Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 923

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—No son sueños de amor. Sólo pienso porque no puedo dormir. Ya sé que se casará con Shirley.

Con el retorno del silencio, con la tregua del carillón y la retirada de su pequeño protegido desconocido y sin domesticar, Caroline reanudó una vez más el sueño, cercano a la visión, escuchándolo, conversando con él. Por fin se difuminó; a medida que se acercaba la aurora, las estrellas a punto de ponerse y el día a punto de nacer oscurecieron la creación de la fantasía; los trinos de los pájaros despertaron para acallar sus susurros. La historia llena de pasión y de inquietud se convirtió en un vago murmullo llevado por el viento matinal. La forma que, vista a la luz de la luna, vivía, tenía pulso y movimiento, el brillo de la salud y la frescura de la juventud, se volvió fría y de un gris espectral bajo el color rojo del sol naciente. Por fin Caroline se quedó sola; se arrastró hasta la cama, helada y triste.

CAPÍTULO XIV

SHIRLEY TRATA DE SALVARSE POR SUS BUENAS OBRAS

«Por supuesto, sé que se casará con Shirley», fueron sus primeras palabras cuando se levantó por la mañana. «Y debe casarse con ella: ella puede ayudarlo», añadió con firmeza. «Pero a mí me olvidarán cuando estén casados», fue el cruel pensamiento que siguió. «¡Oh, me olvidarán completamente! ¿Y qué haré, qué haré yo cuando me arrebaten a Robert? ¿Adónde iré? ¡Mi Robert! Ojalá pudiera llamarlo mío con todo derecho, pero yo soy la pobreza y la incapacidad; Shirley es la riqueza y el poder, y también la belleza y el amor, no puedo negarlo. Esto no es un sórdido galanteo: ella lo ama, no con sentimientos inferiores; ama, o amará, como él ha de sentirse orgulloso de ser amado. No vale objeción alguna. Que se casen, pues, pero después yo no seré nada para él. En cuanto a ser su hermana, desprecio todas esas zarandajas. Para un hombre como Robert, o lo soy todo, o no soy nada: no soportaría arrastrar los pies débilmente, ni la hipócrita cortesía. Cuando se hayan unido, los abandonaré sin dudarlo. En cuanto a frecuentar su compañía, haciéndome la hipócrita y fingiendo tranquilos sentimientos de amistad cuando mi alma estará atormentada por otras emociones, no me rebajaré a semejante humillación. Tan lejos de mí está convertirme en una amiga de los dos como en una enemiga mortal; tan lejos de mí está interponerme entre ellos como pisotearlos. Robert es un hombre de primera categoría… a mis ojos: lo he amado, lo amo y debo amarlo. Sería su mujer si pudiera; como no puedo, debo marcharme a donde no lo vea nunca más. No me queda más que una alternativa: aferrarme a él como si fuera una parte de él, o apartarme de él como si fuéramos los polos opuestos de una esfera. Apártame, pues, Providencia. Sepáranos pronto».

Tales aspiraciones cruzaban de nuevo por su cabeza a última hora de la tarde cuando la aparición de una de las personas que la obsesionaban pasó por la ventana del gabinete. La señorita Keeldar caminaba despacio: su paso y su semblante mostraban esa mezcla de melancolía e indiferencia que, cuando estaba inactiva, componía la acostumbrada naturaleza de su expresión y el carácter de su porte. Animada, la indiferencia desaparecía totalmente, la melancolía se mezclaba con una alegría vivificante, sazonando risa, sonrisa y mirada con un sabor único a sentimiento, por lo que su risa no semejaba jamás «el crujido de espinos bajo una maceta».

—¿Cómo es que no has venido a verme esta tarde como me habías prometido? —interpeló a Caroline en cuanto entró en la habitación.

—No estaba de humor —replicó la señorita Helstone con toda sinceridad.

Shirley había clavado en ella su penetrante mirada.

—No —dijo—, ya veo que no estás de humor para desearme a tu lado; estás en uno de tus estados de ánimo inclementes y sin sol, en que se nota que la presencia de un congénere no te apetece. Tienes estados de ánimo de ese tipo; ¿lo sabes?

—¿Piensas quedarte mucho rato, Shirley?

—Sí, he venido a tomar el té, y eso haré antes de marcharme. De modo que me tomaré la libertad de quitarme el sombrero sin ser invitada.

Así lo hizo; luego se detuvo en la alfombra con las manos a la espalda.

—Menuda expresión tienes —prosiguió, sin dejar de mirar a Caroline con sus ojos penetrantes, aunque sin hostilidad, sino más bien compasivamente—. Maravillosamente independiente pareces, cierva herida que busca la soledad. ¿Temes que Shirley te incordie si descubre que estás herida y que sangras?

—Jamás temo a Shirley.

—Pero algunas veces no te gusta; a menudo la evitas. Shirley sabe cuándo la desaíran y la rehúyen. Si anoche no hubieras vuelto a casa en compañía de quien lo hiciste, hoy serías una muchacha diferente. ¿A qué hora llegasteis a la rectoría?

—A las diez.

—¡Umm! Tardasteis tres cuartos de hora en recorrer kilómetro y medio. ¿Fuiste tú o fue Moore el que se demoró tanto?

—Shirley, estás diciendo tonterías.

—Él dijo tonterías, de eso no me cabe la menor duda, o lo parecía, que es mil veces peor; veo el reflejo de sus ojos en tu frente en este momento. Estaría dispuesta a desafiarlo si consiguiera un padrino digno de confianza. Estoy desesperadamente irritada; lo estaba anoche y lo he estado todo el día.

»No me preguntas por qué —prosiguió, después de una pausa—, pequeña criatura callada y excesivamente modesta, y no mereces que derrame mis secretos sobre tu regazo sin que me lo pidas. A fe mía que ayer por la noche me sentía con ganas de seguir a Moore con intenciones aviesas: tengo pistolas, y sé usarlas.

—¡Tonterías, Shirley! ¿A quién habrías disparado, a Robert o a mí?

—A ninguno de los dos, quizá; tal vez a mí misma. Lo más probable es que le hubiera dado a un murciélago o a la rama de un árbol. Es un mocoso tu primo: un mocoso tranquilo, serio, sensato, juicioso y ambicioso. Lo veo ante mí, hablando con su tono medio en serio medio cortés, dominándome (soy muy consciente de ello) con la pertinacia de su propósito, etcétera, y además, ¡no lo soporto!

La señorita Keeldar empezó a pasear rápidamente de un lado a otro de la habitación, repitiendo con vigor que no soportaba a los hombres en general y a su arrendatario en particular.

—Te equivocas —objetó Caroline con cierta preocupación—. Robert no es un mocoso ni un veleta, te lo aseguro.

—¡Tú me lo aseguras! ¿Crees que aceptaré tu palabra sobre ese asunto? Tu testimonio no es fiable. Por contribuir a la fortuna de Moore, te cortarías la mano derecha.

—Pero no diría mentiras y, a decir verdad, te aseguro que anoche se limitó a ser educado conmigo, nada más.

—No te he preguntado cómo fue, puedo adivinarlo: desde la ventana vi cómo te cogía la mano entre sus largos dedos, cuando salía por la verja.

—Eso no significa nada. No soy una desconocida, ya lo sabes. Soy una vieja amiga, y su prima.

—Estoy indignada, y a eso se reduce todo —replicó la señorita Keeldar—. Quebranta mi bienestar —añadió a continuación— con sus maniobras. No deja de interponerse entre tú y yo: sin él seríamos buenas amigas, pero ese moco de metro ochenta es un eclipse que se repite en nuestra amistad. Una y otra vez se cruza y oscurece el disco que yo quiero ver siempre con claridad; de vez en cuando me convierte a tus ojos en una pesadez y una molestia.

—No, Shirley, no.

—Sí. No has querido mi compañía esta tarde, y me duele mucho. Tú eres reservada por naturaleza, pero yo soy una persona sociable que no puede vivir sola. Si nos dejaran tranquilas, tengo tal afecto por ti que querría tenerte siempre a mi lado y ni por una fracción de segundo desearía deshacerme de ti. Tú no puedes decir lo mismo de mí.

—Shirley, puedo decir lo que tú desees; Shirley, me gustas.

—Mañana desearás que estuviera en Jericó, Lina.

—No es cierto. Cada día me acostumbro más a… te tengo más afecto. Sé que soy demasiado inglesa para entablar una apasionada amistad de repente, pero tú te elevas muy por encima de lo común, eres muy diferente de las señoritas vulgares y corrientes. Te aprecio; te valoro; no eres nunca una carga para mí, nunca. ¿Crees lo que te digo?

—En parte —replicó la señorita Keeldar, sonriendo con incredulidad—, pero eres una persona peculiar; aunque pareces tranquila, hay una fuerza y también una hondura en tu interior, en alguna parte, a la que no se llega ni se aprecia con facilidad; además, desde luego, no eres feliz.

—Y los que son desgraciados raras veces son buenos; ¿es eso lo que quieres decir?

—En absoluto; quiero decir más bien que las personas desgraciadas a menudo están preocupadas y no tienen ánimos para conversar con compañeros de mi naturaleza. Además, hay una clase de infelicidad que no sólo deprime, sino que también corroe, y ésa, me temo, es la tuya. ¿Te haría algún bien la compasión, Lina? Si dices que sí, acepta la de Shirley; te la ofrece con largueza y te asegura que la mercancía es genuina.

—Shirley, no tengo hermanas, tú tampoco, pero en este momento imagino cómo se sienten quienes las tienen. El afecto se entrelaza en sus vidas, afecto que ninguna conmoción puede arrancar, que las pequeñas disputas sólo pueden pisotear un instante para que brote con mayor energía cuando se libere de la presión; afecto con el que en el fondo ninguna pasión puede rivalizar, con el que el amor mismo debe competir en fuerza y sinceridad. El amor nos hiere tanto, Shirley; es un tormento, un martirio, y consume nuestra fuerza en sus llamas; en el afecto no hay fuego ni sufrimiento, sólo sustento y bálsamo. Me siento apoyada y aliviada cuando tú… es decir, sólo cuanto tú estás cerca, Shirley. ¿Me crees ahora?

—Siempre estoy dispuesta a creer cuando el credo me complace. Entonces ¿realmente somos amigas, Lina, a pesar del negro eclipse?

—Lo somos —replicó la otra, atrayendo a Shirley hacia ella y haciendo que se sentara—, ocurra lo que ocurra.

—Ven, pues, hablaremos de otra cosa que no sea el Perturbador.

Pero en aquel momento entró el rector y no se volvió a aludir a esa «otra cosa» de la que estaba a punto de hablar la señorita Keeldar hasta el momento de irse; se demoró entonces unos minutos en el pasillo para decir:

—Caroline, quiero decirte que tengo un gran peso sobre mi conciencia, que siento una terrible desazón, como si hubiera cometido, o fuera a cometer, un gran crimen. No es mi conciencia privada, entiéndeme, sino mi conciencia de terrateniente y señor feudal. He caído presa de un águila con zarpas de hierro. Me hallo bajo una fuerte influencia, que no apruebo, pero a la que no me puedo resistir. Temo que dentro de poco sucederá algo en lo que no me gusta nada pensar. Para tranquilizar mi espíritu y evitar todo el daño que pueda, tengo intención de realizar una serie de buenas obras. No te sorprendas, por tanto, si ves de repente que me vuelvo escandalosamente caritativa. No tengo la menor idea de cómo empezar, pero tú me aconsejarás. Mañana hablaremos más del asunto, y pídele a esa excelente persona, la señorita Ainley, que se acerque hasta Fieldhead: he pensado en ponerme bajo su tutela; ¿acaso no obtendrá una perfecta pupila? Insinúale, Lina, que, aunque bien intencionada, soy más bien un carácter descuidado, y entonces la escandalizará menos mi ignorancia sobre las sociedades de costura, y cosas así.

A la mañana siguiente, Caroline encontró a Shirley sentada con aire grave en su escritorio, con un libro de contabilidad, un puñado de billetes de banco y una bolsa bien provista ante ella. Parecía muy seria, pero algo perpleja. Dijo que había «echado un ojo» a los gastos semanales del mantenimiento de la casa en Fieldhead a fin de descubrir en qué podría ahorrar; que también acababa de hablar con la señora Gill, la cocinera, y que la había despachado con la idea de que su cerebro (el de Shirley) estaba realmente perturbado.

—Le he dado un sermón sobre el deber de ser cuidadosos —dijo— que ha sido completamente nuevo para ella. Tan elocuente he sido sobre el tema de la economía que me he sorprendido a mí misma, porque, mira, es una idea totalmente nueva: jamás había pensado, y mucho menos hablado, sobre ese asunto, hasta hace poco. Pero es todo teoría porque, cuando he llegado a la parte práctica, no he podido recortar ningún gasto. No tengo firmeza para eliminar una sola libra de mantequilla, ni para llevar a cabo con éxito una investigación sobre el destino de grasa, manteca, pan, carne fría, o cualquier sobrante de la cocina. Sé que Fieldhead no está nunca demasiado iluminado, pero he sido incapaz de pedir explicaciones por varias libras de velas totalmente injustificadas; no lavamos para la parroquia y, sin embargo, he pasado por alto cantidades de jabón y polvos de blanquear que satisfarían las más vehementes y solícitas interpelaciones sobre nuestra situación en lo referido a tales artículos; no soy carnívora, ni tampoco lo es la señora Pryor, ni siquiera la señora Gill y, sin embargo, tan sólo he carraspeado y he abierto un poco más los ojos al ver facturas del carnicero cuyo importe parece demostrar ese hecho… esa falsedad, quiero decir. Caroline, puedes reírte de mí, pero no cambiarme. Soy una cobarde en ciertos aspectos; lo sé. Hay una aleación de cobardía moral de baja ley en mi composición. Me he ruborizado y he bajado la cabeza ante la señora Gill, cuando debería haber sido ella la que confesara balbuceante. Me ha sido imposible reunir el coraje para insinuar siquiera, y mucho menos para demostrarle, que es una estafadora. No tengo esa dignidad reposada, ni ese valor auténtico.

—Shirley, ¿qué arrebato te ha dado para que seas tan injusta contigo misma? Mi tío, que no es dado a hablar bien de las mujeres, dice que no hay ni diez mil hombres en Inglaterra que sean tan auténticamente valientes como tú.

—Soy valiente en lo físico: el peligro no me arredra. No perdí el dominio de mí misma cuando el gran toro rojo del señor Wynne se levantó con un bramido, al atravesar yo el prado de prímulas sola, agachó la cabeza torva y tiznada, y me embistió. Pero he tenido miedo de ver la vergüenza y la confusión pintados en el rostro de la señora Gill. Tú has visto dos veces, diez veces, la fortaleza de mi ánimo en ciertos asuntos, Caroline; tú, a la que no hay modo de convencer para que pases junto a un toro, por mucha tranquilidad que aparente el animal, habrías mostrado con toda firmeza a mi ama de llaves que obraba mal; luego la habrías reprendido con amabilidad y sensatez y, por fin, yo diría que la habrías perdonado con mucha dulzura, siempre que la hubieras visto arrepentida. Yo soy incapaz de actuar así. Sin embargo, a pesar de esos abusos exagerados, sigo pensando que vivimos dentro de nuestras posibilidades: tengo dinero de sobra, y realmente tengo que hacer el bien con él. Los pobres de Briarfield pasan muchas necesidades: necesitan ayuda. ¿Qué crees que debo hacer, Lina? ¿No sería mejor que distribuyera el dinero de inmediato?

—Desde luego que no, Shirley; no te administrarás correctamente. A menudo he notado que tu única idea de la caridad es dar chelines y medias coronas a manos llenas, lo que es probable que conduzca a abusos continuados. Has de tener un primer ministro, si no quieres verte metida en líos. Tú misma has aludido a la señorita Ainley y a ella voy a recurrir; mientras tanto, prométeme quedarte tranquila y no empezar a derrochar. ¡Cuánto tienes, Shirley! Debes de sentirte muy rica con todo ese dinero.

—Sí, me siento importante. No es una suma inmensa, pero me siento responsable de cómo se emplea, y verdaderamente esa responsabilidad pesa en mi ánimo más de lo que esperaba. Dicen que algunas familias de Briarfield prácticamente se mueren de hambre; algunos de mis propios labradores viven con grandes estrecheces. Debo ayudarlos, y lo haré.

—Algunas personas dicen que no deberíamos dar limosna a los pobres, Shirley.

—Son unos grandes estúpidos pese a su empeño. Para los que no tienen hambre es muy fácil hablar sobre la degradación de la caridad y todo eso, pero olvidan la brevedad de la vida, así como su amargura. Ninguno de nosotros vive mucho tiempo; ayudémonos en todo lo posible los unos a los otros en los momentos de necesidad y aflicción, sin prestar la menor atención a los escrúpulos de la filosofía vana.

—Pero si ya ayudas a los demás, Shirley; ya das más que suficiente.

—No basta; debo dar más o, te lo aseguro, la sangre de mi hermano clamará algún día al Cielo contra mí, pues, al fin y al cabo, si los incendiarios políticos vienen aquí a iniciar la conflagración en la vecindad y mi propiedad es atacada, la defenderé como una tigresa; lo sé. Déjame atender a la llamada de la clemencia mientras esté cerca de mí: en cuanto los canallas lancen a gritos sus desafíos ahogarán esa voz y a mí me acometerá el impulso de resistir y sofocar. Si los pobres se unen y se alzan en forma de turba, yo me volveré contra ellos como aristócrata; si intentan intimidarme, tendré que desafiarlos; si me atacan, tendré que resistir, y lo haré.

—Hablas igual que Robert.

—Me siento como Robert, sólo que más apasionada. Que se metan con Robert, o con su fábrica, o con sus intereses, y los odiaré. De momento no soy ninguna patricia, ni considero a los pobres que me rodean como plebeyos, pero si una sola vez me perjudican de manera violenta a mí o a los míos y luego pretenden darnos órdenes, olvidaré por completo la piedad que me inspira su miseria y el respeto que siento hacia su pobreza, para despreciar su ignorancia y encolerizarme por su insolencia.

—¡Shirley, cómo centellean tus ojos!

—Porque mi alma arde. ¿Acaso dejarías tú que a Robert lo vencieran sólo porque son más?

—Si yo tuviera tu poder para ayudar a Robert, lo usaría como tienes intención de utilizarlo. Si pudiera ser para él tan amiga como puedes serlo tú, le apoyaría como es tu intención apoyarlo… hasta la muerte.

—Y ahora, Lina, aunque tus ojos no centellean, brillan. Bajas los párpados, pero yo veo una chispa encendida. Sin embargo, aún no ha llegado la hora de luchar. Lo que quiero hacer es evitar que se haga daño. No puedo olvidar, ni de día ni de noche, que los amargos sentimientos de los pobres contra los ricos han sido generados en el sufrimiento: no nos odiarían ni nos envidiarían si no creyeran que somos mucho más felices que ellos. Para paliar ese sufrimiento, y aplacar con ello su odio, permíteme que dé en abundancia de lo que me sobra; y para que el donativo vaya más lejos, que se haga con sensatez. Con tal fin debemos dar un sentido claro, sereno y práctico a nuestros conciliábulos; de manera que ve y trae a la señorita Ainley.

Sin añadir nada más, Caroline se puso el sombrero y se marchó. Puede que parezca extraño que ni ella ni Shirley pensaran en comentar sus planes a la señora Pryor, pero hicieron bien en abstenerse. Consultarle a ella —y esto lo sabían las dos por instinto— no habría servido más que para causarle un lamentable trastorno. Era mucho más culta y más leída que la señorita Ainley, y tenía una mayor capacidad intelectual, pero no poseía la menor energía para la administración ni capacidad de ejecución. De buena gana aportaría su modesto óbolo a un fin caritativo: la limosna anónima convenía a su carácter, pero en planes públicos, a gran escala, no podría participar. Por lo demás, estaba fuera de toda discusión que ella los concibiera. Shirley lo sabía, y, por lo tanto, no la molestó con consultas inútiles que sólo podían recordarle sus defectos y no hacer ningún bien.

Feliz fue para la señorita Ainley el día en que la invitaron a acudir a Fieldhead para deliberar sobre proyectos tan de su agrado, la sentaron con todo honor y deferencia en una mesa, ante papel, pluma, tinta y —lo mejor de todo— dinero contante y sonante, y le pidieron que trazara un plan para administrar ayuda a los pobres desvalidos de Briarfield. Ella, que los conocía a todos, que había estudiado sus necesidades, que sabía muy bien cómo socorrerlos si conseguía los medios para ello, demostró su absoluta competencia para aquella empresa y un tranquilo regocijo alegró su bondadoso corazón al verse capaz de responder con claridad y prontitud a las ávidas preguntas de las dos jóvenes, al mostrarles con sus respuestas hasta qué punto conocía la situación de sus congéneres y el modo de serles útil.

Shirley puso trescientas libras a su disposición y, ante la vista del dinero, los ojos de la señorita Ainley se llenaron de lágrimas de júbilo, pues veía ya a los hambrientos alimentados, a los desnudos vestidos y a los enfermos aliviados. Rápidamente esbozó un sencillo y sensato plan para gastarlo, y les aseguró que ahora llegarían tiempos mejores, pues no dudaba de que el ejemplo de la señora de Fieldhead cundiría entre los demás: tendría que intentar conseguir aportaciones adicionales y crear un fondo. Pero primero debía consultar al clero; sí, en ese punto se mostró inflexible: el señor Helstone, el doctor Boultby, el señor Hall debían ser consultados (pues no sólo había que socorrer a Briarfield, sino también a Whinbury y a Nunnely). Sería presuntuoso por su parte, afirmó, dar un solo paso sin su autorización.

El clero era sagrado a los ojos de la señorita Ainley: por insignificante que fuera el individuo en sí, su posición lo convertía en santo. Incluso a los coadjutores —que, con su arrogancia trivial, no eran dignos siquiera de atarle los cordones de los chanclos, ni de llevarle el paraguas de algodón, ni de ponerle el chal de lana— los veía ella, en su entusiasmo puro y sincero, como santos en ciernes. Por muy claramente que le señalaran sus pequeños vicios y sus enormes absurdos, no los veía; era ciega a los defectos eclesiásticos: la sobrepelliz blanca cubría una multitud de pecados.

Shirley, que conocía esa inofensiva predilección de su recién elegido primer ministro, estipuló expresamente que los coadjutores no tendrían voz ni voto en el modo de disponer del dinero, que sus dedos entrometidos no se meterían en el pastel. Los rectores, por supuesto, serían soberanos y se podía confiar en ellos: tenían cierta experiencia, cierta sagacidad y, el señor Hall al menos, compasión y amor por el prójimo; pero en cuanto a sus jóvenes subordinados, debían apartarlos, dejarlos al margen; se les debía enseñar que la sumisión y el silencio eran lo que más convenía a sus años y su capacidad.

La señorita Ainley oyó esta manera de expresarse con cierto horror. Sin embargo, Caroline volvió a tranquilizarla, intercalando una o dos palabras amables de alabanza al señor Sweeting. Lo cierto es que Sweeting era también su favorito; se esforzaba por respetar a los señores Malone y Donne, pero los trozos de bizcocho y los vasos de vino de prímulas y primaveras que había servido a Sweeting en diversas ocasiones, cuando él iba a verla a su humilde casa, los ofrecía siempre con un sincero afecto maternal. El mismo inocuo refrigerio lo había ofrecido una vez a Malone, pero este personaje manifestó tan abiertamente su desprecio ante el ofrecimiento que la señorita Ainley no se atrevió a renovarlo nunca más. A Donne siempre le servía lo mismo y se alegraba de ver que lo aprobaba sin ningún género de dudas por el hecho de que solía comerse dos trozos de bizcocho y guardarse un tercero en el bolsillo.

Infatigable en el ejercicio del bien, la señorita Ainley habría emprendido en el acto una caminata de diez kilómetros para hacer la ronda de los tres rectores, a fin de enseñarles su plan y pedirles humildemente que lo aprobaran, pero la señorita Keeldar se lo prohibió, y propuso en cambio reunir al clero en una pequeña asamblea selecta esa misma noche en Fieldhead. La señorita Ainley iría a hablar con ellos sobre el plan en consejo privado.

Así pues, Shirley consiguió reunir a todos los viejos rectores, y antes de la llegada de la solterona, además, había conversado con los caballeros hasta ponerlos del humor más afable que imaginarse pueda. Ella en persona se había ocupado del doctor Boultby y del señor Helstone. El primero era un viejo galés terco, de genio vivo y obstinado, pero también un hombre que hacía mucho bien, aunque no sin cierta ostentación; al segundo ya lo conocemos. A Shirley le eran simpáticos los dos, especialmente el viejo Helstone, de modo que no tuvo que esforzarse para ser encantadora con ambos. Los llevó a pasear por el jardín, recogió flores para ellos; fue como una buena hija para los dos. El señor Hall se lo dejó a Caroline o, más bien, el señor Hall se confió a su cuidado.

Solía buscar la compañía de Caroline en todas las reuniones en las que coincidían. Por lo general, no era hombre dado al galanteo, aunque gustaba a todas las mujeres; era más bien un ratón de biblioteca, corto de vista, con anteojos y momentos de distracción. Con las ancianas señoras era tan bondadoso como un hijo. Los hombres, fueran cuales fueran su profesión y su nivel social, lo aceptaban por igual; la sinceridad, la simplicidad, la franqueza de sus modales, la nobleza de su integridad, la autenticidad y elevación de su piedad, le granjeaban amistades en todas partes: su pobre sacristán y su pobre sepulturero lo reverenciaban; el noble patrón de su beneficio eclesiástico lo tenía en muy alta estima. Sólo con las señoritas jóvenes, hermosas y elegantes se sentía un poco cohibido; dado que él era un hombre vulgar y corriente —de aspecto vulgar, de modales vulgares y habla vulgar—, parecían atemorizarlo su energía, su elegancia y los aires que se daban. Pero la señorita Helstone no tenía esa energía ni se daba aires, y su elegancia natural era de un orden muy sereno; sereno como la belleza de las flores del seto que se mantienen a ras del suelo. El señor Hall era un buen conversador, alegre y simpático. También Caroline sabía hablar en un tête à tête, le gustaba que el señor Hall fuera a sentarse junto a ella en las reuniones sociales, protegiéndola así de Peter Augustus Malone, Joseph Donne o John Sykes, y el señor Hall se servía de ese privilegio siempre que le era posible. Tal preferencia mostrada por un caballero soltero hacia una señorita soltera sin duda habría desatado las lenguas y los chismorreos en casos extraordinarios. Pero el señor Cyril Hall tenía cuarenta y cinco años, era algo calvo y tenía el pelo entrecano, y a nadie se le ocurrió decir o pensar que probablemente se casaría con la señorita Helstone. Tampoco lo pensaba él: ya estaba casado con sus libros y su parroquia, y su bondadosa hermana Margaret, culta y con anteojos como él, lo hacía feliz en su soltería; le parecía demasiado tarde para cambiar. Además, conocía a Caroline desde que era una niña: ella se había sentado en sus rodillas más de una vez; él le había comprado juguetes y le había regalado libros. Creía que la amistad de la muchacha se mezclaba con una especie de respeto filial; jamás habría intentado dar otro color a sus sentimientos, y de su serena cabeza podía reflejar una bella imagen sin sentir las profundidades perturbadas por el reflejo.

Cuando llegó la señorita Ainley, todos la saludaron amablemente: la señora Pryor y Margaret Hall le hicieron sitio en el sofá entre ellas y, cuando las tres se sentaron, formaron un trío que las personas atolondradas e irreflexivas habrían despreciado por no poseer el más mínimo valor y carecer de atractivo: una viuda de mediana edad y dos vulgares solteronas con anteojos; cada una de ellas tenía su propio y sereno valor, como sabían muchas personas que sufrían sin amigos.

Shirley empezó a hablar y expuso el plan.

—Conozco la mano que lo ha redactado —dijo el señor Hall, mirando a la señorita Ainley y sonriendo beatíficamente. Dio su aprobación de inmediato. Boultby escuchó y deliberó con la frente inclinada y el labio inferior proyectado hacia adelante; consideraba que su consentimiento era demasiado importante para darlo con prisas. Helstone miró a un lado y a otro con expresión alerta y recelosa, como si comprendiera que se las había con astucias femeninas, y que algo que llevaba enaguas intentaba adquirir mucha influencia y darse demasiado pisto. Shirley captó y comprendió la expresión.

—Este esquema no es nada —dijo con indiferencia—. Sólo es un esbozo, una mera sugerencia; a ustedes, caballeros, se les pide que dicten sus propias normas.

Shirley fue derecha a buscar sus útiles de escritura, sonriendo para sí misma de manera extraña al inclinarse sobre la mesa donde estaban: sacó una hoja de papel, una pluma nueva, acercó una butaca a la mesa y, tendiendo la mano al viejo Helstone, le pidió permiso para instalarlo en ella. Durante un minuto, él se quedó un poco rígido y no dejó de arrugar la frente de color cobre. Por fin, musitó:

—Bueno, no es usted mi mujer ni mi hija, de modo que me dejaré llevar por una vez, pero cuidado, sé que me llevan: sus pequeñas maniobras femeninas no me engañan.

—¡Oh! —exclamó Shirley, hundiendo la pluma en la tinta y poniéndosela en la mano—, hoy debe verme como capitán Keeldar. Éste es un asunto de caballeros, de usted y mío solamente, doctor. —Así había apodado al rector—. Las señoras sólo serán nuestros ayudas de campo, y hablan por su cuenta y riesgo hasta que nosotros hayamos zanjado la cuestión.

El rector sonrió, algo ceñudo, y empezó a escribir. Pronto se interrumpió para preguntar y consultar a sus hermanos, alzando desdeñosamente la mirada por encima de los rizos de las dos muchachas y de las recatadas cofias de las señoras de más edad, en busca del reflejo de los anteojos de los sacerdotes y sus coronillas grises. Durante la conversación subsiguiente, los tres caballeros hicieron gala de unos profundos conocimientos sobre los pobres de sus parroquias respectivas, incluso con detalles minuciosos de sus necesidades personales. Los tres rectores sabían dónde se necesitaba ropa, dónde sería más conveniente dar comida, dónde podía entregarse dinero con mayor probabilidad de que se gastara juiciosamente. Cuando les fallaba la memoria, acudían en su ayuda la señorita Ainley o la señorita Hall, si así se lo pedían, pero ambas señoras procuraron no hablar a menos que les fuera requerido. Ninguna de ellas quería destacarse, sino que deseaban sinceramente ser útiles, y útiles consintió el clero en hacerlas: favor con el que ellas se contentaban.

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5250 S.
ISBN:
9782380374124
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