Buch lesen: «La desheredada», Seite 17

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Capítulo XVIII
Últimos consejos de mi tío el Canónigo

¡Qué lástima no ser poeta épico para expresar, con la elocuencia propia del caso, el enojo de D.ª Laura, el cual, si no rayaba tan alto como la ira de los dioses, hallábase a dos dedos de ella! Todo por que la señorita Isidora no se conducía decorosamente. Don José estaba profundamente afligido por no poder lanzarse a la defensa de su querida ahijada. Y si alguna tímida palabreja salía de su boca, D.ª Laura se le quería comer vivo. El cargo principal que contra Isidora se formulaba era que se había quedado fuera de casa en la noche del 11. «Nada, nada—dijo la iracunda señora a su marido del modo más imperioso—. Esa… Sardanápala no tiene que poner más los pies en mi casa. Si la ves, dile que mande por sus cuatro pingos y por los papelotes de su padre».

Y en efecto, al anochecer del 12, Isidora mandó por su equipaje. ¡Temblad, humanos!…, ¡ponía casa! El furor de D.ª Laura creció, y en ella chocaban las palabras con las ideas y las ideas con las palabras, como las olas de un mar embravecido. Relimpio no podía disimular una aflicción honda que tenía su asiento en la región cardíaca. Parecía atacado de un aplanamiento general. Melchor dijo mil groserías de la ahijada de su padre, y las dos chicas, contenidas por el pudor, no dijeron nada.

Y tú, ¡oh lector!, ¿qué dices? Yo te ruego que no sigas a esta familia por el peligroso sendero de los juicios temerarios. Sabe que el poner casa la de Rufete no puede atribuirse aún a sospechosos motivos; sabe, pues hay obligación de que se te diga todo, que el mismo día 12 por la mañana recibió nuestra hermosa protagonista dos cartas de Tomelloso. En la una, su tío el Canónigo se despedía de ella para el otro mundo y le daba mil consejos de mucha substancia, amén de un legadillo para que ambos huérfanos prosiguieran la empresa de reclamar su filiación y herencia, si ya no estaban en posesión de ambas cosas. La otra carta anunciaba la muerte del santo varón.

El cual, hora es ya decirlo, no era tal Canónigo ni cosa que lo valiera, sino un seglar soltero, viejo y extravagante, a quien desde luengos años se había aplicado aquel apodo por su amor a la vida descansada, regalona y sibarítica. En sus buenos tiempos, D. Santiago Quijano—Quijada, primo carnal de Tomás Rufete, había sido mayordomo de una casa grande, y después administrador de otras varias. Cuando tuvo para vivir sin ayuda de nadie, se retiró a su pueblo, donde vivió célibe, entre primas y sobrinos, más de treinta años, dedicado a la caza, a la gastronomía y a la lectura de novelas. Tenía ciertos hábitos de grandeza, y en su modo de hablar y de escribir distinguíase tanto de sus convecinos, que antes que lugareño parecía de lo más refinado y discreto de la corte. Era muy avaro y sumamente excéntrico. Omitiendo las mil aseveraciones contradictorias que corrían por toda la Mancha acerca de su caballerosidad o de su avaricia, de su ingenio o de sus no comprendidas chifladuras, dejaremos que se nos muestre él mismo en la carta que escribió a Isidora, y que copiamos a la letra:

«El Tomelloso, a 9 de febrero de 1873.

»Mi querida sobrina (o cosa tal): Cuando recibas estos renglones, ya este pecador, a quien llamaste tío y que más que tío ha sabido ser padre tuyo, estará en la Eternidad dando cuenta a Dios de sus muchas culpas. Aquella dolencia que ni el médico de este pueblo ni el de Argamasilla entendieron, me coge ya toda el arca del pecho, quitándome la respiración de tal modo, que a cada momento pienso que se me va fuera el alma. Y aprovecho el poquito tiempo que esta señora ha de estar dentro de mi cuerpo, para escribirte y darte la despedida, sintiendo mucho no poderlo hacer por mi mano. Tengo que estar tendido boca arriba sin movimiento, y el Sr. Rodríguez Araña, secretario del Ayuntamiento, me hace el favor de escribir lo que dicto, puesto el pensamiento en ti y en tu hermano, a quienes supongo ya en pacífica posesión del marquesado.

»Por tu última carta veo que esperabas aviso de la señora marquesa de Aransis. Esa buena señora os habrá reconocido como nietos, porque no puede ser de otra manera. Ojalá fuera tan seguro que he de alcanzar la gloria eterna, como lo es que tú y Mariano nacisteis de aquella hermosa y sin ventura Virginia, de quien sacaste tú la figura y rostro de tal manera y semejanza, que verte a ti es lo mismo que verla a ella resucitada. Pero si por artes de algún enemigo o tontunas de la marquesa (que a esta gente endiosada hay que tenerle miedo) se te hubiese cerrado la puerta de Aransis, te aconsejo, te mando y ordeno que acudas con tu cuita a los Tribunales de justicia, pues tan claro y patente está tu derecho en los papeles que tienes y en otros que yo conservaba para el caso y que te remito, que en dos repelones has de ganar el pleito y tomar por la ley lo que de otro modo no quisieran darte. Yo tengo gran fe en la fuerza de la sangre, y me parece que estoy viendo a la señora marquesa echándote los brazos al cuello y comiéndote a besos. Si las cosas han pasado de otra manera, trata de que la señora te reconozca por el parecido. Conviene que te registres bien el cuerpo todo, a ver si tienes en él algún lunar o seña por donde la marquesa venga en conocimiento de que eres hija de su hija; que yo he leído casos semejantes, en los cuales un lunarcillo, un ligero vellón o cosa así han bastado para que encarnizados enemigos se reconocieran como hijo y padre y como tales se abrazaran. De esto están llenas las historias.

»Para que lo gocéis, si es que ya estáis en vuestro trono, o para que siga el pleito, si no lo estáis, os dejo un legado que no es cosa mayor. Os doy por curador a mi amigo el Sr. D. Manuel Pez, nuestro diputado, persona a quien conoces y seguramente tendrás por la misma caballerosidad.

»Cuando poseas lo de Aransis, que es buen bocado, no dejes que se te vaya la mano en el gastar, pues las liberalidades consigo mismo o con los demás son el peligro de los ricos y la sangría de las bolsas. Cásate con persona de tu condición, pues si lo haces con quien por debajo de ti esté, te expones a que el peso de tu cónyuge te tire hacia abajo y no te deje flotar bien. En caso de no hallar exacta pareja, más vale que te unas con quien te sea superior, que también hay príncipes y duques por estas tierras.

»No tengas vanidad; pero tampoco des tu brazo a torcer. Haz limosnas, que los pobres y necesitados tienen a los ricos por providencia intermedia entre la Providencia grande y su miseria. Sois como delegados del Sumo Repartidor de bienes, para que de lo vuestro deis una parte a los que nada tienen.

»Que no se conozca nunca que has sido pobre, pues si descubres por entre tus sedas el paño burdo de tus primeros años, habrá tontos que se rían de ti. Instrúyete bien en las cosas que no has podido aprender en la pobreza. Tú eres lista y harás grandes progresos. No olvides de darte algunas tareas de piano, que eso de teclear es, a mi modo de ver, cosa fácil y que se aprende con un poco de paciencia.

»Para no descubrirte, muéstrate al principio circunspecta y callada, que con esto pasarás por modesta, y la modestia es virtud que en todas partes se aprecia; y en este periodo primero de circunspección, dedícate a observar lo que hacen los demás para aprenderlo y hacerlo tú misma luego que te vayas soltando. Observa cómo saludan, cómo manejan el abanico, cómo dan el brazo, cómo se sientan a la mesa y ponen el abrigo. Hasta de la manera de dar limosna a un pobre tienes que hacer particular estudio. Date un buen curso de todas estas cosas para salir consumada maestra.

»Dicen que la sociedad camina a pasos de gigante a igualarse toda, a la desaparición de las clases; dicen que esos tabiques que separan a la humanidad en compartimientos, caen a golpes de martillo. Yo no lo creo. Siempre habrá clases. Por más que aseguren que esta igualdad se ha iniciado ya en el lenguaje y en el vestido, es decir, que todas las personas van hablando y vistiendo ya de la misma manera, a mí no me entra eso. ¿La educación general traerá al fin la uniformidad de modales? Patarata. ¿Los salones de la aristocracia se abren a todo el mundo y dan entrada a los humildes periodistas y folicularios? A otro perro con ese hueso. Dicen que las señoras de la grandeza cantan flamenco y que los veterinarios echan discursos de filosofía. Esa no cuela. Yo no lo creeré aunque lo vea. Si en algún momento de inundación social ha podido pasar eso, las cosas volverán a su cauce.

»Haz lo posible por distinguirte de los demás sin humillar a nadie, se entiende. Usa siempre las mejores formas, y hasta cuando quieras ofender, hazlo con palabras graciosas y suaves. Si tienes que dar una bofetada, dala con mano de algodón perfumado, que así duele más.

»Una buena mesa es cosa que enaltece al rico y pone, por decirlo así, el sello a su grandeza. En nada se conoce el buen gusto, nobleza y dignidad de un alto señor como en sus guisos y manera de presentarlos y servirlos. Digna corte de los finos manjares es un buen círculo de convidados que sazonen la comida con las especias finísimas del ingenio discreto; especias, hija mía, que más bien son flores de aroma delicado. Mira bien a quién convidas. No sientes parásitos a tu mesa, que estos, después de vivir a tu costa, te criticarán. Elige diariamente un pequeño número de comensales, graves sin afectación, ingeniosos sin descaro, festivos sin chocarrería, y que coman sin gula y beban sin embriaguez, honrando tu casa y celebrando tu mesa.

»Mucho te hablaría de tu cocina, si mi mal me diera espacio para ello. Solamente te diré, que pues la moda quiere que el arte francés con sus invenciones, en que entran el gusto y la forma, prevalezca sobre nuestra cocina nacional, no te dejes vencer del patriotismo, tratando de restablecer usos culinarios que están ya vencidos. Adopta la cocina francesa, toma un buen jefe y provéete de cuanto la moda y la especulación traen de remotos países. Pero has de saber que es de buen gusto el no condenar en absoluto nuestras sabrosas comidas; y así, no hay cosa de más chispa que sorprender un día a tus convidados con un plato de salmorejo manchego, bien cargado de pimienta, o con un estofado de la tierra, bien espeso y oloroso. Esto, hecho a tiempo y tras una exhibición hábil de fruslerías francesas, no sólo no te será vituperado, sino que te valdrá grandes alabanzas.

»Vístete con primor. Huye tanto de la vulgaridad poniéndote lo que todas se pongan, como de la excesiva singularidad poniéndote lo que a nadie se le haya ocurrido usar. Hay un término medio, delicadísimo, muy difícil de alcanzar, en el cual debe mantenerse la persona verdaderamente elegante. Muchos que quieren huir demasiado de la vulgaridad, dan en la extravagancia; procura que en tus atavíos, sin que falte lo común y corriente, haya algo exclusivamente tuyo, algo personal, personalísimo, que no puedan imitar los demás, y habrás logrado el objeto.

»Sé siempre buena católica cristiana, que lo primero es salvar el alma. Cumple los preceptos de la Iglesia, que todo ello se puede hacer sin fatigarse. Pero no te entregues con excesivo afán a las prácticas religiosas; trata a los curas con consideración, y dales para que coman, que a esta gente hay que tenerla contenta. De cuando en cuando costea novenas y alguna que otra función; pero sin pasar de ahí ni abrir tu puerta a los señores de hábito negro, los cuales, si les dejaras, pronto imperarían en ti y en tu casa. Ten cuenta que si eres beata, dirá la gente que lo haces para encubrir alguna trapisonda, y considera que ya no hay santos ni cosa que lo valga.

»De un punto sumamente grave te quiero hablar ahora, y es de la vida conyugal, cosa que, según oigo decir, anda ahora muy por los suelos. Yo quisiera que la tuya fuera ejemplar y que nadie pudiese en ningún punto poner en duda la limpieza de tu honor ni la firmeza de tu fe matrimonial. Es muy posible que tu esposo, llevado de la corriente y de los perversos usos del día, se hastíe un poco de ti, y busque entretenimiento y variedad en otras mujeres. ¡Atroz desaire que te producirá no pocos sofocones y te pondrá a dos dedos del mayor peligro en que jamás se han visto tu dignidad y virtud!… Pues si te dejas llevar del despecho y rabia de los celos, si te impacientas demasiado por la soledad en que tu esposo te tiene, te faltará poco para caer en pecado igual al suyo. Cuidado, hija mía, mucho cuidado. A su poligamia contesta con tu castidad, a su lascivia con tu abstinencia. Aguanta, resiste, y no degrades tu corazón dándolo a algún mequetrefe que lo tome por vanidad, y por hacer gala de tu conquista entre los tontos y desocupados. Consérvate digna, recatada, siempre señora inexpugnable; que al fin y al cabo tu marido, por la fuerza de sus vicios, reventará, y entonces podrás volverte a casar eligiendo con todo cuidado otro marido que te considere más y te atienda mejor que el primero.

»Otras muchas cosas quisiera decirte; pero como creo haber manifestado las más importantes, no digo más, porque las fuerzas me faltan. Acuérdate de lo mucho que hemos hablado de esto en las largas noches de invierno. Mi pensamiento se va nublando, y temo que, si no doy punto aquí, me falten fuerzas para firmar esta. Dentro de poco habré cerrado mis ojos a la luz de este mundo. Quiera Dios abrírmelos a los de la gloria eterna. He recibido los Santos Sacramentos, y espero el perdón de mis culpas. Tengo la conciencia tranquila; no temo la muerte, y me importan ya poco las molestias de mi cuerpo. Perdono a mis enemigos; me despido de mis amigos, y recibe tú el último pensamiento y el suspiro último de tu amantísimo tío (o cosa tal),

SANTIAGO QUIJANO QUIJADA».

Madrid.—Junio de 1881.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

Segunda parte


Capítulo I
Efemérides

La República, el Cantonalismo, el golpe de Estado del 3 de enero, la Restauración, tantas formas políticas, sucediéndose con rapidez, como las páginas de un manual de Historia recorridas por el fastidio, pasaron sin que llegara a nosotros noticia ni referencia alguna de los dos hijos de Tomás Rufete. Pero Dios quiso que una desgraciada circunstancia (trocándose en feliz para el efecto de la composición de este libro) juntase los cabos del hilo roto, permitiendo al narrador seguir adelante. Aconteció que por causa de una fuerte neuralgia necesitó este la asistencia de Augusto Miquis, doctorcillo flamante, que en los primeros pasos de su carrera daba a conocer su gran disposición y altísimo porvenir. Enfermo y médico charlaban de diversas cosas. Un día, cuando ya se había iniciado la convalecencia, recayó la conversación en los sucesos referidos en la Primera parte, y Miquis, para quien no podía haber un tema más gustoso, habló largamente de Isidora, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente:

«Está ahora esa mujer…, vamos…, está guapísima, encantadora. Parece que ha crecido un poco, que ha engrosado otro poco y que ha ganado considerablemente en gracia, en belleza, en expresión. Se me figura que será una mujer célebre. Vive en la misma casa donde se instaló hace dos años, al final de la calle de Hortaleza. Ha tenido un hijo.—¡Un hijo! ¿Qué me cuenta usted?—Lo que usted oye. Ya tiene dos años. Es algo monstruoso; lo que llamamos un macrocéfalo, es decir, que tiene la cabeza muy grande, deforme. ¡Misterios de la herencia fisiológica! Su madre me pregunta si toda aquella gran testa estará llena de talento. Yo le digo que su delirante ambición y su vicio mental le darán una descendencia de cabezudos raquíticos… El chico es gracioso y de una precocidad alarmante…

»Pasando a otra cosa, yo tengo para mí que el marqués viudito está más tronado que la nación española. Sus deudas se remontan como el águila ávida de las altas cumbres; sus gastos no disminuyen. Para estos tales, carecer es morir, y pasarán por toda clase de ignominias antes que decapitarse renunciando al lujo y a la vida de rumbo y disipación. Por desgracia de la sociedad, siempre encuentran tontos que les presten, cándidos que les fíen y malvados que los ayuden. Observe usted que nunca mueren en un hospital. Su mendicidad no tiene harapos; pero piden, y a veces toman sin pedir.

»Yo pregunto: ¿No habrá algún día leyes para enfrenar la alta vagancia? ¿No se crearán algún día palacios correccionales? ¿No establecerán las generaciones venideras asilos elegantes, forrados de seda, para tener a raya la demagogia azul, dándole de comer? Yo pregunto también: Puesto que tanto se ha hablado del derecho a la vida, ¿existirá también el derecho al lujo? Si el populacho nos pide los talleres nacionales, la alta vagancia nos pedirá algún día los casinos costeados por el Estado. Lógica, lógica, digo yo. Y a los que predican el comunismo les digo: «Estáis tocando el violón, porque el comunismo existe entre nosotros con tan profundas raíces como la religión: es nuestra segunda Fe. No falta más que perfilarlo, darle la última mano, y ponerlo bien clarito en las leyes, tal como lo está en nuestras costumbres».

»Ahora bien, señores, si esto no os gusta, empecemos por renovar la sociedad toda. Hagamos una revolución para destruir el comunismo, y esto es lo práctico, porque hacer revolución por establecerlo es como si encendiéramos el gas de las calles en pleno día. Revolución, pues. Suprimamos la Administración, que es una hipocresía del reparto universal; suprimamos el presupuesto, que es la forma numérica del restaurant nacional; suprimamos las contribuciones, que son el almacenaje omnímodo de que se nutre el comunismo, y una vez suprimido esto, lo demás, ejército, gobierno, armada…, se suprimirá por sí mismo. Entonces diremos: todo acabó; nadie se encarga de nada… Que cada cual salga por donde pueda. Fúndese una sociedad nueva entre el estruendo de los palos. ¿Qué tal? Sí, señores, el comunismo no muere sino ahogado en un océano de negaciones. Luego se unirán el interés y la fuerza para crear el nuevo derecho».

Todos los que conozcan a Miquis verán que no exageramos ni añadimos nada al poner aquí sus festivas paradojas.

Efectivamente, Isidora vivía al fin de la calle de Hortaleza en un número superior al 100. Su casa era nueva, bonita, alegre, nada grande. Constaba, como todas las casas de Madrid que, aunque nuevas, están fabricadas a la antigua usanza, de sala mayor de lo regular, gabinetes pequeños con chimenea, pasillo ni claro ni recto, comedor interior dando a un patio tubular, cuartos interiores de diferentes formas y escasas luces. Los gabinetes daban paso a las alcobas por un intercolumnio de yeso, plagiado de las embocaduras de los teatros. No estaba mal decorada la casa, si bien dominaba en ella la heterogeneidad, gran falta de orden y simetría. La carencia de proporciones indicaba que aquel hogar se había formado de improviso y por amontonamiento, no con la minuciosa yuxtaposición del verdadero hogar doméstico, labrado poco a poco por la paciencia y el cariño de una o dos generaciones. Allí se veían piezas donde el exceso de muebles apenas permitía el paso, y otras donde la desnudez casi rayaba en pobreza. Algún mueble soberbio se rozaba con otro de tosquedad primitiva. Había mucho procedente de liquidaciones, manifestando a la vez un origen noble y un uso igualmente respetable. Casi todo lo restante procedía de esas almonedas apócrifas, verdaderos baratillos de muebles chapeados, falsos, chapuceros y de corta duración.

La sala lucía sillería de damasco amarillo rameado; en imitación de palo santo, dos espejos negros, y alfombra de moqueta de la clase más inferior; dos jardineras de bazar y un centro o tarjetero de esas aleaciones que imitan bronce, ornado de cadenillas colgando en ondas, y de piezas tan frágiles y de tan poco peso que era preciso pasar junto a él con cuidado, porque al menor roce daba consigo en el suelo. La consola sustentaba un relojillo de estos que ni por gracia mueven sus agujas una sola vez. El mármol de ella se escondía bajo una instalación abigarrada de cajas de dulces, hechas con cromos, seda, papel cañamazo y todo lo más deleznable, vano y frágil que imaginarse puede… A Isidora no gustaba esta sala, que era, según ella, el tipo y modelo de la sala cursi. Había sido comprada in solidum por Joaquín en una liquidación, y provenía de una actriz que no pudo disfrutarla más de un mes. Isidora tenía propósito de deshacerse a la primera oportunidad de aquellas horrorosas sillas de tieso respaldo, con cuyo damasco rameado había lo bastante para media docena de casullas, y aún sobraba algo para vestir un santo y ponerle de tiros largos.

En el gabinete próximo a la sala estaba casi constantemente la heroína de esta historia. A la izquierda de la chimenea tenía su armario de luna, mueble chapeado y de gran apariencia en los primeros días de uso, pero que pronto empezó a perder su brillo y a desvencijarse, manifestando su origen, como nacido en talleres de pacotilla y vendido en un bazar por poco dinero. A la derecha, cerca del balcón, estaba el tocador, mueble precioso, pero muy usado. Había pertenecido a una casa grande que liquidó por quiebra. Un escritorio pequeño con gavetillas y algún secreto ocupaba uno de los lados de la puerta, quedando el otro para la cómoda. Sobre esta se elevaba un montón de cosas revueltas, en cuya ingente masa podían distinguirse cajas de sombreros y cajas de sobres estropeados, libros, líos de ropa, un álbum de retratos, un Diccionario de la Lengua Castellana y un caballo de cartón.

En la chimenea, y sobre graciosos caballetes de ébano y roble, había varios retratos, entre ellos el de Isidora, obra admirable por la perfección de la fotografía y la belleza de la figura. Parecía una duquesa, y ella misma admiraba allí, en ratos de soledad, su continente noble, su hermosura melancólica, su mirada serena, su grave y natural postura. En la pared no había ninguna lámina religiosa; todas eran profanas; a saber: las parejas de frailes picarescos con que Ortego ha inundado las tiendas de cromos; canónigos glotones, cartujos que catan vinos, el clérigo francés que se come la ostra y el que muestra el gusano en la hoja; además, borrachos laicos y algunas majas y chulos que entonces empezaban a ponerse de moda. Todo esto había sido adquirido por Joaquín, que se reía mucho contemplando al fraile embobado junto a la muchacha, o al capuchino beodo. Pero a Isidora no le hacían maldita gracia los cromos frailescos. Encontrábalos groseros, de mal gusto y ordinarios, por ser cosa de estampa que se veía en todas partes. ¡Cuándo realizaría ella su gran ideal de rodearse de hermosos cuadritos al óleo, de los primeros pintores!

Desde principios de marzo del 73, ocupaba Isidora aquella vivienda. Si había sido feliz o desgraciada en su modesta y bonita casa, ella misma nos lo dirá. Todo lo ocurrido en ese largo espacio de treinta y cuatro meses en que ha estado fuera de nuestra vista, merece algo de historia, y para ello aprovechemos las efemérides verbales de D. José de Relimpio, cuya amabilidad para el suministro de noticias es inagotable.

1873. 1.º de marzo.—Instalación de Isidora en su casa de la calle de Hortaleza, no se sabe sin con propios recursos o a expensas del marqués viudo de Saldeoro. Escándalo. Pronuncia D.ª Laura su célebre frase: «Ya veía yo venir esto». Disturbios en Barcelona; cunde la indisciplina militar.—La Sanguijuelera visita a los de Relimpio y califica la conducta de su sobrina con palabras que a pluma más hipócrita no podría velar con los disimulos del lenguaje.

Abril.—Desarme de la Milicia por la Milicia. Dos cobardías se encuentran frente a frente y del choque resulta una página histórica. No corre la sangre.—Primera cuestión entre Isidora y Joaquín por la manera de invertir el dinero heredado del Canónigo. Isidora gasta sin substancia una buena parte de él en los preliminares de su pleito. Se permite el esplendor de una berlina de Alonso, pero al mes tiene que privarse de este inocente lujo. La modista apunta con ojo certero a los fondos que quedan de la herencia. En la casa reina una abundancia incongruente. Suelen escasear, y aun faltar del todo, las cosas necesarias. El panadero y el carbonero son tan mal educados, que se atreven a quejarse de que no se les atiende con puntualidad.—Célebre discurso de Pi.

Junio.—Reúnense las Cortes Constituyentes. La guerra toma proporciones alarmantes, y en Navarra se ven y se tocan las desastrosas consecuencias de la desgraciada acción de Eraul.—Joaquín Pez marcha a Biarritz. Isidora tiene que quedarse en Madrid para averiguar el paradero de su hermano, que ha desaparecido del colegio en que estaba.—Consternación. Nuevo Gabinete. Asesinato del coronel Llagostera. La guerra, la política, ofrecen un espectáculo de confusión lamentable. Don José de Relimpio manifiesta con gran seso que la cesantía de treinta mil reales que disfrutan los ex ministros españoles es la causa de estas tremolinas.

Julio.—Alcoy, Sevilla, Montilla. Sangre, fuego, crímenes, desbordamiento general del furor político.—Doña Laura cae gravemente enferma.—La guerra civil crece. Cada día le nace una nueva cabeza y un rabo nuevo a esta idea execrable. Isidora, sin esperanzas de encontrar a su hermano, toma el tren y se va a Santander, donde llama la atención y se hacen acerca de ella novelescos comentarios.—Ministerio Salmerón.

Septiembre.—Cartagena, excursiones de las fragatas. ¡Oh! Don José les perdonaría a los cantonales en su calaverada si aprovecharan el empuje de las fragatas para irse a Gibraltar y conquistar aquel pedazo de nuestro territorio, retenido por la pérfida Inglaterra. Si viviera Méndez Núñez, otro gallo nos cantara.—Horrores del cura Santa Cruz.—Doña Laura, como si fuera símbolo humano de la unidad y el honor de la patria, sucumbe en aquellos tristes días. Antes de morir tiene el inefable consuelo de ver a su hijo gobernador de una provincia de tercera clase.—Célebre apóstrofe de D. Manuel Pez contra las improvisaciones. Los prohombres de la tertulia de Pez exhalan, en desgarradoras quejas, su sentimiento de ver a la patria en situación tan triste. Todos quisieran salvarla. Don Manuel, recordando su destino, iguala a Isaías en gravedad elegíaca y arrebato poético. Verifícase en toda España una limpia general del comedero de todos los Peces habidos y por haber. Hay quien cree firmemente que se acaba el mundo.—Dispersión de la familia de Relimpio. Isidora vuelve a Madrid; está algo desfigurada, pero, según sus cuentas, en diciembre concluirá aquello.—Castelar, ministro. El buen Relimpio, en quien no se había entibiado ni un punto la noble simpatía que por su ahijada sentía, se va a vivir con ella, la sirve en todo lo que puede y la acompaña cuando está sola y aburrida. Recuerda el noble anciano a su esposa, y honrando la memoria de sus cualidades, deja escapar melancólicos suspirillos.

Diciembre.—Castelar reorganiza el Ejército. La patria da un suspiro de esperanza. Se convence de que tiene siete vidas, como vulgarmente se dice de los gatos. La marea revolucionaria principia a bajar. Se ve que son más duros de lo que se creía los cimientos de la unidad nacional. El 24, Nochebuena, Isidora da a luz un niño, a quien ponen por nombre Joaquín.—Háblase ya de la sima de Igusquiza y se cuentan horrores del feroz Samaniego.

1874. Enero.—El día 3 Pavía destruye la República sin disparar un tiro. Desaloja el salón del Congreso y pone en las calles cañones que no hacen fuego. Llueve un Poder Ejecutivo.—La Sanguijuelera, que permanece adicta al antiguo régimen y no cree que hay más reina que Isabel II, da un viva al príncipe Alfonso. Célebre apotegma de D. Manuel María Pez sobre el orden armonizado con la libertad, y la libertad armonizada con el orden. Este varón insigne ocupa otra vez la Dirección con beneplácito de los Peces, los cuales, multiplicándose de nuevo, colean en todo el país. Recobran los Peces hijos sus puestos, con lo que la Administración nacional queda asentada sobre fundamentos diamantinos. Todo va bien, admirablemente bien. La guerra civil avanza. Sobre las ruinas de las fortunas que desaparecen, elévanse las colosales riquezas de los contratistas. El Tesoro público hace milagros.—La provincia que gobernaba Melchor se ve libre de este azote. Melchor, reducido otra vez a la nada, da vueltas en su cerebro a un nuevo proyecto. Ahora sí que son habas contadas. Trátase de comprar habichuelas podridas y arroz picado para vendérselo al Gobierno como bueno. Para realizar sus milagros, este taumaturgo cuenta con amistades de valer en altos centros, y aun aparenta entusiasmo por el nuevo régimen, tomando una actitud completamente pisciforme.

Marzo.—San Pedro Abanto. Inmenso interés despiertan en toda España el estado de la guerra y el sitio de Bilbao. Tristeza del marqués viudo de Saldeoro. Los últimos vencimientos le abruman. Su fortuna triplicada no le bastaría para pagar. Toma por modelo al Tesoro público y recibe dinero al trescientos por ciento. Renuévanse las discordias entre Joaquín e Isidora por cuestiones de celos y fondos. Padecimiento moral de la de Rufete por su situación social, su penuria y la poca esperanza de remedio. Comenzado el pleito, intenta pleitear por pobre; pero el bienestar aparente de su casa y el lujo de su persona hacen fracasar la información. El viudito de Saldeoro, para obtener de ella el empeño de las alhajas, le hace mimos y repite su antigua, manoseada y ya gastadísima promesa de casarse con ella.—Sangrientos combates del 25, 26 y 27, que ocupan la atención pública. Hay muchos liberales que, por ser enemigos del Gobierno, se alegran de las ventajas carlistas. Contra estos truena en patriótica indignación don José de Relimpio, el cual se compra un mapa de Vizcaya y, clavando sobre él alfileres, sigue y escudriña y estudia con sublime anhelo los movimientos militares.

Mayo.—Bilbao es libre. Alegría, repiques, farolitos. Crece a los ojos del país la gran figura militar del marqués del Duero.—Mariano Rufete, que ha vuelto al lado de su hermana, parece inclinado a mejorar su conducta. Ha aprendido algunas cosas; en modales y lenguaje sus adelantos son imperceptibles. Lee bastante; pero sus lecturas no son de lo más escogido. Su hermana daría cuanto tiene (menos los ideales) por verle corregido.—Emilia Relimpio se casa con su primo Juan José, hijo del ortopedista; Leonor, ilícitamente unida a un sargento primero, desaparece de Madrid. Don José, recordando los grandiosos pensamientos de D.ª Laura acerca del himeneo de las niñas con célebres médicos y oficiales de Estado Mayor, se aflige extraordinariamente, y aun derrama una lágrima que va a caer sobre el mapa de la guerra civil. Vive constantemente con Isidora, y esta le aprecia mucho. Crece el niño de Isidora. Es bonito y sabedor, pero tiene la cabeza muy grande. Don José le pasea, le mima, le cuida, le viste, le canta. La Sanguijuelera, que algunas veces visita a su sobrina, tiene gran cariño al cabezudito: le coge, le zarandea, le da gritos, y le llama ¡rico!, ¡riquín!… De donde resulta que al muchacho se le pega este nombre, y en lo sucesivo todos le llaman Riquín.