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Lengua y entorno

Sea como fuere, lo cierto es que la importancia del idioma en ámbitos tan sensibles como la identidad del individuo y de la comunidad es algo que no puede atribuirse únicamente a la inflamación política. Resultaría difícil minusvalorar el rol que juegan las lenguas a la hora de definir lo que somos y nuestra posición con respecto al resto de seres y elementos que nos rodean. De hecho, han sido numerosas las investigaciones y estudios que, durante las últimas décadas, han tratado de arrojar luz sobre el peso de la lengua propia en la identidad individual y en las relaciones de todo individuo con su entorno.

Por ejemplo, un estudio reciente de la revista Nature (5) demostró que compartir lengua favorecía la colaboración entre individuos, incluso aunque estos no se comunicasen en dicha lengua. Para realizar el estudio, se dividió en parejas a ciento dieciocho hablantes bilingües de inglés. Algunas parejas estaban formadas por dos personas que compartían ambas lenguas (su lengua materna y el inglés), mientras que otras estaban compuestas por individuos que únicamente compartían el inglés como segunda lengua. Las conclusiones del estudio eran claras: aquellas personas que compartían lengua materna, aun comunicándose en inglés, tuvieron un mejor desempeño al realizar las tareas que les fueron encomendadas. Existe también evidencia empírica de que aquellas personas que trabajan en inglés (sin que esta sea su lengua materna) son más propensas a experimentar sentimientos de aislamiento y de distancia con respecto a sus interlocutores.(6) Otros estudios parecen haber descubierto, de forma nada sorprendente, que las implicaciones emocionales de las palabras se manifiestan con menor intensidad cuando estas se pronuncian en una lengua extranjera, aunque el oyente la domine.(7)

Por lo que respecta a la influencia de las lenguas sobre la personalidad de cada individuo, varias investigaciones han arrojado resultados que sugieren que nuestras actuaciones y nuestros juicios morales se ven influidos por la lengua en la que nos vemos obligados a actuar en cada momento. Cuando nos hemos de enfrentar a decisiones de corte moral, las personas razonamos de manera distinta en función de la lengua en la que nos veamos obligadas a tomar dicha decisión. Curiosamente (o no tanto), las personas muestran un talante más abierto y tolerante respecto a cuestiones morales cuando conocen de ellas a través de una lengua extranjera.(8)

Solo cabe, por tanto, asumir que la cercanía con la que percibimos algunos conceptos o personas se halla enormemente condicionada por el canal a través del cual estos nos llegan. A la luz de la sensación de aislamiento y falta de empatía que padecen muchos de quienes se ven obligados a trabajar o relacionarse en una segunda lengua, es difícil no preguntarse si, para ellos, volver a vivir en su lengua materna no se asemejaría a la experiencia de regresar al hogar después de un largo viaje.

Dado que la lengua hablada (y también pensada) informa nuestra propia personalidad y establece de forma algo despótica las distancias que nos separan de otras personas y realidades, ¿cómo no iba a contribuir en la forja de las identidades colectivas? Si percibimos de forma intuitiva que hablar una determinada lengua nos da una visión del mundo particular e informa nuestra personalidad de una determinada manera, ¿cómo no caer en la tentación de pensar que seremos necesariamente más afines a una persona que se mueva en esas mismas coordenadas? Uno podría llegar a preguntarse, en fin, qué sentido tiene hacer el esfuerzo de establecer vínculos con otras comunidades de hablantes si la ciencia parece sugerir que estos nunca podrán competir con la conexión intuitiva que nos une al paisanaje.

Solo respondiendo a estas y otras preguntas se puede llegar a comprender el énfasis que muchos ponen en la cuestión de las comunidades lingüísticas, y el punto hasta el cuál ésta influye en debates como el que existe hoy en día en torno a la inmigración. Si en Cataluña, por poner un ejemplo, ha sido absolutamente imposible abordar el debate en torno al papel de las lenguas en la instrucción pública de una forma racional y desapasionada es precisamente porque el fantasma de la diglosia y la sustitución lingüística está siempre presente. Es evidente que los procesos de construcción nacional europeos del siglo XIX y el auge de los nacionalismos irredentos ha contribuido a enconar la disputa hasta límites ciertamente insoportables, pero no es menos obvio que este no es el origen último del problema. Nadie, en definitiva, quiere despertar una mañana y descubrir que en su barrio todo el mundo habla en extranjero. Tal y como señala Cervantes:

El grande Homero no escribió en latín porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y siendo esto así, razón sería se entendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aún el vizcaíno, que escribe en la suya.(9)

En este punto nos vemos obligados a discrepar del Sr. Quijano. Presentar la problemática lingüística partiendo úni-camente del apego que todo hombre siente hacia su lengua materna y analizar las relaciones entre comunidades lingüísticas como si de tribus uniformes se tratase es un reduccionismo. Ya lo era en tiempos pretéritos. Es más: si don Quijote incide en el hecho de que los grandes escritores escribían en sus lenguas, lo que hace es sugerir implícitamente que existían otras lenguas con las que convivían, y que habían permeado en la comunidad. Y, dado que esas lenguas no las habían mamado en la leche, por fuerza habrían de resultar atractivas por otra razón.

Koinés y sus imperios

La cohabitación lingüística es un fenómeno viejísimo, que ha generado enormes conflictos, pero también ha facilitado que los grandes avances científicos y culturales se desparramasen con gran facilidad de unas comunidades a otras desde la Antigüedad.

Frente a la concepción de las lenguas como bienes privativos de cada comunidad o tribu, lo cierto es que la historia se ha conducido por otros derroteros en multitud de ocasiones. Algunas lenguas se han extendido a otras comunidades de hablantes, toda vez que han surgido nuevas poblaciones o comunidades compuestas por hablantes de diferentes idiomas. La casuística es infinita.

En ese sentido, el surgimiento de entidades políticas que aglutinaban distintos pueblos y reinos bajo su manto protector (la definición más tosca y simple de un imperio) ha provocado a lo largo de la historia que muchas lenguas hayan dejado de ser únicamente la herramienta de comunicación de una sola comunidad. Las construcciones políticas complejas permitieron así que algunos idiomas hiciesen de puente entre comunidades muy diversas, y que facilitasen los intercambios culturales y la difusión de los avances científicos. Son muy numerosos, de hecho, los autores (10) que han relacionado los imperios (con la inevitable mezcla de culturas y pueblos que conllevan) con los grandes saltos que ha dado la humanidad, y Nebrija llegó incluso a vincular el éxito de la empresa imperial española con el hecho de tener una lengua que pudiese servir de herramienta para facilitarlo.(11) Si bien la historia de los imperios suele llevar consigo la exterminación de culturas enteras y la búsqueda de una cierta uniformidad cultural, no es menos cierto que estas experiencias han servido al mismo tiempo de puentes entre realidades que hasta ese momento habían discurrido paralelas, favoreciendo la difusión de los avances técnicos y de las ideas.

Las lenguas de los imperios salieron de su propio ámbito y pasaron a ser un canal disponible para quienes ya tenían su propia lengua, pero necesitaban comunicarse fuera de la tribu. De esta forma, frente a la lengua como elemento identitario y de cohesión se sitúan las lenguas que siguieron caminos distintos y ejercieron de puente entre distintas realidades culturales (aunque esto pueda parecer un eufemismo para evitar mencionar las atrocidades que con frecuencia las acompañaron).

El término koiné, al que se hará referencia en múltiples ocasiones a lo largo de esta obra, remite originalmente a la variedad del griego que se hablaba en los restos del efímero imperio de Alejandro el Magno. Del Peloponeso a Asia Menor, pasando por lugares tan dispares como Egipto, Siria, las costas del Mar Negro o incluso algunos núcleos poblacionales en lo que hoy es Pakistán, la lengua de los conquistadores favoreció que los intercambios culturales y comerciales perviviesen a lo largo de las tierras que había unido la espada de Alejandro. Más allá de Grecia, la koiné no era la lengua de ningún otro colectivo o tribu (si acaso la lingua franca de las élites que rodeaban a los generales de Alejandro en cada uno de los reinos que este les legó), sino un vehículo de comunicación entre distintos pueblos y reinos, sin llegar a amenazar las lenguas originarias de cada uno de ellos. La koiné convivió con múltiples lenguas de gran tradición, como el arameo o el copto. Y de ahí, al Nuevo Testamento (toda una garantía de pujanza editorial en los siglos venideros).

Pero, si a lo largo de este ensayo recurrimos a la palabra koiné, es porque el término con el que se conocía a la lengua de intercambio utilizada en el mundo helenístico sirvió igualmente para dar nombre a toda una categoría de idiomas. Así, el término koiné hace referencia hoy a aquellas lenguas que surgen como consecuencia de la convergencia de otras dos lenguas. Las koinés son, por tanto, resultado de la interacción entre grupos distintos, fruto de la coexistencia y de la integración entre diferentes. Si una lengua franca lo es por el rol que juega dentro de un colectivo humano, la koiné es tal por ser fruto de un proceso de agregación lingüística. La categorización de un idioma como lingua franca no requiere de consideraciones lingüísticas sino sociológicas, mientras que toda koiné lleva en sí misma las huellas del mestizaje lingüístico que la ha visto nacer. Koiné y lingua franca, linguae francae o koinés, ambas nos acompañarán a lo largo de este escrito.

Con todo, esta pluralidad de roles no debe conducir a planteamientos ingenuos que atribuyan a ciertas lenguas virtudes cosmopolitas de forma acrítica y desdeñen otras por su efecto sobre los individuos y los juicios subjetivos que estos se forman. De ninguna manera. Los párrafos anteriores dan sobrada cuenta del punto hasta el cual cualquier lengua es una herramienta movilizadora poderosísima en potencia, y de por qué las utopías con horizontes uniformizadores acostumbran a caer en la paradoja de convertir a su vez a las lenguas francas o a las koinés en armas identitarias. Abordar la problemática lingüística ha de pasar, necesariamente, por asumir de forma sincera la naturaleza ambivalente de toda lengua, y por interiorizar que cualquiera de ellas puede cumplir funciones opuestas dependiendo del lugar y del contexto.

En pocos lugares se ha vivido todo lo anteriormente descrito con mayor crudeza que en el Viejo Continente. En esa masa continental deforme, compuesta en gran parte por islas y penínsulas, se acumularon durante los últimos milenios las lenguas, las gentes y las sectas hasta formar un todo con rasgos comunes, pero fragmentado en centenares de piezas pequeñas que parecían no casar entre sí. En un contexto así, era casi cuestión de tiempo que las lenguas terminasen por determinar los grupos, las idiosincrasias y hasta el propio carácter de sus hablantes. En esa torre de Babel, algo tan abstracto como la lengua terminó por justificar el derramamiento de algo tan corpóreo como la sangre. Al fin, el verbo se había hecho carne.

Volvamos, pues, a hablar de Europa.

CAPÍTULO 2
La Europa de Babel (476-1945)

Si la posibilidad de que los equilibrios lingüísticos de una organización social cambien y den paso a un nuevo orden en el que varias lenguas convivan (o una lengua sustituya directamente a otra) resulta traumática para la mayoría de sus miembros, esto se debe tanto al rol de la lengua a la hora de configurar la identidad del grupo (y de uno mismo) como a la existencia de una creencia infundada. Con frecuencia percibimos que la comunidad lingüística en la que crecimos es un ente inmutable, o que por lo menos lo ha sido hasta que han comenzado a producirse los cambios que las personas vamos percibiendo durante nuestra singladura vital. Así, en vez de considerar las transformaciones que observamos en nuestro entorno como parte de un proceso continuo de mutación que se remonta muchos siglos atrás, con frecuencia caemos en el adanismo de pensar que esas transformaciones son exclusivas de nuestra época y se deben a una cierta corrupción del entorno —seguro— que nos vio crecer.

En la Europa actual, este fenómeno se ve exacerbado por dos cuestiones. En primer lugar, los Estados nación configuraron sociedades más homogéneas y fronteras lingüísticas mucho más estables de lo que lo habían sido en el pasado, mientras que los horrores de ambas guerras mundiales y el esfuerzo en la construcción de un espacio común europeo que las superase (como veremos más adelante) hicieron que la cuestión lingüística quedara en suspenso. Dejando al margen las migraciones masivas en el este y el esfuerzo por la recuperación de las lenguas regionales en el oeste, el panorama lingüístico de la Unión ha sido considerado durante décadas una cuestión cerrada que solo ahora comienza tímidamente a abrirse de nuevo.

El breve repaso histórico de las próximas páginas constituye una enumeración no exhaustiva (falta, por ejemplo, el caso de Italia, que daría para un ensayo independiente), pues tiene como único objetivo mostrar que la historia de las lenguas en Europa ha sido la de una evolución constante y presentar algunos modelos de coexistencia. Se analizan para ello seis referencias históricas: el declive del latín tras la caída de Roma; el dominio normando en la Inglaterra bajomedieval; la aparición de una koiné ibérica en las tierras altas del río Ebro; la creación de una nación de ciudadanos franceses vertebrada en torno a la lengua; el rol del alemán como elemento unificador de la nación, y, por último, el proceso de nation-building en los Estados Unidos. En todos estos momentos históricos, las distintas comunidades lingüísticas —que estaban lejos de ser compartimentos estancos— provocaron la caída en desuso de algunas lenguas, mientras que otras se recuperaron, se dividieron o incluso se fusionaron con las lenguas de comunidades vecinas.

Las grandes lenguas europeas que cuentan sus hablantes por millones son, por ello, fruto de un mestizaje que hoy cuesta imaginar y que causaría espanto a los nacionalistas más recalcitrantes. Bajo los pilares de nuestra civilización las aguas no han dejado de moverse.

El colapso del universo romano: latín frente a lenguas vernáculas

La historia de Europa fue, durante muchos siglos, la lucha de un continente por convivir con la sombra de una cultura y una civilización que habían dejado testimonios de una grandeza tal que durante casi mil años la sola idea de imitarla pareció quimérica. Resulta enormemente sugerente imaginar la ciudad de Roma en el apogeo de la llamada Edad Oscura: una urbe que había pasado de rondar el millón de habitantes a tener apenas cincuenta mil en el año 800,(12) y que, tras el desplome del comercio, se vio atrapada en una realidad donde la agricultura y la ganadería eran las únicas actividades económicas. Es pensar en aquella Roma, la ciudad de los Teofilacto y los Crescendi,(13) e imaginar a algún pastor caminando acompañado de su rebaño por entre las callejas abandonadas del antiguo foro, con los edificios de mármol como testigo monumental de un pasado que trascendía (con mucho) los límites de los pueblos en los que vivía la población del continente.

Pero, más allá de urbes y templos, había un monumento de una envergadura y significación aún mayores que las de cualquier estructura de piedra: una lengua que se extendía por muchos de los territorios del antiguo imperio, y que había logrado sobrevivir al disgregamiento de la autoridad imperial gracias a que la Iglesia católica la hizo rápidamente suya. El latín actuó durante el periodo altomedieval como un elemento vertebrador, si bien sus manifestaciones culturales se restringieron (sobre todo durante los siglos inmediatamente posteriores a la deposición de Rómulo Augústulo, el último emperador de Occidente) a los monasterios y algunos centros de poder.

La historiografía actual aporta claves sobre el ocaso del mundo romano que son muy interesantes para comprender las razones por las cuáles el latín fue evolucionando a partir del siglo I d. C. hasta dar paso a lo que se ha dado en llamar low latin (o bajo latín, lengua literaria de la época, distinta del latín vulgar) y las lenguas vernáculas. Autores como Chris Wickham (14) sugieren que la caída del imperio supuso tan solo el colapso de una élite que acaparaba la mayor parte los productos importados, pero no tuvo un impacto demasiado importante sobre las condiciones de vida de la mayoría de la población, que no dependía en exceso del comercio (aunque este sea un extremo difícil de confirmar). Debido al colapso de dicha élite, durante el periodo altomedieval no existió en Europa un estrato social dinámico y con capacidad para hacer de puente entre la labor de mantenimiento del saber y de creación de nuevos conocimientos que se llevaba a cabo en los monasterios y el resto de la población. Así, la ausencia de una verdadera élite que estuviese sujeta al mismo tiempo al influjo de la plebe y de la Iglesia (y fuese capaz de presentar la síntesis de todo esto al conjunto de la comunidad) facilitó decisivamente la babelización del continente a lo largo de la segunda mitad del primer milenio.

La visión de la caída del Imperio romano como el colapso únicamente de la clase acaudalada y su modo de vida nos permite despejar algunas incógnitas en torno al lenguaje (autores como Ward-Perkins documentan, por ejemplo, un descenso de la alfabetización durante aquel periodo) y contribuye a explicar lo que aconteció después. Para el siglo IX, según la opinión mayoritaria de los historiadores,(15) la lengua que utilizaba el vulgo en los territorios del antiguo Imperio occidental ya no era el latín.

Generalmente se considera que la primera manifestación de las lenguas vernáculas se produjo en los Juramentos de Estrasburgo de 842, realizados por dos de los nietos de Carlomagno en el contexto de la disolución del Imperio carolingio, y que fueron redactados en dos dialectos que hoy se estudian como el germen del francés y del alemán. Lo cierto, sin embargo, es que la cuestión del uso de las lenguas vernáculas por parte de la Iglesia ya había sido ampliamente discutida desde principios de siglo. En el Concilio de Tours de 813, los obispos congregados respondieron al llamamiento de Carlomagno invitaron a los sacerdotes a realizar sus homilías en la lengua rustica romana —protofrancés— y la lengua tudesca -protoalemán-, lo que nos permite inferir que ya entonces el vulgo tenía dificultades para comprender el latín. El devenir de Europa fue, a partir de aquel momento, la historia de la convivencia entre la lengua de la población y la evolución del latín eclesiástico, que pasó a ser la lengua de la educación en los siglos posteriores. Es especialmente sugerente la imagen de la Universidad de París congregando a los estudiantes de las distintas naciones,(16) y favoreciendo que estos se relacionasen en un latín que servía de lengua de conocimiento y que, entre otras proezas, dio nombre al célebre Barrio Latino.

Y así, durante siglos, convivieron distintas versiones acriolladas del latín y de algunas lenguas germánicas con un latín que era la lengua de la cultura. De la evolución del rol del latín a lo largo de la Edad Media y de las dificultades que este halló para recuperar el terreno perdido una vez se reactivó el comercio pueden sacarse conclusiones muy útiles para comprender el panorama lingüístico europeo actual.

¿Por qué el latín no volvió a imponerse como lengua de las élites y después del resto del pueblo? Como veremos a continuación, concebir la coexistencia de las lenguas vernáculas con el llamado low latin como un equilibrio en el que existía una única lengua culta (el latín) y una serie de papiamentos implantados únicamente en una parcela del territorio europeo y restringidos al populacho es, como mínimo, un reduccionismo. Puede que en la llamada Edad Oscura el mapa lingüístico y sociológico de Europa se asemejase a ese modelo, pero a medida que pasaron los siglos la realidad se tornó más compleja. Pronto, las lenguas vernáculas y germánicas comenzaron a jerarquizarse entre ellas, y el latín comenzó a verse desplazado. De hecho, el punto hasta el cual la élite medieval se expresaba con fluidez en latín no ha sido del todo esclarecido, y lo más probable es que su grado de competencia en dicho idioma no se correspondiese con lo que hoy se entiende por bilingüismo.

No resulta sencillo, con todo, comprender cuáles fueron las razones por las cuales el latín, en un contexto en el que los intercambios entre los distintos pueblos de Europa en áreas como el comercio y la educación se incrementaban, no fue capaz de fortalecer su posición hasta el punto de abandonar los ámbitos religioso y educativo y establecerse como una lengua para la élite en un sentido amplio.

Las hipótesis que se pueden esbozar para explicarlo son muy variadas y traen ecos del debate que existe en la actualidad: el latín no disponía del respaldo de una comunidad de hablantes nativa que formase un grupo social geográficamente localizado y con un rol preponderante en el continente (lo que sí sucedía, en cambio, con las lenguas que devinieron en lenguas nacionales), y tampoco existía una élite que lo dominase con soltura o fuese hablante nativa del mismo. Así las cosas, el latín ni disponía de una base de hablantes con la capacidad de hacer valer su preponderancia para extender su uso, ni podía evolucionar y adaptarse a los nuevos usos y necesidades, al tratarse de una lengua restringida a ámbitos muy concretos y carecer de la posibilidad de evolucionar en el habla cotidiana. De esta forma, se evidenció que la principal fortaleza del latín (su absoluta hegemonía en el ámbito eclesiástico y educativo) no era suficiente para colonizar el habla de los distintos pueblos que formaban Europa.

En el estupendo ensayo The birth of Europe, el historiador francés Jacques Le Goff argumenta que a lo largo de la Baja Edad Media se puso de relieve que, si bien la jungla de patois que existía a lo largo de todo el continente dificultaba las relaciones comerciales, el latín no era el vehículo idóneo para acompañar la revitalización del comercio que se vivió a partir del siglo XI. Los deseos de simplificación del panorama lingüístico se volvieron entonces hacia las koinés que comenzaban a surgir en cada reino o espacio geográfico de forma pareja al desarrollo del comercio, y que se rebelaron como instrumentos útiles tanto para vehicular la actividad comercial como para recoger sus usos.(17)

En conclusión, y tal y como se ha planteado anteriormente, si la caída del Imperio romano supuso la desaparición de una élite, los siglos posteriores al colapso del mundo carolingio vieron un progresivo renacer de dicha clase, que sin embargo recurrió a ciertas lenguas vernáculas como elementos identitarios o de prestigio. Así, la Europa bajomedieval entró en una nueva etapa, a medio camino entre el monopolio latino y el universo de las grandes lenguas nacionales.

Son varios los ejemplos de lenguas vernáculas que convivían en una relación cuasi-jerárquica, pero ninguno recoge de forma más clara cómo podían ser al mismo tiempo idiomas de prestigio de una élite y meras hablas populares como el caso del inglés medieval y el francés normando.

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