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Buch lesen: «Episodios Nacionales: Mendizábal», Seite 4

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– Fermín, Fermín – dijo Iglesias, apretando los puños, encendido el rostro-: tú siempre pesimista, tú siempre malévolo y suspicaz, desconfiando de los hombres más adictos a la idea, de los que han sabido padecer por ella persecuciones horribles.

– Y tú, Nicomedes, siempre iluso y confiado, pobre enfermo de la calentura patriótica, ni aprendes nada de la experiencia, ni atiendes a las lecciones del tiempo. Tanto a ti, pobre Iglesias, como a ti, Joaquín, almas crédulas, espíritus generosos, os digo que desconfiéis de Aviraneta, que no le ayudéis en sus maquinaciones, que le dejéis solo en la febril inquietud de su conspirar instintivo, genial, por amor al arte, por ley de su naturaleza.

Y cambiando bruscamente al tono familiar, antes que sus atontados amigos pudieran replicarle, se levantó y formuló la despedida en estos términos: «Ya he sermoneado bastante, y ahora me voy, que tengo que trabajar. Holgazanes, quedaos con Dios».

– Fermín, aguarda, siéntate… que aún tenemos mucho que hablar.

– ¡Hablar! La maldita palabra. Es la sarna del país. España llegará al fin del siglo sin haber hecho nada más que rascarse, es decir, hablar… Quedaos con Dios… Y usted, Sr. de Calpena, al aceptarme por su amigo, me va a permitir que le dé un consejo. Es usted muy joven; yo tengo treinta y seis años y alguna experiencia. No haga caso de estos pobres orates. Si quiere usted seguir el consejo de un patriota honrado, que no padece la famosa calentura, y profesa sus ideas con fría convicción, no sirva usted de correo a los conspiradores de oficio. Y pues le han cogido de sorpresa, encargándole comisiones que no habría aceptado con conocimiento, vénguese por el método inquisitorial… En vez de entregar los papeles al Sr. de Aviraneta, arrójelos a las llamas. Ganará usted mucho en tranquilidad de conciencia.

– ¡Quemarlos! ¡Eso no! – gritó Iglesias.

– Créame a mí…

– No le crea, no, Fernando. Es de Cuenca, que es como decir leñador y carbonero…

– Carbón, sí; carbón haría yo de todo ese fárrago de sandeces – dijo Caballero con arrogancia, enarbolando su bastón. – Nuestro pasado político, amigos revolucionarios, debe ir al fuego… Quemad la broza, que las ideas, no temáis… esas no arden.

Y encasquetándose el sombrero, que era de los voluminosos que entonces se usaban, salió del cuarto y de la casa con resuelto y presuroso andar.

VII

Aunque desconcertados por la enérgica manifestación de Caballero, que al fin hubo de condenar las bajas intrigas, no cejaron Iglesias y López en su propósito de catequizar al joven Calpena. Aún insistió D. Joaquín en que entregase el lío a D. Eugenio Aviraneta, sin pensar en hacerlo cisco, como le aconsejara Fermín con implacable rigor; y más atrevido Iglesias, propuso al joven, no que pusiese en sus manos lo que era objeto de tantas cavilaciones, sino que permitiera ver su contenido, prometiendo ambos guardar profundo secreto sobre lo poquito que examinar pudiesen. Negose resueltamente D. Fernando, y ellos invocaron los principios liberales que sin duda el joven profesaba; los grandes intereses del pueblo, al cual todos pertenecían; y añadiendo a los halagos las promesas, ofrecieron traerle antes de tres días una credencial de ocho mil reales en cualquier Ministerio, si a satisfacer su ardiente curiosidad se prestaba. Pero ni las demostraciones de amistad, ni las ofertas de colocación, quebrantaron la delicada entereza de D. Fernando, el cual decididamente, con frase categórica y un tanto áspera, les quitó toda esperanza, alentándole en esto su amigo Hillo con muecas y manotadas expresivas. Replegáronse de mal talante los patriotas al cuarto de Iglesias, y lo primero que hizo D. Fernando al entrar en el suyo fue guardar bajo llave, en los seguros cajones de una cómoda, el contenido de su baúl, o aquella parte que convenía poner a cubierto de cualquier sorpresa.

«Hace usted bien – le decía Hillo gozoso, – porque estos libres, como ellos se llaman, no se paran en pelillos. Fuera del patriotismo, son honrados, y por nada del mundo le quitarían a usted un botón ni un cigarro de papel. Pero en mediando lo que ellos llaman el interés de la Confederación o de la libertad, aunque esta sea tan desacreditada como la de la imprenta; como se trate de arma política con que puedan descabellar al contrario y arrastrarle por el redondel, se ciegan, y de noblotes y decentes se convierten en los primeros badulaques del mundo».

De acuerdo en esto como en todo, pues los lazos de su amistad se apretaban más cada hora, salieron a dar un paseo antes de comer.

«¡Qué hermoso apóstrofe el de Caballero! – decía, calle abajo, hacia la de Alcalá, el buen clérigo Hillo. – Mejor será llamarlo conminación o deprecación…».

– Llamémoslo corrección fraterna, que así deben nombrarse los hijos de tal padre. Me ha gustado D. Fermín. ¿Sabe usted que los otros parecen locos?

– Y no es lo peor que lo parezcan, sino que lo sean, y que nos comuniquen a nosotros su locura. Yo siento un gran desorden en mi cabeza.

– Y yo. Le aseguro a usted que me falta poco para ponerme a gritar en medio de la calle. ¿Con que es verdad que he conspirado sin saberlo? ¿Con que es verdad que traigo papeles que comprometen a la Real Familia… o a los reales masones, o a los isabelinos, o al demonio coronado? Y ahora consulto yo con usted una sospecha grave: ¿tendrá alguna relación este enredo con los favores que recibo de mano desconocida?… Esa personalidad misteriosa que en las tinieblas me protege, ¿tendrá algo que ver con… con no sé qué?… Yo desvarío, se embarullan mis ideas. ¿Me encontraré envuelto, sin culpa ninguna, en alguna endemoniada intriga? Dígame su franca opinión… Usted es hombre de mundo, y conoce esta sociedad y estos manejos de la política. Yo soy un inocente: vengo de un pueblo fronterizo y de una ciudad extranjera, donde he vivido amarrado a un bufete de comerciante… Yo no sé nada de esto. Ilumíneme usted; indíqueme si debo hacer algo, o no hacer nada y dejar correr los acontecimientos…

– Pues, mi amigo D. Fernando, creo, y no hay que asustarse, que se halla usted metido de hoz y coz en un lío estupendo… Dígame ante todo: ¿es cierto que trae usted esa caja?

– Sí, señor; a usted puedo decírselo. Traigo un paquete bastante pesado y voluminoso. Me lo dio una señora que en Olorón visitaba mucho a los hermanos de mi padrino… Díjome que se presentaría a recibir el encargo la persona a quien viene rotulado, y es también una señora, y se llama Doña Jacoba Zahón.

– Eso de Zahón me huele a masonería. Y la señora que lo entregó a usted, ¿quién es?

– Allí la llamaban la Marquesa, y decían de ella que politiqueaba, que sostenía larga correspondencia, y que en Tours y en Burdeos estuvo en relaciones íntimas con algunos emigrados liberales.

– ¡Ah… por San Benito de Palermo!… Ya veo, ya veo claro… digo, no, no veo más que obscuridades y fantasmas… Señora allá que manda, señora aquí que recibe… Aviraneta… La Confederación isabelina… el degüello de regulares… Mendizábal… Usted recibido y aposentado en Madrid por personas desconocidas que no dan la cara… usted vestido por Utrilla… usted obsequiado con billetes de teatro y con otros regalitos que no habrá querido decirme… ¡Ay! D. Fernando de mi alma, como mi religión me ordena no creer en brujas, y mi experiencia me permite creer en enjuagues masónicos, yo le veo a usted tocado de locura, y me vuelvo loco también, porque no entiendo una palabra de este intrincado negocio.

– ¡Y luego decimos que somos clásicos!

– ¡Clásicos! Eso quisiéramos. El mundo está tocado de insana demencia… Ya no pasan las cosas como antes, con aquella pausa y regularidad de otros tiempos; todo está trastornado; reina la sorpresa, mangonea el acaso, y los acontecimientos se suceden sin ninguna lógica. Ya no hay reglas, mi querido D. Fernandito. Esto es el caos, la barbarie, la anarquía de las almas. Corre un viento de desorden, y en la naturaleza no hay aquella serenidad, aquella calma majestuosa… ¿Digo mal?

– Dice usted muy bien. Yo me noto lanzado en este vértigo, en este espantoso remolino.

– Todo por ese maldito… Hasta me repugna pronunciar su nombre.

– Ese maldito… ¿qué?

– ¿Sabe usted, Fernando Calpena – dijo el clérigo con solemne gravedad, parándose en firme, – quién tiene la culpa de esta locura que nos saca de quicio, de esta llamarada que nos abrasa el rostro, de esta comezón que nos hace bailar la tarántula?

– ¿Quién tiene la culpa?…

– ¡Qué! ¿No lo acierta? Pues tienen la culpa Víctor Hugo y Dumas, esos dos infames progenitores del romanticismo… ¡El romanticismo! Ese es el remolino, ese es el vértigo, esa es la locura…

– D. Pedro – dijo Calpena, sin encontrar pertinente lo que afirmaba su amigo, – ¿qué tiene que ver…? ¡Dumas, Víctor Hugo!… son dos grandes poetas…

– Que han desatado las tempestades en nuestra literatura, y tras el desquiciamiento de la literatura, ha venido el de la política, y luego el de la vida toda… Yo, a esos dos, les mandaría cortar la cabeza, sin cargo alguno de conciencia, como a malhechores del género humano, y me quedaría tan fresco… ¿No ve usted que ya no hay orden ni reglas en el curso de los hechos que constituyen la vida? ¿No ve usted que ya todo es exaltación, misterio, fantasmas, lo desconocido, lo imponderable?… Pues espérese usted un poco, que ya empezarán los espectros, las tumbas, los cipreses funerarios… En fin, vámonos a comer, que yo, la verdad sobre todo, tengo ya ganas. Y esta tarde nos iremos a dar un largo paseo por las afueras, para que usted me cumpla su promesa de contarme algo de su vida, y del cómo y el por qué de haber venido a este maldito Madrid.

– Volvámonos a casa – dijo Calpena sobresaltado, pues temía un golpetazo repentino de la suerte, como contrapeso de tantas venturas, – y veremos cuál es la sorpresa de esta tarde.

– ¡Qué!… ¿Teme que venga de sopetón la mala?… Deseche usted ese recelo, porque si viniera la mala, caería sobre mí. Quiero decir que aquí está Pedro Hillo para recogerla, pues yo seré su pararrayos, Sr. D. Fernandito. No dude que si salta la chispa caerá sobre este cura… y usted libre, usted siempre feliz… Si no, al tiempo.

Sorpresa hubo, en efecto; mas no desagradable, como Calpena temía. Al entrar le dio Méndez un paquetito que acababan de traer. Pálido y ceñudo, el joven no se atrevía a cogerlo. Hízolo Hillo, tomó el peso, y se echó a reír diciendo: «Que me excomulguen si esto no es dinero contante y sonante».

El paquetito era como una carta muy abultada, o como un libro de poco volumen, esmeradamente envuelto en papel superior, cerrado con lacres. Estos no tenían sello con letras o escudo. Antes de abrirlo, preguntó D. Fernando a Méndez quién lo había traído.

«Ha sido el mismo señor, ese que llaman Edipo».

– No puede ser más clásico – observó Don Pedro. – A ver, a ver… abra usted.

– Podría usted haberle dicho que se esperara. Yo le habría interrogado… En fin, veamos qué es esto.

Metiose en su cuarto con Hillo, y en pocos segundos quedó aquel nuevo enigma descifrado a medias, pues si debajo del envoltorio apareció una elegantísima y perfumada cartera de piel, con un cartoncillo en el cual resplandecían ocho medias onzas prendidas con cruce de seda encarnada, no se encontró papel escrito, ni tarjeta, ni cifra por donde la procedencia pudiera ser conocida.

«Muy bien – dijo el presbítero restregándose furiosamente las manos. – Eso no podía faltar… Aparece la lógica en medio de este barullo romántico… Le mandan a usted dinero para el bolsillo, pues un joven vestido por Utrilla, un caballero que ocupará altas posiciones, que figurará entre los más elegantes de Madrid, no es bien que ande sin pólvora… Ea, no se devane ahora los sesos… Ya parecerá, Señor, ya parecerá el donante. Vámonos al comedor, que con estas sorpresas se me aguza el apetito».

Comieron solos, porque Iglesias, convidado por López, se había ido a la fonda de Genieys; D. Fernando hablaba poco; a Hillo se le despertó la locuacidad con tanta fuerza como el apetito, y trataba de apartar al joven Calpena de la sombría cavilación en que había caído… «Antes dije a usted que estábamos locos, y ahora añado que bendita sea la locura si viene siempre así. Mientras lluevan medias onzas, ora sean pasta, ora transformadas en cosas de diferente utilidad, no llore usted, joven. Si luego nos cae alguna rueda de molino, tiempo habrá de lamentarlo. Y hablo en plural, porque si mi delicadeza no me permite participar de los beneficios exclusivamente destinados a usted, deseo y quiero ser partícipe de los males, cuando Dios se fuere servido de enviarlos. Con que reposemos un rato la comida, y luego nos iremos a estirar las piernas al Retiro».

Hiciéronlo así, y descansando de su caminata a la sombra de unos copudos negrillos, en sitio sosegado, allá por el Baño de la Elefanta, D. Fernando se franqueó con su amigo, ofreciéndole los datos biográficos que anhelaba conocer, como clave o guía para descubrir la misteriosa mano.

«Los primeros recuerdos de mi infancia – contestó Calpena, – se refieren a Vera, y a la casa del cura de aquel pueblo. Pero yo nací y fui bautizado en Urdax, no constando en la partida más que el nombre de mi madre, Basilisa Calpena. Ni la conocí nunca, ni he sabido de ella, pues la mujer que me crió se llamaba Ignacia, natural de Zugarramundi, habitante en Vera, en una casita próxima a la del cura. No tenía yo dos años, cuando este me llevó consigo, y ya no me separé de él hasta su muerte, ocurrida el año 32. Llamábale yo padrino, y él a mí ahijado y a veces hijo. Era el hombre más excelente que usted puede imaginar, sin tacha como sacerdote, verdadero pastor de sus feligreses; tan caritativo, que todo lo suyo era de los pobres; entendido en mil cosas, principalmente en agricultura, en astronomía empírica y en humanidades; gran latino, tan modesto en sus hábitos, y tan apegado a la humilde iglesia en que desempeñaba su ministerio, que rechazó la oferta de una capellanía de Roncesvalles y del deanato de Pamplona. Para mí, D. Narciso Vidaurre, que así se llamaba, era la primera persona del mundo, y en él se condensaron siempre todos mis afectos de familia, pues él era para mí como padre y maestro. Si no me había dado la vida, me dio la crianza, la educación, y me enseñó a ser hombre, infundiéndome la dignidad, la confianza en mí mismo, y preparándome para los mil trabajos de la vida. Desde niño me enseñó todo lo concerniente, en lo moral y en lo social, a personas principales… quiero decir que me crió para señor, no para sirviente ni para la vida oscura y zafia del campo. Aunque no con puntualidad, D. Narciso recibía cantidades para mi sostenimiento, educación y demás. Él venía unas veces de Madrid, otras de Burdeos o París. De esto me enteré yo en mi niñez; pero él nunca me dijo nada, y aunque a veces aludía vagamente a mis padres, dándome a entender que existían, y que yo podría conocerles andando el tiempo, jamás me habló concretamente de asunto tan delicado. Sin duda, no se creía con facultades para hacerme tal revelación; o tal vez aguardaba a que yo cumpliese determinada edad. No sé, no sé, amigo Hillo… Mis confusiones son ahora las mismas que hace algunos años. Quizás, si mi padrino viviera, ya habría cesado mi ignorancia de cosa tan importante; quizás…».

– Permítame… Entre paréntesis… – dijo D. Pedro, que ponía profunda atención en el relato. – Una pregunta: ¿en aquel tiempo recibía usted también favorcitos misteriosos de la mano oculta?

– En tiempo de mi padrino, jamás. En París, una vez sola. Ya llegará oportunidad de contarlo… Seguiré con método.

– Permítame otra pregunta: ¿ese señor murió de repente?

– Sí… de un ataque apoplético. No le dio tiempo a nada.

– Claro… si hubiese tenido tiempo, lo natural y lógico era llamarle a usted… decirle: «Hijo mío, tal y tal…».

– Su muerte fue para mí un golpe tremendo. Parecíame que se acababa el mundo, la humanidad; que yo me veía condenado a soledad eterna, a un desamparo tristísimo… Aquel santo hombre era para mí la única y total familia, el maestro, el amigo, el inspirador de todos mis pensamientos, guía de todos mis actos… Dejome un horrible vacío…

– Dispense… Otra pregunta: ¿no tenía el buen D. Narciso, como es uso y costumbre en la clase de curas, alguna familia de sobrinas, amas?… ¿o es que vivía enteramente solo?

– Tenía una hermana más vieja que él, Doña María del Socorro, que le llevó tres años por delante en el morir; buena señora, aunque algo regañona y descontentadiza, y un hermano que no vivía en Vera… Muerta Doña María, siguieron gobernando la casa una sobrina, que al poco tiempo casó con uno de Fuenterrabía, y dos antiguas criadas de la familia, que aún sirven al sucesor en el curato, un sobrino segundo, llamado Avelino, buen muchacho, pero que no es ni la sombra de su tío… No nacerá otro D. Narciso Vidaurre, el santo, el justo, el sabio, el discreto, el…

VIII

Nueva interpelación de D. Pedro, que impaciente quería profundizar en el hermoso asunto, para llegar pronto a la verdad. «Perdóneme otra vez, Fernandito, si le interrumpo. ¿Ese señor cura no se señaló, como todo el clero navarro, por la adhesión a las ideas y a la persona de D. Carlos María Isidro?».

– Verá usted… Mi padrino, hombre de acendrada religión, manifestaba despego a los revolucionarios y jacobinos… Del 14 al 20 simpatizó con los realistas, por lo cual le tuvieron entre ojos las autoridades de los tres años. Poco antes de la entrada de Angulema, tuvimos que salir de Vera y refugiarnos en Cambo. Pero a principios del 24 ya estaba mi padrino en su parroquia, y entonces le ofrecieron la canonjía de Pamplona, que rehusó. Desde el 24 hasta la muerte del Rey, se abstuvo de manifestar con demasiada viveza sus sentimientos realistas. Debo decir también que el buen señor tenía relaciones con personas del bando liberal. Era muy amigo del general Mina…

– ¡De D. Francisco Espoz y Mina!

– Hacia el 22, comía en la Rectoral siempre que pasaba por Vera… También tenía D. Narciso gran confianza con Eraso, el segundo de Zumalacárregui, y aun con este, en época anterior al carlismo, cuando Don Tomás era coronel de ejército. Sí, señor… ¡Pues tengo tan presente a Mina… le vi tantas veces en mi casa!

– ¿Y con usted se mostraba cariñoso?…

– Como que monté a caballo más de una vez en sus rodillas. Me quería mucho… me llamaba petit caporal y no sé qué… Ahora que recuerdo: también nos visitó alguna vez el Conde de España.

– ¿Y en las rodillas de ese también montaba usted?

– Creo que no. La época es más remota, y apenas me acuerdo.

– ¿Y entre tantos generales no iban alguna vez generalas?… ¿No recuerda haber visto en la casa del cura duquesas o princesas…?

– Personas de tanta categoría… no sé… como no fueran disfrazadas.

– Adelante. Murió el señor Cura, sin poder decir oste ni moste… y luego…

– El hermano de D. Narciso vivía en Urdax, dedicado al tráfico de maderas. Este señor se encargó de mí. Honrado y cabal, no se parece nada a su difunto hermano: carece de instrucción, y es seco, adusto, sin delicadeza. Lo primero que hizo conmigo fue mandarme a Olorón para que siguiera mis estudios en un colegio. Allí viví unos meses en casa de un tal Maturana, habilísimo mecánico y armero, algo pariente y amigo íntimo de los Vidaurres. De pronto recibí órdenes de trasladarme a París a aprender prácticamente el comercio, pues al comercio quería dedicarme. Me mandaban acá y allá, sin darme explicaciones, y si alguna observación hacía yo, me respondían simplemente: «Manda quien manda».

– Ya me habló usted de su viaje a París para entrar en la casa de Banca donde conoció a Mendizábal; dígame ahora cómo se le manifestó la mano oculta en aquella ciudad.

– Yo vivía con otro chico guipuzcoano, compañero mío de escritorio, en una modesta pensión del faubourg Poissonière. Un día me encontré en la mesa de mi cuarto una carta dirigida a mí. Dentro de ella había dos billetes de la Banque de France, que allí circulan como metálico. Total: doscientos francos, que me vinieron muy bien. No pude averiguar quién me había llevado la carta: ni en la casa ni en mi oficina supieron darme ninguna razón. Pero aquella vez el dinero no venía solo, sino con una cartita muy lacónica en que se me mandaba oír misa, al día siguiente, a las nueve en punto, en la iglesia de Notre Dame des Victoires. Naturalmente, fui, y nada me sucedió, es decir, nadie se me acercó a hablarme, como esperábamos mi compañero y yo, que creímos se trataba de una aventura vulgar.

– Si usted no vio a nadie, sin duda alguien a usted le vería… ¿Era ya en el reinado de Luis Felipe?

– Sí, señor. De repente, con la misma brusquedad con que fui enviado a París, llamáronme a Olorón, y allí estaba cuando se nos presentó Faustino Vidaurre, al parecer para tratar de negocios… Noté yo que él y Felipe Maturana se decían algo referente a mí, recatándose de que yo lo entendiera. Una mañana me notificaron que vendría pronto a Madrid, donde se me daría un destino en las oficinas del Gobierno, con sueldo bastante para vivir decentemente en esta capital. Yo me alegré, porque allí no hacía nada, y la holganza monótona de aquel pueblo me enfadaba, me ponía enfermo… Vi los cielos abiertos; me aventuré a pedir alguna explicación al hermano de mi padrino; pero no me dijo más que la frase sacramental: «Quien manda, manda». Y Maturana agregó: «Llevarás tu viaje pagado, y algo para que puedas vivir un par de meses en un alojamiento arregladito. Ya puedes empaquetar tu ropa y tus libros…». Y como yo expresase alguna inquietud acerca de mis primeros pasos en esta villa, no teniendo aquí conocimientos ni trayendo carta de recomendación, Faustino me dijo: «Anda, anda, hijo, y no temas nada, que ya tendrás quien te ampare y mire por ti. Vete descuidado, que nada te faltará… Y no te mandamos tan desprovisto de apoyos y recomendaciones, pues además de los que allí te saldrán donde y cuando menos lo pienses, en Madrid tienes a nuestro primo Carlos Maturana, diamantista que fue de la Real Casa, y hoy comerciante en piedras preciosas. Ya le hemos escrito para que te preste algún socorro, si por acaso lo necesitares. Pero no esperes encontrarle en la Corte hasta los últimos de Septiembre, porque ahora está viajando por el Norte de Italia, y tardará un mes lo menos en llegar a Madrid. Vive en la plaza de la Armería junto a Palacio». Llegó el día de mi partida, y me despidieron muy conmovidos, como si no pensaran volver a verme. Tanto Maturana como Faustino y las mujeres de ambos, me dirigieron el último saludo con una extrañísima gravedad… vamos, con algo como demostración de respeto… No sé si me explico…

– Comprendido, comprendido… Es muy natural… ¿Y…?

– Ya, a eso voy. Dos días antes de mi salida de Olorón, se llegó por allí una señora muy estirada, con muchos moños grises alrededor de la cabeza, sombrero con cintas y encajes. Hablé con ella dos o tres veces, asombrándome de su instrucción, de su finura, de su conocimiento de la política, así francesa como española. La esposa de Maturana, persona también de excelente educación, francesa, hija de un librero de Foix, celebraba frecuentes encerronas con la dama desconocida. A esta la llamaban Madame Aline.

– ¿Francesa?

– Pues mire usted que no lo sé… Habla correctísimamente el español, aunque con un ligero acento… no sé, me pareció catalán. Pues bien: esta señora fue la que me dio el encargo que tan soliviantados trae a nuestros patriotas. Tanto ella como Maturana me encargaron tuviese mucho cuidado de no entregar el paquete más que a la persona a quien viene dirigido. «Será muy difícil – me dijo madame Aline – que haya equivocación ni suplantación, si usted se fija bien en las señas que le doy. La señora en cuyas manos pondrá usted la cajita es jorobada».

– ¡Lo ve usted! – exclamó Hillo, dándose un fuerte palmetazo en la rodilla. – ¿Ve usted cómo acertaba yo cuando hablé del torbellino romántico? En el romanticismo desempeñan siempre un papel culminante los jorobados, o siquiera cargados de espalda, los tuertos, patizambos, y en general toda persona que tenga alguna deformidad visible. También figuran en él los tísicos, los locos y los que padecen ictericia.

– Jorobada – me dijo, – de sesenta años, y algo impedida de la pierna derecha.

– Bueno, bueno, bueno… Lo que digo: en pleno romanticismo. ¿Y qué nos importa? Mejor, más divertido: no nos faltarán emociones, sorpresas y… corcovas… ¡Ay! Fernandito de mi alma, me equivocaré mucho si de todo esto no resulta una anagnórisis felicísima… Nada, nada, no hay que temer nada malo, sino una verdadera irrupción de bienes. Yo estoy contento, no sé qué me pasa. El bien ajeno no me produce envidia, sino una exaltación de cariño y entusiasmo por la persona favorecida. Así es que estallo de satisfacción, y me parece que esta noche he de atacar la cena con un apetito fenomenal. Adelante. ¿Falta algo?

– Sí señor: falta que usted conozca la clase de educación que me dio mi padrino; los sentimientos con que fortaleció mi conciencia; las ideas con que fue labrando mi criterio… Desde muy niño me acostumbro a mirar la moral excesivamente severa como base de una vida ejemplar. La moral rígida, según él, es un deber que impone la fe, y al propio tiempo una indudable ventaja para la vida. Me enseñó a abominar de la mentira, siendo en esto tan extremoso, que ni aun me permitía los embustes inocentes que son el encanto principal de la infancia. De amor al prójimo, de caridad y abnegación, no hablemos, pues esto, con sólo su ejemplo, diariamente me lo enseñaba. Ponía un cuidado exquisito en que yo aprendiese desde muy niño a refrenar los deseos violentos, a no apetecer cosa alguna con demasiado ardor, a poner freno a las pasiones. Ya he dicho a usted que era un humanista de primer orden, y clásico ferviente, resultando armonía perfecta entre su gusto artístico y todos los actos de la vida, que iban siempre a compás, como sus pensamientos. De los modernos autores, Moratín era su ídolo. Se carteaba con él y con el abate Melon, y se sabía de memoria todas las poesías serias y festivas de D. Leandro, así como sus traducciones de Horacio. ¡Cuántas veces le oí declamar con grave entonación aquel pasaje!:

 
¿De cuál varón o semidiós el canto
previenes, alma Clío,
en corva lira o flauta resonante?
 

La sátira «¿Quieres casarte, Andrés?» la repetía enterita, sin el menor tropiezo. Explicándome las bellezas de estas composiciones, me hacía ver cómo la poesía, para ser de buena ley, debe subordinar la inspiración al buen gusto y a la regularidad. Mas no quería que fuese yo poeta, y una vez que me sorprendió haciendo versos, me los puso en solfa, incitándome a que, en vez de expresar mis pensamientos con música y medida, cultivara la buena prosa, que, sin duda podía ofrecerme ancho campo al empleo de la inteligencia, así en la oratoria política, como en la forense, en la historia, en la filosofía, y en todas las artes liberales. Por Cicerón tuvo verdadera idolatría, y decía que era lástima fuese gentil un hombre que expresaba las ideas con tal perfección, dando al raciocinio la palabra más propia y más enérgica. Repetía la memoria pasajes del gran orador y filósofo; me los explicaba; me hacía ver su concisa elocuencia, la propiedad, el empleo exacto de las voces…

– Repetiría aquel pasaje: Nihil agis, nihil moliris, nihil cogitas…

– Quod ego, non modo non audiam, sed etiam non videam…

– Ejemplo admirable de lo que llamamos climax…

– Como usted comprende, me enseñó el latín a machamartillo, porque, según él, es el latín la madre de todas las enseñanzas, y única escuela segura del buen gusto. El latín, decía, no sólo hace hombres eruditos, sino buenos ciudadanos, personas sociables, finas y amenas… Por último, para que usted se haga cargo de cómo formó mi carácter aquel gran maestro, recordaré las máximas que con tenacidad me iba claveteando, como si dijéramos, en la cabeza, y así verá el contraste que forma aquella enseñanza teórica con lo que después me ha traído la realidad. «Ajusta siempre tus acciones – me decía – a un plan lógico, dentro de la más estricta moralidad, y no te separes de él por nada ni por nadie. Puede que este sistema te ocasione alguna desazón pasajera; pero a la larga apreciarás y saborearás sus hermosos resultados… No confíes nunca en lo imprevisto; no esperes nada del acaso, y que tu conducta sea siempre lo que debe ser, lo previsto, lo estudiado, y en modo alguno dependa del qué será… No aceptes jamás cosa alguna que no sepas de dónde viene, ni te fíes de prosperidades fantásticas, que suelen volverse infortunios reales… Lábrate la dicha con tu trabajo, acostúmbrate a que tu bienestar sea obra de ti mismo, y no esperes nunca favores llovidos del cielo… No contraigas deudas, ni aun por mínima cantidad, y advierte que es preferible pedir una limosna a cargarte de obligaciones… Ama la regularidad, el orden, pues si no hay arte posible sin reglas, también está sujeto a cánones invariables el arte de la vida… Considera que lo que no hayas adquirido por ti mismo no es tuyo, sino ajeno, que si aceptas beneficios que no has ganado con tu esfuerzo, te verás ligado por la gratitud, y la gratitud puede torcer tu voluntad, y apartarte de la senda del deber rígido y estrictamente moral… En lo tocante a opiniones políticas, mantente siempre en el fiel de la balanza, y cualquiera que sea la bandería a que te veas afiliado, no hagas un dogma cerrado de tus creencias, ni niegues a la creencia de los demás el respeto que merece… Nunca te acalores en la vida pública ni en la privada; no seas fogoso en tus pasiones, que eso es vicio romántico, de que debes huir como de la peste; mantente siempre templado, dueño de ti, sereno y en disposición de sortear las vehemencias ajenas. Así dominarás, sin ser nunca dominado, porque el fiero se entrega al fin, y se rinde al flemático… En todos los negocios preséntate siempre de buena fe, situándote en posición derecha, frente a las intenciones del que ha de tratar contigo…».

– Pues esta máxima – dijo Hillo gozoso – corresponde a una de las principales reglas del toreo, que llamamos situarse en la rectitud… Adelante.

– Con que ya ve, Sr. D. Pedro, cómo no corresponde la palpitante realidad a la norma de conducta que mi preceptor me enseñaba; y aquí me tiene usted sin voluntad propia, sometido a misteriosas manos que me gobiernan… Lo desconocido me rige, la imprevisión me guía… Estoy amenazado del descrédito de toda la doctrina que aprendí, y no veo manera de aplicar ninguna regla, porque todas están por el suelo, pisoteadas por el acaso, a quien pertenezco sin poder evitarlo.