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Buch lesen: «Episodios Nacionales: Bailén», Seite 5

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IX

El patrimonio de aquella casa era bueno, aunque muy inferior al de otras familias de Andalucía y de Castilla; pero doña María contaba con que sería de los primeros de España luego que su hijo heredase el mayorazgo de unos parientes por línea colateral, que carecían de sucesión directa. Para facilitar esto, doña María concibió un proyecto gigantesco, del cual dependía, como el lector verá, la perpetuidad de aquella casa y linaje y solar ilustre por el largo discurso de los siglos; trató de casar a su hijo con una hembra de la familia de aquellos sus parientes, a la sazón poseedores del mayorazgo, y residentes en Córdoba, aunque su habitual morada era Madrid. No era obstáculo para esto la niñez más bien moral que física de don Diego, pues siendo entonces costumbre emparentar lo más pronto posible a los mayorazgos, los casaban fresquitos y antes que tuvieran tiempo de asomar las narices por las rehendijas de la puerta del mundo, donde al decir de D. Paco, no había sino perdición y desvanecimiento para la juventud, porque las dulzuras de la copa de los placeres duraban breves instantes, mientras que sus amargas heces trascendían por luengos años.

Pero alguien desconcertó o aplazó al menos los planes sabiamente trazados por doña María y sus ilustres primas; desconcertolos Napoleón, emperador de los franceses, al poner sus ojos en esta joya del continente y al invadirla. La guerra, aquella santa guerra de que no nos muestra otro ejemplo la historia en tiempos cercanos, obligó a suspender este como otros proyectos, y doña María, que era aragonesa y muy patriota, hubo de llamar a D. Diego, y desde lo alto de su sitial le aterró con estas palabras, confiadas después a mi discreción por D. Paco:

– Hijo mío, mucho te quiero. Tu muerte no sólo nos mataría de pena, sino que aniquilaría nuestra casa y linaje. Eres mi único varón, eres el alma de esta casa, y sin embargo, es preciso que vayas a la guerra. Sangre valerosa corre por tus venas y estoy bien segura de que a pesar de tus pocos años dejarás en buen lugar el nombre que llevas. Todos los jóvenes se deben a su rey y a su patria en estos terribles días en que un miserable extranjero se atreve a conquistar a España. Hijo mío, mucho te amo; pero prefiero verte muerto en los campos de batalla y pisoteado por los caballos franceses, a que se diga que el hijo del conde de Rumblar no disparó un tiro en defensa de su patria. Los hijos de todas las familias nobles de Andalucía se han alistado ya en el ejército de Castaños; tú irás también, con un séquito de criados, que armaré y mantendré a mis expensas mientras dure la guerra.

Al decir esto, la marmórea cara de doña María no se inmutó; pero Asunción y Presentación lloraron a moco y baba. El joven palpitó de entusiasmo al verse enviado a tomar parte en un juego que no conocía, y que visto de lejos es muy bonito.

Nosotros llegamos precisamente cuando se estaban haciendo los preparativos y el equipo de guerra del mayorazgo. Todos trabajaban en aquella casa, y no eran las menos atareadas las hermanitas del señor conde, porque a más de la delicadísima ropa blanca que con sus propias manos y bajo la inspección de su madre aparejaron, poniéndola con mucho orden en las gruperas, se ocupaban a toda prisa en arreglar unos muy lindos escapularios, no sólo para él, sino para todos los de la comitiva.

No sé qué tenían aquellos preparativos de semejante con los que se hacen para mandar a un chico al colegio: verdad es que nada hay tan instructivo y despabilador como un campamento, y por eso decía D. Paco que la guerra es maestra del ingenio y domeñadora de las impetuosidades juveniles.

Marijuán fue destinado a acompañar al señorito. Con él y otros criados formose una legioncilla de cinco hombres; mas sabedora doña María de que otros jóvenes de familias ricas de Baeza, Bujalance y Andújar habían llevado hasta diez, mandó que se aumentara aquel número, fijándose al instante en Santorcaz y en mí. Se nos ofrecía una peseta diaria, además de lo que cayera si volvíamos con vida y salud; así es que mi compañero y yo nos miramos, consultando con elocuente silencio el aspecto de nuestras respectivas fachas. Hallábamonos ambos muy derrotados; y con aquella escrutadora penetración que da la carencia de posibles, cada cual conoció la escualidez y vanidad de la bolsa del otro. Santorcaz opinó que yo debía aceptar el enganche, y yo fui del mismo dictamen respecto a mi amigo; doña María ofreció equiparnos, mudando nuestras ropas por otras nuevas y mejores, y además comprometíase a mantener por algún tiempo a los que ya comenzaban a abrigar algunas dudas acerca del pan que comerían al llegar a Córdoba. No vacilamos, y henos convertidos en soldados de caballería, prontos a incorporarnos al pequeño pero brillante ejército de San Roque. Comprendí que aquel era mi destino, y que para el fin que a Córdoba me llevaba, más me convenía penetrar en esta ciudad como soldado oscuro que como desalmado y andrajoso vagabundo. Santorcaz se decidió después de meditarlo mucho, dando paseos en la habitación donde se nos había albergado. Una vez resuelto a ello, pareció muy alegre, y le oí pronunciar algunas palabras que me demostraban la agitación de su alma por causas para mí desconocidas entonces. Luego expuso a doña María que no partiría de Bailén hasta no recibir unas cartas que esperaba de Córdoba y de Madrid, relativas a sus intereses, a lo cual accedió la señora, diciéndole que permaneciese en la casa hasta cuando quisiera con la condición de incorporarse después a la escolta de D. Diego si esta salía antes.

No tardó mucho el día de la partida. El joven mayorazgo estaba vestido del modo siguiente. Una ancha faja de seda color de amaranto le ceñía el cuerpo. Sus calzones de ante se ataban bajo la rodilla, y sobre las medias de seda llevaba gruesas botas de cordobán con espuelas de plata. El marsellés de paño pardo fino con adornos rojos y azules daba singular elegancia a su cuerpo, así como el ladeado sombrero portugués, con moña de felpa negra y cordón de oro. Guarnecía su cintura sobre el fajín, lo que llamaban charpa, y era un ancho cinturón de cuero con diversos compartimientos ocupados por dos pistolas, un puñal y un cuchillo de monte, de modo que aquello equivalía a llevar en los lomos un completo arsenal, propio para hacer frente a todas las circunstancias imaginables.

Ocupábanse la madre y las hijas en arreglar los últimos pormenores del vestido, esta cosiendo el último botón, aquella poniendo un alfiler a la cinta del sombrero, la otra calzando la espuela al mozo, cuando doña María dijo con la viveza propia del que recuerda de improviso la cosa más importante:

– Falta lo principal, falta la espada.

Al punto las miradas de todos fijáronse con cierto respeto en un venerable armario de añejo roble que en el testero principal de la habitación desde largos años existía. Acercose a él la señora condesa, y abriéndolo, sacó una espada larguísima con su vaina y tahalí, las tres piezas muy marcadas con el sello de honrosa antigüedad. Desenvainó el acero la propia doña María con gesto majestuoso aunque sin ninguna afectación de brío varonil, y luego que lo hubo contemplado un instante, volvió a esconderlo en la vaina entregándolo después a su hijo. Era aquella espada una hermosa hoja toledana de cuatro mesas y de una vara y seis pulgadas de largo. En la cazoleta o taza cabía holgadamente una azumbre, y sus gavilanes nielados de oro, lo mismo que el arriaz, daban aspecto artístico y lujoso a la empuñadura. Tenía en las dos fachadas del puño el escudo de los Rumblares, y en el pomo una cabeza con la empresa del armero toledano Sebastián Hernández. En la hoja, algo roñosa, se podía deletrear, aunque con trabajo, la inscripción grabada en uno de sus lados, Pro Fide et Patria. Pro Christo et Patria. Pro Aris et Focis. Inter Arma silent Leges.

Colgose al cinto esta poderosa e ilustre tizona el joven D. Diego, para cuyas manos era exorbitante peso; mas él, orgulloso de llevarlo, hizo un gesto poco favorable a los propósitos del invasor de España, y se preparó a salir. Prorrumpieron en copioso llanto Asunción y Presentación, lo cual dio al traste con la forzada entereza del condesito, destinado a ser el terror de la Francia, y pasando de los pucheros a los hipidos y de los hipidos a una violenta explosión de lágrimas, atronó la casa por espacio de un cuarto de hora. Ni por esas perdió doña María su serenidad, hablando a su hijo de asuntos extraños a la guerra.

– Lo primero que has de hacer cuando llegues a Córdoba, es visitar a mis primas y entregarles estas cartas. Mira, aquí van las señas de su palacio. Harto sentimos que no pueda celebrarse la boda concertada; pero Dios lo quiere así, y la patria es lo primero. Algún día será. Di a esas señoras que si vuelven pronto a Madrid, como me dicen en su última carta, no les perdono que pasen sin detenerse algunos días en esta su casa.

Luego tomando distinto tono, habló así:

– Hijo mío, cuidado con lo que haces. Observa la mejor conducta: mira que vas a combatir al enemigo y a defender la religión, la patria, el Estado y el Rey. Si cobarde vuelves la espalda, no vuelvas jamás a mi casa, ni te acuerdes nunca de tu madre, ni cuentes ya con su tierno cariño… Su indignación, su aborrecimiento eterno, he aquí la recompensa que te aguarda.

He subrayado estas palabras, porque son puntualmente históricas; y si no están en la historia, constan en papeles impresos de aquel tiempo, que puedo mostrar al que desee verlos. La mujer que las pronunciara (pues no fue doña María, y el atribuirlo a esta es de mi exclusiva responsabilidad), añadió lo siguiente, dirigiéndose a otras madres que despedían a sus hijos en las puertas del pueblo: – «Compañeras, si en las batallas llegan a morir todos los hombres, triunfaremos nosotras».

Salimos de la casa, tomando cada cual la cabalgadura que se le había destinado, juntamente con un sable y dos pistolas. El bagaje se repartió entre todos. Un criado antiguo se había encargado del dinero, otro llevaba las ropas del señorito; Marijuán llenaba sus alforjas con abundantes provisiones, y en mi grupera pusimos varios encargos y las cartas que D. Diego debía entregar en Córdoba. Cuando yo las acomodaba entre mi equipaje, pude de soslayo ver los sobres y me quedé frío de sorpresa y casi diré de terror; leí los nombres de Amaranta, de la marquesa su tía y del señor diplomático.

Santorcaz, que hasta entonces no había recibido lo que aguardaba, se quedó, prometiendo juntarse con nosotros al día siguiente o a los dos días. Yo le vi muy pensativo y tétrico con las manos a la espalda, paseando por el portal de la casa cuando salíamos de ella. Hasta fuera de la villa fue en nuestra compañía D. Paco, el cual recordaba a su discípulo las máximas de Alejandro sobre la guerra, recomendándole una y otra vez que las pusiera en práctica al pelear contra los franceses, y que cuidase de sostener siempre el orden oblicuo disponiendo una segunda línea para asegurar las espaldas y los flancos, porque a esto – decía— debió el gran Macedonio que siempre quedaran victoriosas sus difalangarquías y tetrafalangarquías.

Con tan sabia máxima que el heredero de Rumblar juró cumplir al pie de la letra, despidiose don Paco, y seguimos nuestra marcha muy contentos. No tomamos el camino real desde Bailén a Córdoba por no tropezar con la retaguardia del general Dupont o con los muchos destacamentos que había dejado en todos los pueblos, y en vez de las diez y ocho leguas y media de que consta aquella vía, tuvimos que andar unas veinticuatro, pues en nuestro rodeo fuimos a Mengíbar; desde allí por Torre Jimeno, siguiendo un detestable camino de herradura, pasamos a Martos, y de Martos, por Alcaudete y Baena, fuimos a buscar en Castro del Río la margen derecha del Guadajoz, que nos condujo a las inmediaciones de Córdoba.

Al salir de Bailén supimos la derrota de los paisanos y soldados de regimientos provinciales en el puente de Alcolea, y en Alcaudete nos dieron otra terrible noticia, referente a la entrada de los franceses en Córdoba y al saqueo de aquella hermosa ciudad. Esto y el encuentro de algunos hombres dispersados de la partida de Echévarri nos inclinó a tomar el camino de Écija; pero el día 16 supimos que los franceses habían evacuado a Córdoba; y adoptando nuestro primitivo itinerario, divisamos en la mañana del 18 un inmenso caserío blanco, que destacaba sobre el verde-azul de la lejana sierra infinidad de torres, minaretes, espadañas y cimborrios.

X

Era Córdoba, la ciudad de Abdherrahmán, la Meca de Occidente, la que fue maestra del género humano, la vieja andaluza, que aún se engalana con algunos restos de su antigua grandeza; todavía hermosa, a pesar de los siglos guerreros que han pasado por ella; ya sin Zahara, sin Academias, sin pensiles, sin aquellas doscientas mil casas de que hablan los cronistas árabes; sin califa, sin sabios, pero orgullosa aún de su mezquita catedral, la de las ochocientas columnas; triste y religiosa, habiendo sustituido el bullicio de sus bazares con el culto de sus sesenta iglesias y sus cuarenta conventos; siempre poética y no menos rica en la decadencia cristiana que en el apogeo musulmán; ciudad que hasta en los más pequeños accidentes lleva el sello de los siglos; tortuosa, arrugada, defendiéndose de la luz como si quisiera ocultar su vejez; escondida en sus interiores donde guarda innumerables maravillas, y siempre asustada al paso del transeúnte; protectora de los enamorados para quienes ha hecho sus mil rejas y ha oscurecido sus calles; devota y coqueta a la vez, porque cubre con sus joyas las imágenes sagradas, y se engalana y perfuma aún con los jazmines de sus patios.

Tal era la ciudad que había estado entregada por tres días a la brutal y salvaje codicia de los soldados de Dupont. Este desgraciado general, que desde entonces comenzó a sentir aquel aturdimiento e indecisión que lo acompañaron hasta capitular, temeroso de ser sorprendido allí por las tropas de Castaños, se retiró el 16 de Junio, dirigiéndose a Andújar, desde donde pidió refuerzos a Madrid.

El 18 entramos nosotros en la ciudad saqueada, aún llena de mortal espanto. Todavía no había sido lavada la sangre que manchaba sus calles, ni sabían exactamente los cordobeses a ciencia cierta el dinero y cantidad de alhajas que se les habían robado. Antes que en contar lo que les quedaban pensaron en armarse, y si antes habían ido a la lucha, además de los regimientos provinciales y las milicias urbanas, los paisanos del campo, después del saqueo todas las clases de la sociedad se apercibieron para lo que más que guerra era un ciego plan de exterminio, pues no se decía vamos a la guerra, sino a matar franceses.

Desde que entré en la desgraciada ciudad, a la emoción producida por el espectáculo del reciente desastre se unía la que experimentaba por asuntos de mi propia cuenta, y por la supuesta proximidad a quien era el faro de mi vida. Así es que luego que el conde y los de la comitiva nos arreglamos en una de las mejores posadas, salí con objeto de buscar la casa de la señora Amaranta y de su tía, lo cual me era sumamente fácil, por haber visto los sobres de las cartas que traíamos para aquellas personas. Llegué a eso de las doce a la calle de la Espartería, donde era su residencia. En lo sucesivo y para evitar confusiones, ya que no puedo nombrar a la tía de Amaranta con su verdadero nombre, usaré el título convencional de marquesa de Leiva.

Cuando di los primeros aldabonazos en la puerta, parecíame que golpeaba en mi propio corazón. ¿Estaría allí Inés? ¿Estaría allí, ya olvidada de que existiera antes en el mundo un chico llamado Gabriel, arcabuceado por los franceses? Y si estaba y de improviso me veía, ¿no era posible que se me presentara deslumbrada por los esplendores de su nueva posición, y que a la palidez de la primera sorpresa sucediera en su rostro el rubor de haberme amado? ¿Se acercaba el momento de que yo cayese de la inconmensurable altura de mi fatuidad amorosa, encontrando una sonrisa de desdén y la mano de un criado que me pusiera en la calle? ¿Por ventura el trance que me esperaba era hermano gemelo de aquella otra gran caída ocurrida en el Escorial, cuando por el favor de Amaranta soñaba con los primeros puestos de la Nación? ¿Bajaría mi alma desde príncipe a lacayo, como poco antes bajó mi ambición?

Abriome la puerta un criado conocido, a quien rogué me llevase a presencia de mi antigua ama la señora condesa. Mientras atravesábamos el patio, buscaba afanosamente algún objeto que me indicase la proximidad de Inés. Como olfatea el perro buscando el rastro de su amo, así aspiraba yo las emanaciones de la casa, buscando el aire que había sido aliento de aquella naturaleza querida. No oí su voz, ni sentí sus pasos, ni vi cosa alguna que tuviera las huellas de su mano. A mí se me antojaba que en cualquier objeto podía notar un sello especial que indicara pertenecerle. En nada de lo que vieron mis ojos encontré la huella indefinible que debía tener todo aquello en que Inés pusiera los suyos. Esto se comprende y no se explica. El corazón es el único adivino, y el mío me dijo que Inés no estaba allí.

El patio era fresco y risueño, como todos los de las buenas casas de Andalucía. Entre los jazmines reales, que abrazándose a una columna ostentaban sus mil florecillas llenas del perfume más grato a los enamorados; entre los naranjos de la China, graciosas miniaturas del naranjo común; entre los rosales de la tierra y esos claveles indígenas cuya imperial hermosura no ha logrado eclipsar ninguna de las elegantes flores modernas; entre los tiestos de reseda, de mejorana, de albahaca y de sándalo, saltaban los chorros de una fuente habladora, con cuyo monólogo se concertaba el canto de algunos pájaros prisioneros en doradas jaulas. El pavimento era de mármol y los zócalos de azulejos; sobre estos, y cubriendo gran parte de la pared, había cuadros al óleo de aquella escuela andaluza que ha llevado a los lienzos el tono caliente de la tierra, la esplendidez de la inflamada atmósfera y la agraciada melancolía de los semblantes.

Afortunadamente para mí, Amaranta se dignó recibirme. Estaba en una sala baja, fresca y oscura, y cuando yo entré se ocupaba en armar unas flores de altar. ¿Se había entregado a la devoción? Vestía completamente de blanco, y a la exigencia de la moda se había unido el rigor de la estación para que aquel ligero traje fuera nada más que lo absolutamente necesario para cubrir su hermoso cuerpo. Entonces entre las miradas de fuera y el pudor interno no se ponía tan gran baluarte de telas como se pone hoy. Amaranta estaba abrumadoramente hermosa, y sus ojos negros, que eran, como otra vez he dicho, los primeros ojos del mundo, es decir, los Bonapartes de la mirada humana, conquistaban al punto todo aquello a que dirigían su pupila. Sentí en su presencia mucha cortedad, mucha turbación; sentime sin ideas y sin palabra.

– ¿Qué vienes a buscar aquí? – me dijo.

– Señora, he venido a Córdoba para afiliarme en el ejército del general Castaños, y sabiendo que Su Excelencia y apreciable familia estaban en esta población, he querido visitar a mi antigua y querida ama.

– Eres tan hipócrita como intrigantuelo y trapisondista – repuso entre severa y amable. – ¿Conque me tienes ley? ¿Por qué te portaste tan mal conmigo?

– Señora – exclamé haciendo aspavientos de respeto. – ¡Yo portarme mal! Si no puedo olvidar lo bien que estaba al servicio de Su Excelencia.

– ¿Quieres ser otra vez mi criado? – me preguntó.

Esta proposición cayó sobre mí como un rayo. Pensé en Inés, en el repentino engrandecimiento de la que había juzgado compañera de mi vida, y al considerarme criado de aquella casa, temblé de indignación.

– No señora, no quiero servir más. Soy soldado – repuse. – Sin embargo, estoy a las órdenes de Vuecencia para lo que guste mandarme.

– ¿Conque soldado? ¿Y vas a la guerra? Dentro de un mes serás general – dijo con punzante ironía.

– No aspiro a tanto. Quiero servir a mi país, y nada más. Con tal de que mañana pueda decir: «contribuí a echar de España a la canalla», quedaré satisfecho.

– ¿Y crees que España podrá echar fuera a la canalla? ¡Ah!, yo no participo de la ilusión de esta buena gente. ¿Qué pasó el día 9 en el puente de Alcolea? Aquellos pobres paisanos, a quienes no se puede negar el valor, huyeron ante las tropas disciplinadas del general Dupont. En Córdoba tampoco se les puso resistencia, y ¡qué horror, Dios mío!, ¡qué tres días de angustia! Todos creíamos que los franceses entrarían con bandera de paz, porque la gente de Echévarri abandonó la ciudad, y los de aquí no trataban de hacer resistencia. Llegaron los franceses a la Puerta Nueva, y mientras las autoridades hablaban con ellos para darles entrada, de una casa cercana salieron algunos tiros. Furiosos los enemigos, después de derribar la puerta a cañonazos, desparramáronse por las calles de Córdoba asesinando a cuantos encontraban al paso y metiéndose en las casas para coger cuanto había. No puedes figurarte lo que era aquello. Mudos de espanto y ansiedad estábamos todos aquí, atento el oído a los rumores de la calle, cuando sentimos que las puertas caían a golpes, y penetraba aquella soldadesca bestial, diciendo que se les entregasen todos los objetos de valor. El miedo nos impidió andar en contestaciones con ellos, y al punto les dimos alhajas, dinero, plata de mesa y cuanto había, deseando que se lo llevasen todo de una vez para no escuchar sus insultos. Mas luego bajaron a la bodega sedientos de vino: no contentos con echar fuera las cubas pequeñas, bebían en las llaves de las pipas grandes, y dejándolas luego abiertas, corría el Montilla de setenta y cinco años inundando las cuevas. Uno de aquellos salvajes pereció ahogado en vino. Pero al fin se fueron de casa sin cometer atrocidades de otra clase, y nos vimos libres de semejante chusma. En otras partes los horrores no pueden contarse. Robaron todo el dinero de la administración, toda la plata de los conventos, los vasos sagrados, los cálices, las custodias, las alhajas de las imágenes; penetraron también en los conventos de frailes, muchos de los cuales murieron asesinados; convirtieron en lupanar la iglesia de Fuensanta, y por tres días Córdoba no fue una ciudad, fue un infierno, porque todos los demonios, todas las maldades y abominaciones cayeron sobre ella. Por las calles se les encontraba borrachos, llenos de inmundicia, y se revolcaban en el lodo, engullendo vorazmente la comida que sacaban a viva fuerza de las casas. Los generales franceses, avergonzados de tanta bajeza, querían someterlos a palos; pero fue preciso emplear mucho rigor, y algunos hubieron de ser fusilados para hacer entrar en razón a los demás. Por último, saliendo de Córdoba para Andújar, esos cafres nos han dejado en paz por algún tiempo. ¡Qué espantoso estado el de España! Y lo peor es que sucumbirá. ¡Qué horrores, qué días terribles nos aguardan! ¿Y en Madrid qué tal se vive?

– ¿Piensa usía volver a la corte?

– ¡Oh! Sí… Pensamos marcharnos pronto, porque nos llama un asunto en que está interesada toda la familia. A ser por mí, ya estaríamos allá. No puedo vivir en Córdoba, y menos en el estado actual de las cosas. Esto no es vivir. Si en Madrid no hubiese tranquilidad, nos iríamos a Bayona con toda la familia.

– ¿Y ninguna de las personas de esta casa fue maltratada por la soldadesca francesa? – pregunté deseando saber qué personas había en la casa.

– Ninguna: sólo mi tío el marqués tuvo una contusión en la cabeza; pero recibiola al esconderse debajo de una cama, y lo hizo con tanto ímpetu que se dio un golpe muy fuerte contra el suelo. Un amigo de casa, que nos visita todos los días, D. José María de Malespina, también recibió un ligero rasguño en la mano derecha al ocultarse detrás de un armario.

– ¿Y las señoras? Oí decir que una sobrinita de la señora marquesa… o sobrinita de Su Excelencia, no estoy bien seguro, había venido de Madrid a acompañarlas.

– No – contestó Amaranta mirando al suelo.

– Pues entonces lo confundo yo con otra cosa. Paréceme que en Madrid lo oí decir en Madrid al señor licenciado Lobo, aquel famoso escribano… pero no, seguramente se equivocó.

– ¿Conoces tú al Sr. de Lobo? – me preguntó con inquietud.

– Ya lo creo: somos muy amigos. Le conocí cuando yo servía en casa de D. Mauro Requejo… y por cierto que el señor licenciado y yo tuvimos una cuestión con motivo de cierta muchacha… una infeliz, señora, una desgraciada chiquilla, huérfana de padre y madre.

– A ver, cuéntame eso – dijo con interés.

– Pues los señores de Requejo que eran dos puerco-espines, martirizaban a la damisela. Yo tenía lástima de ella, y quise sacarla de allí… pero me fusilaron los franceses.

– ¡Te fusilaron!

– Sí señora; y el Sr. de Lobo… pues… lo cierto fue que la muchacha desapareció.

– Ya… Cuéntamelo todo.

Con el mayor afán, con el interés más grande que durante mi vida he sentido por cosa alguna, empezaba a contar a Amaranta lo que sabía, cuando la entrada de dos personas me interrumpió. Eran el diplomático y D. José María de Malespina, aquel por tantos títulos famoso aunque retirado coronel de artillería de quien hablé cuando lo de Trafalgar. El primero me reconoció y tuvo la bondad de dirigirme algunas bromas.