El desaparecido

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UN CUERPO QUE VE

La percepción, cuando es sensible, involucra a los cuerpos, no importa cuán escasa sea su materia. “Sin peso, sin huesos, sin cuerpo caminé dos horas por las calles, pensando lo que había soportado por la tarde al escribir” (Diarios, 2 de junio de 1912). Lo soportado es la escritura de la primera versión de su novela. El bien documentado proceso de redacción de la segunda versión de El desaparecido –la única versión que conocemos– gira alrededor de una fecha –septiembre de 1912– y un suceso que se cuenta entre los “acontecimientos decisivos” de la historia literaria europea, tal como dice la amable, magna biografía de Kafka escrita por Reiner Stach. “‘Kafka en éxtasis’, apunta Max Brod en su diario, ‘se pasa las noches escribiendo una novela que transcurre en Estados Unidos’. Dos días más tarde: ‘Kafka en increíble éxtasis’. Y de nuevo al día siguiente: ‘Kafka, que continúa muy inspirado. Un capítulo está listo. Estoy feliz con esto’”.9 Aunque este pueda considerarse el suceso inaugural para la obra que vendrá, ha sido precedido por otro en el que –como tantas veces en la vida de Kafka– la figura de Max Brod resulta clave. Unas semanas atrás ha conocido a Felice Bauer, una berlinesa de 24 años, en casa de la familia Brod. Pasado poco más de un mes, Kafka le escribirá la carta inaugural de una inmensa y épica correspondencia, que se extenderá hasta 1917.

“Muy estimada señorita: En el caso bastante probable de que usted no se acuerde de mí en lo más mínimo vuelvo a presentarme: mi nombre es Franz Kafka y soy aquel que la saludó por primera vez en casa del director Brod en Praga, luego le fue pasando por sobre la mesa fotografías de un viaje al país de Thalía,10 una tras otra, y finalmente en esta mano que ahora presiona las teclas tomó la suya, con la que usted ratificó entonces la promesa de hacer conjuntamente un viaje a Palestina”. La carta lleva fecha del 20 de septiembre de 1912; dos noches más tarde Kafka escribe de un tirón “La condena”, y a la madrugada, lee en voz alta y en triunfo el relato a su hermana menor, proceso que repetirá luego ante Max Brod y otros, y que acabará con él mismo enjugándose las lágrimas ante su íntimo público. La sensación de falsedad de lo escrito ha terminado. “Convicción confirmada de que con la redacción de mi novela [i.e. la primera versión perdida de El desaparecido] me encuentro en vergonzantes zonas bajas de la escritura. Solo así puede escribirse, solo con este tipo de consistencia, con esta absoluta apertura del cuerpo y del alma” (Diarios, 23/09/1912). Solo así puede escribirse: tal como acaba de escribir “La condena”. Se pone en marcha de este modo el orden de la vida que había sido instalado dos años antes: no dormir para escribir de verdad. Kafka redacta el primer capítulo de El desaparecido (“El fogonero”) días después, tras dos o tres noches de una violenta y forzada abstención de escritura. Hasta fin de noviembre de 1912 escribirá los seis primeros capítulos del libro, con no pocos altibajos en ese orden que la vida se resiste a adoptar. Luego, una pausa forzada mientras sigue avanzando la escritura de cartas a Felice, cartas de amor y de desesperación, cartas de incertidumbre, cartas en clave, decenas de cartas hasta una primera crisis: la crisis del abandono del “usted”. Mientras aguarda respuesta a ese acercamiento, que en el alemán del largo siglo XIX significaba una confesión amorosa, Kafka imagina tendido en su cama, insomne, una metamorfosis en insecto, y redacta en cinco semanas su relato más famoso en una pausa de escritura de su primera novela. La metamorfosis como un desenlace interior a El desaparecido. La contraparte estricta, según la divisoria del antiguo proyecto de una novela sobre dos hermanos, es El proceso, escrita en 1914. Si uno de los hermanos iba a América, el otro permanecía en la cárcel en Praga, en Praga como una cárcel: la imagen es recurrente en los diarios y las tentativas de escapatorias lo son en la vida.

Los últimos dos capítulos terminados de El desaparecido fueron redactados durante la segunda fase de escritura de la novela, una vez acabada La metamorfosis, entre diciembre de 1912 y enero de 1913. Los fragmentos finales inacabados –la tercera fase de escritura– pertenecen al ciclo de creación de El proceso, entre agosto y octubre de 1914, apenas comenzada la guerra. Esa tercera y última fase de redacción de El desaparecido también tuvo su origen emocional. Kafka estaba a punto de abandonar Praga y mudarse a Alemania cuando la guerra cerró las fronteras, y la ciudad confirmó ser tal como siempre la había imaginado, un encierro.

Junto a Praga hubo otras. París como ciudad visitada, Berlín como promesa, Nueva York imaginada, a la par de la cárcel de la ciudad propia: esta cartografía carece de paisajes, y su territorio es mayormente de los interiores. “Cada persona lleva dentro una habitación”.11 Una mansión en las afueras de Nueva York, un inmenso hotel, la casa de una cantante de ópera, hasta las instalaciones donde se convoca a los futuros trabajadores de Oklahama; todos escenarios bien descriptos y reglados de El desaparecido. En las casas de La condena y La metamorfosis reinan los cuartos, visibles o a oscuras, bien determinados en su mobiliario. La primacía de lo visual es la del espacio que, arrebatado del tiempo, pertenece por principio a la quietud. Los tribunales con sus propios laberintos, la falta de aire y de luz, las oficinas administrativas que el funcionario Kafka había descripto más de una vez en sus cartas a Felice, son otros de estos paisajes interiores cuyos ciclos están determinados no por la arbitrariedad de las leyes naturales, sino por las de los hombres. Toda espectacularidad del espacio, montañas, puestas de sol, desiertos y cascadas es desconocida para estas interioridades que, a punto de ser risibles, están habitadas por seres que para tener ese derecho se han dejado moldear por esos mismos espacios y deben conservar el aire de lo pequeño. Su espectacularidad es otra. Todo lo restringido hace su arabesco en el copo de nieve y en la nervadura de la hoja. Esos seres serán en la obra posterior de Kafka no solo funcionarios judiciales o recepcionistas de hotel sino, un mono parlante, un caballo abogado, un topo constructor o un jinete de los cubos: todos ellos mantienen una clara sobriedad en su pacto con el espacio y con el presente, dudan, hacen cálculos, imaginan distancias, se ordenan como pueden en tanto piezas en un mundo en el que, al parecer, son menores.

Esta minoridad en las historias de Kafka ha generado su propia esfera mítica. A la par de las preocupaciones por lo clásico, aparece en su diario la célebre reflexión sobre esa condición de las literaturas “pequeñas” (“menores” es una traducción imprecisa), entendidas como nacionales, de un pueblo y de una lengua. La entrada tiene fecha: 25 de diciembre de 1911. Quien reflexiona es el Kafka anterior a La condena y a El desaparecido, el que aún no se ha librado de “lo falso”. Ese año ha conocido a un grupo de teatro yiddish proveniente del Este (Galitzia), ha seguido sus espectáculos y ha entablado amistad con uno de sus actores –llamado Yitzhak Löwy– y fantasías de enamoramiento con alguna de sus actrices. Son asuntos marginales para el gran público y la prensa cultural de Praga: no solo por la lengua, que considerada desde el alto alemán parecía “menor”, sino también por el tipo de performance, el trabajo en malas condiciones, las dificultades económicas en que se producían las obras, la situación itinerante de la compañía. Kafka estuvo mucho tiempo fascinado por este grupo, del que fue público fiel durante varios meses. Bajo la luz de la literatura yiddish, y la de la literatura checa, surgen las reflexiones sobre las literaturas pequeñas que se diferencian de las grandes –en su ejemplo, la alemana– por su vitalidad (polémicas, escuelas, revistas), por su vínculo claro con un pueblo (incluyendo una idea de lo nacional y de lo político) y por una cierta ligereza proveniente de la ausencia de grandes modelos, es decir, ausencia de una dominancia de los clásicos. Son literaturas donde los talentos escasean, dice Kafka. ¿Pertenecía él a una literatura pequeña? La respuesta es negativa. Pero depende de cómo se juzgue la identidad lingüística de Kafka y hasta qué punto esa identidad esté articulada sobre lo alemán.

FORZADA METAMORFOSIS

El célebre libro de Gilles Deleuze y Félix Guattari dedicado a Kafka, que lleva la idea de una “literatura menor” en el título, universalizó este nombre. Su programa se inscribe en una múltiple controversia dentro del ambiente intelectual francés de los años setenta del siglo XX. Esa controversia fue instalada por los autores contra el psicoanálisis, contra el estructuralismo y contra la interpretación (en especial de la ley y su conexión con “lo edípico”), en favor de un Kafka político, un Kafka máquina de escritura, una experimentación de Kafka.12 En este marco, la lógica subyacente a todo cambio debe ser no la Historia con mayúscula sino el devenir. Y quienes cambian también han de pensarse de forma nueva. Para esto, Deleuze y Guattari introducen el concepto de agenciamiento, que resolverá el agudo problema del sujeto, planteado radicalmente por Michel Foucault poco antes. Nada de trascendencia de la ley, ni de interioridad culpable, ni de enunciación trágica del yo en Kafka. “No hay sujeto –ni narrador ni héroe–, no hay más que agenciamientos colectivos de enunciación, y la literatura expresa estos agenciamientos”. Una lectura política de Kafka necesitaba esta reformulación. Así, es la obra misma de Kafka como máquina la que pone en acto agenciamientos sociales y de deseo. ¿Cómo ocurre eso? ¿Será su condición de literatura menor lo que lo haga posible? Lo rico de este programa filosófico es inversamente proporcional a su veracidad.

 

En Kafka. Por una literatura menor (KLM) las tres características de las literaturas pequeñas formuladas claramente por Kafka en la entrada de diario de 1911 (vivacidad, ligereza, popularidad) se han convertido en otras tres: (1) en un movimiento de desterritorialización, (2) en el hecho de que todo en esas literaturas es político y (3) en que todo comporta allí un valor colectivo. Pero la notable transformación ocurre ya al momento de introducir la locución que da título al libro: “El problema de la expresión no es planteado por Kafka de una forma abstracta universal, sino en relación con las literaturas llamadas menores, por ejemplo la literatura judía en Varsovia o en Praga. Una literatura menor no es la de una lengua menor, sino más bien la que una minoría hace en una lengua mayor” (KLM, p. 29, subrayado nuestro). En los sintagmas marcados ha tenido lugar la metamorfosis conceptual. La literatura checa y la literatura en lengua yiddish, referidas expresamente por Kafka en su entrada de diario de 1911, se convierten ahora en una “literatura judía”, de ahí que sea atribuida a Varsovia –puesto que Yitzhak Löwy, el actor de la compañía de teatro, procedía de la Polonia rusa– y a Praga –atributo geográfico de Kafka–. Las lenguas pequeñas (entendidas como de pequeñas comunidades lingüísticas, y nacionales; repetimos: el checo y el yiddish) son transformadas en esta metamorfosis conceptual en lenguas menores. Y esa condición de minoridad es trasladada inmediatamente a una minoría dentro de una lengua mayor, idea que Deleuze había heredado de Proust en relación a la literatura, y que retomará también más tarde en varios otros de sus libros: la escritura en tanto que experiencia de ser extranjero –ciudadano en condición de minoría– en la propia lengua.13 Así, el traslado conceptual queda sellado. Y es sustentado no solo por la arbitrariedad (por la urgencia filosófica), sino también por una carta de Kafka, muy posterior, de 1921, en donde este discute con Max Brod el problema de una supuesta literatura judía. Para que la operación de transformación fuera completa, hacía falta caracterizar esa “lengua judía” que, según la fórmula de Proust, en tanto menor debía ocurrir dentro de una lengua mayor. Es decir, había que hacer hablar a los hablantes de alemán de Praga una lengua distinta, en condición de minoridad lingüística, gramatical, léxica, respecto del alemán estándar. No hizo falta a los franceses emprender este trabajo; ya había sido hecho por Klaus Wagenbach.14

Falso uso de las preposiciones, abuso del reflexivo, elipsis del artículo, limitación del vocabulario: todas pruebas esgrimidas por el berlinés Wagenbach, en su biografía del joven Kafka publicada en 1958 y traducida al francés en 1967, para retratar una patente pobreza del alemán de Praga. En respuesta a esta limitación, los escritores en lengua alemana nacidos en Praga –en buena parte judíos– habían reaccionado, según Wagenbach, por saturación: creando una lengua florida, artificiosa, un “caos de lenguaje” (Wagenbach, 81). Pero Kafka, según su biógrafo, se había alejado de esta tendencia a través de un purismo en la escritura; un regreso dignificante, podemos decir, a la pobreza inicial de la lengua alemana de Praga. El argumento es extenso, consta de documentos más o menos plausibles y ribetes más o menos contradictorios, pero no deja de ser un ejemplo de etnocentrismo en la descripción de una variedad dialectal. Wagenbach reconoce que Kafka nunca tematizó esta supuesta pobreza ni las particularidades regionales como deformación. Un documento –esgrime– parece sin embargo comentar esa condición especial: es esa carta de 1921 enviada a Max Brod que habla sobre una supuesta literatura judía y remite a tres imposibilidades, carta retomada por Deleuze y Guattari en 1975. Esas imposibilidades eran la de no escribir, la de escribir en alemán, la de escribir de otra manera. Pero estos comentarios de Kafka pertenecen a una querella –no eran pocas– con el vienés Karl Kraus sobre lo literario alemán y lo judío (o lo judío-alemán-literario), y puede entenderse al interior de la variedad dialectal (por entonces en disputa, tras la caída del imperio) del alemán que había pertenecido a la esfera austro-húngara.15 Del mismo modo, concernía a la tensión existente dentro de la comunidad de escritores judíos en lengua alemana dentro del doble proceso de asimilación y de reivindicación de la propia identidad que se dio en los primeros años del siglo XX –años de expansión del sionismo–, y que afectaba tanto a un escritor de Praga como de Viena.

Las consideraciones de Kafka sobre las literaturas pequeñas habían sido formuladas, diez años antes, sobre dos lenguas y tradiciones literarias que no eran la suya –el yiddish y el checo–. Para convertir a Kafka en un escritor de una literatura menor, Deleuze y Guattari tuvieron que desligar la descripción de la literatura menor de esas dos lenguas, para luego aplicarla al alemán de Kafka y hacer de su “purismo”, de la “sobriedad”, de la construcción de su estilo en tanto hablante de alemán, la estetización de un origen deficiente. Solo el manto del “mal alemán” permite, así, la puesta en equivalencia entre literatura menor, lengua extranjera en lengua mayor (la literatura según Proust) y la enunciación colectiva (hasta revolucionaria) de una minoría política en un Estado nacional. La empresa del desarme sistemático del sujeto –tema dilecto de lo que se llamó postestructuralismo– se completa así sobre operaciones a costa de la letra de Kafka. “No hay sujeto, no hay sino agenciamientos colectivos de enunciación”, dicen Deleuze y Guattari. La revolución de la lengua menor se convierte luego en revolución colectiva comunitaria. Una inspiración coyuntural (los movimientos de liberación de los años setenta) y una necesidad epistémica (deshacerse del sujeto de la enunciación) han convertido a Kafka a una despersonalización que no fue la suya; la suya fue otra. El drama del abandono del yo y de la conciencia frente al mundo quedaba así obstruido.

LA FALLA DEL SIGLO XX

En 1911, Kafka observaba desde afuera esas literaturas llamadas “pequeñas” y sentía fascinación, pues carecían de inamovibles modelos. En la verticalidad de las grandes, como la alemana a la que él mismo pertenece, el nombre propio de lo clásico era el de Goethe. Qué hacer con la fuerza de semejante arquetipo –leído, comentado, citado en los escritos de Kafka– era preocupación mayor. “Es probable que Goethe detenga mediante el poder de su obra el desarrollo de la lengua alemana” (Diarios, diciembre de 1911). La prosa alemana –advierte– se había alejado de esa figura pero ahora volvía a ella, aunque prestando atención a giros que en Goethe carecían de consistencia, es decir, según Kafka, su época hacía un regreso arbitrario al pasado clásico. Había otros mejores; uno de ellos sería crear una nueva clasicidad de la escritura. La fuerza de lo clásico atraviesa y conforma esta escritura de Kafka en tanto resultado: la ausencia de manierismo, de neologismos, la organización de la frase, las enumeraciones y parataxis cuyo estatuto controlado Kafka abandonará solo con el tiempo. Poco después, hacia la época de redacción de El desaparecido esa fuerza de lo clásico domina la escritura, y el primer párrafo del libro, con su claridad y delicada provocación, lo confirman. Es la misma fuerza que la carta que inicia la correspondencia –son escritos contemporáneos– con su prometida Felice. No pureza ni pobreza, ni velada sintaxis del grito: construcción.

Pertenecer a lo que, desde la perspectiva occidental, es una “gran literatura” no ocurre siempre de la misma manera, y cualquier autor que no viviera en suelo alemán sino austríaco o suizo conocía de limitaciones y sospechas de provincialismo, y se desplazaba a Múnich, a Leipzig o a Berlín para hacer coincidir la lengua clásica con su clásico territorio. Así hizo Kafka también; todos sus libros fueron publicados originalmente en Alemania. El otro rasgo de las literaturas “mayores” es su instantáneo universalismo; quien está en el núcleo de algo dice automáticamente su verdad. La korrektur de Kafka hacia esta idea fue menos en dirección a las literaturas menores que hacia la modificación en las lenguas mayores de la enunciación del universal. No a través de referencias nacionales ni pertenencia nítida y automática a una comunidad, tampoco en la pelea de escuelas literarias ni la discusión política abierta, como en las literaturas pequeñas, ni feliz ignorancia de la fuerza de lo clásico, sino en un acto interno a la tradición occidental. Sin marcas –Praga desaparece pronto de escena– sin lugares comunes, en pos de los espacios literarios más clásicos: el mito, la fábula, la parábola. Lo mismo el tiempo: se convertirá en el de los emperadores que envían misivas, o el de los animales, que no conocen tampoco ninguno. Son formas de la eternidad. Esta detención en el tiempo deja en claro la preeminencia de lo espacial, necesaria para todo grado cero de la percepción. Hemos dicho: si la imagen reina en esta obra es porque, cognitivamente, es primera. Alguien observa –Josef K. a su abogado, Rotpeter a sus captores, Karl Roßmann la ciudad– y un narrador describe una realidad que a todas luces presenta problemas, que no cabe en el sentido común. Los temas detrás son mayores; no por nada la crítica ha tendido toda una red interpretativa alrededor de esta buscada y nunca obtenida objetividad. Porque reafirmar un sujeto (unos sujetos) en los textos de Kafka, más precisamente, unas conciencias que perciben, intentan juzgar, a veces preguntan sobre el sentido, no implica la afirmación de un perspectivismo. No se trata de inseguridades del yo moderno, ni la formación de una interioridad particular; antes bien, la ecuación ha sido invertida. Ni sentimientos ni puntos de vista: lo que se intenta y se ensaya es un orden intelectivo. Ese yo mantiene puesto todo el manto regio de racionalidad, pero constata –una y otra vez– que hay un desacople. El correlacionismo –desde Kant– había establecido la fórmula de la percepción que sirve al conocimiento del mundo; hay un sujeto y un objeto en correlación ineludible, nunca uno sin el otro.16 En caso de que se rompiera esa correlación, si se ignoraba el carácter necesario de las leyes de ese pensamiento sobre el mundo, entonces resultaba inevitable caer en el caos.

Esta la amenaza que sobrevuela toda la obra de Kafka. Soplan vientos fenomenológicos a principios del siglo XX, cuando el correlacionismo volvía a afirmarse en otra de sus versiones, la incipiente fenomenología heredera de Brentano y forjada por Husserl. Kafka los respira y sospecha de la posibilidad de semejante correlación de sujeto-objeto, de lenguaje y mundo, de pensamiento y ser. No por haber puesto en duda la universalidad de la dimensión subjetiva, como sí hicieron otros (Woolf, Proust) sino al poner en juicio –en su múltiple valencia– el mundo mismo, echando mano del acertijo fundante de la ficción moderna: ser realista por lo fictivo, decir la verdad por lo falso. Al menos dos formas cobra este proceder de Kafka en sus relatos. Por medio de un sujeto radicalmente nuevo –transformación de las condiciones de la percepción, como en Gregor Samsa, que de pronto es insecto– o por medio de un objeto radicalmente otro –transformación del mundo circundante, como la llegada a un continente o al pueblo al pie del castillo desconocido–. Estamos en el sistema de la correlación, pero ya un poco marchitado, y la separación entre ambas esferas comienza a ser indiscernible. Hasta el adentro y el afuera –sabemos de las habitaciones particulares que son oficinas, de las ciudades prisiones– quedan anulados como tales en la correlación. “[En la conciencia y en el lenguaje] todo está adentro porque, para poder pensar lo que sea que pensemos, hay que ‘poder tener conciencia de ello’, hay que poder decirlo, y entonces quedamos encerrados en el lenguaje o en una conciencia, sin poder salir de allí. En este sentido [conciencia y lenguaje] no tienen exterior. Pero en otro sentido, están completamente vueltos hacia el exterior, son la ventana misma del mundo: porque tener conciencia es siempre tener conciencia de algo, hablar es necesariamente hablar de algo. Tener conciencia del árbol es tener conciencia del árbol mismo, y no de una idea de árbol, hablar del árbol no es decir una palabra sino hablar de la cosa, a pesar de que conciencia y lenguaje solo encierren el mundo en sí mismos porque, a la inversa, están por completo en él. Estamos en la conciencia o en el lenguaje en una jaula transparente. Todo está afuera, pero es imposible salir”.17

 

La jaula transparente de la correlación quedó puesta en entredicho de diversas formas durante el siglo pasado. Una de ellas –inaugural– es la obra de Kafka. El afuera y el adentro resultan inseparables. Es tanto el mundo de los tribunales, que son interiores y exteriores, como la percepción de la posible culpa, que es interna y se proyecta; es tanto la visión del insecto como el mundo familiar trastocado por su presencia; es tanto la juventud de Roßmann como el fordismo de América bajo la lente de aumento de la hipérbole y la ficción. Por esta falla que, hemos dicho, subyace a la geografía de Kafka, aparecen temblores. Contra lo racional de un sujeto, el mundo circundante queda bajo comienzo radical; contra la evidencia de un mundo dado, la duda radical de quien lo habita. Acabar con lo individual por mor de una colectivización política de Kafka, como hacen Deleuze y Guattari, obstruye este entramado entre percepción, razón y objetividad construido a partir de una prosa de fuerza clásica: quieta, límpida, resonante. Más adelante, cuando la obra de Kafka pase por su etapa aforística, con ciertos visos metafísicos, la antigua sobriedad de su escritura tendrá una reformulación, como ocurre en la breve pieza “En la galería” de Un médico rural, pero que ya era visible en sus cartas, en sus diarios, todo ese despliegue casi retórico de la lengua alemana.

El universal del siglo XIX, que había consagrado una perspectiva, la racional-europea, como la única válida, empieza a caducar y se levanta ahora, a principios del XX, el otro, el tan conocido para nosotros: el universal de la falla. Aunque también este tiene su fecha de vencimiento próximo, sigue estando vigente, al igual que Kafka, que lo señaló con su dedo objetivo. La ley, el poder, las estructuras sociales burocráticas, la soledad: todo un catálogo de escenarios que ponen en juego, hacen visible (por imágenes, precisamente) la falla en el ida y vuelta entre percepción y fenómeno, entre pensamiento y mundo. No hay lógica, no alcanza el juicio para entender lo que hay. La clave en Kafka –el truco– está en hacerla visible ahí donde la falla se hace más dolorosa: donde debiera haber una trascendencia, como en la idea de lo justo de la ley o del orden social del progreso. La comprensión (o intelección) está en discreto derrumbe: llegamos, pero la sala está a oscuras, hay niebla y el castillo resulta indiscernible, la casa tiene un pasillo pero las velas escasean o abundan las corrientes de aire. No hay nadie, pero de pronto vemos a alguien. Pareciera que todo marcha, que hay tiempo y hay vida humana, pero en verdad el devenir está quieto. Entonces los personajes se precipitan en especulaciones y largos diálogos sobre las posibilidades del futuro, de la interpretación, de lo que se ve.

Para salir de este callejón –y es lo que reclaman tantos personajes de Kafka, como Rotpeter en “Informe para una academia”: quiero solo una salida, no la libertad– no hay fórmula alguna, y ese es el sabor de fracaso que empapa estas ficciones. Si el K. de El castillo abandona la posada, es para encontrarse en el afuera inhabitable de la nieve. Y puesto que en estos espacios cosmogónicos no hay tiempo, tampoco las novelas pueden terminar. El inicio radical de estos relatos ha instalado una nueva temporalidad que, a su vez, es estática. Si el tiempo es uno y el mismo del principio al fin, entonces no habrá cambio alguno. Los pasados se pierden en las antigüedades indeterminadas de las fábulas y los cuentos tradicionales. Tras una transformación que ha ocurrido antes, fuera de escena, tras la llegada a un territorio desconocido, ocurre un comienzo radical. Este inicio –ser nuevo en América, ser nuevo al pie del castillo, ser insecto, ser mono, ser arrestado– da lugar, más que a un tiempo, a una nueva espacialidad. La jaula transparente de la correlación muestra así sus ángulos, aunque no su solución. En la actualidad, tras cien años de esta descripción de la falla, es posible imaginar que la realidad misma, sin nosotros, sin que nadie la vea ni la entienda ni la nombre con necesidad, se mantendrá en pie y tendrá su verdad.

¿Hay entonces un más allá de la falla, un camino fuera de la vieja correlación dramatizada por la obra de Kafka? El siglo XXI se sumerge en la posibilidad de la contingencia de las leyes del pensamiento y piensa en la multiplicación de los mundos, en estabilidades pasajeras, en una sin-razón que ni siquiera será el caos. Para ello imagina múltiples y se codea con un nuevo universal de la física y los universos posibles. Cree haber salido de la jaula, aunque el orden del mundo, el conocido, el temiblemente estable de los seres humanos, lo niegue día a día. Kafka, en sus secas elucubraciones, había habilitado la dialéctica y la paradoja, pero seguía aferrándose al principio de razón. Debía haber una razón para el poder del castillo, para la arbitrariedad de los tribunales, para el sistema del supuesto progreso americano. ¿Qué pasaría si dijéramos lo contrario? Kafka sería entonces una muestra del pasado, y su prosa, al fin, un clásico.

MARIANA DIMÓPULOS

Buenos Aires, octubre de 2020

1 Por parte de su madre, Julie Löwy, Kafka perteneció a una familia de estudiosos de la tradición judía, reconocidos por la comunidad. Hermann Kafka, el famoso padre, provenía de una familia de pocos recursos y había debido trabajar desde muy joven. El alemán era en casa de la familia la lengua de comunicación habitual; el checo era hablado por quienes se encargaban del trabajo doméstico. Respecto de las lenguas habladas por Kafka, cabe destacar que estudió hebreo con bastante intensidad hacia el final de su vida, a la par de su interés creciente por Palestina. Qué lengua era propia de Kafka y cuántas otras tuvo está en el centro de la discusión de su pertenencia “nacional” o minoritaria. Para una discusión detallada desde una perspectiva actual, ver Marek Nekula, Franz Kafka and His Prague Context, Praga, Karolinum Press (Charles University in Prague), 2016.

2 Aunque pudiera entenderse como un acto involuntario (hay varios errores de realismo en esta obra), la crítica considera esta referencia a la espada como algo intencional, basándose para esto en una oración tachada en el manuscrito de “El fogonero”, donde se lee: “Él [Karl] levantó la vista hacia allí [la estatua de la Libertad] y descartó lo que había aprendido sobre ella”. Ver Manfred Engel y Bernd Auerochs (eds.), Kafka-Handbuch. Leben-Werk-Wirkung, Stuttgart, Metzler, 2010, p. 184. Recuérdese que Kafka basaba su conocimiento de América en libros y alguna conferencia oída en Praga, puesto que nunca abandonó el continente europeo.

3 Kafka se mantuvo positiva y esforzadamente a distancia de la doctrina psicoanalítica, que conoció menos por leer a Freud que a discípulos y comentaristas, a través de artículos en diarios y revistas. Todo lo psicoanalítico, juzga en una carta a Brod de noviembre de 1917, nos “satisface sorprendentemente en el primer instante, pero poco después volvemos a sentir el mismo hambre de siempre”.

4 Ehrenfels es considerado el originador de la teoría gestáltica y Anton Marty el más estrecho discípulo de Franz Brentano. En la crítica sobre la obra de Kafka, no faltan intentos de vincularlo a las teorías de los brentanitas, un círculo de seguidores de las doctrinas de Franz Brentano, entre los que se contaban su amigo de la juventud Hugo Bergmann y de cuyo círculo, aunque irregularmente, Kafka participó alguna vez. De todas formas, hay que insistir en que su posición nunca fue teórica ni le interesó la filosofía como disciplina ni conocimiento formal.