El desaparecido

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Afortunadamente quedó en evidencia en esta ocasión que el fogonero era un hombre de mundo. Con ejemplar calma y de un solo movimiento tomó de su maletita un manojo de papeles y un cuaderno, se dirigió con toda naturalidad hacia el capitán, ignorando por completo al jefe de caja, y desplegó sus pruebas materiales sobre el alféizar. Al jefe de caja no le quedó más opción que acercarse por su cuenta.

–Este hombre es un conocido pleitista –dijo a modo de explicación–, está más tiempo junto a la caja que en la sala de máquinas. Ha hecho desesperar a Schubal, que es una persona de lo más tranquila. ¡Escúcheme! –se volvió hacia el fogonero–. Está usted llevando su impertinencia un poco demasiado lejos. ¿Cuántas veces fue expulsado ya de las salas de cobro, como bien se merecía por sus exigencias siempre injustificadas, sin excepción alguna? ¿Cuántas veces se vino corriendo desde allí a la caja central? ¿Cuántas veces le hemos dicho por las buenas que Schubal es su inmediato superior y por tanto el único con el que debe arreglarse como su subordinado? ¡Y ahora viene incluso aquí, cuando se encuentra presente el señor capitán, sin avergonzarse siquiera por molestarlo a él, atreviéndose incluso a traer con usted, a modo de portavoz iniciado en sus acusaciones disparatadas, a este muchacho que veo por primera vez en este barco!

Karl hizo un gran esfuerzo por no dar un salto hacia adelante. Pero ya intervenía el capitán, diciendo:

–Escuchemos de una vez al hombre. Schubal se ha vuelto demasiado independiente con el tiempo, con lo que no pretendo haber dicho nada en su favor.

Esto último aludía al fogonero, resultaba natural que no pudiera ponerse de inmediato de su lado, pero todo parecía estar encaminado. El fogonero empezó con sus explicaciones y se esforzó desde el principio por tratar a Schubal de “señor”. Qué alegría sintió Karl junto al escritorio vacío del jefe de caja, donde de puro contento se puso a apretar una y otra vez una balanza para cartas. El señor Schubal era injusto. El señor Schubal favorecía a los extranjeros. El señor Schubal había expulsado al fogonero de la sala de máquinas y le había hecho limpiar los retretes, cosa que sin duda no era tarea para un fogonero. En un momento hasta se puso en duda la capacidad del señor Schubal, capacidad que al parecer era más aparente que real. Karl clavó los ojos en el capitán, con confianza, como si fuera su colega, solo para que este no se dejara influenciar en desmedro del fogonero por su forma un poco torpe de expresarse. De todos modos no sacaron nada en limpio de las muchas palabras y, aunque el capitán seguía con la mirada perdida, teniendo en vista solo la decisión de por esta vez escuchar al fogonero hasta el final, los otros señores empezaron a perder la paciencia y al poco tiempo la voz del fogonero ya no reinaba sola en la habitación, lo que despertaba ciertos temores. El caballero de civil fue el primero en poner en movimiento su bastón de bambú para golpear, aunque despacio, sobre el parqué. Los otros caballeros seguían alzando la vista de vez en cuando, pero los señores de la administración portuaria, con evidente prisa, volvieron a tomar las actas y empezaron a revisarlas, aunque algo distraídos aún, el oficial de navío se acercó otra vez a la mesa y el jefe de caja, creyendo haber ganado la partida, lanzó un suspiro cargado de ironía. Solo el criado parecía a resguardo de la incipiente distracción generalizada, por participar en parte de las penurias del pobre hombre puesto allí entre esos grandes señores, y asentía con seriedad en dirección a Karl, como queriendo explicarle con eso alguna cosa.

Entretanto, la vida del puerto seguía transcurriendo frente a las ventanas: pasó un barco de carga chato con una montaña de barriles, que debían estar maravillosamente acomodados para no salir rodando, y dejó la habitación casi a oscuras; pequeñas barcas a motor, que de haber tenido tiempo Karl se habría puesto a observar en detalle, pasaban con un zumbido en línea recta, siguiendo los movimientos espasmódicos de las manos de hombres erguidos ante sus timones. Aquí y allá aparecían de pronto curiosos objetos flotantes en el agua intranquila, pero que enseguida quedaban cubiertos otra vez y se hundían ante la mirada absorta; gracias a la ardua labor de los marineros junto a los remos, los botes pertenecientes a los vapores transoceánicos avanzaban llenos de pasajeros, que iban inmóviles y expectantes tal como los habían apretujado allí dentro, aunque algunos no podían evitar girar la cabeza hacia los escenarios cambiantes. Un movimiento sin fin, una inquietud que se transmitía del intranquilo elemento a las personas desamparadas y sus obras.

Todo reclamaba rapidez, claridad, una descripción bien precisa: ¿y qué hacía el fogonero? Hablaba frenéticamente, hacía tiempo que sus manos temblorosas ya no podían sostener los papeles sobre el alféizar de la ventana; se le ocurrían todo tipo de quejas sobre Schubal, cada una de las cuales hubiera bastado en su opinión para enterrar a ese Schubal por completo, pero lo que lograba mostrar al capitán era solo un triste remolino caótico de todas juntas. El caballero del bastón de bambú hacía rato que había empezado a silbar débilmente en dirección al techo, los señores de la administración portuaria retenían al oficial en su mesa y no daban señales de querer soltarlo nunca más, era evidente que el jefe de caja se abstenía de intervenir como hubiese querido solo por la calma que mostraba el capitán. El auxiliar, en posición de firme, esperaba a cada momento una orden del capitán referida al fogonero.

Karl no pudo seguir inactivo. Se acercó al grupo despacio, pero pensando con la mayor velocidad cómo abordar el asunto de la manera más hábil posible. Ya iba siendo tiempo, solo un ratito más y volarían de esa oficina. El capitán era tal vez un buen hombre y tenía ahora, según le pareció a Karl, algún motivo especial para mostrarse como un patrón justo, pero a fin de cuentas no se trataba de un instrumento que se pudiera usar hasta gastarlo, que era lo que estaba haciendo el fogonero guiado por la infinita indignación que llevaba adentro.

Karl dijo entonces al fogonero:

–Tiene que contarlo de manera más simple y clara, porque así como lo está haciendo ahora, el señor capitán no puede apreciarlo. ¿O conoce él a todos los maquinistas y auxiliares por su apellido o incluso por su nombre de pila como para poder saber de inmediato de quiénes le está hablando solo porque usted los menciona? Organice sus quejas, diga la más importante primero y las otras en orden decreciente, tal vez entonces no sea necesario ni mencionar la mayoría. ¡A mí me lo ha contado con tanta claridad!

Si en Estados Unidos se podían robar maletas, también se podía mentir un poco, pensó a modo de disculpa.

¡Si tan solo hubiera ayudado! ¿No era ya demasiado tarde? El fogonero se interrumpió de inmediato tras oír la voz conocida, pero sus ojos, inundados por las lágrimas de la honra viril mancillada, los recuerdos horribles y el extremo desamparo actual, ya ni siquiera podían reconocer bien a Karl. ¿Cómo iba a cambiar –se dio cuenta de pronto Karl, en silencio, frente al que había callado–, cómo iba a cambiar de repente su discurso si le parecía que ya había expuesto todo lo que había para decir sin recibir el menor reconocimiento, al tiempo que sentía que no había dicho nada y no podía exigir a estos señores que volvieran a escucharlo todo? Y justo en un momento así aparecía Karl, su único partidario, con la intención de darle buenos consejos, pero mostrándole en cambio que todo, todo estaba perdido.

“Si me hubiera acercado antes, en lugar de mirar desde la ventana”, se dijo Karl, bajando la vista frente al fogonero y golpeándose con las manos las costuras del pantalón como signo de que era el fin de toda esperanza.

Pero el fogonero malinterpretó esto, sospechando seguramente que Karl se hacía algún reproche oculto a sí mismo y, con la buena intención de disuadirlo, empezó como coronación de sus acciones a pelearse con Karl justo en el momento en que los hombres junto a la mesa redonda hacía rato que estaban indignados por el ruido inútil que los molestaba en su importante trabajo, en que el jefe de caja empezaba lentamente a considerar inentendible la paciencia del capitán y se inclinaba por estallar de inmediato, en que el auxiliar, de nuevo volcado por completo hacia la esfera de los señores, medía al fogonero con miradas furibundas y en que el caballero del bastón de bambú, a quien el capitán le echaba de cuando en cuando una mirada amable y que estaba harto del fogonero y hasta asqueado de él, sacó un pequeño anotador y, ocupado a todas luces en cuestiones completamente diferentes, hacía oscilar la mirada entre el anotador y Karl.

–Ya lo sé, ya lo sé –dijo Karl, al que ahora le costaba defenderse de la chorrera de palabras que le dirigió el fogonero, que igual le reservaba una sonrisa amistosa en medio de toda la disputa–. Usted tiene razón, tiene razón, nunca lo dudé.

Por miedo a que le pegase, le hubiera gustado agarrarle las manos gesticuladoras, aunque más ganas tenía de llevárselo a un rincón y susurrarle un par de palabras apaciguadoras que nadie más tuviera que oír. Pero el fogonero había perdido el control sobre sí mismo. Karl empezó incluso a sentir una especie de alivio ante la idea de que, llegado el caso, el fogonero podría someter a los siete hombres presentes con la fuerza de su desesperación, aunque sobre el escritorio, como le mostró una mirada en esa dirección, había un complemento con muchos, demasiados botones de la línea eléctrica: una mano que los oprimiera podía hacer que se rebelara el barco entero, con todos sus pasillos llenos de personas hostiles.

En ese momento, el hombre del bastón de bambú, por lo demás tan desinteresado, se acercó a Karl y le preguntó, en tono no muy alto, aunque claramente por encima del griterío del fogonero:

 

–¿Cómo se llama usted?

Como si alguien hubiera estado esperando ese comentario al otro lado, tocaron a la puerta. El auxiliar miró al capitán, que asintió. Acto seguido, el auxiliar se dirigió a la puerta y abrió. Afuera apareció un hombre de contextura mediana cubierto por una vieja chaqueta de corte imperial, no apto por su aspecto para el trabajo con las máquinas pero que sin embargo era… Schubal. Si Karl no lo hubiera reconocido en los ojos de todos los presentes, que expresaron un cierto alivio, del que ni siquiera el capitán estaba exento, lo habría tenido que notar, asustado, en el fogonero mismo, que cerró los puños en los extremos de sus rígidos brazos como si esos puños fueran lo más importante y estuviera dispuesto a sacrificar por ellos todo lo que tenía en la vida. Allí se concentraba ahora toda su fuerza, hasta la que lo mantenía erguido.

De modo que ahí estaba el enemigo, alegre y contento en su traje de domingo, un libro de contabilidad bajo el brazo, probablemente con el detalle de los sueldos y los permisos de trabajo del fogonero, y que ahora miraba a uno por uno a los ojos, admitiendo abiertamente que lo primero que quería comprobar era el estado de ánimo de cada uno de los presentes. Los siete ya eran sus amigos, porque si bien antes el capitán había tenido o quizá solo fingido tener ciertas objeciones contra él, después del disgusto que le había causado el fogonero no parecía albergar la menor queja respecto a Schubal. No había severidad que alcanzara contra un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era que con el correr del tiempo no hubiera podido quebrar la resistencia del fogonero, de modo tal que este se había atrevido hoy a aparecer frente al capitán.

Ahora bien, se hubiera podido suponer tal vez que la confrontación del fogonero con Schubal no dejaría de provocar ante los hombres el mismo efecto que ante un fuero superior, puesto que si bien Schubal era bueno simulando, no tenía por qué poder sostenerlo hasta el final. Un breve chispazo de su maldad debía bastar para tornarla visible a los señores, de eso ya se ocuparía Karl. A fin de cuentas conocía superficialmente la sagacidad, las debilidades, los humores de cada uno de los señores, y desde este punto de vista no había sido tiempo perdido el que había pasado allí hasta el momento. Si al menos el fogonero hubiera estado en mejores condiciones, pero parecía completamente incapaz de seguir luchando. Si le hubieran puesto a Schubal enfrente, le habría abierto su odiado cráneo a golpes de puño como si fuera una nuez de cáscara fina. Pero no estaba en condiciones ni de dar el par de pasos hasta él. ¿Por qué Karl no había previsto lo que era tan fácil de prever, es decir que Schubal finalmente vendría, si no por propia voluntad, entonces convocado por el capitán? ¿Por qué no había convenido con el fogonero en su camino hacia aquí un plan de guerra preciso, en lugar de, como habían hecho en realidad, meterse de manera atrozmente improvisada en donde encontraron una puerta? ¿Estaba el fogonero en condiciones de seguir hablando, de decir sí y no, como sería necesario en el interrogatorio que en el mejor de los casos tendría lugar de manera inminente? Parado ahí, las piernas bien separadas, las rodillas inseguras, la cabeza un poco para arriba, el aire corría por su boca abierta como si adentro ya no hubiera pulmones que lo procesaran.

Karl, en todo caso, se sentía con tanta fuerza y en sus cabales como tal vez no lo había estado nunca en su país. ¡Si hubieran podido verlo sus padres, luchando por una buena causa en un país extranjero frente a personalidades destacadas y completamente preparado, si bien no había logrado aún la victoria, para la batalla final! ¿Hubieran revisado la opinión que tenían de él? ¿Lo hubieran sentado entre ellos y lo hubieran elogiado? ¿Lo hubieran mirado por una vez, por una sola vez, a esos ojos que estaban consagrados a ellos? ¡Preguntas problemáticas y el momento menos indicado para hacérselas!

–Vengo porque creo que el fogonero me acusa de algunas deshonestidades. Una muchacha de la cocina me dijo que lo vio camino aquí. Señor capitán, y todos ustedes, caballeros, estoy dispuesto a refutar cada acusación en base a mis documentos, en caso necesario por medio de declaraciones de testigos imparciales y libres de influencias que están al otro lado de la puerta.

Así habló Schubal. Ese era sin duda el discurso claro de un hombre y, por el cambio en la cara de los oyentes, se podría haber creído que por primera vez en mucho tiempo habían vuelto a escuchar sonidos humanos. A todas luces no se daban cuenta de que incluso ese bello discurso presentaba huecos. ¿Por qué la primera palabra objetiva que se le había ocurrido había sido “deshonestidades”? ¿Debería haber empezado por ahí la acusación, en lugar de por sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino a la oficina, ¿y Schubal había entendido todo de inmediato? ¿Sería el sentimiento de culpa lo que agudizaba su discernimiento? ¿Y ya se había traído testigos y hasta los calificaba de imparciales y libres de influencias? Canalladas, nada más que canalladas, ¿y los señores toleraban esto y hasta lo reconocían como un comportamiento correcto? ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo entre el anuncio de la muchacha de la cocina y su llegada a este lugar si no había sido con el objetivo de que el fogonero adormeciera de tal modo a los señores que estos perdiesen paulatinamente su claridad de juicio, que era a lo que más debía temerle Schubal? ¿No había golpeado, seguro que tras quedarse largo rato detrás de la puerta, solo en el momento en el que, como consecuencia de la pregunta sin importancia de aquel caballero, podía guardar esperanza de que el fogonero estuviera acabado?

Todo estaba claro y así lo dejaba ver Schubal de manera involuntaria, pero a los señores había que mostrárselo de forma diferente, más tangible. Necesitaban que los sacudieran. Así que, Karl, ¡rápido!, aprovecha el tiempo antes de que aparezcan los testigos y lo inunden todo.

Pero justo en ese momento el capitán frenó a Schubal con un ademán y este, viendo que su asunto parecía haberse pospuesto por un instante, dio un paso al costado y juntándose con el auxiliar, que de inmediato se le puso al lado, empezaron un diálogo no exento de miradas de soslayo hacia Karl y el fogonero, así como de gestos de lo más convencidos. Schubal parecía estar preparando de este modo su próxima intervención.

–¿No quería preguntarle algo al jovencito, señor Jakob? –dijo el capitán, en medio del silencio generalizado, al caballero del bastoncito de bambú.

–Así es –dijo este, agradeciendo la deferencia con una leve inclinación, y volvió a preguntarle a Karl–: ¿Cómo se llama usted?

Karl, que creía favorable a la causa principal que este episodio con el obstinado interrogador quedara resuelto pronto, respondió brevemente, sin presentar su pasaporte, como era su costumbre, pues primero tendría que haberlo buscado:

–Karl Roßmann.

–Pero… –dijo el que habían tratado de Jacob y dio primero un paso atrás con una sonrisa casi incrédula.

También el capitán, el jefe de caja, el oficial del navío, incluso el auxiliar mostraron un asombro desmesurado por el apellido de Karl. Solo los señores de la administración del puerto y Schubal permanecieron indiferentes.

–Pero… –repitió el señor Jacob, acercándose a Karl con pasos algo rígidos–, entonces yo soy tu tío Jacob y tú eres mi querido sobrino. ¡Lo estuve sospechando todo este tiempo! –le dijo al capitán, antes de abrazar y besar a Karl, que dejó que todo ocurriera sin decir palabra.

–¿Cómo se llama usted? –preguntó Karl, tras sentirse liberado, con mucha amabilidad pero totalmente inconmovible, esforzándose por prever las consecuencias que podría tener este nuevo acontecimiento para el fogonero, porque nada indicaba por el momento que Schubal pudiera sacar provecho de esto.

–Dése cuenta de su suerte, joven –dijo el capitán, creyendo que la pregunta de Karl hería el honor del señor Jacob, quien se había vuelto hacia la ventana, a todas luces para no tener que mostrar a los otros su cara conmocionada, que además pasó a retocarse con un pañuelo–. El que se ha dado a conocer como su tío es el consejero de Estado Edward Jakob. A partir de ahora le espera, contra todas sus expectativas, una carrera brillante. Trate de comprenderlo lo mejor que pueda en este primer momento y compórtese.

–Es cierto que tengo un tío Jakob en Estados Unidos –dijo Karl dirigiéndose al capitán–, pero si entendí bien, Jakob es solo el apellido del señor consejero de Estado.

–Así es –dijo el capitán, expectante.

–Bueno, mi tío Jakob, que es el hermano de mi madre, lleva de nombre de pila Jakob, mientras que su apellido debería ser naturalmente el mismo que el de mi madre, que de soltera era Bendelmayer.

–¡Señores! –exclamó el consejero de Estado en referencia a la aclaración de Karl, volviendo de buen talante de su pausa de recuperación junto a la ventana.

Todos, con excepción de los funcionarios del puerto, estallaron en una risotada, algunos como conmovidos, otros de manera inescrutable.

“Lo que dije no fue para nada tan ridículo”, pensó Karl.

–¡Señores! –repitió el consejero de Estado–. Están participando contra mi voluntad, y contra la de ustedes, de una pequeña escena familiar y por eso no puedo evitar darles una explicación, ya que, según creo, solo el capitán –esta mención tuvo como consecuencia una reverencia mutua– se encuentra completamente informado.

“Ahora sí que tengo que prestar atención a cada palabra”, se dijo Karl, y mirando de costado se alegró de que la vida empezara a volver al cuerpo del fogonero.

–En todos los años de mi estadía en Estados Unidos (la palabra estadía no es la apropiada para el ciudadano estadounidense que soy de todo corazón), en todos los largos años que llevo viviendo aquí he estado completamente distanciado de mis parientes europeos por razones sobre las que, en primer lugar, no corresponde abundar en este contexto y, en segundo, me llevaría realmente demasiado tiempo relatar. Siento incluso temor por el momento en que tal vez me vea precisado a contárselo a mi querido sobrino, ya que lamentablemente no se podrá evitar hablar con franqueza sobre sus padres y sus allegados.

“Es mi tío, sin lugar a dudas –se dijo Karl y siguió escuchando con atención–. Probablemente se haya hecho cambiar el apellido”.

–Mi querido sobrino ha sido apartado por sus padres (llamemos a las cosas por su nombre) tal como se arroja un gato a la calle cuando molesta. No quiero en absoluto encubrir lo que ha hecho para ser castigado de este modo (encubrir no es muy de estadounidense), pero su falta es de un tipo que solo nombrarla ya comporta suficiente disculpa.

“Eso suena bien –pensó Karl–, pero no quiero que cuente todo. Además, no puede saber. ¿De dónde? Pero vamos a ver, seguro que sabe todo”.

–Él fue –prosiguió el tío, apoyándose con ligeras inclinaciones en el bastón de bambú clavado frente a él, con lo que efectivamente lograba quitarle al asunto una parte de la solemnidad innecesaria que de lo contrario seguro que hubiera tenido–, él fue seducido por una criada, Johanna Brummer, una persona de unos treinta y cinco años. Con la palabra seducir no busco para nada ofender a mi sobrino, pero resulta difícil encontrar otra que se ajuste de manera tan apropiada.

Karl, que ya se había acercado bastante al tío, se dio vuelta con el fin de colegir de las caras de los presentes la impresión que había causado el relato. Ninguno se reía, todos escuchaban con paciencia y seriedad. A fin de cuentas uno no se ríe del sobrino de un consejero de Estado en la primera oportunidad que se le presenta. Más bien se podría haber dicho que el fogonero le sonreía a Karl, aunque bien poquito, lo que en primer lugar resultaba regocijante como nueva señal de vida y en segundo lugar era perdonable, ya que en el camarote Karl había querido hacer un secreto especial de esta cuestión ahora pública.

–Esta Brummer –prosiguió el tío– tuvo un hijo de mi sobrino, un niño sano, al que bautizaron Jakob, sin duda en memoria a mi modesta persona, que, incluso en las menciones seguramente muy marginales que le hiciera mi sobrino, debe haber causado una profunda impresión en la muchacha. Afortunadamente, creo yo. Ya que los padres, con el fin de evitar el pago de la manutención o el escándalo que llegaría hasta ellos mismos (no conozco, me veo en la obligación de insistir, ni las leyes de allí ni las otras circunstancias de los padres, solo he tenido noticia en épocas pasadas de dos cartas suyas pidiendo dinero, que dejé sin contestar pero que guardé y que conforman mi único y unilateral vínculo epistolar con ellos en todo este tiempo); ya que, para evitarse la manutención y el escándalo, embarcaron a su hijo, mi querido sobrino, hacia Estados Unidos, con un equipaje irresponsablemente deficiente, como se ve, el joven, librado a su propio destino, y dejando a un lado las señales y los prodigios que aún existen en Estados Unidos, probablemente se habría malogrado en algún callejón del puerto si aquella criada, en una carta dirigida a mí, de la que tras una larga odisea tomé posesión anteayer, no me hubiera comunicado toda la historia, junto a una descripción de la persona de mi sobrino y agregando, inteligentemente, la mención del nombre del barco. Si mi objetivo fuera entretenerlos, señores, podría leerles algunos pasajes de esta carta –sacó de su bolsillo y agitó en el aire dos enormes pliegos de letra apretada–. Seguro que tendrían su efecto, porque fue escrita con una astucia, si bien algo simplona, siempre bienintencionada, y con mucho amor por el padre de su hijo. Pero ni quiero seguir entreteniéndolos con más que lo necesario para aclarar el asunto ni tampoco quiero tal vez herir, ya en su bienvenida, los sentimientos que probablemente aún albergue mi sobrino, que si quiere podrá leer la carta para su información en la tranquilidad de la habitación que ya lo está aguardando.

 

Karl no albergaba sin embargo ningún sentimiento por aquella muchacha. En el amontonamiento de un pasado cada vez más repelido, la veía sentada junto al armario de cocina con el codo apoyado en su placa superior, mirándolo entrar y salir cuando buscaba un vaso con agua para su padre o cumplía con un encargo de su madre. En esa compleja posición de lado junto al armario de cocina escribía a veces cartas, inspirándose en la cara de Karl. A veces se tapaba los ojos con la mano y entonces no le llegaba nada de lo que se le dijera. A veces se arrodillaba en su estrecha piecita junto a la cocina y le rezaba a una cruz de madera, entonces Karl al pasar la observaba temeroso a través del resquicio de la puerta un poco entornada. A veces, cuando Karl se le cruzaba en su camino, corría por la cocina y retrocedía sobresaltada y riendo como una bruja. A veces cerraba la puerta de la cocina cuando Karl había entrado en ella y mantenía aferrado el picaporte hasta que Karl pedía salir. A veces sacaba cosas que él ni le había pedido y se las entregaba en las manos sin decir palabra. Y una vez le dijo “¡Karl!” y aprovechó el asombro del muchacho por ese tratamiento para llevárselo entre suspiros y muecas a su pequeña habitación y cerrarla con llave. Se le echó al cuello, acogotándolo, y mientras le pedía que la desvistiera, era ella la que lo desnudaba a él y lo acostaba en su cama, como si a partir de ahora no quisiera entregárselo a nadie sino acariciarlo y cuidarlo hasta el fin del mundo. “¡Karl, ay, tú, mi Karl!”, exclamaba, como si al verlo confirmara su posesión, en tanto que él no veía nada y se sentía incómodo entre las varias mantas calurosas que ella parecía haber apilado expresamente para él. Luego se echó a su lado y quiso que le contara algún secreto, pero como no supo qué decirle ella se enojó, en broma o en serio, lo sacudió, le escuchó el corazón, le ofreció su pecho para que también él escuchara, algo de lo que no pudo convencer a Karl, apretó su panza desnuda contra el cuerpo de él, buscó con la mano entre sus piernas –tan repugnantemente que Karl alzó la cabeza y el cuello de la almohada–, lo empujó algunas veces con su panza, a él le pareció como que ella era una parte suya y tal vez por esa razón lo invadió un desamparo espantoso. Llorando llegó al fin a su cama, después de que ella le pidiera varias veces reencontrarse. Eso había sido todo y aun así el tío supo cómo convertirlo en una gran historia. Y la cocinera había pensado también en él y le había avisado al tío sobre su llegada. Bien hecho por parte de ella, ya sabría cómo retribuírselo.

–Y ahora –exclamó el senador– quiero que me digas con franqueza si soy o no soy tu tío.

–Eres mi tío –dijo Karl, le besó la mano y recibió un beso en la frente–. Estoy muy contento de haberte encontrado, pero te equivocas si crees que mis padres solo hablan mal de ti. Más allá de eso, tu discurso contenía algunos errores, quiero decir que en realidad no todo sucedió de esa manera. Pero lo cierto es que desde aquí no puedes juzgar tan bien las cosas y además no creo que genere especiales inconvenientes que los señores hayan quedado un poco mal informados en los detalles de un asunto que no puede importarles mucho.

–Bien dicho –dijo el senador, lo llevó ante el capitán, que estaba visiblemente interesado, y agregó–: ¿No tengo un sobrino magnífico?

–Estoy feliz de haber conocido a su sobrino, señor senador –dijo el capitán con una reverencia como solo logran personas con adiestramiento militar–. Es un honor especial para mi barco haber podido servir de lugar para un encuentro de este tipo. Pero el viaje en la entrecubierta debe haber sido muy malo, quién puede saber qué personas van ahí. Una vez, por ejemplo, viajó en la entrecubierta el primogénito del mayor magnate húngaro, ya he olvidado el nombre y la razón del viaje. Llegó a mi conocimiento mucho más tarde. Hacemos todo lo posible por aliviarle el viaje a la gente de entrecubierta, mucho más por ejemplo que las empresas estadounidenses, pero de todos modos aún no hemos logrado que un viaje de ese tipo resulte placentero.

–No me ha molestado –dijo Karl.

–¡No le ha molestado! –repitió el senador con una carcajada.

–Solo temo que mi maleta se haya…

Y al decir esto recordó todo lo que había ocurrido y lo que quedaba por hacer, miró en derredor y vio a todos los presentes mudos de respeto y asombro en sus lugares anteriores, los ojos vueltos hacia él. Solo a los funcionarios del puerto se les veía, hasta donde eran accesibles sus caras severas y autocomplacientes, el pesar por haber llegado en un momento tan inoportuno, y los relojes de bolsillo que ahora había depositado delante suyo seguramente les resultaban más importantes que todo lo que sucedía en la habitación y lo que tal vez pudiera suceder.

El primero que le expresó su simpatía después del capitán fue curiosamente el fogonero.

–Lo felicito de todo corazón –dijo dándole un apretón de manos, con lo que quiso manifestar también algo así como reconocimiento.

Al querer dirigirse con las mismas palabras hacia el senador, este dio un paso atrás, como si el fogonero estuviera excediéndose en sus derechos; el fogonero desistió de inmediato.

Los otros entendieron ahora lo que había que hacer y enseguida crearon una confusión alrededor de Karl y el senador. A tal punto que Karl recibió una felicitación hasta de Schubal, la aceptó y la agradeció. Los últimos en acercarse, cuando ya había vuelto la tranquilidad, fueron los funcionarios del puerto para decir dos palabras en inglés, provocando una impresión ridícula.

El senador, a fin de saborear el placer a fondo, se mostró con ánimo de recordarse a sí mismo y a los otros cuestiones secundarias, cosa que los presentes no solo toleraron, sino que naturalmente aceptaron con interés. Contó en ese sentido que se había anotado en su libreta las señas particulares más sobresalientes de Karl que se mencionaban en la carta de la cocinera para el caso de que fuera necesario utilizarlas en este momento. Durante la insufrible cháchara del fogonero, y con ningún objeto más que el de distraerse, había sacado su libreta e intentado jugar a poner en relación las observaciones de la cocinera, no precisamente correctas en términos detectivescos, con la figura de Karl.