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Buch lesen: «Episodios Nacionales: Bailén», Seite 4

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Marijuán y yo nos reíamos; pero pronto nos fue forzoso disimular nuestra hilaridad, porque habiendo preguntado el joven aragonés con mucha sorna que cuál fue la ventaja sacada de tal lucha, Santorcaz se amoscó, y amenazando castigarnos si no nos entusiasmábamos como él, nos dijo:

– Mentecatos, podencos; ¿acaso la paz y tratado de Presburgo es paja? Prusia quedó aliada de Francia, perdiendo Austria el apoyo de su hermana. Austria abandonó a Francia el estado de Venecia y cedió el Tirol a Baviera, reconociendo al mismo tiempo la soberanía de los electores de Baviera, Wurtemberg y Baden, después de pagar a Francia cuarenta millones de indemnización de guerra. Al mismo tiempo, pedazos de alcornoque, por el tratado de Schœnbrunn, Francia cedió a Prusia el Hannover, Prusia cedió a Baviera el marquesado de Anspach y a Francia el principado de Neufchatel y el ducado de Cleves.

Marijuán y yo volvimos a mirarnos y nos volvimos a reír, lo cual, advertido por Santorcaz, fue causa de que este nos sacudiera un par de latigazos, que a ser repetidos, nos habrían obligado a defendernos, haciendo allí mismo un segundo Austerlitz. Más bien estábamos para burlas que para veras, y Marijuán especialmente, no dejaba pasar coyuntura alguna en que pudiera zaherir a nuestro compañero; así es, que habiendo acertado a encontrar un rebaño de ovejas y cabras, dijo el aragonés:

– Apartémonos aquí junto al charco para ver de derrotar a estos austriacos y rusiacos, que vienen mandados por el tío Parranclof, emperador del Zurrón y rey de los guarros, y subamos a la loma de la Panza para quitarles la artillería y hacerles meter en el castillo.

Yo en tanto, acordándome de D. Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondo las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras como radiantes de luz, dibujaban mil figuras de colosal tamaño y con esa expresión que sin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene no sé qué sello de solemne y pavorosa grandeza. Fuera por efecto de lo que acababa de oír, fuera simplemente que mi fantasía se hallase por sí dispuesta a la alucinación que siempre produce un bello espectáculo en la solitaria y muda noche, lo cierto es que vi en aquellas irregulares manchas del cielo veloces escuadrones que corrían de Norte a Sur; y en su revuelta masa las cabezas de los caballos y sus poderosos pechos, pasando unos delante de otros, ya blancos, ya negros, como disputándose el mayor avance en la carrera. Las recortaduras, varias hasta lo infinito, de las nubes, hacían visajes de distintas formas, de colosales sombreros o morriones con plumas, penachos, bandas, picos, testuces, colas, crines, garzotas; aquí y allí se alzaban manos con sables y fusiles, banderas con águilas, picas, lanzas, que corrían sin cesar; y al fin, en medio de toda esa barahúnda, se me figuró que todas aquellas formas se deshacían, y que las nubes se conglomeraban para formar un inmenso sombrero apuntado de dos candiles, bajo el cual los difuminados resplandores de la luna como que bosquejaban una cara redonda y hundida entre las altas solapas, desde las cuales se extendía un largo brazo negro, señalando con insistente fijeza el horizonte.

Yo contemplaba esto, preguntándome si la terrible imagen estaba realmente ante mis ojos, o dentro de ellos, cuando Santorcaz exclamó de improviso:

– Miradle, miradle allí. ¿Le veis? ¡Estúpidos!, ¡y queréis luchar con este rayo de la guerra, con este enviado de Dios que viene a transformar a los pueblos!

– Sí, allí lo veo – exclamó Marijuán, riendo a carcajadas. – Es D. Quijote de la Mancha que viene en su caballo, y seguido de Sancho Panza. Déjenlo venir, que ahora le aguarda la gran paliza.

Las nubes se movieron, y todo se tornó en caricatura.

VII

El sol no tardó en salir aclarando el país y haciendo ver que no estábamos en Moravia, como vamos de Brunn a Olmutz, sino en la Mancha, célebre tierra de España.

El pueblo donde paramos a eso de las ocho de la mañana era Villarta, y dejando allí nuestros machos, tomamos unas galeras que en nueve horas nos hicieron recorrer las cinco leguas que hay desde aquel pueblo a Manzanares: ¡tal era la rapidez de los vehículos en aquellos felices tiempos! Cuando entrábamos en esta villa al caer de la tarde, distinguimos a lo lejos una gran polvareda, levantada al parecer por la marcha de un ejército, y dejando los perezosos carros, entramos a pie en el pueblo para llegar más pronto, y saber qué tropas eran aquellas y a dónde iban.

Allí supimos que eran las del general Ligier-Belair que iba a auxiliar el destacamento de Santa Cruz de Mudela, sorprendido y derrotado el día anterior por los habitantes de esta villa. En la de Manzanares reinaba gran desasosiego, y una vez que los franceses desaparecieron, ocupábanse todos en armarse para acudir a auxiliar a los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un reñido combate. Dormimos en Manzanares, y al siguiente día, no encontrando ni cabalgaduras ni carro alguno, partimos a pie para la venta de la Consolación, donde nos detuvimos a oír las estupendas nuevas que allí se referían.

Transitaban constantemente por el camino paisanos armados con escopetas y garrotes, todos muy decididos, y según la muchedumbre de gente que acudía hacia Valdepeñas, en Manzanares, y en los pueblos vecinos de Membrilla y la Solana no debían de quedar más que las mujeres y los niños, porque hasta algunos inútiles viejos acudían a la guerra. Por último, resolvimos asistir nosotros también al espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos leguas de camino llano: mucho antes de llegar divisamos una gran columna de negro humo que el viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro costados.

Apretando el paso, oímos ya cerca del pueblo prolongado rumor de voces, algunos tiros de fusil, pero no descargas de artillería. Bien pronto nos fue imposible seguir por el arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo impedía, y siguiendo el ejemplo de los demás paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por entre las viñas y sembrados, sin poder acercarnos a la villa. En esto vimos que la caballería francesa se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba tales proporciones, que Valdepeñas parecía un inmenso horno. Los gritos, los quejidos, las imprecaciones que salían de aquel infierno, llenaban de espanto el ánimo más esforzado.

Al punto comprendimos que el interior del pueblo se defendía heroicamente, y que el plan de los franceses consistía en apoderarse de los extremos, incendiando todas las casas que no pudieran ocupar. De vez en cuando un estruendo espantoso indicaba que alguno de los endebles edificios de adobes había venido al suelo, y el polvo se confundía en los aires con el humo. Los escombros sofocaban momentáneamente el fuego; pero este surgía con más fuerza, cundiendo a las casas inmediatas. Al fin pareció que todo iba a cesar, y, según dijeron los que estaban más cerca, habían salido del pueblo algunos hombres a conferenciar con el general francés. Mucho tiempo debieron de durar las conferencias, porque no vimos que estos se retiraran ni que concluyese el ruido y algazara en el interior; pero al cabo de largo rato un movimiento general de la multitud nos indicó que algo importante ocurría. En efecto, los franceses, replegando sus caballos en la calzada, retrocedían hacia Manzanares.

Cuando entramos en Valdepeñas, el espectáculo de la población era horroroso. Parece increíble que los hombres tengan en sus manos instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la paciencia, de la laboriosidad, del interés acumuladas por el brazo trabajador de los años y los siglos. La calle Real, que es la más grande de aquella villa, y, como si dijéramos, la columna vertebral que sirve a las otras de engaste y punto de partida, estaba materialmente cubierta de jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor parte eran cadáveres, había muchos gravemente heridos, que pugnaban por levantarse; pero clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo, volvían a caer. Sabido es que bajo las arenas que artificiosamente cubrían el pavimento de la vía, el suelo estaba erizado de clavos y picos de hierro, de tal modo que la caballería iba tropezando y cayendo conforme entraba, para no levantarse más.

A la calle se habían arrojado cuantos objetos mortíferos se creyeron convenientes para hostilizar a los dragones, y aun después del combate surcaban la arena turbios arroyos de agua hirviendo, que, mezclada con la sangre, producía sofocante y horrible vapor. En algunas ventanas vimos cadáveres que pendían medio cuerpo fuera y apretando aún en sus crispados dedos el trabuco o la podadera. En el interior de las casas que no eran presa de las llamas, el espectáculo era más lastimoso, porque no sólo los hombres, sino las mujeres y los niños, aparecían cosidos a bayonetazos en las cuevas, y a veces cuando se trataba de entrar en alguna casa por dar auxilio a los heridos que lo habían menester, era preciso salir a toda prisa, abandonándolos a su desgraciada suerte, porque el fuego, no saciado con devorar la habitación cercana, penetraba en aquella con furia irresistible.

En resumen, franceses y españoles se habían destrozado unos a otros con implacable saña; pero al fin aquellos creyeron prudente retirarse, como lo hicieron, no parando hasta Madridejos. Cuando Santorcaz, Marijuán y yo seguimos nuestra marcha, para hacer noche en Santa Cruz de Mudela, el espíritu de los valerosos paisanos de Valdepeñas no había decaído, y tratando de reparar los estragos de aquella sangrienta jornada, parecían capaces de repetirla al siguiente día.

De lejos y al caer de la tarde distinguíamos la columna de humo, cubriendo el cielo de vagabundas y sombrías ráfagas, y el aragonés y yo no pudimos menos de maldecir en voz alta y expresivamente al tirano invasor de España. Contra lo que esperábamos, Santorcaz no nos contestó una palabra, y seguía su camino profundamente pensativo.

VIII

Al pasar la sierra, me reconocí completamente sano de mi anterior enfermedad. La influencia sin duda de aquel hermoso país, el vivo sol, el viaje, el ejercicio equilibraron al punto las fuerzas de mi cuerpo, y respiraba con desahogo, andaba con energía, sin sentir malestar alguno en mis heridas. Todo rastro de dolor o debilidad desapareció, y me encontré más fuerte que nunca. Nada de particular hallamos durante nuestro tránsito por las nuevas poblaciones, a no ser la alarma, la inquietud y los preparativos de defensa. En la Carolina y en Santa Elena escaseaban mucho los hombres, porque la mayor parte habían ido a incorporarse a la legión formada por D. Pedro Agustín de Echévarri, legión cuya base fueron los valerosos contrabandistas del país. Quedaba, no obstante, en los desfiladeros de Despeñaperros bastante gente para detener todos o la mayor parte de los correos, y en varios puntos, apostadas las mujeres o los chiquillos en lo escabroso de aquellas angosturas, avisaban la proximidad del convoy para que luego cayeran sobre él los hombres. También advertimos gran abandono en los primeros campos de pan que se ofrecieron a nuestra vista; y en algunos sitios las mujeres se ocupaban en segar a toda prisa los trigos todavía lejos de sazón. Cerca de Guarromán vimos grandes sementeras quemadas, señal de que había comenzado allí su oficio la horrible tea invasora.

Hasta entonces no había ocurrido ninguna colisión sangrienta entre los imperiales y los andaluces. Estos, al ver que de improviso por entre los romeros y lentiscos de la sierra a aquellos soldados de la fábula, tan hermosos y al mismo tiempo tan justamente engreídos de su valor, no volvieron de su asombro sino cuando los vieron desaparecer camino de Córdoba, y sólo entonces, sintiendo requemadas sus mejillas por generosa vergüenza, cayeron en la cuenta de que el suelo patrio no debía ser hollado por extranjeras botas. Los franceses encontraron el país tranquilo, y creyeron llegar felizmente a Cádiz; pero bajo las herraduras de sus caballos iba naciendo la yerba de la insurrección. Aquellos caballos no eran como el de Atila, que imprimía sello de muerte a la tierra, sino que por el contrario, sus pisadas, como un toque de rebato, iban despertando a los hombres y convocándolos detrás de sí.

Llegamos por último a Bailén, y explicaré por qué nos detuvimos en esta villa algunos días. Allí residía el ama de Marijuán, quien al presentarse a ella nos rogó que le acompañásemos, y esta apreciable señora que era doña María Castro de Oro, de Afán de Ribera, condesa de Rumblar, nos recibió con tanto agasajo, nos ponderó de tal modo la ruindad de las posadas y ventas de la villa, que no tuvimos por conveniente hacernos de rogar, y aceptamos la hospitalidad que se nos ofrecía. La casa era grandísima y no faltaba hueco para nosotros, ni tampoco excelente comida y bebida de lo más selecto de Montilla y Aguilar.

– A estas horas – nos dijo la condesa— los franceses deben de haber empeñado una acción con el ejército de paisanos que dicen salió de Córdoba para defender el paso del puente de Alcolea. Si ganan los españoles, los franceses retrocederán hacia Andújar, y como han de estar muy rabiosos, cometerán mil atrocidades en el camino. No conviene que salgan ustedes de aquí, a no ser que tengan intención, como mi hijo, de incorporarse al ejército que se está formando en Utrera.

No eran necesarias tantas razones para convencernos. Nos quedamos, pues, en la ilustre casa; y ahora, señores míos, con todo reposo voy a contaros puntualmente lo que recuerdo de aquella mansión y de sus esclarecidos habitantes, destinados a figurar bastante en la historia que voy refiriendo.

El palacio de Rumblar era un caserón del siglo pasado, de feísimo aspecto en su exterior, pero con todas las comodidades interiores que alcanzaban los tiempos. Las altas paredes de ladrillo, las rejas enmohecidas y rematadas en pequeñas cruces, los dos escudos de piedra oscura que ocupaban las enjutas de la puerta, cuyo marco apainelado y con vuelta de cordel, parecía remontarse a fecha más antigua que el resto de la casa; las dos ventanas angreladas junto a un mirador moderno; el farol sostenido por pesada armadura de hierro dulce, en cuyo centro se retorcían algunas letras iniciales y una corona dibujadas con las vueltas del lingote; las guarniciones jalbegadas alrededor de los huecos; sus pequeños vidrios, sus celosías, y la diversidad y variedad de aberturas practicadas en el muro, según las exigencias del interior, le asemejaban a todas las antiguas mansiones de nuestros grandes, bastante desprendidos siempre para gastar en la fábrica de los conventos el gusto y el dinero que exigían las fachadas de sus palacios. Por dentro resplandecía el blanco aseo de las casas de Andalucía. Tenía gran sala baja, capilla, patio con flores, habitaciones con zócalo de azulejos amarillos y verdes, puertas de pino lustradas y chapeadas, gran número de arcones, muchas obras de estalle, cuadros viejos y nuevos, algunas jaulas de pájaros, finísimas esteras, y sobre todo, una tranquilidad, un reposo y plácido silencio que convidaban a residir allí por mucho tiempo.

Hablemos ahora de la familia de Afán de Ribera, o Perafán de Ribera, que en esto no están acordes los cronistas. Ocupará el primer lugar en esta reverente enumeración la señora condesa viuda doña María Castro de Oro de Afán, etc., aragonesa de nacimiento, la cual era de lo más severo, venerando y solemne que ha existido en el mundo. Parecía haber pasado de los cincuenta años, y era alta, gruesa, arrogante, varonil: usaba para leer sus libros devotos o las cuentas de la casa, unos grandes espejuelos engastados en gruesa armazón de plata, yvestía constantemente de negro, con traje que a las mil maravillas convenía a su cara y figura. Aquella y esta eran de las que tienen el privilegio de no ser nunca olvidadas, pues su curva nariz, sus cabellos entrecanos, su barba echada hacia afuera y la despejada y correcta superficie de su hermosa frente, hacían de ella un tipo cual no he visto otro. Era la imagen del respeto antiguo, conservada para educar a las presentes generaciones.

Tendrá el segundo lugar su hijo, joven de veinte años, niño aún por sus hábitos, su lenguaje, sus juegos y su escasa ciencia. Era el único varón, y por tanto el mayorazgo de aquella noble casa, cuyo origen, como el del majestuoso Guadalquivir, se remontaba a las fragosidades de la Sierra de Cazorla, donde los primeros Afán de Ribera hicieron no sé qué hazañas durante la conquista de Jaén. El joven D. Diego Hipólito Félix de Cantalicio había sido educado conforme a sus altos destinos en el mundo, bajo la dirección de un ayo, de que después hablaremos, y aunque era voluntarioso y propenso a sacudir el cascarón de la niñez, así como a arrastrar por el polvo de la travesura juvenil el purpúreo manto de la primogenitura, su madre lo tenía metido en un puño, como suele decirse, y ejercía sobre él todos los rigores de su carácter. Verdad es que el muchacho, con su instinto y buen ingenio, había descubierto un medio habilísimo para atacar la severidad materna, y era que cuando su ayo o la condesa no le hacían el gusto en alguna cosa, poníase los puños en los ojos, comenzaba a regar con pueriles lágrimas los veinte años de su cuerpo y exclamaba: «Señora madre, yo me quiero meter fraile». Estas palabras, esta resolución del muchachuelo, que de ser llevada adelante, troncharía implacablemente el frondoso árbol mayorazguil, difundía el pánico por todos los ámbitos de la casa. Procuraban todos aplacarle, y la madre decía: «No seas loco, hijo mío. Vaya, puedes montarte a caballo en la viga del patio, y te permito que le pongas al gato las cáscaras de nuez en sus cuatro patitas».

A estos dos personajes seguirán forzosamente las dos hijas de la marquesa; dos pimpollos, dos flores de Andalucía, lindas, modestas, pequeñas, frescas, sonrosadas, alegres, sin pretensiones a pesar de su nobleza, rezadoras de noche y cantadoras por la mañana; dos avecillas que encantaban la vista con el aleteo de su inocente frivolidad y de cierta ingenua coquetería, de ellas mismas ignorada. Eran pequeñas como el reseda; pero como el reseda tenían la seducción de un perfume que se anuncia desde lejos, pues al sentirles los pasos se alegraba uno, y su proximidad era aspirada con delicia. Asunción y Presentación eran dos angelitos con quienes se deseaba jugar para verles reír y para reírse uno mismo del grave gesto con que enmascaraban sus lindas facciones cuando su madre les mandaba estar serias. La de menor edad era destinada al claustro, y mientras halagaba a doña María la grandiosa idea de ponerla en las Huelgas de Burgos, se acordó que tomara las lecciones necesarias para ser doctora, por lo cual el ayo de su hermano le había empezado a enseñar la primera declinación latina, que aprendió en un periquete, encontrando aquello muy bonito. La primera, esto es, Asunción, no tenía necesidad de aprender nada, porque era destinada al matrimonio.

Y por último, no quiero dejar en la oscuridad al ayo del joven D. Diego. Llamábanle comúnmente don Paco y era un varón de gran sencillez y moderación en sus costumbres, aunque algo pedante. Estaba él convencido de que sabía latín, y citaba a veces los autores más célebres, aplicándoles lo que estos desgraciados no pensaron nunca en decir. ¡A tales imputaciones calumniosas está expuesta la celebridad! También se preciaba D. Paco de enseñar acertadamente la historia antigua y moderna a sus discípulos, aunque nosotros sabemos por documentos de autenticidad incontestable que en sus explicaciones nunca pasó más acá del arca de Noé. Era, sí, muy fuerte en la vida de Alejandro el Grande, y podemos asegurar que poseía en altísimo grado un arte, que no a todos los mortales es dado cultivar con regular acierto. Don Paco era un gran pendolista, que pudiera competir con esos colosos de la caligrafía, Torío el sublime y Palomares el divino, y hasta con el moderno Iturzaeta; habilidad que en parte había transmitido a su discípulo, pues las planas del heredero de Rumblar llenaban de admiración al señor obispo de Guadix, cuando iba a pasar unos días en la casa. Además, D. Paco era un hombre excelente, y temblaba de miedo delante de la condesa, cuando esta le achacaba las faltas del niño. Vestía de negro y siempre en traje ceremonioso, aunque no nuevo, usando asimismo peluca blanca, rematada en descomunal bolsa. A los forasteros huéspedes nos trataba con mucha dulzura porque la hospitalidad – decía— fue don particular de los pueblos antiguos, y debe ser practicada por los presentes para enseñanza de los venideros.