El desaparecido

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–Y así es cómo uno encuentra a su sobrino –concluyó en el tono de quien quiere que lo feliciten nuevamente.

–¿Qué pasará ahora con el fogonero? –preguntó Karl, pasando por alto el último relato del tío.

En su nueva posición creía poder decir todo lo que pensaba.

–Al fogonero le ocurrirá lo que se merece y lo que estime el señor capitán –dijo el senador–. Creo que ya hemos tenido suficiente y más que suficiente del fogonero, estoy seguro de que todos los caballeros presentes me darán la razón.

–Eso no es lo que importa en un asunto de justicia –dijo Karl.

Estaba parado entre el tío y el capitán y, tal vez influido por esta posición, creía tener la decisión en su mano.

Sin embargo, el fogonero no parecía esperar ya nada de su situación. Tenía las manos a medias hundidas detrás del cinto, que por sus exaltados movimientos había quedado al descubierto, junto a las franjas de una camisa a rayas. No le preocupaba en lo más mínimo, después de haber llorado todas sus penas, que se le vieran el par de harapos con que tenía cubierto el cuerpo y que después se lo llevaran. Imaginó que el auxiliar y Schubal, como los dos presentes de rango más bajo, debían dispensarle esa última benevolencia. Schubal tendría después su tranquilidad y no volvería a caer en la desesperación, según se había expresado el jefe de caja. El capitán podría contratar solo a rumanos, en todas partes se hablaría rumano y tal vez así todo anduviera realmente mejor. Ningún fogonero volvería a parlotear en la sala de cobro, solo de su última cháchara se guardaría una memoria bastante amable, ya que, como había explicado el senador de manera categórica, había provisto indirectamente la ocasión para que reconociera a su sobrino. Un sobrino que por cierto había buscado serle de utilidad desde antes y que por lo tanto ya le había dado de antemano un agradecimiento más que suficiente por sus servicios en ese reconocimiento; al fogonero ni se le ocurrió pedirle ahora alguna otra cosa. Por lo demás, aunque fuera el sobrino de un senador, eso estaba lejos de significar que fuera un capitán, y era de la boca del capitán que saldría a fin de cuentas la sentencia negativa. En consonancia con esta opinión, el fogonero intentaba no mirar a Karl, pero lamentablemente no quedaba en esta habitación llena de enemigos ningún otro sitio donde descansar los ojos.

–No malinterpretes la situación –dijo el senador a Karl–, tal vez se trate de un asunto de justicia, pero al mismo tiempo es un asunto de disciplina. Ambos, y ante todo el último, se encuentran sometidos aquí al juicio del señor capitán.

–Así es –murmuró el fogonero, y los que se dieron cuenta y lo entendieron sonrieron extrañados.

–Aparte de esto, hemos estorbado tanto al señor capitán en sus asuntos protocolares, que seguro deben multiplicarse de manera increíble al atracar en Nueva York, que ya va siendo más que hora de que abandonemos el barco, no sea cosa que por medio de alguna intromisión absolutamente innecesaria encima transformemos esta rencilla insignificante entre dos maquinistas en un acontecimiento. Entiendo tu modo de proceder, querido sobrino, pero precisamente eso es lo que me da el derecho a sacarte de aquí con urgencia.

–Enseguida haré que le pongan a flote un bote –dijo el capitán, para sorpresa de Karl sin presentar la menor objeción a las palabras del tío, que sin duda podían ser vistas como una autohumillación de su parte.

El jefe de caja se precipitó hacia el escritorio y transmitió por teléfono la orden del capitán al jefe de botes.

“El tiempo apremia –se dijo Karl–, pero no puedo hacer nada sin ofender a todos. No puedo abandonar ahora al tío, cuando acaba de reencontrarme. El capitán es amable, pero eso es todo. Con la disciplina se acaba su amabilidad y seguro que el tío dijo lo que pensaba. Con Schubal no quiero hablar, hasta me arrepiento de haberle dado la mano. Y todas las otras personas carecen de importancia”.

Así pensando se acercó lentamente al fogonero, le sacó su mano derecha del cinto y la sostuvo jugueteando en la propia.

–¿Por qué no dices nada? –preguntó–. ¿Por qué toleras todo?

El fogonero se limitó a arrugar la frente, como si buscara la expresión acorde a lo que tenía para decir. Había bajado la vista hacia la mano de Karl y la propia.

–Han sido injustos contigo como con ningún otro en el barco, lo sé perfectamente –y Karl movía sus dedos de un lado al otro entre los dedos del fogonero, que miraba en derredor con ojos brillantes, como si estuviera experimentando un deleite que nadie podía tomarle a mal–. Pero debes defenderte, decir sí y no, de lo contrario la gente no se entera de la verdad. Debes prometerme que me vas a hacer caso, porque me temo con muchos fundamentos que yo mismo no voy a poder ayudarte en nada más.

Karl lloraba ahora, mientras besaba las manos del fogonero. Tomó después la mano inmensa, casi inanimada, y se la apretó contra sus mejillas, como un tesoro del que se viera obligado a prescindir. Para entonces el tío senador ya se había acercado y lo apartó, aunque ejerciendo la violencia más leve.

–El fogonero parece haberte hechizado –dijo, echándole una mirada de inteligencia al capitán por encima de la cabeza de Karl–. Te sentiste abandonado, luego te encontraste con el fogonero y ahora le estás agradecido, es algo muy loable. Pero, al menos por mí, no lo lleves demasiado lejos y considera tu posición.

Del otro lado de la puerta se armó barullo, se oyeron gritos, incluso pareció como si empujaran a alguien con brutalidad contra la puerta. Entró un marinero, algo desencajado, que llevaba atado un delantal de mujer.

–Hay gente afuera –exclamó, dando codazos a su alrededor como si aún estuviera en medio del gentío.

Al fin volvió en sí y quiso cuadrarse ante el capitán cuando descubrió el delantal de mujer, se lo arrancó y lo tiró al suelo, exclamando:

–Esto es asqueroso, me ataron un delantal de mujer.

Luego entrechocó los tacones y saludó. Alguien intentó reír, pero el capitán dijo con severidad:

–Eso es lo que yo llamo buen ánimo. ¿Quién está afuera?

–Son mis testigos –dijo Schubal adelantándose–, ruego encarecidamente se los disculpe por su comportamiento inapropiado. Cuando la gente ha concluido el viaje por mar, a veces se vuelve como maniática.

–Haga que entren de inmediato –ordenó el capitán y, volviéndose enseguida hacia el senador, dijo cortés, pero apresurado–: Tenga usted la bondad, estimado señor senador, de seguir junto a su señor sobrino a este marinero, que los llevará al bote. No hace falta que exprese el placer y el honor que me ha deparado haberlo conocido en persona, señor senador. Espero tener en breve la oportunidad de retomar con usted nuestra interrumpida conversación sobre la situación de la flota estadounidense, y acaso volver a ser interrumpidos de manera tan amena como hoy.

–Por el momento me basta con este solo sobrino –dijo el tío, riendo–. Acepte entonces mi mayor agradecimiento por su gentileza, y adiós. No sería para nada imposible, por lo demás, que en nuestro próximo viaje por Europa –apretó a Karl afectuosamente contra sí– podamos pasar juntos un tiempo más prolongado.

–Sería una sincera alegría para mí –dijo el capitán.

Ambos caballeros se estrecharon las manos, Karl apenas si pudo alcanzarle fugazmente la propia al capitán sin decir palabra, porque a este ya lo reclamaban las quizá quince personas que habían entrado guiadas por Schubal, algo sobrecogidas, pero haciendo mucho barullo. El marinero le pidió permiso al senador para tomar la delantera y separó al gentío en dos para ellos, que lo atravesaron con facilidad entre las reverencias de la gente. Daba la impresión de que estas personas, todas por cierto de buen ánimo, consideraban la pelea entre el fogonero y Schubal como un divertimento cuyo carácter ridículo no cejaba ni ante el capitán. Karl notó que entre ellos estaba también la muchacha de la cocina, Line, quien, guiñándole divertida un ojo, se ató el delantal que había arrojado el marinero, que era el de ella.

Siguiendo al marinero salieron de la oficina y doblaron por un pequeño pasillo, que tras algunos pasos los llevó a una puertita, de la que bajaba una breve escalera hasta el bote preparado para ellos. Los marineros del bote, al que su guía se subió enseguida de un solo salto, se pusieron de pie y saludaron. El senador justo le estaba advirtiendo a Karl que bajara con cuidado cuando Karl, todavía parado en el escalón superior, estalló violentamente en llanto. El senador le tomó el mentón con la mano derecha y lo apretó fuerte contra él, mientras lo acariciaba con la mano izquierda. Así bajaron despacio escalón por escalón y entraron bien juntos al bote, donde el senador le buscó un buen lugar frente a él. No bien se alejaron un par de metros del barco, Karl hizo el inesperado descubrimiento de que se encontraban justo del lado del barco hacia el que daban las ventanas de la sala de pago. Las tres ventanas se hallaban ocupadas por los testigos de Schubal, que saludaban y hacían señas con la mayor amabilidad, hasta el tío agradeció y un marinero logró el portento de elevar un besamanos sin dejar al mismo tiempo de remar a la par del resto. Fue realmente como si ya no existiera ningún fogonero. Karl miró con atención al tío, cuyas rodillas casi rozaban las propias, y dudó que ese hombre pudiera reemplazar alguna vez al fogonero para él. También el tío apartó su mirada y se quedó observando las olas que mecían el bote todo alrededor.

CAPÍTULO II
EL TÍO

En la casa del tío, Karl se acostumbró rápidamente a las nuevas circunstancias. El tío lo ayudaba también en cada pequeña cosa, de modo que nunca tuvo que aprender de una mala experiencia, como las que suelen amargar los primeros tiempos de la vida en el extranjero.

 

La habitación de Karl estaba en el sexto piso de un edificio cuyos cinco pisos inferiores, a los que se sumaban tres más bajo tierra, estaban ocupados por la empresa del tío. La luz que entraba en su habitación a través de dos ventanas y de la puerta que daba al balcón era algo que a Karl no dejaba de asombrarlo cuando ingresaba a esta cada mañana desde su pequeña alcoba. ¿Dónde habría tenido que vivir si hubiera llegado al país como un pobre pequeño inmigrante? Tal vez ni lo hubieran dejado entrar en Estados Unidos, cosa que el tío creía muy probable, según sus conocimientos de las leyes inmigratorias, y lo hubieran mandado de vuelta a casa, sin preocuparse de que ya no tenía dónde volver. Porque aquí no se podía esperar compasión y era del todo correcto lo que Karl había leído al respecto sobre Estados Unidos: solo los afortunados parecían gozar verdaderamente de su fortuna, entre los rostros despreocupados de su entorno.

Un balcón angosto se extendía a lo largo de toda su habitación. Pero lo que en la ciudad natal de Karl hubiera sido el punto de observación más alto, aquí no permitía más que una visión panorámica de una sola calle que corría recta entre dos hileras de edificios como rebanados, como huyendo hacia lo lejos, donde se elevaban entre vapores las formas colosales de una catedral. Y tanto de mañana como de tarde y durante los sueños de la noche circulaba por esta calle un tránsito siempre apremiado que, visto desde arriba, se presentaba como una mezcla, compuesta por principios siempre renovados que se disgregaban unos en otros, de figuras humanas deformes y de techos de vehículos de todo tipo, de la que a su vez se elevaba una nueva mezcla, multiplicada y aún más bestial, de ruido, polvo y olores, todo lo cual se hallaba comprendido y atravesado por una luz poderosa que el conjunto de los objetos dispersaba, se llevaba consigo y volvía a traer solícitamente y que al ojo deslumbrado le parecía tan corpórea como si a cada momento estuviera estallando con fuerza una plancha de cristal que cubriese la calle por completo.

Con el cuidado que ponía en todo, el tío le aconsejó a Karl que por ahora no se metiera seriamente en nada. Que probara y contemplara las cosas que lo rodeaban, pero sin involucrarse en ninguna. Los primeros días de un europeo en Estados Unidos eran similares a un nacimiento, y si bien, para que Karl no sintiera un miedo innecesario, era más fácil acostumbrarse a vivir aquí que si uno llegara del más allá al planeta de los humanos, había que tener en cuenta que las primeras opiniones se alzaban sobre pilares débiles y por eso no había que dejar que desordenaran tal vez todas las opiniones futuras, con ayuda de las cuales deseaba uno proseguir su vida en este lugar. Él mismo había conocido por ejemplo a recién llegados que, en lugar de comportarse según estos buenos principios, se habían pasado días enteros en su balcón mirando hacia la calle como ovejas perdidas. ¡Eso sin duda debía causar confusión! Esa solitaria inactividad, que se enamora de un laborioso día neoyorquino, podía permitírsele y hasta aconsejárselo, aunque no sin reservas, a alguien que estuviera de paso, pero para quien se iba a quedar aquí era la ruina, palabra que se podía aplicar tranquilamente en este caso, aun cuando fuera una exageración. Y en efecto, el tío contraía el rostro en una mueca de enojo si en alguna de sus visitas, que tenían lugar una vez por día siempre en los horarios más disímiles, encontraba a Karl en el balcón. Karl se dio cuenta rápidamente de esto y por eso se privaba en lo posible del placer de pararse allí.

No era por cierto ni por lejos la única diversión que tenía. En su habitación había un escritorio estadounidense del mejor tipo, como el que deseaba tener su padre desde hacía años y que había intentado comprar en los remates más disímiles por un precio barato que resultara alcanzable para él, algo que con sus pocos medios nunca había logrado. Por supuesto que esta mesa no podía compararse con los presuntos escritorios estadounidenses que dan vueltas por los remates europeos. En su parte superior tenía por ejemplo cien divisiones de los tamaños más diversos y hasta el presidente de la Unión hubiera encontrado el lugar apropiado para cada una de sus actas, pero además tenía un regulador a un costado y haciendo girar la manivela se podían lograr las disposiciones y organizaciones más disímiles, según gusto y necesidad. Las delgadas parecitas descendían despacio y formaban el suelo o el techo de nuevas divisiones que se alzaban o ascendían; con un solo giro, la parte superior se veía totalmente diferente y todo cambiaba de manera lenta o absurdamente rápida, según cómo se girara la manivela. Era un invento de lo más novedoso, pero a Karl le recordaba muy vívidamente los pesebres móviles que les mostraban en el mercado navideño de su ciudad a los asombrados niños, ante los cuales se paraba también Karl, embutido en ropa de invierno, para comparar de manera ininterrumpida el giro de la manivela que ejecutaba un hombre viejo con el efecto que eso hacía sobre el pesebre: el espasmódico avance de los tres reyes magos, el relucir de la estrella y la tímida vida en el establo sagrado. Siempre le había parecido que la madre, parada detrás de él, no seguía con la suficiente atención todos esos sucesos, él tiraba de ella hasta sentirla contra su espalda y le señalaba a los gritos los acontecimientos ocultos, tal vez una liebre que sobre el pasto del frente alternaba entre pararse sobre las patas traseras o ponerse otra vez en posición de salir corriendo, hasta que la madre le tapaba la boca y recaía probablemente en su anterior distracción. Claro que la mesa no había sido construida como para pensar en esas cosas, pero en la historia de las invenciones existía una relación igual de imprecisa a la que Karl había establecido en sus recuerdos. A diferencia de Karl, al tío no le gustaba nada este escritorio, solo que había querido comprarle un buen escritorio y ahora todos venían provistos de esta novedad, cuya ventaja radicaba también en que podían ser añadidas a los viejos escritorios sin grandes costos. De todos modos, el tío no dejó de aconsejar a Karl que en lo posible no usara el regulador y, con el fin de acrecentar el efecto del consejo, sostuvo que el mecanismo era muy sensible, que se arruinaba fácilmente y que arreglarlo salía muy caro. No resultaba difícil darse cuenta de que estos comentarios solo eran subterfugios, aunque por otro lado había que admitir que el regulador era muy fácil de fijar, cosa que el tío sin embargo no hizo.

En los primeros días, durante los que tuvieron lugar frecuentes conversaciones entre el tío y Karl, este había contado que en su casa tocaba el piano, no mucho pero con gusto, cosa que solo había podido hacer gracias a los rudimentos que le había transmitido su madre. Karl era plenamente consciente de que ese relato equivalía a pedir un piano, pero ya había visto lo suficiente como para saber que el tío no necesitaba ahorrar. No le concedieron este pedido de inmediato, pero alrededor de una semana más tarde el tío dijo, casi como una concesión involuntaria, que el piano acababa de llegar y que, si quería, Karl podía vigilar cómo lo transportaban. Era un trabajo fácil, pero a la vez no mucho más fácil que el transporte mismo, porque la casa tenía su propio ascensor para muebles, en el que podía ubicarse sin aprietos un camión de mudanzas entero, y fue en ese ascensor que subieron el piano hasta la habitación de Karl. Él podría haber subido en el mismo ascensor junto al piano y a los de la mudanza, pero como al lado había un ascensor de pasajeros que estaba libre, viajó en ese, manteniéndose por medio de una palanca todo el tiempo a la misma altura que el otro ascensor y observando continuamente a través de las paredes de cristal el bello instrumento que era ahora de su propiedad. Cuando lo tuvo en su habitación y tocó los primeros acordes, se vio invadido por una alegría tan alocada que en lugar de seguir tocando pegó un salto y prefirió mirar embobado el piano desde cierta distancia con las manos en la cintura. La acústica de la habitación era excelente y ayudó a que desapareciera por completo el pequeño malestar que había sentido al principio por vivir en un edificio de hierro. En efecto, dentro de la habitación, por muy de hierro que pareciera el edificio por fuera, no se notaban sus componentes de ese material y nadie podría haber señalado ninguna nimiedad en las instalaciones que hubiera podido perturbar de alguna manera su perfecto confort. Karl tenía puestas grandes expectativas en su música y no se avergonzaba de pensar, al menos antes de dormirse, en la posibilidad de ejercer una influencia directa en la vida estadounidense a través del piano. Igual sonaba extraño, en el aire cargado de ruido por las ventanas abiertas, cuando tocaba una vieja canción militar de su país, de esas que los soldados cantaban por la tarde de ventana a ventana del cuartel, cada cual reclinado en la propia con la mirada perdida en el patio sombrío… pero cuando miraba hacia la calle, veía que todo seguía igual y solo era un pequeño trozo de un gran ciclo que uno no podía detener por sí solo sin conocer todas las fuerzas que actuaban sobre el mismo. El tío toleraba el piano, tampoco decía nada en contra, sobre todo porque Karl, sin necesidad de ser advertido, solo de vez en cuando se permitía el placer de tocarlo; incluso le trajo a Karl partituras de marchas estadounidenses y por supuesto también del himno nacional, pero la sola alegría por la música no alcanzaba para explicar que un día le preguntara, fuera de toda broma, si no quería aprender también a tocar el violín o la trompa.

Por supuesto que la tarea primordial y más importante para Karl era aprender inglés. Un joven profesor de una escuela superior de comercio aparecía a las siete de la mañana en la habitación de Karl y ya lo encontraba sentado en su escritorio frente a los cuadernos o aprendiendo de memoria mientras caminaba de un lado al otro de la habitación. Karl se daba cuenta de que ningún apuro era exagerado a la hora de aprender inglés y que esto presentaba la mejor oportunidad de darle a su tío una alegría extraordinaria por medio de rápidos avances. Y efectivamente, mientras que sus primeras conversaciones con el tío se limitaban a los saludos y las despedidas, pronto lograron pasar grandes tramos de conversaciones al inglés, por lo que también empezaron a surgir temas más íntimos. El primer poema estadounidense –la descripción de un incendio–, que Karl pudo recitar una tarde, llenó al tío de una solemne satisfacción. Aquella vez estaban parados junto a una de las ventanas de la habitación de Karl, el tío mirando hacia afuera, donde ya se había desvanecido toda la claridad del cielo, y batiendo lenta y rítmicamente las palmas en consonancia con los versos, mientras que Karl, recto a su lado, declamaba el difícil poema con la mirada impertérrita.

Cuanto más mejoraba el inglés de Karl, más ganas mostraba el tío de juntarlo con sus conocidos, ordenando por si acaso que en esos encuentros el profesor de inglés estuviera por el momento siempre cerca de él. El primer conocido que le presentó a Karl una mañana fue un hombre delgado, más joven que él e increíblemente flexible, al que el tío hizo ingresar en la habitación de Karl llenándolo de cumplidos. Se trataba a todas luces de uno de esos muchos hijos de millonarios que según la opinión de los padres se habían malogrado pero cuya vida era tal que una persona común no hubiera podido llevarla ni un día sin sentir dolores. Como si este lo supiera o intuyera y buscara prevenirlo, hasta donde estuviera en su poder, rodeaban sus labios y sus ojos una sonrisa constante de felicidad que parecía dirigirse a él mismo, a quien tenía enfrente y a todo el mundo.

Con ese joven, el señor Mak, acordaron, con la aprobación categórica del tío, cabalgar juntos a las cinco y media de la mañana, ya fuera en la escuela de equitación o al aire libre. Karl dudó al principio en dar su consentimiento, ya que nunca se había montado a un caballo y primero quería aprender un poco de equitación, pero como el tío y Mack lo persuadieron describiéndole la equitación como un mero placer y un ejercicio saludable y para nada como un arte, finalmente terminó accediendo. Ahora debía entonces levantarse de la cama ya a las cuatro y media, algo que a menudo le daba mucha pena porque aquí, seguro que como consecuencia de la atención constante que debía prestar durante el día, padecía de verdadero insomnio, pero el pesar se perdía enseguida en el baño. La ducha se extendía a lo largo y a lo ancho de toda la bañera –¿qué compañero de escuela en su país, por muy rico que fuera, poseía algo parecido, y además solo para él?– y ahí se acostaba Karl bien extendido –en esa bañera hasta podía abrir los brazos– y dejaba que le cayeran encima, desde parte de la ducha o desde toda ella según se le antojara, los chorros de agua tibia, caliente, de nuevo tibia y finalmente helada. Recostado allí gozaba aún un poco del continuado placer del sueño y le gustaba especialmente atrapar con los párpados cerrados las últimas gotas que caían de a una, para luego abrirlos y que le corrieran por la cara.

 

En la escuela de equitación, en donde lo depositaba el enorme automóvil del tío, ya lo esperaba el profesor de inglés, mientras que Mak llegaba siempre más tarde, sin excepción. No había problema en que llegara más tarde, ya que la cabalgata realmente animada solo empezaba cuando estaba él. ¿No se encabritaban los caballos saliendo de su duermevela cuando él hacía su entrada? ¿No restañaba el látigo con mayor fuerza por el recinto y no aparecían de pronto en la galería circular algunas personas, espectadores, caballerizos, alumnos de equitación o lo que fueran? Karl utilizaba el momento previo a la llegada de Mak para practicar un poco al menos los ejercicios preliminares más primitivos de la equitación. Había allí un hombre alargado, que podía subirse al caballo más alto casi sin levantar los brazos, que siempre le impartía estas clases de no más de un cuarto de hora de duración. Los éxitos que obtenía Karl no eran demasiado importantes pero durante la instrucción lograba memorizar los muchos lamentos en inglés que le lanzaba entre jadeos a su profesor de inglés, siempre reclinado contra el mismo pilar de la puerta y la mayoría de las veces muy necesitado de sueño. Pero casi todas sus insatisfacciones con la equitación se acababan cuando llegaba Mak. Despedían al hombre alargado y al poco tiempo, en el recinto aún en penumbras, no se oía otra cosa que no fueran los cascos de los caballos galopantes, ni se veía casi otra cosa que no fuera el brazo levantado de Mak dándole alguna orden a Karl. Tras media hora de ese placer que transcurría como en sueños, se detenían, Mak se despedía de Karl a toda prisa, le daba un golpecito en una mejilla cuando estaba especialmente satisfecho con cómo había cabalgado y desaparecía tan rápidamente que ni siquiera salían juntos. Karl se llevaba entonces al profesor en el automóvil para su hora de inglés, por lo general tomando desvíos, porque el viaje a través de las avenidas congestionadas que iban directo desde la casa del tío hasta la escuela de equitación les habría hecho perder demasiado tiempo. Por lo demás, al menos esta compañía del profesor de inglés cesó al poco tiempo, ya que Karl, que se reprochaba por molestar al cansado hombre haciéndolo ir inútilmente a la escuela de equitación, sobre todo porque la comunicación en inglés con Mak resultaba muy simple, le pidió al tío que eximiera al profesor de este deber. Tras pensarlo un poco, el tío le concedió este pedido.

Un tiempo comparativamente largo demoró el tío en decidirse a permitir que Karl echara un mínimo vistazo a sus negocios, pese a que Karl se lo había solicitado con frecuencia. Se trataba de una suerte de empresa de transporte y encargos como tal vez no se pudiera encontrar en Europa, hasta donde podía recordar Karl. El negocio era una especie de intermediación, pero en el que los productos eran trasladados no de los productores a los consumidores o quizá a los comerciantes, sino que se facilitaba todos los productos y materias primas para y entre los grandes conglomerados de fábricas. Se trataba por lo tanto de un negocio que abarcaba las compras, el depósito, el transporte y la venta en volúmenes gigantescos y que por eso debía mantener todo el tiempo comunicaciones telefónicas y telegráficas muy precisas con los clientes. La sala de los telégrafos no era más pequeña sino más grande que la oficina de telégrafos de la ciudad natal de Karl, por la cual había pasado una vez tomado de la mano de uno de sus compañeros de escuela. En la sala de los teléfonos, mirara uno por donde mirara, las puertas de las cabinas telefónicas se abrían y cerraban y el ruido de los teléfonos desconcertaba los sentidos. El tío abría la puerta que tenía más cercana y se podía ver a un empleado bajo la intensa luz eléctrica, indiferente a cualquier ruido de las puertas y con la cabeza enganchada a un listón de acero que le apretaba el auricular contra la oreja. Tenía el brazo derecho apoyado en una mesita, como si le pesara demasiado, y solo los dedos, que sostenían un lápiz, se movían con una velocidad y una regularidad inhumanas. Era muy ahorrativo en la cantidad de palabras que pronunciaba frente al micrófono y a menudo se veía que tal vez tenía algo que objetarle al que le hablaba o que quería preguntarle con mayor exactitud, pero ciertas palabras que oía lo obligaban, antes de poder llevar a cabo su cometido, a bajar la vista y escribir. Tampoco necesitaba hablar, como le explicaba el tío en voz baja, porque las mismas comunicaciones que apuntaba este hombre estaban siendo apuntadas en paralelo por otros dos empleados para después compararlas entre sí, de modo de poder evitar errores lo máximo posible. En el mismo momento en que el tío y Karl salían de la puerta, se escurría hacia adentro un pasante y salía con los papeles ya escritos. En medio de la sala había un tráfico constante de gente corriendo de un lado al otro. Ninguno saludaba, se había abolido el saludo, cada cual seguía los pasos del que tenía adelante, ya fuera mirando el suelo, por donde quería avanzar lo más rápido que pudiera, o repasando palabras o números aislados en los papeles que sostenían en las manos y que revoloteaban durante su ligera marcha.

–Realmente has llegado lejos –dijo Karl durante uno de estos paseos por la empresa, para cuya inspección había que invertir muchos días, aun si solo se le quería echar un rápido vistazo a cada sección.

–Y debes saber que todo lo instalé yo mismo hace treinta años. Por aquel entonces tenía una pequeña tienda en el barrio del puerto y si allí había un día en que se descargaban cinco cajones, ya era mucho y yo me volvía todo ufano a casa. Hoy tengo el tercer depósito más grande del puerto y aquella tienda es el comedor y el cuarto de herramientas de uno de mis sesenta y cinco grupos de changadores.

–Es casi un prodigio –dijo Karl.

–Todos los progresos ocurren aquí así de rápido –dijo el tío, dando fin a la conversación.

Un día, el tío llegó poco antes de la hora de la cena, que Karl se disponía a comer en soledad, como de costumbre, y lo instó a vestirse de inmediato de negro para salir con él a una comida de la que participarían dos colegas amigos. Mientras Karl se cambiaba en una habitación aledaña, el tío se sentó ante el escritorio y revisó la tarea de inglés que acababa de terminar, golpeó la mesa con la mano y exclamó alzando la voz:

–¡Realmente excelente!

No hay dudas de que a Karl le resultó más fácil vestirse después de oír este halago, pero la verdad es que ya estaba muy seguro de su inglés.

En el comedor del tío, que Karl recordaba de la noche de su llegada, se levantaron dos hombres grandes y gordos a saludarlo, el primero un tal Green, el segundo un tal Pollunder, como quedó de manifiesto durante la charla en la mesa. Es que el tío apenas si pronunciaba al pasar algunas palabras sobre sus conocidos, dejando siempre que fuera Karl el que descubriera, por propia observación, qué era imprescindible o interesante. Después de la comida propiamente dicha, durante la cual solo se conversó sobre asuntos comerciales internos, lo que significó una buena lección en expresiones de negocios para Karl, al que dejaron que se ocupara en silencio de su comida como si fuera un niño que debía por sobre todas las cosas alimentarse debidamente hasta quedar ahíto, el señor Green se inclinó hacia Karl y, con el empeño inconfundible por hablar un inglés lo más claro posible, le preguntó en general por sus primeras impresiones sobre Estados Unidos. Se hizo un silencio sepulcral a su alrededor y, echándole algunas miradas de soslayo al tío, Karl respondió de manera bastante exhaustiva y buscando agradar, a modo de agradecimiento, mediante una pronunciación de coloración neoyorquina. Con cierta expresión hasta logró que los tres hombres entremezclaran sus risas y Karl ya temía haber cometido algún error grave, pero no, sino que había dicho, por el contrario, algo muy logrado, según le explicó el señor Pollunder. Este señor Pollunder parecía en general sentir un aprecio especial por Karl y, mientras que el tío y el señor Green volvían a sus conversaciones de negocios, instó a que Karl se acercara con su silla y le hizo varias preguntas sobre su nombre, su origen y su viaje, hasta que al fin, para dejarlo descansar, le habló apresuradamente, entre risas y toses, sobre sí mismo y sobre su hija, con la que vivía en una pequeña casa de campo cerca de Nueva York, donde sin embargo solo podía pasar las noches, porque era banquero y su profesión lo retenía en la ciudad el día entero. Karl quedó enseguida cordialmente invitado a visitar la casa de campo, un estadounidense flamante como Karl seguro que sentía la necesidad de reponerse a veces de Nueva York. De inmediato Karl le pidió permiso al tío para aceptar la invitación y el tío se lo concedió con aparente alegría, aunque sin mencionar ni aun dejar que se pusiera en consideración ninguna fecha específica, como hubieran esperado Karl y el señor Pollunder.

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