenas del campo») hasta los pasajes extensos, a veces capítulos completos dedicados a las celebraciones patrióticas («Los calaveras», segunda parte). En el intersticio entre las dos secciones se sitúa la transición de lo rural a la capital, mediante una gran perspectiva que acentúa la desproporción entre la majestad cordillerana y la vida feudal enquistada en el país. En pleno acuerdo con la división tripartita de la novela (la «Conclusión» busca sólo actualizar el fondo histórico del relato), el paso del campo a la ciudad subraya la debilidad inveterada de la sociedad chilena. Mirando más de cerca cada uno de estos momentos, es posible entrever algo así como una visión proto-nacional, muy crítica, que ya empieza a insinuarse en la obra de Blest Gana.

En el primer momento, el héroe romántico de El ideal, Abelardo Manrique, visita y conoce a quien será su amada, Inés Arboleda, viajando desde su pobre fundo, «El Maitén», hasta «El Trébol», hacienda mayor recientemente adquirida por el pater familias. Siguiendo una técnica, casi manía, que Blest Gana ha practicado en sus novelas previas, el héroe sentimental y su ideal amoroso quedan engarzados en un anagrama más o menos evidente: Abelardo/Arboleda. El espacio de encuentro entre ellos es la huerta, donde todo adquiere, en escenas extrañamente reminiscentes (capítulos III, IV y V), el tono del idilio en un Edén criollo. Reina ahí el «concierto de la naturaleza» (24). El viejo paraíso amoroso, lugar de infancia de Abelardo (un poco a la manera de la poesía romántica de Lamartine o del romance regionalista de Isaacs), reviste aquí tintes locales, cuasi costumbristas. La paisajística del siglo XIX, que no alcanzó a cuajar en la pintura propiamente tal (salvo en creaciones esporádicas de artistas europeos), halla en estos cuadros una plasmación romántico-nacional llena de color con las cosas del campo chileno: pájaros, árboles, hierbas. Tras ellos se vislumbra la reverberación histórica cuando, en una notable descripción de la casa-hacienda, se ve a esta como heredera del «coloniaje», en una especie de arquitectura natural (22 y 23; subrayado del autor). El pincel de Blest Gana, que «burla burlando», sitúa la mansión entre un oratorio y campanario a la derecha, y «la bodega, un granero y un pajar» a la izquierda (23). ¡Lo rural es palmario, no quita lo creyente! Es fácil percibir en estas páginas la habilidad del autor para comprimir en un núcleo concreto y funcional una serie de valencias nacionales, agrarias en este caso, con toda una filosofía de la historia que abunda en la novelística liberal de la época, tanto en Europa como en América Latina12. La escena del rodeo, más típica, es un cuadro de costumbres tradicional que ilustra el panorama campesino dominante en la sección, mostrando una óptica liberal –urbana y ciudadana– que una vez más tiende a enjuiciar lo contemplado. El reflejo intertextual con los duelos y torneos de Ivanhoe es más que sugestivo, si es que no invento la conexión. Todo esto culminará en el episodio de la «meica» que cura a un Abelardo accidentado y enfermo. Lo brutal de las costumbres y la medicina arcaica y supersticiosa se suman para fijar el contorno atrasado y oligárquico del sector gobernante. Y hay quizás más de una ironía en el hecho de que sea la «médica popular» la trasmisora, a través de cartas y mensajes, del incipiente romance entre los jóvenes.

El siguiente momento, como decíamos, es transicional. Se sitúa al inicio de la segunda parte y consiste en el desplazamiento de la familia Basquiñuelas

–representativa del medio pelo– por los caminos rurales aledaños a Santiago. El pasaje tiene el relieve de una gran obertura y no deja de tener semejanza con el célebre inicio de Durante la Reconquista. Aunque algo extenso, se justifica apreciarlo en su integridad:

El camino que saliendo a Santiago hacia el oriente se dirige a la vecina cordillera ha sido siempre pintoresco.

Bien sea al principiar, deslindando al Norte por la línea extensa del Tajamar, que opone una valla a las frecuentes creces del Mapocho, y al Sur por los viejos edificios que pierden su aspecto de tristeza en medio del verde follaje de los frondosos árboles que los rodean; bien sea más afuera, limitado por las tapias de los potreros y por las cercas vivas de arbustos entrelazados, este camino tiene siempre a su frente el magnífico panorama de la cordillera, en cuyas nieves eternas van a mirarse los primeros rayos del sol como en un espejo que les devuelve su imagen engalanada de los colores del iris.

No se ocupaban de ese grandioso espectáculo de la cordillera, que nos contentamos con señalar en dos palabras, cuatro personas que iban por ese camino en un carretón tirado por una yunta de bueyes.

Los Andes y las nieves serán eternos, y eterno también será el sublime espectáculo que ofrecen a la vista del santiaguino indiferente. Por esto nos dispensamos de una descripción que los amantes del paisaje literario, si así puede llamarse este género descriptivo, habrían encontrado oportuna al frente de esta segunda parte de nuestra historia.

Pero como los caracteres no parecen tener la estabilidad de los Andes, puesto que con su casi total desaparición han probado que adolecen del carácter de transitorios que hacen tan efímeras las obras del hombre, nos detendremos un instante a contemplar la que, como dijimos, salía de Santiago con algunas personas, tirado por una yunta de bueyes (107-8)13.

El formidable contraste entre la naturaleza y el hombre, entre la magna cordillera y esa lenta yunta de bueyes que apenas se mueve, lo dice todo. Siguiendo el parangón que recientemente sugeríamos, podría decirse que, así como el comienzo de su novela épica muestra el alba y el sol de la Independencia en plena Reconquista española, El ideal –relato enclavado en el siniestro ambiente portaliano– fija de modo indeleble el destino del país. En esta imagen de bueyes cabizbajos, sometidos al yugo, hay una imagen perfecta –perfectamente oligárquica– de la sociedad chilena tal como la ve Blest Gana en el momento de su novela. Con la distancia de más de un cuarto de siglo, el liberal de 1863 ve que la altura de los Andes, con su libertad y soberanía, resulta humillada, envilecida en el carretón rural que sólo expresa servidumbre y torpor de vida. Es un símbolo expresivo de lo desandado por el país desde Lircay.

Más ricos y variados, más «blestganianos» de cierto modo, resultan los incidentes que tienen lugar en la capital, casi todos los cuales se refieren a fiestas patrióticas y a ritos nacionales. Esto se enmarca en un contexto en que chilenos ya viejos hablan con frivolidad y desesenfado de la gesta de la Independencia. En esta, O’Higgins y San Martín salen siempre mal parados; son próceres sin pedestal. Un ejemplo bastará:

El único que todavía no había concluido de almorzar era don Raimundo, que estaba en su segunda taza de chocolate y refería, entre sorbo y sorbo, la entrada de O’Higgins y San Martín a Santiago, después de Cancha Rayada.

–El Director Supremo –decía– llegó con una mano herida, me parece que lo estoy viendo, y el General San…

–Esos hombres que nos daban patria –dijo, interrumpiéndole, Felipe Solama, que era carrerino– debían más tarde forjar, a la sombra de su popularidad, la cadena del despotismo, que hace retroceder a la humanidad a los tiempos primitivos.

–¡Vea lo que son las cosas! –exclamó doña Dolores–, yo quería ponerle Primitivo a Cayetanito, porque cuando estaba embarazada… (vol. II, 127-8).

Lo frívolo, lo retórico y lo banal se mezclan indiscerniblemente. Entre el chocolate de un burócrata senil y el rosario de embarazos de su cónyuge se comenta la Independencia, la que además se ve con los colores de la división interna y como fase que prepararía la noche portaliana. Con técnicas que van a serle habituales al autor, las del diálogo cruzado o entrelazado, surge una visión cómica, paródica incluso, que recalca el fuerte retroceso del país entre lo que la Independencia auguraba (Durante la Reconquista) y la caída e inmersión en la tiranía portaliana (El ideal y mucho después, más crudamente, El loco Estero).

Junto a varias escenas que refuerzan el gusto del autor por los festejos populares (bailes familiares, la Navidad con las dudosas artesanías de la creatividad local), el cuerpo principal de la novela exacerba este tipo de contrastes y fija de un modo nítido la perspectiva del autor. Los jóvenes, que antes se han encontrado en un huerto rural, se reencuentran ahora en la sala de guardia del palacio presidencial, es decir, en el corazón del Estado portaliano, que mostrará su extrema brutalidad en prácticas policiales y represivas directamente propiciadas por el Ministro. En esto, el novelista coincide por completo, en el plano de la ficción, con lo que un historiador tan moderado como Diego Barros Arana denuncia por igual: voto manipulado, apaleos y torturas, destierros, licenciamientos forzados, vigilancia y espionaje –todos abusos con que se construye nuestro gran Chile republicano después de Lircay14. Por ello, la escena del teatro, con su marcada vena satírica, expresa a las claras la amarga ironía del autor. En ella se oye cantar el himno nacional en medio de una algarabía mayúscula:

–De la pretina… –alcanzaba a oír que le decía Sinforosa, alargando los labios.

–Como una culebra… –oía decir a doña Dolores […].

–Felizmente… la Dolores… calzones… –eran palabras que, salidas con otras del gaznate de don Cayetano, llegaban también a los oídos mezcladas con las anteriores, a través de las voces que cantaban:

«Que la tumba será de los libres

O el asilo CONTRA la opresión»

y a través también de los furiosos golpes que el bombo hacía retumbar atronando los ámbitos del teatro […].

En medio de esta algazara entraron al teatro y subieron a los palcos Manríquez, Solama y Miraflores, que pasaron junto al grupo que formaban don Lino, don Cayetano y su comitiva entonando con estentóreas voces los versos del coro:

«Que la tumba será de los libres

O el asilo CONTRA la opresión» (vol. III, 285-6).

Es obvio que tampoco nuestro canto nacional sale muy bien parado. De hecho, en la percepción de las cosas nuestras, lo único que se salva, a juicio del narrador, es la zamacueca, que al parecer se bailaba en ese tiempo con gracia y picardía (144). Todo lo demás resulta ensuciado, degradado por el régimen portaliano. El veni, vidi, vici del Ministro dejaría un legado nefasto en el país, según Blest Gana. Pero, claro, tuvo también sus Idus y le llegó también su Bruto, como la novela se complace en escenificar.