Buch lesen: «Tristán o el pesimismo», Seite 6

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–No tanto, amigo Núñez, no tanto. Bien se señalan en usted a la par que los estigmas sintomáticos de la idiosincrasia artística los caracteres étnicos de la naturaleza andaluza.

–No soy andaluz, señor Pareja; soy extremeño.

–Mucho mejor. ¡Raza de conquistadores!

–Pero yo, aunque le parezca una gran inmodestia, estoy persuadido de que soy el hombre más notable de mi raza. Cuando tenía veinte años, conquisté a mi patrona que tenía cincuenta. No creo que Hernán Cortés ni Pizarro, ni Alvarado ni García de Paredes…

–¡Nada, nada, se le concede a usted la primacía!—exclamó el sabio soltando una carcajada vibrante y majestuosa.

–Lo que me admira principalmente en este señor—prosiguió Núñez volviéndose de nuevo hacia Tristán—no es tanto su talento de observador como la profunda ironía que comunica a todo lo que sale de su pluma y de sus labios.

–La ironía, querido Núñez, es la flor que brota siempre del conocimiento adecuado de las cosas y muestra la imposibilidad de reducir el conocimiento intuitivo al conocimiento abstracto—expresó Pareja dejando caer las palabras una a una como perlas destinadas a enriquecer la tierra.

–Pero de todos los grandes irónicos que hoy florecen en España, estoy convencido de que es usted el que ofrece mayor solidez.

–¿Quiere usted decir con eso que los demás suenan a hueco?—preguntó el sabio con fina sonrisa maliciosa.

–Cabalmente y que el hombre verdaderamente macizo que conozco es usted. Una cosa para mí incomprensible, señor Pareja, es cómo ha llegado usted a profundizar materias tan diversas, la filosofía, las ciencias naturales, la historia, la política, la música…

–Cuestión de método, querido Núñez; adecuada distribución del tiempo; ése es el secreto. Horas destinadas a la observación; horas destinadas a la especulación; horas destinadas a la práctica, sin que jamás ni por ningún motivo se compenetren. Si en las horas destinadas a la especulación hacemos una observación, todo está perdido.

Hablaba Pareja con tal acento de suficiencia, recalcaba de tal modo las sílabas, sonreía, dirigía a Núñez y Tristán miradas tan amables y condescendientes que resisten a toda descripción. Imposible manifestar con más claridad la íntima satisfacción de sí mismo de que se hallaba poseído.

–Ayer tarde—prosiguió—estuve en Alcalá a visitar el penal. ¡Curioso! ¡curiooooso! ¡curio-sí-si-mo! No pueden ustedes formarse idea del número de notas que he tomado. Hablé con muchos penados, me enteré de infinidad de historias, verdaderos casos clínicos, y por último, distribuí entre ellos, con permiso del director, algunos ejemplares de mi folleto El delincuente ante la ciencia.

–Nada me parece más a propósito para infundirles algún consuelo—dijo Núñez—. Realmente en los momentos de tristeza y desesperación, si algo puede llevar el sosiego al alma ulcerada del delincuente, es la consideración de que se encuentra delante de la ciencia y de que ésta le contempla.

–Así es, amigo Núñez, así es. Usted sabe poner los puntos sobre las íes.

–Alguna vez se me olvidan.

–¡Nada, nada, pone usted los puntos sobre las íes!

Y al decir esto se balanceaba sobre la mecedora y echaba sus piernas didácticas al alto con tal alegría que ningún emperador la sintió mayor al poner una placa sobre el pecho de alguno de sus generales victoriosos.

–Creo que se alegrará usted de saber—expresó después en tono más placentero si cabe—que desde hace algunos días vengo haciendo estudios también en los barrios bajos de Madrid. ¡Qué cosas he visto! ¡Qué cosas he oído! ¡Curioso! ¡Curioooso! ¡Curio-sí-si-mo!

–Supongo que allí no habrá usted repartido el folleto de El delincuente ante la ciencia.

–¡No, hombre, no!—exclamó riendo y añadió luego con ático humorismo—. Porque si bien me figuro que se encontrarán allí igualmente bastantes delincuentes, éstos no son in actu, sino in potentia. Dejando, pues, aquellos folletos para mejor ocasión, he distribuido algunos otros sobre El sentimiento religioso como un desequilibrio en la nutrición.

–Bien hecho. Me parece lo más urgente para las clases trabajadoras restablecer el equilibrio en la nutrición. La creencia en Dios y en la inmortalidad del alma en resumidas cuentas no sirve más que para turbar la digestión.

–Es así, querido Núñez, es así. Usted sabe poner los puntos sobre las íes.

Tristán se llevó la mano a la boca para reprimir un bostezo. Así que se presentaba este síntoma de aburrimiento, la enfermedad se declaraba en él con tal violencia que no se pasaron tres minutos sin que se alzase bruscamente de la mecedora y les dijese adiós.

Cuando Gustavo montaba sobre uno de estos asnos no se hartaba nunca de hacerle correr. Pero entre todos los asnos antiguos y modernos ninguno estuvo más satisfecho de su naturaleza asnal que el ilustre Pareja.

VIII
UN BUEN DÍA QUE CONCLUYE MAL

Cirilo quedó sorprendido cuando oyó tocar suavemente en la puerta de su despacho. Conocía perfectamente la mano que daba aquellos golpecitos.

–¡Pero ya!—exclamó—. ¡Adelante, adelante!

Visita se presentó peinada y vestida como para salir. La sorpresa de su esposo fue mucho mayor. Ordinariamente él se levantaba muy temprano como hombre de negocios que era, y apoyándose en su bastón iba hasta su despacho y allí trabajaba hasta las nueve, hora en que venía a desayunar al dormitorio con su mujer, que aún permanecía en la cama. Luego la ayudaba a vestirse sin llamar a la doncella y tornaba al escritorio.

Visita reía a carcajadas adivinando, sin verlo, el rostro asustado de su marido. Avanzó lentamente llevando extendidas las manos y acercándose le tomó la cabeza y le besó repetidas veces.

–¡Pero, hija mía, si no son más que las ocho!—dijo él, que como hombre de vida metódica y escrupulosamente regularizada aún no volvía de su asombro—. ¿Cómo estás ya peinada y vestida?

–Porque hoy nos desayunamos antes, iremos a misa antes… y después…, después Dios dirá.

–Pero necesito concluir de extender estos recibos.

–Pues no se concluyen.

–Entonces no es que Dios dirá; es que dices tú—repuso él en tono jocoso.

–Eso es, digo yo… y mando que te vengas conmigo ahora mismo a desayunar.

Así se hizo. Arreglose después prontamente y salieron de casa poco antes de las nueve para oír misa en la Encarnación. Habitaba nuestro matrimonio un cuartito bajo en la plaza de Oriente, amueblado con elegancia y provisto de todas las comodidades compatibles con su fortuna, que desde hacía algún tiempo iba prosperando lindamente. Cirilo trabajaba firme. Además de la administración de Reynoso y Escudero tenía alguna otra y se ocupaba en negocios como agente privado. Menos a la Bolsa, a todas partes se hacía acompañar por su esposa que estaba ya enterada de bonos, pagarés, cheques, talones y resguardos como un consumado zurupeto. Visita le ayudaba a subir y bajar las escaleras del Banco y los coches de punto, le llevaba los rollos de valores, le tenía por el bastón mientras firmaba documentos o contaba billetes y le echaba la goma a la cartera. ¡Y que no hacía ella estas cosas con poco gozo! La cuitada se juzgaba tan inútil que cuando podía prestar algún servicio su corazón se inundaba de alegría.

Al salir de la iglesia le dijo resueltamente:

–Hoy, quieras que no, tienes que dejarte guiar por una ciega. Hazme el favor de buscar un coche.

Se fueron al primer puesto y en el trayecto Cirilo no dejó de preguntarle adónde pensaba conducirle.

–Ya lo sabrás.

Hasta que subieron al vehículo y Visita dijo triunfalmente «a la Bombilla» no logró averiguarlo.

Ya están en la Bombilla. Allí se apean un momento, entran en un café-restaurant y encargan el almuerzo para las doce: vuelven a montar y siguen paseando por la Moncloa, dejan el coche cerca de la fuente de las Damas y suben lentamente por un montecillo cubierto de pinos hasta colocarse en un alto y deleitoso paraje tapizado de césped desde donde se divisa el único paisaje digno que tiene la capital de España. A la izquierda el río oculto entre el follaje de la Casa de Campo; delante el Guadarrama con su crestería recortada que se destaca puramente con el azul del cielo; a la derecha la Dehesa de la Villa, el camino de Amaniel, los campos verdes de la Moncloa.

Cirilo dejó escapar un suspiro de satisfacción y contempló arrobado el espléndido panorama que tenía delante murmurando «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso!» A su lado Visita también parecía aspirar su belleza grave y solemne, si no por los ojos por la boca y por la nariz que se abrían para dejar paso a la fresca brisa de la sierra.

–¿Verdad que es muy hermoso?—dijo apretándose contra su marido—. Tú apenas has visto esto, pero yo lo conozco perfectamente porque de soltera venía con mi padre a merendar a este sitio todos los domingos. Algunas veces venía la criada con nosotros, traíamos el almuerzo y pasábamos aquí todo el día. Puedo decirte cómo es el paisaje lo mismo que si lo estuviera viendo… ¡Es decir, lo estoy viendo, lo estoy viendo de veras! Mira aquí debajo la Puerta de Hierro, las encinas del Pardo que se extiende hasta las faldas del Guadarrama. ¡El Guadarrama! ¡Qué hermosas montañas de color violeta…! Y el cielo, el cielo azul encima, profundo, inmenso, convidando a volar por él.

A Cirilo se le apretó el corazón. Aquella alegría de su pobre esposa, ciega en lo mejor de la vida, le removía las entrañas como si quisieran arrancárselas. No pudo contestar; hubo una larga pausa. De repente Visita aproximó su rostro al suyo y le besó en los ojos.

–¡Ya sabía que estabas llorando…! No llores, tonto… ¡Si soy feliz, enteramente feliz! ¿Qué importa que no pueda ver esas montañas? Ya las he visto y acaso en mi imaginación las finja ahora más hermosas aún de lo que son. Además, Dios me permite estar al lado de ellas, sentir su aliento embalsamado y fresco… y tenerte a ti al mismo tiempo. Peor, mil veces peor sería que las viese y no pudiera tener tu mano en la mía como la tengo ahora.

Cirilo le pasó el brazo por detrás de la cintura y la apretó tiernamente contra sí.

–¡Ea!—dijo ella dejándose caer en el césped—. Basta de paisajes y de enternecimientos. Yo soy la ciega más dichosa que existe a la hora presente en Madrid, y tú el cojito más guapo, más simpático, más bueno y más feliz… ¿Verdad que sí…? ¡Di que sí!

Cirilo se sentó con algún trabajo a su lado. Ella sacó de su ridículo un libro y se lo dio diciendo:

–Ahora tendrás la amabilidad de leerme un poquito, estoy segura de ello. He traído esta novela porque es de tu autor favorito y quiero que el día de hoy te diviertas mucho, mucho… porque si tú no te diviertes mucho, mucho, yo estoy decidida a aburrirme.

Cirilo cogió el libro riendo y se puso a leer. La lectura siempre tenía atractivo para ellos porque eran aficionados a la buena literatura y devotísimos de los mejores autores; pero ahora al aire libre, en tan poético paraje y con la excitación placentera que el paseo dado y la perspectiva que el suculento almuerzo les producía, era sin duda doblemente grata. A menudo Visita le interrumpía para hacer comentarios, unas veces deplorando la maldad de algún personaje o alegrándose de que la heroína fuese tan simpática, otras veces vaticinando alguno de los sucesos o peripecias de que la narración les iba a dar cuenta. Reían a carcajadas en alguna página y a la siguiente sin saber cómo se enternecían y hacían pucheritos, porque aquel autor gozaba el privilegio de subyugarlos y arrastrarlos al sentimiento que bien quería. Cuando Visita notó que su marido comenzaba a fatigarse le hizo cerrar el libro y lo guardó de nuevo en su bolsita. Se aproximaba ya la hora del almuerzo y se disponían a levantar el vuelo de aquel delicioso sitio cuando Visita percibió un leve ruido a su espalda.

–¿Quién anda ahí?—preguntó a Cirilo.

–Una pobre mujer—respondió éste.

–¿Qué hace?

–Me parece que anda recogiendo plantas.

En efecto, con una raída navajita aquella mujer iba cortando cardillos y guardándolos en una falda. Cuando se aproximó a ellos les dio los buenos días. Visita inmediatamente trabó conversación con ella y se enteró de su tarea. Los guardas le dejaban cortar cardillos: los que en algunas horas podía recoger los llevaba a la mañana siguiente a la plaza. Visita le preguntó cuánto solían valerle.

–Un día con otro treinta céntimos.

–¡Treinta céntimos!—exclamó asombrada.

–¡Ay, señorita! y esos días me doy por satisfecha porque al fin podemos comer pan en casa… Pero la señorita… (dijo un poco acortada fijándose en los ojos inmóviles de Visita).

–Sí, la señora tiene la desgracia de estar ciega—respondió Cirilo tristemente.

Hubo una pausa y al cabo la mujer profirió con acento desesperado:

–¡Ciega quisiera estar yo para no ver lo que veo en mi casa!—Y al mismo tiempo prorrumpió en amargo llanto—. Hace pocos meses que salí del hospital, donde me han cortado un pecho… Con el otro solamente alimento a mi niño…, es decir, pudiera alimentarlo si tuviese qué comer… ¡Pero no lo tengo! Mi marido es cochero, pero está enfermo de reumatismo sin poderse apenas mover y le han despedido de la casa… Ahora que está un poco mejor, no encuentra trabajo… Sin la caridad de los vecinos, que son casi tan pobres como nosotros, ya hubiéramos muerto de hambre hace tiempo… Algunas veces me dan pan y otras veces un poco de sopa… Pero la casa ¡ay la casa! Ya debemos cinco meses y de un día a otro nos pondrán los pocos trastos que tenemos en la calle… ¡Dios mío, Dios mío, qué va a ser de nosotros!

–¡Vaya por Dios! ¡Infeliz mujer!—exclamó Visita por lo bajo.

Cirilo sacó una moneda del bolsillo y se la entregó.

–¿Qué le has dado?—le preguntó su esposa al oído.

–Una peseta.

–Dale más.

Sacó un duro y se lo dio.

–¿Qué le has dado?

–Un duro.

–Dale más. Nosotros no tenemos hijos. Dios nos ha protegido hasta ahora y nos seguirá protegiendo.

Cirilo echó mano a la cartera y le entregó un billete de cincuenta pesetas. La mujer, sorprendida y roja de emoción y de alegría, no encontraba palabras para dar las gracias. Se deshacía en fervorosas bendiciones.

–¡Dios se lo pague, señorita, Dios se lo pague! ¡Bendita sea la hora en que su madre la ha parido! ¡Bendita la leche que ha mamado…!

–Pase mañana por nuestra casa. Ahora le dará una tarjeta mi marido—dijo Visita—. Tenemos amigos que están en mejor posición que nosotros y acaso puedan colocar a su esposo.

Iban ya lejos y todavía les seguía la voz de la pobre mujer que gritaba sin cesar:

–¡Dios les bendiga, señoritos! ¡Que nunca pase la desgracia por su casa…! ¡Que Dios la proteja, señorita, que Dios la proteja y ya que no ve la tierra le haga ver el cielo!

–Ya lo estoy viendo—murmuró Visita mientras dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.

El coche les esperaba abajo. Montaron de nuevo en él y se trasladaron a la Bombilla. Antes de entrar en el gabinete que les tenían reservado dieron orden para que sirviesen también de almorzar al cochero. Pasaron después, y en un comedorcito agradable con vistas al río hicieron los honores al almuerzo, cuyos platos habían de antemano elegido. El paseo, el aire puro les había despertado el apetito. Visita bebió un poco más de lo ordinario y se quedó traspuesta algunos instantes en un sofá, mientras su marido leía el periódico que había enviado a comprar.

–¡Ea, ahora con la música a otra parte!—exclamó al cabo la ciega levantándose y sacudiendo la pereza.

–¿A qué parte?—preguntó Cirilo riendo.

–Adonde la proporcionan mejor en Madrid; al circo del Príncipe Alfonso.

Y así se verificó rápidamente. Oyeron el concierto que en las tardes dominicales de primavera allí se celebraba y ya de noche se restituyeron a su casa, no sin haber dado antes una vuelta por la confitería para comprar los postres de la comida.

–¡Buen día…! ¡Superior, hija, superior!—exclamaba Cirilo después de comer, reclinado cómodamente en una butaca y saboreando una taza de café al par que chupaba un fragante tabaco de la caja que el día antes le había regalado Reynoso.

–¿Te has divertido? ¿Has estado a gusto con tu mujercita?—le respondía Visita, que también tomaba café sentada a su lado en una sillita baja.

–Con mi mujercita estaría yo a gusto aunque viviese en una zahurda comiendo berzas y pan negro.

Y al mismo tiempo se inclinó para besar sus cabellos. Hubo una larga pausa en que ambos parecían paladear su dicha enternecidos.

–¿Sabes lo que estoy pensando?—profirió ella al cabo buscando a tientas su mano y apretándola tiernamente—. Pues pienso que si yo no fuese ciega no te querría tanto como te quiero… y me parece que tú tampoco me querrías a mí de este modo. Por tanto que no seríamos tan felices.

–Quizá sea como piensas—repuso él inclinándose otra vez para besarla—. Pero daría la vida por que recobrases la vista.

–Y estoy pensando también que el invierno próximo lo vamos a pasar aún mejor que este, porque tendremos en Madrid a don Germán y a Elena, y más cerca aún de nosotros a Clara y Tristán… Ya ves, vienen a vivir a cuatro pasos de aquí, en la calle del Arenal. Todas las noches al teatro es monótono y además costoso: algunas iremos a su casa, o vendrán ellos a la nuestra. ¿Qué gusto, verdad? ¡Qué tertulitas íntimas, agradables, vamos a tener aquí los cuatro!

En aquel instante sonó el timbre de la puerta y la doncella se presentó anunciando al señorito Tristán. Este apareció detrás de ella. La faz de Cirilo y la de Visita se iluminaron con una sonrisa de alegría. La de aquél se apagó, sin embargo, al observar el rostro serio y contraído del joven.

–Buenas noches.

Al oír el saludo, la sonrisa de Visita también se apagó: su fino oído de ciega había notado algo extraño en el timbre de la voz.

Después de preguntarse por la salud y de unas cuantas frases superficiales, Tristán abordó con premura, pero en tono afectadamente sosegado, la magna cuestión que allí le conducía.

–El objeto que me trae a estas horas (aparte del placer que siempre tengo en verles y en departir con ustedes) es un poco raro, un poco molesto… acaso también un poco ridículo… Pero en fin, en este mundo no es todo corriente y agradable por desgracia: alguna vez hay que tocar también en lo molesto y en lo ridículo, y a mí me llega el turno a la hora presente. Desearía obtener de su amabilidad me dijese si en el tiempo que llevamos de relación amistosa he incurrido en su desagrado por alguna acción o por alguna omisión que les haya molestado, si han observado ustedes en mí algo que no estuviese de acuerdo con una franca y leal amistad, o bien si inadvertidamente creen ustedes que les ocasioné algún perjuicio.

Cirilo y Visita permanecieron mudos, estupefactos ante aquel extraño discurso.

–Deseo saber—repitió al cabo de un instante, recalcando más las palabras—, si en el curso que hasta ahora ha seguido nuestra amistad tienen ustedes algún motivo de queja contra mí.

–Me parece ociosa la pregunta, Tristán—manifestó Cirilo recobrándose—. Demasiado sabe usted que nunca nos ha dado motivos para otra cosa que para estimarle en lo mucho que vale y considerarle como uno de nuestros buenos y cariñosos amigos.

–¿Tampoco les he ocasionado perjuicio alguno de un modo indirecto, esto es, sin darme cuenta de ello?

–Absolutamente ninguno que yo sepa.

–Está bien… ¿Entonces por qué conspiran ustedes contra mí y me hacen la guerra?

–¿Conspirar contra usted…? ¿Hacerle la guerra?

–Sí. ¿Por qué me hieren en la sombra y trabajan cautelosamente a fin de desbaratar mi próximo matrimonio?

–¿Qué está usted diciendo?

–Comprendo perfectamente—profirió Tristán sin querer hacerse cargo del asombro de Cirilo—que el afecto que les liga a sus parientes los señores de Reynoso (por más que el parentesco sea lejano) les haga ver el matrimonio de Clara poco ventajoso y apetecer para ella otro de más relieve. Comprendo igualmente que mi persona les inspire una secreta antipatía… que les hastíe, que les cargue. Eso pasa no pocas veces con aquellas personas que las circunstancias nos imponen la obligación de tratar… Lo que no puedo comprender es que hayan aguardado a última hora para hacer a Clara el favor de proporcionarle un enlace más ilustre o para mostrarme a mí su hostilidad… Bien es cierto—añadió con amarga ironía—que lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace.

–Permítame usted que le diga, amigo Tristán, que no entiendo lo que usted quiere decir ni aun el paso que usted acaba de dar visitándonos en esta forma brusca y desusada… es decir, sí veo que está usted irritado y que juzga que nosotros le hemos hecho algún agravio en lo que se refiere a su próximo matrimonio, pero por más que discurro no sé dónde está ese agravio. Lo mismo Visita que yo nos hallamos tan contentos y nos parece tan bien esa boda que precisamente en este momento hablábamos de ella con alegría y nos felicitábamos de que…

–¡Bien, bien, dejemos eso!—exclamó Tristán con aspereza. Aquellas palabras le parecían el colmo de la hipocresía y de la impudencia.—No necesito decir a usted que la alegría o la tristeza de ustedes en lo que a mi boda se refiere, aunque en sí mismas tengan mucha importancia, para mí la tienen secundaria. Puedo casarme o permanecer soltero y vivir bien o mal y ser feliz o desgraciado sin que en ninguna de estas cosas influya de un modo decisivo la alegría o la tristeza de ustedes… Pero si no influyen sus sentimientos pueden influir las acciones. Todos estamos expuestos en la vida a tristes desengaños, a las asechanzas de nuestros enemigos… y a la traición de nuestros amigos.

–¡Vea usted lo que está diciendo, señor Aldama!—profirió Cirilo perdiendo la paciencia e incorporándose en la butaca—. Considere usted que con esas reticencias me está usted ofendiendo y que yo no le he dado motivo alguno para ello.

–«Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace»—repitió Tristán sonriendo sarcásticamente—. Hasta ahora nada le he dicho ofensivo… No ha sido más que la queja de quien se siente herido. Pero no respondo de que más tarde no pueda decirle algo que le moleste de veras.

–¡Pues entonces cortemos inmediatamente esta conversación!—exclamó Cirilo apoyándose con mano crispada sobre la mesa para levantarse—. Considero a usted un hombre de honor y sé que se arrepentiría de haber ofendido a quien carece de medios para pedirla reparación de la ofensa.

Visita se había puesto en pie también vivamente y Tristán hizo lo mismo.

–Tampoco es noble ampararse de su debilidad para dar rienda suelta a rencores injustificados y hacer daño a quien nunca se lo ha hecho a usted.

–Repito que no se me ha pasado por la imaginación jamás ocasionar a usted daño alguno y que sólo un chisme de algún malintencionado pudo hacérselo creer y ponerle tan obcecado.

–¡Obcecado! ¡obcecado!—exclamó Tristán con voz enronquecida ya por la ira—. No hay chismes, no hay malintencionados. Yo no puedo creer que tengan mala intención ni pretendan engañarme mis propios oídos. A la postre todo se descubre. Para quien no procede con lealtad el mundo es transparente. A hacérselo ver es a lo único a que he venido a aquí, o lo que es igual a decirles a ustedes que ya no me engañan y que desprecio como merecen sus falsos testimonios de amistad… Ahora queden ustedes con Dios. Me han declarado la guerra… Está bien, lucharemos. Lucharemos sí; ustedes en la sombra; yo cara a cara y a la luz del día. Buenas noches.

Y tomando el sombrero que tenía sobre una silla se lo encasquetó violentamente y salió como un huracán de la estancia.

Visita, cuyo estupor le había impedido pronunciar una palabra en esta breve escena, se dejó caer de nuevo en la silla y rompió a llorar.

–¡Dios mío, un día tan feliz como habíamos pasado!

Cirilo se pasó la mano por la frente y respondió con amargura:

–Ya ves, querida, que ningún día puede llamarse feliz hasta que suenan las doce de la noche.

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Veröffentlichungsdatum auf Litres:
01 Juli 2019
Umfang:
350 S. 1 Illustration
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