Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 60

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Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y deseaba establecerse, y lo haría en cuanto encontrase una ocasión digna. Deseaba enamorarse con toda la rapidez que una mente clara y un certero gusto pueden permitirlo. Las señoritas Musgrove hubieran podido atraerle, porque su corazón se conmovía ante ellas. En una palabra, sus sentimientos se abrían para cualquier mujer joven que cruzase su camino, con excepción de Ana Elliot. Guardaba este secreto, mientras respondía a las suposiciones de su hermana diciendo:

-Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier matrimonio tonto. Cualquier mujer entre los quince y los treinta puede contar con mi posible declaración. Un poco de belleza, unas cuantas sonrisas, unos elogios a la marina, y soy hombre perdido. ¿No es acaso bastante para conquistar a un marino rudo?

Su hermana comprendía que decía esto esperando ser contradicho. SU orgulloso mirar decía a las claras que se sabía agradable. Y Ana Elliot no estaba fuera de sus pensamientos cuando más en serio describía a la mujer con quien le agradaría encontrarse.

-Una mentalidad fuerte y dulzura en los modales. -Eran el principio y el fin de su descripción.

-Esa es la mujer que quiero -decía-. Transigiría con algo un poco inferior, siempre que no lo fuera mucho. Si hago el tonto lo haré de verdad, porque he pensado en este asunto más que cuanto lo piensan muchos hombres.

CAPITULO VIII

Por ese tiempo, el capitán Wentworth y Ana Elliot frecuentaban un mismo círculo. Pronto se encontraron comiendo en casa de los señores Musgrove, porque el estado del pequeño no permitía a su tía una excusa para ausentarse. Esto fue el comienzo de otras comidas y nuevos encuentros.

Si los sentimientos antiguos se habían de renovar, el pasado debía volver a la memoria de ambos: estaban forzados a regresar a él.

El año de su compromiso no podía menos que ser aludido por él en las pequeñas narraciones y descripciones propias de la conversación. Su profesión lo predisponía a ello; su estado de ánimo lo hacía locuaz:

“Eso fue en el año seis”, “Esto fue después que me hice a la mar en el año seis” fueron frases dichas en el transcurso de la primera tarde que pasaron juntos. Y a pesar de que su voz no se alteró, y a pesar de que ella no tenía razón para suponer que sus ojos la buscaban al hablar, Ana sintió la completa imposibilidad, dado su carácter, de que existiera otra mujer para él. Debía haber la misma inmediata asociación de pensamiento, pero no supuso que pudiera haber el mismo dolor.

Sus conversaciones, sus expresiones, eran las que exige la más elemental cortesía mundana. ¡Tanto como habían sido una vez el uno para el otro! Y ahora nada. En cierta época de su vida les hubiese sido difícil pasar un momento sin dirigirse la palabra, aun en medio de la más concurrida reunión del salón de Uppercross.

Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.

Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas Musgrove -que no parecían tener ojos más que para él-, acerca de la vida a bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.

Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó un murmullo de Mrs. Musgrove, quien, sobresaltada por un profundo arrepentimiento, no pudo menos que decir:

-¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permitido vivir a mi pobre hijo, sería igual a nuestro amigo en la actualidad!

Ana reprimió una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove aliviaba su corazón un poco más, y, por unos momentos, le fue imposible seguir la conversación de los demás.

Cuando pudo permitir a su atención seguir sus naturales deseos, encontró a las señoritas Musgrove revisando una lista naval (propiedad de ellas, y la única que jamás había sido vista en Uppercross) y sentándose juntas para examinarla, con el propósito de encontrar los barcos que el capitán Wentworth había comandado.

-El primero fue el Asp, bien lo recuerdo; busquemos el Asp.

-No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo y desvencijado. Fui el último en comandarlo. Apenas servía ya entonces. Por un año o dos fue considerado bueno para servicios locales y, con este propósito, fue enviado a las Indias Occidentales.

Las muchachas miraron sorprendidas.

-El Almirantazgo -prosiguió él- se entretiene en enviar de vez en cuando algunos centenares de hombres al mar en barcos que ya no sirven. Pero ellos tienen que cuidar muchísimas cosas, y entre los miles que de todos modos se irán al fondo, les es difícil distinguir cuál es el grupo que sería más de lamentar.

-¡Bah, bah! -exclamó el viejo almirante-. ¡Qué charlas sin sentido tienen estos jóvenes! Jamás hubo mejor goleta que el Asp en su tiempo. Entre las goletas de construcción antigua jamás encontrarán ustedes rival. ¡Dichoso quien la tuvo! El sabe que debe haber habido veinte hombres solicitándola por aquel entonces. ¡Dichoso quien obtuvo tan pronto algo semejante, no teniendo más interés que el suyo propio!

-Le aseguro, almirante, que comprendo mi suerte -respondió muy serio el capitán Wentworth-. Estaba tan contento con mi destino como usted habría podido estarlo. Era algo grande para mí, en aquella época, estar en el mar, algo muy grande. Deseaba hacer algo.

-Y por cierto lo hizo. ¿Para qué habría de permanecer en tierra seis meses un hombre joven como usted? Si un hombre no tiene esposa, pronto desea volver a bordo.

-Pero, capitán Wentworth -exclamó Luisa-. ¡Cuán humillado debe haberse sentido usted cuando, llegando a bordo del Asp, vio el viejo barco que se le destinaba!

-Ya conocía el barco de antes -respondió él sonriendo-. No tenía más descubrimientos que hacer en él que los que tendría usted en una vieja pelliza, prestada entre casi todas sus amistades, y que un buen día se la prestaran a usted también. ¡Ah! ¡Era muy querido el viejo Asp para mí! Hacía cuanto yo deseaba. Tuve siempre esa seguridad. Sabía que habíamos de irnos al fondo juntos o salir de él siendo algo; nunca tuve un día de mal tiempo mientras lo comandé; después de haber tomado suficientes corsarios como para pasarlo bien, tuve la buena suerte, a mi regreso el otoño siguiente, de toparme con la fragata francesa que deseaba. La traje a Plymouth, y esto también fue obra de la buena fortuna. Estuvimos sondeando seis horas cuando súbitamente se levantó un vendaval que duró cuatro días y que hubiera terminado con el viejo Asp en menos de lo que tardo en decirlo.

“Nuestro encuentro con la Gran Nación no hubiera mejorado la situación. Veinticuatro horas más y yo hubiera sido un valiente marino, el capitán Wentworth, en un pequeño párrafo de una columna de los periódicos. Y, habiendo perdido la vida en el primer viaje, nadie me hubiera recordado.

Ana debía ocultar sus sentimientos, mientras las señoritas Musgrove podían ser tan sinceras como lo deseaban en sus exclamaciones de compasión y horror.

-Y entonces -dijo Mrs. Musgrove quedamente, como pensando en voz alta- fue cuando se dirigió al Laconia y se encontró con nuestro pobre muchacho. Carlos, querido mío -haciendo señas para que le prestara atención-, pregunta al capitán Wentworth cuándo se encontró con tu pobre hermano. Siempre lo olvido.

-Creo que fue en Gibraltar, madre. Dick fue dejado enfermo en Gibraltar con una recomendación de su anterior capitán para el capitán Wentworth.

-¡Oh! Di al capitán Wentworth que no debe temer mencionar a Dick delante de mí; por el contrario, para mí será un placer oír hablar de él a tan buen amigo.

Carlos, importándole más el asunto que a su madre, asintió con la cabeza y se fue.

Las muchachas se habían puesto a buscar al Laconia y el capitán Wentworth no pudo evitar tomar el precioso volumen en sus manos para evitarles molestias, y una vez más leyó en voz alta su nombre y los demás pormenores, comprobando que también el Laconia había sido un buen amigo, uno de los mejores.

-¡Ah, eran días muy gratos aquellos en que comandaba el Laconia! ¡Cuán rápidamente hice dinero en él! ¡Un amigo mío y yo tuvimos tan agradable travesía desde las islas occidentales! ¡Pobre Harville! Ustedes saben cómo necesitaba dinero, aun más que yo. Tenía mujer. Era un muchacho excelente. Jamás olvidaré su felicidad. Sufría todo por amor a ella. Deseé encontrarlo nuevamente en el verano siguiente, cuando yo tenía todavía la misma suerte en el Mediterráneo.

-Ciertamente, señor -dijo Mrs. Musgrove-, fue un día feliz para nosotros cuando lo hicieron a usted capitán de aquel barco. Nunca olvidaremos lo que usted hizo.

Sus sentimientos la hacían hablar en voz alta, y el capitán Wentworth, oyendo sólo parte de lo que decía, y no teniendo probablemente en su pensamiento a Dick Musgrove, quedó en suspenso, como esperando algo.

-Habla de mi hermano -dijo una de las muchachas-. Mamá está pensando en el pobre Ricardo.

-Pobre chico -continuó Mrs. Musgrove-. Se había puesto tan serio; sus cartas eran excelentes mientras estuvo bajo su mando. Hubiera sido dichoso si nunca lo hubiese abandonado a usted. Puedo asegurarle, capitán Wentworth, que hubiéramos sido muy felices todos nosotros si así hubiese sido.

Una momentánea expresión del capitán Wentworth, mientras hablaba, una rápida mirada de sus brillantes ojos, un gesto de su hermosa boca, bastaron para probar a Ana que en lugar de compartir los deseos de Mrs. Musgrove respecto a su hijo, había tenido, a no dudarlo, mucho deseo de verse libre de él; pero esto fue un movimiento tan rápido que ninguno que no lo conociera tanto como ella pudo notarlo. Un instante después, dominándose, tomó aire serio y reposado, y casi de inmediato, encaminándose al sofá, ocupado por Ana y Mrs. Musgrove, se sentó al lado de ésta y empezó en voz baja una conversación con ella, acerca de su hijo, haciéndolo con simpatía y gracia naturales, mostrando la mayor consideración por todo lo que había de real y sincero en los sentimientos de los padres.

Ocupaban, pues, el mismo sofá, porque la señora Musgrove le hizo lugar en seguida. Solamente la señora Musgrove se interponía entre ellos, y, en verdad, no se trataba de un obstáculo menor. Mrs. Musgrove era bastante robusta, mucho más hecha por la naturaleza para expresar la alegría y el buen humor que la ternura y el sentimiento. Y mientras las agitaciones del esbelto cuerpo de Ana y las contracciones de su pensativo rostro delataban sus sentimientos, el capitán Wentworth conservó toda su presencia de ánimo, informando a una obesa madre sobre el destino de un hijo del cual nadie se ocupó mientras estuvo vivo.

Las proporciones corporales y el pesar no deben guardar necesariamente relación. El cuerpo macizo tiene tanto derecho a estar profundamente afligido como el más gracioso conjunto de miembros finos. Pero, justo o no, hay cosas irreconciliables que la razón tratará de justificar en vano, porque el gusto no las tolera y porque el ridículo las acoge.

El almirante, después de dar dos o tres vueltas alrededor del cuarto, con las manos detrás, y habiendo sido llamado al orden por su esposa, se aproximó al capitán Wentworth, y sin la menor idea de que podía interrumpir algo dio curso a sus propios pensamientos diciendo:

-De haber estado usted en Lisboa, la primavera última, Federico, hubiera tenido que dar usted pasaje a Lady Mary Grierson y a sus hijas.

-¿En serio? ¡Pues me alegro de haber entrado una semana después!

El almirante le echó en cara su falta de galantería. El capitán se defendió, alegando, sin embargo, que de buena voluntad jamás consentiría mujeres a bordo, excepto para un baile o una visita de algunas horas.

-Si usted conociera -dijo-, comprendería que no hago esto por falta de galantería. Es por saber cuán imposible es, pese a todos los esfuerzos y sacrificios que puedan hacerse, proporcionar a las mujeres todas las comodidades que merecen. No es falta de galantería, almirante; es colocar muy en alto las necesidades femeninas de comodidad personal, y esto es lo que yo hago. Detesto oír hablar de mujeres a bordo, o verlas embarcadas, y ninguna nave bajo mi comando aceptará señoras, mientras pueda evitarlo.

Esto llamó la atención de su hermana.

-¡Oh, Federico! No puedo comprender esto en ti; son refinamientos perezosos. Las mujeres pueden estar tan confortables a bordo como en la mejor casa de Inglaterra. Creo haber vivido a bordo más que muchas mujeres, y puedo asegurar que no hay nada superior a las comodidades de que disfrutan los hombres de guerra. Declaro que jamás ha habido galanterías especiales para mí, ni siquiera en Kellynch Hall -dirigiéndose a Ana-, que pudieran compararse a las de los barcos en los que he vivido. Y creo que éstos han sido unos cinco.

-Eso no significa nada -replicó su hermano-; tú eras la única mujer a bordo y viajabas con tu marido.

-Pero tú mismo has llevado a Mrs. Harville, su hermana, su prima y sus tres niños desde Portmouth a Plymouth. ¿Dónde dejaste esa extraordinaria galantería tuya?

-Abusaron de mi amistad, Sofía. Ayudaré siempre a la esposa de cualquier oficial compañero mientras pueda hacerlo, y hubiera llevado cualquier cosa de Harville hasta el fin del mundo, si me la hubiesen pedido. Pero esto no quiere decir que lo encuentre bien.

-Razón por la cual ellas estuvieron muy cómodas.

-Quizá sea por lo que no me gusta. ¡Las mujeres y los niños no tienen derecho a estar cómodos a bordo!

-Hablas tonterías, mi querido Federico. Di, ¿qué sería de nosotras, pobres esposas de marinos, que a menudo debemos ir de un puerto a otro en busca de nuestros maridos, si todos sintieran como tú?

-Mis sentimientos, tú lo sabes, no me impidieron llevar a Mrs. Harville y toda su familia a Plymouth.

-Pero detesto oírte hablar tan caballerosamente, y como si las mujeres fueran todas damas refinadas, en lugar de seres normales. Ninguna de nosotras espera siempre buen tiempo al viajar.

-Querida mía -explicó el almirante-, ya pensará de otro modo cuando tenga esposa. Si está casado y si tenemos la suerte de estar vivos en la próxima guerra, ya lo veremos hacer como tú, yo y muchos otros hemos hecho. Estará muy agradecido de cualquiera que le lleve a su esposa.

-¡Ay, así es!

-Terminemos -exclamó el capitán Wentworth-. Cuando los casados empiezan a atacarme diciendo: “Ya pensará usted de otro modo cuando se case”, lo único que puedo contestar es: “No será así”; ellos responden entonces: “Sí, lo hará usted”, y esto pone punto final al asunto.

Se levantó y se alejó.

-¡Qué gran viajera ha sido usted, señora! -dijo Mrs. Musgrove a Mrs. Croft.

-He viajado bastante en mis quince años de matrimonio, aunque algunas mujeres han viajado aún más. He cruzado el Atlántico cuatro veces, y he estado en las Indias Orientales y he vuelto. Una vez estuve también en lugares cercanos como Cork, Lisboa y Gibraltar. Pero nunca he pasado los estrechos o llegado hasta las Indias Occidentales, Bermudas o las Bahamas; ¿saben ustedes?, no son las Indias Occidentales, como se las suele llamar.

Mrs. Musgrove no pudo replicar nada. Por otra parte, jamás había oído mencionar aquellos lugares.

-Y puedo asegurarle, señora -continuó Mrs. Croft, que nada hay superior a las comodidades que proporcionan los marinos. Hablo, por supuesto, de los navíos de primera calidad. Cuando se viaja en una fragata, como es natural, una está más confinada, pero cualquier mujer razonable puede ser perfectamente feliz en esta clase de barcos. Yo puedo afirmar que los períodos más felices de mi vida los he pasado a bordo.,Cuando estábamos juntos, ¿sabe usted?, no había nada que temer. A Dios gracias he tenido siempre excelente salud y los cambios de clima no me afectan en absoluto. Unas pocas molestias las primeras veinticuatro horas de hacerse a la mar es todo lo que he sentido, pero jamás he estado mareada después. La única vez que en verdad sufrí, en cuerpo y alma; la única vez que no me encontré del todo bien, o que temí al peligro, fue el invierno que pasé sola en Deal cuando el almirante (capitán Croft, por aquel entonces) estaba en los mares del norte. Vivía en constante zozobra, llena de temores imaginarios, sin saber qué hacer con mis horas, o cuándo tendría noticias de él. Pero en cuanto estamos juntos, nada me asusta, y jamás he encontrado el menor inconveniente.

-¡Ah, por supuesto! Estoy de acuerdo con usted, Mrs. Croft -fue la cálida respuesta de Mrs. Musgrove-. Nada hay tan malo como la separación. Mister Musgrove asiste siempre a las sesiones, y puedo asegurarle que soy muy feliz cuando éstas terminan y él regresa a mi lado.

La tarde terminó con un baile. Al pedirse música, Ana ofreció sus servicios como de costumbre, y a pesar de que sus ojos estaban en algunos momentos llenos de lágrimas mientras tocaba el instrumento, se alegraba mucho de tener algo que hacer, pidiendo como sola recompensa no ser observada.

Era una reunión alegre, agradable, y ninguno parecía de mejor ánimo que el capitán Wentworth. Ana sentía que tenía condiciones que lo elevaban sobre el resto, y que atraían consideración y atención; especialmente la atención de las jóvenes. Las señoritas Hayter, de la familia de primos ya mencionada, al parecer aceptaban como un honor el aparecer enamoradas de él; en cuanto a Enriqueta y Luisa, parecían no tener ojos más que para él, y sólo la continua fluencia de atenciones entre ambas permitía creer que no se consideraban rivales. ¿Se ufanaba él de la admiración general que despertaba? ¿Quién podría decirlo?

Estos pensamientos llenaban la mente de Ana mientras sus dedos trabajaban mecánicamente. Y así continuó por media hora, sin errores, pero sin conciencia de lo que hacía. En un momento sintió que la miraba, que observaba sus facciones alteradas, buscando quizás en ellas los restos de la belleza que una vez lo había encantado; en un momento supo que debía estar hablando de ella, pero apenas lo comprendió hasta oír la respuesta. En un momento estuvo cierta de haberle oído preguntar a su compañera si miss Elliot no bailaba nunca. La respuesta fue: “Nunca. Ha abandonado por completo el baile. Prefiere tocar el piano”. En un momento, también debió hablarle. Ella había abandonado el instrumento al terminar el baile, y él lo ocupó, tratando de encontrar una melodía que quería hacer escuchar a una de las señoritas Musgrove. Sin ninguna intención, ella volvió a un ángulo de la habitación. El se levantó del taburete y, dijo con estudiada cortesía:

-Perdón, señorita, éste es su asiento -y a pesar de que ella rehusó ocuparlo otra vez, él no se volvió a sentar.

Ana no deseaba más aquellos discursos y aquellas miradas. Su fría cortesía, su ceremoniosa gracia, eran peores que cualquier otra cosa.

CAPITULO IX

El capitán Wentworth había llegado a Kellynch como a su propia casa, para permanecer allí tanto como desease, siendo patente que era el objeto de la fraternal amistad del almirante y de su esposa. Su primera intención al llegar había sido hacer una corta estadía y luego encaminarse sin demora a Shropshire a visitar a su hermano, establecido en aquel condado; pero los atractivos de Uppercross lo indujeron a posponer la idea. Había demasiado halago, demasiado calor amistoso, algo que realmente encantaba en aquella recepción; los viejos eran muy hospitalarios; los jóvenes, muy agradables; y así, pues, no podía decidirse a dejar aquel lugar, y aceptaba sin discusión los encantos de la esposa de Eduardo.

Uppercross ocupó pronto todos sus días. Difícil era decir quién tenía más prisa: él por aceptar la invitación o los Musgrove por hacerla. Por las mañanas en particular iba allí, porque no tenía compañía, puesto que el matrimonio Croft pasaba fuera las primeras horas del día, recorriendo sus nuevas posesiones, sus llanuras de pasto, sus ovejas, pasando el tiempo en una forma que se comprendía incompatible con la presencia de una tercera persona. A veces también recorrían el campo en un birlocho que habían adquirido no hacía mucho.

Los huéspedes de los Musgrove y éstos compartían la misma impresión acerca del capitán Wentworth: una admiración general y calurosa. Pero esta convicción unánime produjo mucho desagrado e incomodidad a un tal Carlos Hayter, quien al volver a reunirse con el grupo, pensó que el capitán Wentworth estaba absolutamente de sobra.

Carlos Hayter, un joven agradable y gentil, era el mayor de los primos, y entre él y Enriqueta había existido, según parecía, una considerable atracción antes de la llegada del capitán Wentworth. Era pastor y tenía un curato en las inmediaciones, en el cual no era imprescindible residir y, por lo tanto, lo hacía en casa de su padre, que distaba escasas dos millas de Uppercross.

Una corta ausencia había dejado a su dama sin vigilancia, en un período crítico de sus relaciones, y al volver, tuvo el disgusto de encontrar los modales de ella cambiados y de ver allí al capitán Wentworth.

Mrs. Musgrove y Mrs. Hayter eran hermanas. Ambas habían tenido dinero, pero sus matrimonios establecieron entre ellas una gran diferencia. Mr. Hayter poseía algo, pero su propiedad era una nadería comparada con la de los Musgrove; por otra parte, los Musgrove pertenecían a la mejor sociedad del lugar, mientras que a los Hayter, debido a la vida ruda y retirada de los padres, a los defectos de su educación y al nivel inferior en que vivían, no podía considerárseles como pertenecientes a ninguna clase, y el único contacto que tenían con la gente provenía de su parentesco con los Musgrove. Este hijo mayor, naturalmente, había sido educado como para ser un culto caballero y, por lo tanto, su educación y maneras eran muy diferentes a las de los demás.

Ambas familias habían guardado siempre las mejores relaciones; sin orgullo de una parte y sin envidia de la otra. Cierto sentimiento de superioridad de parte de las señoritas Musgrove se traducía en el placer de educar a sus primos. Las atenciones de Carlos a Enriqueta habían sido observadas por el padre y la madre de ésta sin ninguna desaprobación. “No será un gran matrimonio para ella, pero si le agrada... y parece agradarle...”

Enriqueta también compartía esta opinión antes de la llegada del capitán Wentworth. A partir de entonces, el primo Carlos fue relegado al olvido.

Cuál de las dos hermanas era la preferida del capitán Wentworth, era difícil de establecer, en lo que Ana podía ver al respecto. Enriqueta era quizá más bella, pero Luisa parecía más inteligente y atractiva. Por otra parte, ella no podía decir a la sazón si él se sentiría atraído por la belleza o por el carácter.

Mr. y Mrs. Musgrove, bien fuera por darse poca cuenta de las cosas, bien por entera confianza en el buen criterio de sus hijas o de los jóvenes que las rodeaban, parecían dejar todo en manos del azar. En la Casa Grande no había la más leve muestra de que alguien se ocupase de estas cosas; en la quinta era diferente: los jóvenes estaban más dispuestos a comentar y averiguar. Debido a esto, apenas había el capitán Wentworth concurrido tres o cuatro veces, y Carlos Hayter había reaparecido, Ana tuvo que escuchar la opinión de sus hermanos acerca de cuál sería el preferido. Carlos decía que el capitán Wentworth sería para Luisa; María, que para Enriqueta, pero convenían que a cualquiera de las dos que se dirigiese Wentworth, les sería grato.

Carlos jamás había visto un hombre más agradable en su vida. Por otra parte, de acuerdo con lo que había oído decir al mismo capitán Wentworth, podía afirmar que a lo menos había hecho en la guerra alrededor de veinte mil libras. Esto ya ponía una fortuna de por medio, además de las perspectivas de hacer otra en una siguiente guerra. Por otra parte, tenía la certeza de que el capitán Wentworth era muy capaz de distinguirse como cualquier oficial de la Armada. ¡Oh, por cierto sería un matrimonio muy ventajoso para cualquiera de sus hermanas!

-En verdad que lo sería -replicaba María-. ¡Dios mío, si llegara a alcanzar grandes honores! ¡Si llegara a tener algún título! “Lady Wentworth” suena grandioso. ¡Sería una gran cosa para Enriqueta! ¡Ocuparía mi puesto entonces y Enriqueta estaría encantada! Sir Federico y Lady Wentworth suena encantador; aunque es verdad que no me agrada la nobleza de nuevo cuño; jamás he considerado en mucho a nuestra nueva aristocracia.

María prefería casar a Enriqueta con el fin de desbaratar las pretensiones de Carlos Hayter, que jamás había sido de su agrado. Sentía que los Hayter eran gente decididamente inferior, y consideraba una verdadera desgracia que pudiera renovarse el parentesco entre ambas familias... en especial para ella y sus hijos.

-¿Saben ustedes? -decía-, no puedo hacerme a la idea de que éste sea un buen matrimonio para Enriqueta; y considerando las alianzas que hemos hecho los Musgrove, no debe rebajarse ella en esa forma. No creo que ninguna joven tenga derecho a elegir a alguien que sea desventajoso para los mayores de su familia imponiéndoles un parentesco indeseable. Veamos un poco: ¿quién es Carlos Hayter? Nada más que un pastor de pueblo. ¡Una alianza muy conveniente para la señorita Musgrove de Uppercross! ...

Su marido discrepaba. Además de cierta simpatía por su primo Carlos Hayter, recordaba que éste era primogénito, y siéndolo él mismo, veía las cosas desde este punto de vista.

-Dices tonterías, María -era su respuesta-; no será un partido demasiado ventajoso para Enriqueta, pero Carlos puede obtener, por medio de los Spicers, algo del obispo dentro de un año o dos; por otra parte, no debes olvidar que es el hijo mayor. Cuando mi tío muera, heredará una buena propiedad. Los terrenos de Winthrop no son menos de cien hectáreas; además de la granja cercana a Taunton, que es de las mejores tierras del lugar. Te aseguro que Carlos no sería un matrimonio desventajoso para Enriqueta. Debe ser así: el único candidato posible es Carlos. Es un joven bondadoso y de buen carácter. Por otra parte, cuando herede Winthrop lo convertirá en algo muy diferente de lo que ahora es, y vivirá una vida muy distinta de la que ahora lleva. Con esta propiedad no puede ser nunca un candidato despreciable. ¡Una bonita propiedad por cierto! Enriqueta haría muy mal en perder esta oportunidad; y si Luisa se casa con el capitán Wentworth, te aseguro que podremos darnos por satisfechos.

-Carlos podrá decir lo que quiera -decía María a Ana apenas éste dejaba el salón-, pero sería chocante que Enriqueta se casase con Carlos Hayter. Sería malo para ella y peor aún para mí. Es muy de desear que el capitán Wentworth se lo saque de la cabeza, como realmente creo que ha sucedido. Apenas miró a Carlos Hayter ayer. Me hubiera gustado que hubieses estado presente para ver su comportamiento. En cuanto a suponer que al capitán Wentworth le guste Luisa tanto como Enriqueta, es ridículo. Le gusta Enriqueta muchísimo más. ¡Pero Carlos es tan positivo! De haber estado ayer habrías decidido cuál de nuestras dos opiniones era la justa. No dudo que hubieses pensado como yo, a menos de estar deliberadamente en mi contra.

Esto había tenido lugar en una comida en casa de los Musgrove en la que se había esperado a Ana, pero ésta se excusó de concurrir so pretexto de un dolor de cabeza y una leve recaída del pequeño Carlos. Pero en verdad no había ido para evitar encontrarse con Wentworth.

A las ventajas de la noche, que había pasado tranquilamente, se añadía la de no haber sido la tercera en discordia.

En cuanto al capitán Wentworth, opinaba ella que debía éste conocer sus sentimientos lo suficiente como para no comprometer su honorabilidad, o poner en peligro la felicidad de cualquiera de las dos hermanas, escogiendo a Luisa en lugar de Enriqueta o a Enriqueta en lugar de Luisa. Cualquiera de las dos sería una esposa cariñosa y agradable. En cuanto a Carlos Hayter, le apenaba el dolor que podía causar la ligereza de una joven, y su corazón simpatizaba con las penas que sufriría él. Si Enriqueta se equivocaba respecto a la naturaleza de sus sentimientos, no podía decirse con tanta premura.

Carlos Hayter había encontrado en la conducta de su prima muchas cosas que lo intranquilizaban y mortificaban. Su afecto mutuo era demasiado antiguo para haberse extinguido en dos nuevos encuentros y no dejarle otra solución que reiterar sus visitas a Uppercross. Pero, sin duda, existía un cambio que podía considerarse alarmante si se atribuía a un hombre como el capitán Wentworth. Hacía sólo dos domingos que Carlos Hayter la había dejado y estaba ella entonces interesada (de acuerdo con los deseos de él) en que obtuviera el curato de Uppercross en lugar del que tenía. Parecía entonces lo más importante para ella que el doctor Shirley, el rector, -que durante cuarenta años había atendido celosamente los deberes de su curato, pero que a la sazón se sentía demasiado enfermo para continuar-, se sirviese de un buen auxiliar como lo sería Carlos Hayter. Muchas eran las ventajas: Uppercross estaba cerca y no tendría que recorrer seis millas para llegar a su parroquia; tener una parroquia mejor, desde cualquier punto de vista; haber ésta pertenecido al querido doctor Shirley, y poder éste, por fin, retirarse de las fatigas que ya no podían soportar sus años. Todas éstas eran grandes ventajas según Luisa, pero más aún según Enriqueta, hasta el punto de que llegaron a constituir su principal preocupación. Pero a la vuelta de Carlos Hayter, ¡vive Dios!, todo el interés se había desvanecido. Luisa no mostraba el menor deseo de saber lo que había conversado con el doctor Shirley: permanecía en la ventana esperando ver pasar al capitán Wentworth. Enriqueta misma parecía sólo prestar una parte de su atención al asunto, y parecía haber apagado también toda ansiedad al respecto.

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5250 S.
ISBN:
9782380374124
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