Buch lesen: «Misericordia», Seite 18

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XXXVII

No queriendo ser Obdulia inferior a su cuñada, ni aparecer en la casa con menos autoridad y mangoneo que la intrusa chulita, dijo a su madre que no podrían arreglarse decorosamente con una criada para todo, y pues Juliana impuso la cocinera, ella imponía la doncella… ¡así! Discutieron un rato, y tales razones dio la niña en apoyo de la nueva funcionaria, que no tuvo más remedio Doña Francisca que reconocer su necesidad. Sí, sí: ¿cómo se habían de pasar sin doncella? Para desempeñar cargo tan importante, había elegido ya Obdulia a una muchacha finísima educada en el servicio de casas grandes, y que se hallaba libre a la sazón, viviendo con la familia del dorador y adornista de la Empresa fúnebre. Llamábase Daniela, era una preciosidad por la figura, y un portento de actividad hacendosa. En fin, que Doña Paca, con tal pintura, deseaba que fuese pronto la doncella fina para recrearse en el servicio que le había de prestar.

Por la noche llegó Hilaria, que se inauguró dando a Doña Francisca un recado de Juliana, el cual parecía más bien una orden. Decía su prima que no pensara la señora en hacer más compras, y que cuando notase la falta de alguna cosa necesaria, le avisase a ella, que sabía como nadie tratar el género, y sacarlo bueno y arreglado. Ítem: que reservase la señora la mitad lo menos del dinero de la pensión, para ir desempeñando las infinitas prendas de ropa y objetos diversos que estaban en Peñíscola, dando la preferencia a las papeletas cuyo vencimiento estuviese al caer, y así en pocos meses podría recobrar sin fin de cosas de mucha utilidad. Celebró Doña Paca la feliz advertencia de Juliana, que era la previsión misma, y ofreció seguirla puntualmente, o más bien obedecerla. Como tenía la cabeza tan mareada, efecto de los inauditos acontecimientos de aquellos días, de la ausencia de Benina, y ¿por qué no decirlo? del olor de las flores que embalsamaban la casa, no le había pasado por las mientes el revisar las resmas de papeletas que en varios cartapacios guardaba como oro en paño. Pero ya lo haría, sí señora, ya lo haría… y si Juliana quería encargarse de comisión tan fastidiosa como el desempeñar, mejor que mejor. Contestó la nueva cocinera que lo mismo servía ella para el caso que su prima, y acto continuo empezó a disponer la cena, que fue muy del gusto de Doña Paca y de Obdulia.

Al día siguiente se agregó a la familia la doncella; y tan necesarios creían hija y madre sus servicios, que ambas se maravillaban de haber vivido tanto tiempo sin echarlos de menos. El éxito de Daniela el primer día fue, pues, tan franco y notorio como el de Hilaria. Todo lo hacía bien, con arte y presteza, adivinando los gustos y deseos de las señoras para satisfacerlos al instante. ¡Y qué buenos modos, qué dulce agrado, qué humildad y ganas de complacer! Diríase que una y otra joven trabajaban desafiadas y en competencia, apostando a cuál conquistaría más pronto la voluntad de sus amas. Doña Francisca estaba en sus glorias, y lo único que la afligía era la estrechez de la habitación, en la cual las cuatro mujeres apenas podían revolverse.

Juliana, la verdad sea dicha, no vio con buenos ojos la entrada de la doncella, que maldita la falta que hacía; pero por no chocar tan pronto, no dijo nada, reservándose el propósito de plantarla en la calle cuando se consolidase un poco más el dominio que había empezado a ejercer. En otras materias aconsejó y llevó a la práctica disposiciones tan atinadas, que la misma Obdulia hubo de reconocerla como maestra en arte de gobierno. Ocupábanse además en buscarles casa; pero con tales condiciones de comodidad, ventilación y baratura la quería, que no era fácil decidirse hasta no revolver bien todo Madrid. Claro es que Frasquito ya se había ido con viento fresco a su casa de pupilos (Concepción Jerónima, 37), y tan contento el hombre. No tenía Doña Paca habitación para él, y aun acomodarle en el pasillo habría sido difícil, por estar lleno de plantas tropicales y alpestres; además, no era pertinente ni decoroso que un señor reputado por elegante y algo calavera, viviese en compañía de cuatro mujeres solas, tres de las cuales eran jóvenes y bonitas. Fiel a la estimación que a Doña Francisca debía, la visitaba Ponte diariamente mañana y tarde, y un sábado anunció para el siguiente domingo la excursión al Pardo, en que se proponía reverdecer sus aficiones y habilidades caballerescas.

¡Con qué placer y curiosidad salieron las cuatro al balcón prestado del vecino para ver al jinete! Pasó muy gallardo y tieso en un caballote grandísimo, y saludó y dio varias vueltas, parando el caballo y haciendo mil monerías. Agitaba Obdulia su pañuelo, y Doña Paca, en la efusión de su amistoso cariño, no pudo menos de gritarle desde arriba: «Por Dios, Frasquito, tenga mucho cuidado con esa bestia, no vaya a tirarle al suelo y a darnos un disgusto».

Picó espuelas el diestro jinete, trotando hacia la calle de Toledo para tomar la de Segovia y seguir por la Ronda hasta incorporarse con sus amigos en la Puerta de San Vicente. Cuatro jóvenes de buen humor formaban con Antonio Zapata la partida de ciclistas en aquella excursión alegre, y en cuanto divisaron a Ponte y su gigantesca cabalgadura, saludáronle con vítores y cuchufletas. Antes de partir en dirección a la Puerta de Hierro, hablaron Frasquito y Zapata del asunto que principalmente les reunía, diciendo este que al fin, con no pocas dificultades, había conseguido la orden para que fuesen puestos en libertad Benina y su moro. Partieron gozosos, y a lo largo de la carretera empezó el match entre el jinete del caballo de carne y los del de hierro, animándose y provocándose recíprocamente con alegres voces e imprecaciones familiares. Uno de los ciclistas, que era campeón laureado, iba y venía, adelantándose a los otros, y todos corrían más veloces que el jamelgo de Frasquito, quien tenía buen cuidado de no hacer locuras, manteniéndose en un paso y trote moderados.

Nada les ocurrió en el viaje de ida. Reunidos allá con Polidura y otros amigos pedestres, que habían salido con la fresca, almorzaron gozosos, pagando por mitad, según convenio, Frasquito y Antonio; visitaron rápidamente el recogimiento de pobres, sacaron a los cautivos, y a la tarde se volvieron a Madrid, echando por delante a Benina y Almudena. No quiso Dios que la vuelta fuese tan feliz como la ida, porque uno de los ciclistas, llamado, y no por mal nombre, Pedro Minio, de la piel del diablo, había empinado el codo más de la cuenta en el almuerzo, y dio en hacer gracias con la máquina, metiéndose y sacándose por angosturas peligrosas, hasta que en uno de aquellos pasos fue a estrellarse contra un árbol, y se estropeó una mano y un pie, quedándose inutilizado para continuar pedaleando. No pararon aquí las desdichas, y más acá de la Puerta de Hierro, ya cerca de los Viveros, el corcel de Frasquito, que sin duda estaba ya cargado del vertiginoso girar con que las bicicletas pasaban y repasaban delante de sus ojos, sintiéndose además mal gobernado, quiso emanciparse de un jinete ridículo y fastidioso. Pasaron unas carretas de bueyes con carga de retama y carrasca para los hornos de Madrid, y ya fuera que se espantase el jaco, ya que fingiera el espanto, ello es que empezó a dar botes y más botes, hasta que logró despedir hacia las nubes a su elegante caballero. Cayó el pobre Ponte como un saco medio vacío, y en el suelo se quedó inmóvil, hasta que acudieron sus amigos a levantarle. Herida no tenía, y por fortuna tampoco sufrió golpe de cuidado en la cabeza, porque conservaba su conocimiento, y en cuanto le pusieron en pie empezó a dar voces, rojo como un pavo, apostrofando al carretero que, según él, había tenido la culpa del siniestro. Aprovechando la confusión, el caballo, ansioso de libertad, escapó desbocado hacia Madrid, sin dejarse coger de los transeúntes que lo intentaron, y en pocos minutos Zapata y sus amigos le perdieron de vista.

Ya habían traspuesto Benina y Almudena, en su tarda andadura, la línea de los Viveros, cuando la anciana vio pasar veloz como el viento, el jamelgo de Ponte, y comprendió lo que había pasado. Ya se lo temía ella, porque no estaba Frasquito para tales bromas, ni su edad le consentía tan ridículos alardes de presunción. Mas no quiso detenerse a saber lo cierto del lance, porque anhelaba llegar pronto a Madrid para que descansase Almudena, que sufría de calenturas y se hallaba extenuado. Paso a paso avanzaron en su camino, y en la Puerta de San Vicente, ya cerca de anochecido, sentáronse a descansar, esperando ver pasar a los expedicionarios con la víctima en una parihuela. Pero no viéndoles en más de media hora que allí estuvieron, continuaron su camino por la Virgen del Puerto, con ánimo de subir a la calle Imperial por la de Segovia. En lastimoso estado iban los dos: Benina descalza, desgarrada y sucia la negra ropa; el moro envejecido, la cara verde y macilenta; uno y otro revelando en sus demacrados rostros el hambre que habían padecido, la opresión y tristeza del forzado encierro en lo que más parece mazmorra que hospicio.

No podía apartar la Nina de su pensamiento la imagen de Doña Paca, ni cesaba de figurarse, ya de un modo, ya de otro, el acogimiento que en su casa tendría. A ratos esperaba ser recibida con júbilo; a ratos temía encontrar a Doña Francisca furiosa por el aquel de haber ella pedido limosna, y, sobre todo, por andar con un moro. Pero nada ponía tanta confusión y barullo en su mente como la idea de las novedades que había de encontrar en la familia, según Antonio con vagas referencias le dijera al salir del Pardo. ¡Doña Paca, y él, y Obdulia eran ricos! ¿Cómo? Ello fue cosa súbita, traída de la noche a la mañana por D. Romualdo… ¡Vaya con Don Romualdo! Le había inventado ella, y de los senos obscuros de la invención salía persona de verdad, haciendo milagros, trayendo riquezas, y convirtiendo en realidades los soñados dones del Rey Samdai ¡Quia! Esto no podía ser. Nina desconfiaba, creyendo que todo era broma del guasón de Antoñito, y que en vez de encontrar a Doña Francisca nadando en la abundancia, la encontraría ahogándose, como siempre, en un mar de trampas y miserias.

XXXVIII

Temblorosa llegó a la calle Imperial, y habiendo mandado al moro que se arrimara a la pared y la esperase allí, mientras ella subía y se enteraba de si podía o no alojarle en la que fue su casa, le dijo Almudena: «No bandonar tú mí, amri.

–¿Pero estás loco? ¿Abandonarte yo ahora que estás malito, y los dos andamos tan de capa caída? No pienses tal desatino, y aguárdame. Te pondré ahí enfrente, a la entrada de la calle de la Lechuga.

–¿No n'gañar tú mí? ¿Golver ti pronta?

–En seguidita que vea lo que ocurre por arriba, y si está de buen temple mi Doña Paca».

Subió Nina sin aliento, y con gran ansiedad tiró de la campanilla. Primera sorpresa: le abrió la puerta una mujer desconocida, jovenzuela, de tipito elegante, con su delantal muy pulcro. Benina creía soñar. Sin duda los demonios habían levantado en peso la casa para cargar con ella, dejando en su lugar otra que parecía la misma y era muy diferente. Entró la prófuga sin preguntar, con no poco asombro de Daniela, que al pronto no la conoció. ¿Pero qué significaban, qué eran, de dónde habían salido aquellos jardines, que formaban como alameda de preciosos arbustos desde la puerta, en todo lo largo del pasillo? Benina se restregaba los ojos, creyendo hallarse aún bajo la acción de las estúpidas somnolencias del Pardo, en las fétidas y asfixiantes cuadras. No, no; no era aquella su casa, no podía ser, y lo confirmaba la aparición de otra figura desconocida, como de cocinera fina, bien puesta, de semblante altanero… Y mirando al comedor, cuya puerta al extremo del pasillo se abría, vio… ¡Santo Dios, qué maravilla, qué cosa…! ¿Era sueño? No, no, que bien segura estaba de verlo con los ojos corporales. Encima de la mesa, pero sin tocar a ella, como suspendido en el aire, había un montón de piedras preciosas, con diferentes brillos, luces y matices, encarnadas unas, azules o verdes otras. ¡Jesús, qué preciosidad! ¿Acaso Doña Paca, más hábil que ella, había efectuado el conjuro del rey Samdai, pidiéndole y obteniendo de él las carretadas de diamantes y zafiros? Antes de que pudiera comprender que todo aquel centellear de vidrios procedía de los colgajos de la lámpara del comedor, iluminados por una vela que acababa de encender Doña Paca para revisar los cuchillos que de la casa de préstamos acababa de traerle Juliana, apareció esta en la puerta del comedor, y cortando el paso a la pobre vieja, le dijo entre risueña y desabrida:

–«Hola, Nina, ¿tú por aquí? ¿Has parecido ya? Creímos que te habías ido al Congo… No pases, no entres; quédate ahí, que nos vas a poner perdidos los suelos, lavados de esta tarde… ¡Bonita vienes!… Quita allá esas patas, mujer, que manchas los baldosines…

–¿En dónde está la señora?—dijo Nina, volviendo a mirar los diamantes y esmeraldas, y dudando ya que fueran efectivos.

–La señora está aquí… Pero te dice que no pases, porque vendrás llena de miseria…».

En aquel momento apareció por otro lado la señorita Obdulia, chillando: «Nina, bien venida seas; pero antes de que entres en casa, hay que fumigarte y ponerte en la colada… No, no te arrimes a mí. ¡Tantos días entre pobres inmundos!… ¿Ves qué bonito está todo?».

Avanzó Juliana hacia ella sonriendo; pero al través de la sonrisa, hubo de vislumbrar Nina la autoridad que la ribeteadora había sabido conquistar allí, y se dijo: «Esta es la que ahora manda. Bien se le conoce el despotismo». A las arrogancias revestidas de benevolencia con que la acogió la tirana, respondió Nina que no se iría sin ver a su señora.

«Mujer, entra, entra—murmuró desde el fondo del comedor, con voz ahogada por los sollozos la señora Doña Francisca Juárez.

Manteniéndose en la puerta, le contestó Benina con voz entera: «Aquí estoy, señora, y como dicen que mancho los baldosines, no quiero pasar; digo que no paso… Me han sucedido cosas que no le quiero contar por no afligirla… Lleváronme presa, he pasado hambres… he padecido vergüenzas, malos tratos… Yo no hacía más que pensar en la señora, y en si tendría también hambre, y si estaría desamparada.

–No, no, Nina: desde que te fuiste, ¡mira qué casualidad! entró la suerte en mi casa… Parece un milagro, ¿verdad? ¿Te acuerdas de lo que hablábamos, aburriditas en esta soledad, ¡ay! en aquellas noches de miseria y sufrimientos? Pues el milagro es una verdad, hija, y ya puedes comprender que nos lo ha hecho tu Don Romualdo, ese bendito, ese arcángel, que en su modestia no quiere confesar los beneficios que tú y yo le debemos… y niega sus méritos y virtudes… y dice que no tiene por sobrina a Doña Patros… y que no le han propuesto para Obispo… Pero es él, es él, porque no puede haber otro, no, no puede haberlo, que realice estas maravillas».

Nina no contestó sílaba, y arrimándose a la puerta, sollozaba.

«Yo de buena gana te recibiría otra vez aquí—afirmó Doña Francisca, a cuyo lado, en la sombra, se puso Juliana, sugiriéndole por lo bajo lo que había de decir—; pero no cabemos en casa, y estamos aquí muy incómodas… Ya sabes que te quiero, que tu compañía me agrada más que ninguna… pero… ya ves… Mañana estaremos de mudanza, y se te hará un hueco en la nueva casa… ¿Qué dices? ¿Tienes algo que decirme? Hija, no te quejarás: ten presente que te fuiste de mala manera, dejándome sin una miga de pan en casa, sola, abandonada… ¡Vaya con la Nina! Francamente, tu conducta merece que yo sea un poquito severa contigo… Y para que todo hable en contra tuya, olvidaste los sanos principios que siempre te enseñé, largándote por esos mundos en compañía de un morazo… Sabe Dios qué casta de pájaro será ese, y con qué sortilegios habrá conseguido hacerte olvidar las buenas costumbres. Dime, confiésamelo todo: ¿le has dejado ya?

–No, señora.

–¿Le has traído contigo?

–Sí, señora. Abajo está esperándome.

–Como eres así, capaz te creo de todo… ¡hasta de traérmele a casa!

–A casa le traía, porque está enfermo, y no le voy a dejar en medio de la calle—replicó Benina con firme acento.

–Ya sé que eres buena, y que a veces tu bondad te ciega y no miras por el decoro.

–Nada tiene que ver el decoro con esto, ni yo falto porque vaya con Almudena, que es un pobrecito. Él me quiere a mí… y yo le miro como un hijo».

La ingenuidad con que expresaba Nina su pensamiento no llegó a penetrar en el alma de Doña Paca, que sin moverse de su asiento, y con los cuchillos en la falda, prosiguió diciéndole:

«No hay otra como tú para componer las cosas, y retocar tus faltas hasta conseguir que parezcan perfecciones; pero yo te quiero, Nina; reconozco tus buenas cualidades, y no te abandonaré nunca.

–Gracias, señora, muchas gracias.

–No te faltará qué comer, ni cama en qué dormir. Me has servido, me has acompañado, me has sostenido en mi adversidad. Eres buena, buenísima; pero no abuses, hija; no me digas que venías a casa con el moro de los dátiles, porque creeré que te has vuelto loca.

–A casa le traía, sí, señora, como traje a Frasquito Ponte, por caridad… Si hubo misericordia con el otro, ¿por qué no ha de haberla con este? ¿O es que la caridad es una para el caballero de levita, y otra para el pobre desnudo? Yo no lo entiendo así, yo no distingo… Por eso le traía; y si a él no le admite, será lo mismo que si a mí no me admitiera.

–A ti siempre… digo, siempre no… quiero decir… es que no tenemos hueco en casa… Somos cuatro mujeres, ya ves… ¿Volverás mañana? Coloca a ese desdichado en una buena fonda… no, ¡qué disparate! en el Hospital… No tienes más que dirigirte a D. Romualdo… Dile de mi parte que yo le recomiendo… que lo mire como cosa mía… ¡ay, no sé lo que digo!… como cosa tuya, y tan tuya… En fin, hija, tú verás… Puede que os alberguen en la casa del Sr. de Cedrón, que debe ser muy grande… tú me has dicho que es un casetón enorme que parece un convento… Yo, bien lo sabes, como criatura imperfecta, no tengo la virtud en el grado heroico que se necesita para alternar con la pobretería sucia y apestosa… No, hija, no: es cuestión de estómago y de nervios… De asco me moriría, bien lo sabes. ¡Pues digo, con la miseria que traerás sobre ti!… Yo te quiero, Nina; pero ya conoces mi estómago… Veo una mota en la comida, y ya me revuelvo toda, y estoy mala tres días… Llévate tu ropa, si quieres mudarte… Juliana te dará lo que necesites… ¿Oyes lo que te digo? ¿Por qué callas? Ya, ya te entiendo. Te haces la humilde para disimular mejor tu soberbia… Todo te lo perdono; ya sabes que te quiero, que soy buena para ti… En fin, tú me conoces… ¿Qué dices?

–Nada, señora, no he dicho nada, ni tengo nada que decir—murmuró Nina entre dos suspiros hondos—. Quédese con Dios.

–Pero no te irás enojada conmigo—añadió con trémula voz Doña Paca, siguiéndola a distancia en su lenta marcha por el pasillo.

–No, señora… ya sabe que yo no me enfado…—replicó la anciana mirándola más compasiva que enojada—. Adiós, adiós».

Obdulia condujo a su madre al comedor diciéndole: «¡Pobre Nina!… Se va. Pues mira, a mí me habría gustado ver a ese moro Muza y hablar con él… ¡Esta Juliana, que en todo quiere meterse!…».

Atontada por crueles dudas que desconcertaban su espíritu, Doña Francisca no pudo expresar ninguna idea, y siguió revisando los cubiertos desempeñados. En tanto, Juliana, conduciendo a la Nina hasta la puerta con suave opresión de su mano en la espalda de la mendiga, la despidió con estas afectuosas palabras: «No se apure, señá Benina, que nada ha de faltarle… Le perdono el duro que le presté la semana pasada, ¿no se acuerda?

–Señora Juliana, sí que me acuerdo. Gracias.

–Pues bien: tome además este otro duro para que se acomode esta noche… Váyase mañana por casa, que allí encontrará su ropa…

–Señora Juliana, Dios se lo pague.

–En ninguna parte estará usted mejor que en la Misericordia, y si quiere, yo misma le hablaré a D. Romualdo, si a usted le da vergüenza. Doña Paca y yo la recomendaremos… Porque mi señora madre política ha puesto en mí toda su confianza, y me ha dado su dinero para que se lo guarde… y le gobierne la casa, y le suministre cuanto pueda necesitar. Mucho tiene que agradecer a Dios por haber caído en estas manos…

–Buenas manos son, señora Juliana.

–Vaya por casa, y le diré lo que tiene que hacer.

–Puede que yo lo sepa sin necesidad de que usted me lo diga.

–Eso usted verá… Si no quiere ir por casa…

–Iré.

–Pues, señá Benina, hasta mañana.

–Señora Juliana, servidora de usted».

Bajó de prisa los gastados escalones, ansiosa de verse pronto en la calle. Cuando llegó junto al ciego, que en lugar próximo le esperaba, la pena inmensa que oprimía el corazón de la pobre anciana reventó en un llorar ardiente, angustioso, y golpeándose la frente con el puño cerrado, exclamó: «¡Ingrata, ingrata, ingrata!

–No yorar ti, amri—le dijo el ciego cariñoso, con habla sollozante—. Señora tuya mala ser, tú ángela.

–¡Qué ingratitud, Señor!… ¡Oh mundo… oh miseria!… Afrenta de Dios es hacer bien…

Dir nosotros luejosdirnos, amriDispreciar ti mondo malo.

–Dios ve los corazones de todos; el mío también lo ve… Véalo, Señor de los cielos y la tierra, véalo pronto».