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Buch lesen: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», Seite 12

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XXIII

Jenara no vio tal carta. Llamáronla a cenar y cenó. Después doña María del Sagrario, siguiendo su tradicional costumbre, que por lo infalible debía haberse puesto en el Almanaque, se quedó dormida en un sillón, mientras Micaelita y Bragas, que acababa de entrar, se secreteaban de lo lindo en el comedor. La dama huésped esperó a que Tablas y la criada cenasen también para ir con aquel al rincón de los muebles viejos donde solían hablar de cosas reservadas. Llegó la ocasión y Tablas, que obedecía servilmente a la señora y era como un esclavo, por la cuenta que le tenía, contestó a las apremiantes preguntas de esta manera:

– Fue a las dos en punto. El señorito don José, el Sr. D. Celestino y yo habíamos convenido en que las dos era la mejor hora. Yo di al carcelero las onzas que me dio el Sr. D. Celestino y el carcelero pidió más, y le llevé más, y luego dijo que no era bastante y se le dieron otras pocas onzas. Al preso le llevé las mangas con galones de teniente coronel, y la gorra de cuartel, que eran el trapo para engañar a cualquier carcelero de sentido. Ya se le había llevado puñal y pistola y un cinto de onzas, que son la mejor brega para parar los pies a la justicia y hacerla que obedezca al engaño. El carcelero y yo habíamos convenido en correr el cerrojo sin echarle el gancho, y D. Salustiano tenía ya una cuerda para descorrerle desde dentro. Para que no hiciera ruido untamos de aceite al cerrojo. El preso salió: yo no sé cómo se las compuso para que no ladraran los dos grandes perros que se quedan todas las noches en el pasillo. Debió de echarles pan o hacerles maleficio, porque aquellos animales no se empapan en el engaño. Ello es que bajó y por la escalera se le apagó la luz y tuvo que volver a subir para encender otra. Yo le sentía desde abajo y no me atrevía a ayudarle ni a decir esta boca es mía, por miedo a que los carceleros se escurrieran fuera percatándose del engaño. Todos habían recibido sus pases de dinero para que se atontaran; pero yo no tenía confianza y estaba con el alma en un hilo, esperando a ver qué tal se portaba la cuadrilla. Por fin, señora, apareció el preso en la sala de guardia de la cárcel donde estábamos varios, algunos vendidos y otros que no se habían dejado comprar, echándoselas de bravos y boyantes. Yo les había convidado a beber y estaban un poco fuera de la jurisdicción del tino. Al ver al preso se quedaron pasmados. Venía con la capa terciada, enseñando la manga derecha y los galones de oro. En aquella mano traía un puñal, y en la otra la muleta o sea un puñado de onzas. ¡Qué momento! D. Salustiano arrojó al suelo las onzas y amenazó con la herramienta gritando: ¡onzas y muertes reparto!… Allá voy.

Había sonado la campanilla, y Tablas, interrumpiendo su relación, corrió a abrir. Aquella noche venía más gente que de ordinario a la misteriosa tertulia de D. Felicísimo, y así la campanilla no sabía estar callada ni un cuarto de hora.

– Pues decía – añadió Tablas – que al ver las onzas por el suelo y el puñal en el aire, se quedaron todos parados, ciñéndose en el engaño sin saber si atender al oro o al hierro, al trapo o al estoque. Pero la mayor parte se fueron al capote y anduvieron un rato a cuatro pies. Otros quisieron cortar el terreno. Ya el preso tenía la llave en la cerradura para abrir la puerta… Esta llave se había hecho días antes por moldes de cera que yo saqué…

La campanilla volvió a sonar. Jenara hizo un gesto de impaciencia. Cuando después de abrir volvió Tablas y dijo a la señora con mucho misterio:

– Ahí está.

– ¿Quién?

– El de ahí enfrente.

– ¿Pero quién es el de ahí enfrente?

– El culebrón con pintas… Viene muy embozado en su capa y le acompaña un cura.

– ¿Pero quién?

– El que se casó con la jorobada, el degollador de España, Calomarde, señora.

– Bien, siga usted.

– Puso la llave en la cerradura; pero en esto el bribón de Poela, que es el que había tomado más varas, quiero decir más onzas, se fue a él con muchos pies y le tiró a matar con un puñal. Felizmente no le hirió porque el preso llevaba sobre el pecho la tapa de un misal. Pero con el encontronazo se le cayó la llave de la cerradura y de la mano. Yo hice un cuarteo, apagué la luz, recogí la llave, se la di, abrió él a fondo, sin vacilar. En un mete y saca quedó hecho todo, y digo mete y saca porque D. Salustiano, después de abrir, tuvo alma para sacar la llave, salir y cerrar por fuera. Lo que pasó en la calle no lo sé, pero según entiendo ya está ese caballero en corral seguro. En la cárcel hubo luego porrazos, caídas, puños y varas. Yo saqué un rasguño en esta mano. Vinieron dos alcaldes de Casa y Corte y estuvieron tomando declaraciones… a mí con esas. ¡Buen trasteo les dimos! Yo, aunque me citaban sus mercedes sobre corto y sobre largo y a la derecha y a la izquierda, no quise embestir a la palabra y me callé como un cabestro.

Apenas concluyó el atleta oyose allá en el fondo del pasillo una voz que decía: ¡Luz, luz!

Era que aquella noche como en otra ya mencionada la lámpara que alumbraba el congresillo furibundo resolvió apagarse y de nada valieron contra esta determinación autocrática las exclamaciones y protestas de D. Felicísimo. Es fama que la luz comenzó a palidecer precisamente cuando la tertulia llegaba a su grado más alto de calor político y de cólera apostólica; por lo que contrariados todos al ver que desaparecían las caras, clamaban en tonos distintos: ¡luz, luz!

Allá corrió Tablas, y sacando la lámpara les dejó completamente a oscuras, mas no callados. Salía de la sala un murmullo impaciente, del cual Jenara no pudo entender cosa alguna. Cuando volvió Tablas llevando en alto la lámpara encendida, como el coloso antiguo alumbrando el puerto de Rodas, la dama pudo ver por la entornada puerta las sombras que se movían en aquel antro blanquecino. Conoció a algunos y haciéndose cruces se apartó de allí y dijo:

– ¡También D. Juan Bautista Erro!

– Y el señor obispo de León – murmuró Tablas. – Es el que mete más ruido y el que, cuando yo entré decía: «Para nada hace falta la luz».

– Tiene razón. Para nada les hace falta. Y si no que se lo pregunten a los topos.

Después que supo cuanto podía saber de la evasión de Olózaga, intentó pescar algunas frases de las que en la sala se decían. Acercose y puso atención; pero el espesor de las antiguas puertas no permitía que se oyeran palabras. Aburrida dio algunos paseos por el corredor blanco en el cual los puntales interrumpían a cada instante la marcha, y los ladrillos del piso tecleaban bajo los pies. Sobre el yeso veíanse las correderas que de noche salían de las infinitas grietas de la casa para hacer sus excursiones, y el gato corría cazando y trepaba por las vigas y desaparecía por ignorados agujeros para reaparecer en la habitación más lejana, o bien se estiraba perezoso en el rincón de los muebles viejos, donde sus ojos brillaban como dos gotas de oro encendido. Cuando alguien andaba por los pasillos con paso muy vivo, sentíase un estremecimiento temeroso en la casa toda y los puntales parecían temblar, como los músculos del atleta que hace un esfuerzo grande, y caían algunas cascarillas de yeso de las paredes y el techo. La casa tenía, pues, sus palpitaciones súbitas y sus corazonadas nerviosas.

Jenara se retiró a su cuarto y apagó la luz fingiendo que se acostaba. Cuando los apostólicos se fueron, y se fue Pipaón y se encerró en su dormitorio D. Felicísimo, la dama salió envuelta en manto negro y andando tan quedamente que sus pasos no se sentían más que los del gato. Vio a Tablas, le habló en secreto indicándole que deseaba salir sin que nadie lo supiera en la casa; vaciló un momento el gigante; pero su venalidad fue también llave de aquella evasión, no tan cara como la de Olózaga. ¿A dónde iba la aventurera? ¿A su casa, que continuaba puesta y servida, como si ella estuviera de viaje, o a otra parte misteriosa y no sabida de ser alguno vendido ni por vender? Lo ignoramos. Este es un punto en el cual todas nuestras pesquisas y diligencias han valido poco, y al tratarlo sin conocimiento nos ocurre decir como los apostólicos: «¡Luz luz!».

Al día siguiente muy temprano, cuando don Felicísimo y su hermana se levantaron, Jenara estaba en casa; pero salió muy tarde de su habitación porque había pasado, según indicó, muy mala noche. Cuando fue a saludar a Carnicero, este le dijo:

– ¡Qué mala noticia tenemos hoy! Ese bribón de Olózaga que se escapó de la cárcel de villa no parece. Se ha revuelto todo Madrid… ¡Ah!, es que no se habrá revuelto bien. Si la policía supiera cumplir con su deber… Por cierto, señora mía, que anoche uno de los amigos que me honran viniendo a mi tertulia me habló de usted… Por de contado, señora, ni las moscas saben que está usted en mi casa.

– ¿Y no se puede saber por qué motivo me tomó en boca ese amigo de usted?

– Ese amigo – dijo Carnicero – sostiene que usted debe saber dónde se oculta Olózaga.

– ¿Yo? Su amigo de usted es tonto rematado. ¡Qué sandeces se permiten algunas personas!

Y no dijo más porque, habiéndose acercado a la mesa de D. Felicísimo, tenía los cinco sentidos puestos en el sobre de la carta que bajo la pezuña estaba.

– Tablas, Tablas – gritó a la sazón el anciano. – Pero hombre, ¿que nunca has de estar aquí cuando haces falta…? Toma, ve, corre, lleva esta carta a la posada del Dragón.

Y levantó la pezuña de macho cabrío para tomar la carta, que violentamente oprimida por aquel pesado objeto parecía hallarse a punto de reventar echando fuera todas sus letras.

– Pues sí, señora mía – prosiguió D. Felicísimo luego que marchó Tablas con el recado. – Eso me decía mi amigo, y me lo repitió tres veces… «Ella debe saberlo, ella debe saberlo y ella debe saberlo…». Y que le apearan de esto.

– Su amigo de usted – replicó Jenara – será un gran farsante y un perverso calumniador, porque esto envuelve una calumnia, Sr. Carnicero.

Y era verdad que la dama aventurera no sabía dónde se ocultaba el que después fue insigne tribuno y jefe de un partido. Siendo ella una de las personas que más ayudaron en el oscuro complot de la evasión, no fue partícipe del secreto del escondite, el cual, por excesivamente delicado y peligroso, no salió de la familia. Hoy se sabe que Salustiano al salir de la cárcel, cerrando por fuera la puerta, tropezó con un nuevo obstáculo, el centinela. Estaba concertado que un amigo, fingiéndose asistente del supuesto teniente coronel, entretendría al centinela contándole cuentos. Pero este amigo había faltado y el centinela se paseaba solo a la claridad de la luna, que aquella noche brillaba de un modo tan poético como importuno. Un buenas noches, centinela, pronunciado con serenidad asombrosa, salvó a Salustiano de este nuevo peligro. Avanzó tranquilamente, y en la esquina de la calle de Luzón se le unió un amigo que le aguardaba. Por las calles menos concurridas se apartaron a buen paso de la cárcel, dirigiéndose a la vivienda destinada a servir de refugio al fugitivo, la cual era una sombrerería de la Puerta del Sol. Llegaron al centro de Madrid, y vieron que en el Principal se agolpaba la gente. Ya se tenía allí noticia de la escapatoria. Olózaga tuvo que dar un rodeo de un cuarto de legua para dirigirse a la sombrerería, entrando en la Puerta del Sol por la carrera de San Jerónimo, y al fin se vio seguro en el asilo que se le había preparado. Baráibar se llamaba el sombrerero, patriota generoso, que guardó el secreto con fidelidad admirable y supo arrancar al absolutismo una de sus víctimas. Escondido en el sótano de la tienda estuvo Salustiano muchos días, mientras se preparaba el no menos difícil ardid de ausentarle de España. Había trocado una prisión por otra; pero en esta última la esperanza, la idea de libertad y de triunfo le acompañaban en las solitarias horas. Por las noches, contra la opinión de su amigo Baráibar, que temblaba con las temeridades de Olózaga, este se disfrazaba hábilmente y se salía del sótano de la casa, no precisamente para pasearse por Madrid, sino para correr a misteriosas citas, en que no tenía participación la política. Como estas atrevidas expediciones nocturnas son de un carácter reservado, debe interponerse entre ellas y la luz de la historia la pantalla de la discreción; y así, doblando esta página, sólo escribiremos en ella: «Oscuridad, oscuridad».

XXIV

«¡Barástolis, mayoral, que ya estamos en casa; pare usted, pare usted!». Esto decía D. Benigno, y al punto el desclavijado vehículo se detuvo en lo más fragoso de un caminejo lleno de guijarros y junto a una tapia carcomida. Bajaron todos molidos y aporreados, y D. Benigno enderezó la caminata hacia la casa, que distaba como dos tiros de fusil del lugar donde había parado el coche. Cada uno de los chicos iba abrazado con su hucha, y entre todos conducían mal que bien los cinco perros de Crucita. Esta no había querido confiar a nadie sus dos gatos, y por el camino no había cesado de echar maldiciones contra el mayoral, el camino y el coche, que era una verdadera fábrica de chichones.

El panorama de la finca se presentó de un golpe a la contemplación de los viajeros. D. Benigno no cabía en sí de gozo, y a cada paso decía a Sola:

– Vea usted cómo están esos almendros… ¿Quién diría que esos olivos no tienen más que diez años?… Aquellos otros, que aún son estacas, los planté yo por mi mano hace tres años… Mire usted a la derecha; pues aquello es lo del tío Rezaquedito, tierras que vendrán a ser mías el año que viene.

La casa era de labor, medianamente arreglada para vivienda cómoda. Tenía una huertecilla, a la que daba frescura y sustancia el agua clara de una noria. Más allá había un prado muy lucido, en el cual pastaban algunos carneros, y las gallinas en bandadas, que regía un arrogante y enfatuado gallo, recorrían libremente todo, olivar, viñas y prado, respetando la huerta, donde les prohibía la entrada, con muy mal gesto, una cerca de zarza erizada de púas.

El sitio no era prodigio de hermosura pero sí muy agradable y tenía los inapreciables encantos de la soledad, del silencio campesino y del verdor perenne aunque un poco triste de los olivos. Los horizontes eran anchos, la luz mucha, el aire puro y sano. Todo convidaba allí a la vida sosegada y a desencadenar de tristezas y preocupaciones el espíritu, dejándole libre y a sus anchas.

Interiormente la casa valía poco; pero Sola, en cuanto la vio, hizo mentalmente la reforma y compostura de toda ella, prometiéndose ponerla, si la dejaban, en un grado tal de limpieza, comodidad y arreglo que podrían allí vivir canónigos y aun obispos. Todo lo observaba ella, y si al principio no decía nada, cuando Cordero le preguntó su opinión, no pudo menos de darla, diciendo: – ¡Qué bien vendría aquí un tabique…!, y abrir allá una puerta… y extender este corredor poniéndole escalera exterior para bajar a la huerta… y en la huerta yo plantaría una fila de árboles que dieran sombra a la casa por esta parte… y quitaría el gallinero de donde está para ponerlo allá en el fondo del corral donde están las mulas… Hay que cuidar mejor de la huerta y componer esa noria que sin duda es del tiempo de los moros.

Todo esto lo oía extasiado D. Benigno, prometiéndose formalmente hacer las reformas indicadas por Sola y aun algunas más.

Desgraciadamente para él, no podía estar en los Cigarrales sino un par de días, porque le precisaba volver a Madrid, pero ¡qué feliz sería cuando volviese definitivamente a sus queridas tierras para pasar todo el verano! Sí, sí, sí: era ya cosa decidida en el espíritu del bueno del comerciante liquidar cuentas, traspasar la tienda, renunciar al comercio y hacerse labrador para el resto de sus días. Estos dulces pensamientos le hacían sonreír a solas.

La historia cuenta que D. Benigno regresó a Madrid sin que le ocurriera nada de particular en su viaje, dejando buenos y sanos, y además muy contentos, a los que en los Cigarrales se quedaron. También dice que vendió muchos encajes en la temporada del Corpus, y que allá por los últimos días de Junio el héroe hizo entrega de la tienda a un amigo de toda su confianza, y se dispuso a partir para Toledo con sus dos hijos, Primitivo y Segundo, que ya estaban de vacaciones, con buenas notas y las correspondientes huchas llenas de dinero. Para colmo de dicha, el padre Alelí, a quien los médicos de la Orden habían prescrito sosiego y campo, se disponía a acompañarle a los Cigarrales. ¿Qué faltaba? Sólo faltaba para poner la veleta al edificio de la felicidad Corderil que se resolviera un asunto delicado, un asunto del alma, un problema de corazón, del cual pendían todos los demás problemas, cuestiones y proyectos del héroe de Boteros. Una de las dificultades más graves, que era la de la enunciación o planteamiento verbal del problema, estaba ya vencida, porque D. Benigno halló un medio excelente de vencer, o mejor dicho, de esquivar su timidez, y fue escribir a Sola una larga carta cuando ella se hallaba en los Cigarrales y él en Madrid.

La carta era tan fina, tan discreta y comedida, que no vacilamos en reproducir algunos párrafos de ella. Decían así:

«Esto que siento no es una pasión de mozalbete, que sería impropia de mi edad, es un afecto que empezó siendo compasión y poco a poco se fue volviendo un tanto egoísta; luego se robusteció mucho con admiraciones de las virtudes de usted, y más tarde se hizo fuerte con la consideración de asociar a mi vida una vida tan útil por todos conceptos y que me traería tan gran dote de riquezas morales y de méritos positivos.

»Aquí, apreciabilísima Hormiga, viene por sus pasos contados la cuestión del agradecimiento. Usted dirá que lo tiene por mí, y yo replico que mayor debe ser el mío porque los favores que me ha hecho son de los que no se pagan con nada del mundo. Usted ha criado a mis hijos, usted ha ordenado mi casa, usted ha hecho agradable, fácil y metódica la vida. Y quien tanto ha hecho, quien tanto merece, ¿no ha de tener una posición digna en el mundo? Sí, y mil veces sí. Huérfana y sola, pobre y sin más tesoro que sus virtudes, su amor al trabajo, su tierna solicitud por todas las criaturas débiles o enfermas, usted ha cautivado mi corazón, no con afecto ardiente de esos que más bien hacen desgraciados que felices a los hombres, sino despertando en mí un sentimiento puro, en el cual se enlazan el amor y el respeto, la consideración y la ternura, el deseo vivísimo de ser feliz y el más vivo aún de hacer feliz, rica, considerada y señora a quien ya tiene en su alma todas las señorías de Dios.

»No me conteste usted por escrito. Medite usted mi proposición, y cuando yo vaya, que será dentro de ocho o diez días, me responderá verbalmente con una sola palabra, en la inteligencia, apreciable Hormiga, de que si mi proposición mereciera una negativa, sería usted para mí lo mismo que ahora es, la primera y más santa de las amigas, y siempre sería yo para usted el mismo leal, admirador y ferviente amigo.

Benigno Cordero».

Muy satisfecho y descansado se encontró el hombre después de escrita la carta. Leída y aprobada por el padre Alelí, D. Benigno la entregó por su propia mano al ordinario de Toledo. Aquel día vendió muchos encajes. Dios estaba de su parte.

XXV

Por fin vino el último día de Junio, y el héroe, con sus dos hijos y el padre Alelí, se embanastó en el coche, y helos aquí en camino de los Cigarrales. Durante el viaje el fraile hablaba por siete, siendo tan extremado aquel día el desorden caótico de su cabeza que no hablara mejor ni con más gracia el mismo descubridor de los cerros de Úbeda, o el fabricante de los pies de banco. A cada instante suspendía sus paliques para quedarse mirando al cielo, con el dedo en el labio y el entrecejo lleno de pliegues y laberínticas arrugas, imagen exacta de la confusión que dentro reinaba. Las únicas palabras que entonces profería eran estas: – Benignillo, yo tenía que decirte una cosa… ¿Qué es lo que yo tenía que decirte, Benignillo?… Pues no me acuerdo.

El de Boteros, aunque anheloso y lleno de dudas, tenía presentimientos felices, y el corazón le aseguraba que sería venturoso el término o solución de sus amorosas ansiedades. Llegaron. Sola, doña Crucita y los chicos menores con regular escolta de perrillos y perrazos salieron a recibirles al camino. Por un rato no se oyó más que el estallido de los besos con que se saludaban los hermanos. No poca parte del besuqueo fue para la correa y las flacas manos de Alelí, el cual, sintiendo un gozo superior a lo que las palabras podían expresar, echaba bendiciones a derecha e izquierda, como sembrador que desparrama a puñados el trigo sobre un fértil terreno. D. Benigno se encontró bastante cohibido en presencia de Sola; y así sus frases fueron balbucientes, truncadas y sosas. Ella estaba en su natural buen humor, alegre por la llegada de los viajeros, y un poco más decidora que de costumbre. Crucita no parecía la misma y andaba por el campo hecha una zagaleja, vestida con un deshabillé extravagante y cómodo, que no era ciertamente tomado de los figurines de la Arcadia ni del Zurguén.

Era una naturaleza constituida moralmente para la vida del campo, por su amor a las flores y a los animales, su espíritu de independencia y su actividad. Así cuando vio trocadas las arboledas de sus balcones por aquel espacioso tiesto en que había olivares, viñedos, albaricoques, establos, huerta, cerros y horizonte, enloqueció de contento y todo el día andaba por aquellos campos con un pañuelo liado a la cabeza y un garrote en la mano, echando de comer a las gallinas, vigilando los carneros, expulsando a los guarros de los sitios donde no debían estar, o bien cogiendo fruta, regando lechugas, arreglando una espaldera de cañas para que se enredaran trepando las tiernas y vacilantes judías. Los chicos que ya llevaban un mes en aquella vida, estaban negros como cuervos de tanto andar por el campo, jugando a todas horas con tierra, palitroques y guijarros. Parecían dos pintiparados paletos, y en sus caras, color de pucheros de Alcorcón, brillaban los ojos de azabache despidiendo centellas de picardías.

Antes de que llegara la noche, D. Benigno recorrió la casa, hallando en ella y en la distribución de sus escasos muebles tanta novedad y arreglo que su corazón bailó de contento. Ya se conocía bien qué manos divinas habían andado por allí y qué instinto sublime había hecho de un caserón un hogar y del desmantelado hueco un delicioso nido.

– ¡Qué admirable, qué encantadora manera de responder a mi proposición! – dijo Cordero para sí. – Me contesta con hechos, no con palabras. Estas paredes y estos muebles me responden por ella diciéndome: «Nos ha arreglado la señora de la casa».

En la huerta halló Cordero nuevos motivos de admiración. No parecía la misma que él había dejado al regresar a Madrid. Todos los cuadros estaban sembrados de hortaliza; las gallinas expulsadas de allí tenían mejor acomodo en un local admirablemente elegido y dispuesto. La cerca limpia y podada reverdecía y echaba verdadera espuma de tiernos renuevos, como si en sus venas hirviera la savia; las callejuelas y paseos admirablemente enarenados parecían recibir con agradecimiento la blanda pisada del amo, cuando por aquellos frescos contornos se paseaba. La noria estaba ya compuesta y no se desperdiciaba el agua, ni quedaba ningún cangilón roto. Toda la máquina funcionaba dando vueltas majestuosamente y sin chirridos, semejando una vida serena, arreglada y prudente que iba sacando del hondo depósito del tiempo futuro los días para vaciarlos serenamente en el manso río del pasado. A Don Benigno se le antojaba que los árboles habían crecido mucho y era la verdad que si no habían crecido mucho, estaban verdes y lozanos y por haber sido limpiados de todo el ramaje viejo y seco. Extendían los morales su fresquísimo follaje como diciendo: «hemos echado estas hojas tan grandes y tan verdes para coronar a la señora de la casa».

– Parece mentira – dijo D. Benigno sintiendo su garganta oprimida por un dogal de satisfacción, pues también hay dogales de gozo; – parece mentira, apreciable Sola, que haya hecho usted tantas maravillas con el poco dinero que le dejé. La casa está trasformada y la huerta también. De este tugurio y de este rincón de tierra ha hecho usted con su mano de oro un palacio y un edén.

Sola se ruborizó un poco y dijo que era preciso echar abajo dos tabiques y plantar una nueva fila de árboles, y traer algunos muebles.

¿Muebles? ¡Ah! D. Benigno habría traído, si en su mano estuviera, el trono de las Españas para sentar en él a la que de este modo inundaba su alma y su vida de esperanza y alegría. Al hablar de las reformas de la finca, Sola hablaba ingenuamente el lenguaje de la señora de la casa. Y en esto no había afectación de ninguna clase, ni menos desenfado de advenediza, sino que se expresaba así porque todo aquello le parecía suyo y muy suyo de hecho, aunque no mediasen las circunstancias que se lo iban a dar de derecho.

Cenaron. La cena fue alegre y opulenta. Abundante caza, sabrosos salmorejos, perdices escabechadas, estofado de vaca que propagó por toda la casa su exquisito olor de refectorio, legumbres fritas en menestra, festoneada con ruedecillas de huevos duros, vino fresco de Esquivias, y luego un bandejón de albaricoques de la finca, frescos, ruborizados, y echando pura miel por aquella boquirrita con que se pegaban al árbol, compusieron la colación. En la mesa se encontraron cosas de los Cigarrales y cosas de Madrid. Llevaba en esto la palabra el fraile que en tocando a hablar se parecía a la noria tal como estaba antes, echando agua sin concierto ni orden. Más de una vez se quedó parado y lelo, diciendo: – «Benignillo, yo tenía que contarte una cosilla…». «¡Ah!, ya caigo» – añadía dando un grito. Y después decía: – «Pues no: se me fue. Me anda dando vueltas por el magín y no la puedo atrapar».

Con estas cosas se acabó la cena y el fraile rezó el rosario, contestado por Benigno y Sola, porque Crucita y los cuatro muchachos se quedaron dormidos teniendo entre los dientes el último hueso de albaricoque y el primer Padre nuestro.

– Ite, mensa est. A acostarse todo el mundo – gritó al concluir Alelí. – Estamos muertos de cansancio.

Y se acostaron todos. D. Benigno durmió con plácido sosiego y soñó que estaba su cabeza circundada de una aureola, de un disco de luz como el que tienen los santos. Por la mañana cuando se levantó y salió de su alcoba, persistía en él la ilusión de tener en su cabeza el nimbo y de estar despidiendo de sus sienes chorros de luz. Tomó su chocolate, encendió un cigarrillo, entró en la sala baja y vio a Sola que estaba abriendo las maderas para que entrara el aire puro del campo, y al mismo tiempo para atar la cuerda donde se había de colgar la ropa que se estaba lavando. El otro extremo de la cuerda debía atarse en el moral grande que había en medio de la huerta. Don Benigno tomó la soga y salió muy contento a ayudar a su protegida en aquella faena doméstica.

– Más fuerte – le dijo Sola riendo.

Si Cordero se atara la soga en el mismo cogollo de su corazón, no sintiera este más alborotado y palpitante.

– Más flojo – dijo Sola.

– ¿Así?

– No tanto. Si se tira mucho se rompe, y si se afloja mucho, el viento se lleva la ropa. Ahora está bien.

D. Benigno volvió a la sala. Una gran cesta de ropa blanca aguardaba a la robusta moza que había de llevarla a la huerta. La moza salió, Sola se quedó allí mirando a fuera. D. Benigno se acercó a ella. Ambos hablaron un rato, diciéndose todo lo más quince palabras que nadie pudo oír, ni aun el narrador mismo que todo lo oye. La moza y dos criados más entraron. D. Benigno salió con la aureola de su cabeza tan crecida que le parecía ir derramando una claridad celestial por donde quiera que iba. Pasó a la huerta donde topó de manos a boca con un maestro de obras que había mandado venir de Toledo para encargarle las reformas de la casa.

D. Benigno no le conocía, pero le dio un abrazo. Estaba muy nervioso; pero su discreción y buen juicio pugnaban por sobreponerse a aquella exaltación, y al fin pudo lograrlo.

– Maestro – dijo, – es preciso emprender las obras inmediatamente. Hay que derribar dos tabiques y construir una galería exterior sobre la huerta… En fin, la señora le dirá a usted; póngase usted a las órdenes de la señora. ¡Ah!… lo principal es arreglar la pieza que va a ser gabinete de la señora, ¿me entiende usted?, gabinete de la señora. ¿Cuánto se tardará en las obras? Hay que concluirlas pronto; pero muy pronto. Tienen ustedes una calma…

– Señor…

– Sí, mucha calma. Empiece usted pronto. ¿Ha traído las herramientas?

– Si no sabía…

– ¡Qué cachaza! Quiero que la casa sea una tacita de plata. La señora dirigirá las obras. Pensamos vivir aquí constantemente. ¿Qué hace usted que no toma medidas? ¡Qué cachaza! ¡Barástolis, barástolis!

El maestro se excusó de no haber empezado las obras que aún no estaban formalmente encargadas, y D. Benigno, que en los momentos de mayor exaltación era hombre razonable, comprendió la justicia de las excusas y le dio otro abrazo. Juntos recorrieron la casa. Uniose a ellos Sola y durante un rato no se habló más que de pies castellanos, de una puerta por aquí, de cuatro vigas por allá, de las paredes que debían empapelarse y de las que debían ser pintadas, del nuevo corredor para ir a la cocina, del cielo raso y de otras menudencias. Sola explanaba sus proyectos y deseos con una claridad admirable, demostrando en todo la elevación de su genio doméstico.

Cuando el maestro se retiró, Cordero y Sola hablaron larguísimo rato. Separáronse al fin, porque ella no podía abandonar ciertas ocupaciones de la casa, y cuando entró Sola en el cuarto donde estaban planchando se secó los ojos, que pestañeaban como si quisieran lloriquear un poco. Después cantó entre dientes, apartando la ropa que iba a repasar.

D. Benigno salió a la huerta y de la huerta al campo, porque necesitaba dar un paseo largo que sirviera de expansión a su alma. Iba por en medio de los olivos cuando oyó la voz de Alelí que decía:

– Benigno, ¿dónde estás?

La espesura de los árboles no permitía que se vieran.

– ¿Dónde está usted, padre Monumento?

– Hijo, aquí estoy. Este enemigo malo, esta buena pieza de Jacobito me ha traído a estos andurriales para que viera un nido y aquí estoy en una zanja de donde no puedo salir.