Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 120

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La primera vez que ella salió de su habitación la contemplaron ansiosamente.

—Son las primeras flores que brotan en las Cumbres — exclamó. Me recuerdan los vientos templados que funden los hielos, el cálido sol y las últimas nieves, Eduardo, ¿sopla el viento del Sur? ¿Se ha fundido la nieve ya?

—Aquí ya no hay nieve, querida —contestó su marido. —Sólo se divisan dos manchas blancas en toda la extensión de los pantanos. El cielo está azul, las alondras cantan y los riachuelos llevan mucha corriente. La primavera del año pasado, Catalina, yo temblaba de impaciencia de tenerte conmigo bajo este techo. Ahora, en cambio, quisiera verte en aquellas colinas. El aire de allí es tan puro que te curaría.

—Sólo iré a aquel sitio una vez más —dijo ella. —Me dejarás allí, y allí me quedaré para siempre. Así, dentro de un año volverás a suspirar por tenerme aquí contigo; recordarás este día y pensarás que ahora eres feliz.

Linton la acarició y le prodigó las más dulces palabras; pero Catalina, al contemplar las flores, rompió a llorar involuntariamente. Como nos parecía que en realidad estaba mejor, llegamos a la conclusión de que, al ser su larga reclusión en aquel cuarto la causa de su abatimiento, éste podía remediarse parcialmente cambiándola de lugar.

El amo me mandó que encendiera la chimenea del salón, hacía tanto tiempo abandonado, y que colocara en él un sillón junto a la ventana. Catalina pasó un largo rato en esta habitación y se reanimó con el calor y con la vista de los objetos que la rodeaban, los cuales, aunque le eran familiares, diferían de los que veía a diario y que asociaba con sus delirios. No pudiendo al oscurecer convencerla de volver a su cuarto, al que se negó a ir de nuevo, le arreglé un lecho en el sofá, en tanto que disponíamos otro aposento. Este cuarto donde está ahora usted fue el que arreglamos.

Poco después, Catalina ya estaba lo suficientemente fuerte para andar por la casa apoyándose en el brazo de Eduardo. Yo estaba persuadida de que se curaría. De ello dependería también que el señor encontrase de nuevo consuelo en sus tribulaciones, ya que todos esperábamos el próximo nacimiento de un heredero.

Isabel, seis semanas después de su fuga, envió a su hermano una nota participándole su matrimonio con Heathcliff. Era una carta muy seca, pero llevaba una posdata a lápiz que dejaba entrever el remoto deseo de una reconciliación, añadiendo que no había estado en su voluntad evitar lo sucedido, y que ahora ya no tenía remedio. Linton no contestó, según se me figura, y quince días después yo recibía una larga carta, increíble en una recién casada que debía estar aún en plena luna de miel. Voy a leerla, porque la conservo. Todo recuerdo de un difunto es precioso, si se le sigue estimando como cuando estaba vivo.

«Querida Elena: Al llegar anoche a Cumbres Borrascosas, se me informó por primera vez de que Catalina ha estado y está todavía muy enferma. No creo oportuno escribirle. M e parece que mi hermano está muy disgustado conmigo, puesto que no me escribe. Como, no obstante, siento la necesidad de dirigirme a alguien, te escribo a ti.

Dile a Eduardo que quisiera, con todo mi corazón, volverle a ver, que mi alma volvió a la Granja de los Tordosa las veinticuatro horas de haber salido de ella, y que en ella está en este momento. Dile que experimento el mayor afecto hacia él y hacia Catalina y que yo no puedo hacer lo que hace mi alma (estas palabras están subrayadas en la carta), aunque creo que tampoco nadie en esa casa tiene por qué esperarme. Pero que Eduardo no piense que es por olvido o por falta de cariño. Que se figure lo que le parezca más acertado.

El resto de esta carta va dirigido a ti. Contéstame, ante todo, a dos preguntas:

La primera es ésta: ¿Cómo te las arreglabas para llevarte bien con todos cuando vivías aquí? Porque yo no encuentro el modo de entenderme con los que merodean.

La segunda pregunta me interesa mucho: Heathcliff, ¿es un ser humano? Y si lo es, ¿está loco? ¿O es un demonio? No hace falta que te explique los motivos de estas preguntas. Explícame tú, si puedes, cuando vengas a verme, qué clase de ser es este con el que me he casado. No me escribas, pero cuando vengas procura que Eduardo te dé algún recado para mí.

Te voy a contar la acogida que me han hecho en las Cumbres, mi nueva casa, al parecer. Te lo cuento por entretenerme, no para quejarme de tales o cuales faltas de comodidad. ¡Si esto fuera lo único que hubiera de malo y lo demás no existiera, creo que me pondría a bailar de júbilo!

Cuando terminábamos de cruzar los pantanos, ya se ponía el sol: debían ser sobre las seis. Heathcliff perdió media hora en inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual ya era de noche cuando nos apeamos en el patio enlosado de la quinta. Vuestro antiguo criado, José, salió a recibirnos de un modo que habla muy alto de su cortesía. Lo primero que hizo fue levantar hasta la altura de mi rostro la bujía que llevaba en la mano, esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio inferior y volverla espalda. Después se hizo cargo de los caballos, los llevó a la cuadra y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior, como si moráramos en un castillo antiguo.

Heathcliff habló un rato con él, y yo entretanto entré en la cocina, que es una especie de sucia cueva que probablemente no conocerías si volvieras a verla, pues ha cambiado mucho. Cerca del fuego estaba un niño robusto, con aspecto de pilluelo, algo parecido a Catalina en los ojos y la boca.

«Debe de ser el sobrino de Eduardo —pensé—,y, por tanto, es pariente mío hasta cierto punto. Así que debo darle la mano y besarle. Procuremos establecer desde el principio relaciones amistosas en esta casa» Me acerqué a él y, tratando de cogerte la mano, le dije:

—¿Cómo estás, queridito? Él me replicó unas palabras ininteligibles.

—¿Vamos a ser amigos, Hareton? —agregué.

Me contestó con un juramento, y añadió la amenaza de azuzar a Tragón contra mí sino me marchaba.

—¡Arriba, Tragón—gritó el desventurado al perro, que estaba en un rincón. Y añadió, mirándome:

—¿Qué? ¿Te marchas?

El instinto de conservación me hizo complacerle. Salí y esperé a que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado alguno, y José, a quien le pedí que me acompañase a mi cuarto, contestó:

—¡Cha,cha,cha...! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta manera? ¡Qué cháchara! ¡Cualquiera la entiende!

—¡Digo que me acompañe a la casa! —grité, creyendo que sería sordo, y bastante enojada de su grosería.

—¡Quia! Tengo cosas más importantes que hacer.

Y continuó ocupándose en sus menesteres, moviendo las mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi rostro. Creo que tanto como el primero tenía de bonito debía tener el segundo de apenado.

Di la vuelta al patio, y llegué a otra puerta, a la que llamé, esperando que apareciese algún criado más servicial. Al poco rato abrió un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía un aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que caían hasta sus hombros desfiguraba su semblante. Sus ojos parecían una copia de los de Catalina.

—¿Qué quiere? –me preguntó. —¿Quién es usted?

—Mi nombre de soltera era Isabel Linton —repuse. —Ya me conoce usted. Me he casado hace poco con el señor Heathcliff, que es quien me ha traído aquí, supongo que con el consentimiento de usted.

—¿De manera que él ha vuelto? —preguntó el solitario, con un repentino fulgor en su mirada de lobo hambriento.

—Sí—dije—, pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando quise entrar, su hijo me ahuyentó azuzando un perro contra mí.

—¡Veo que el maldito villano ha cumplido su palabra! —rezongó el hombre, mirando tras de mí como si buscase a Heathcliff.

Ya me arrepentía de haber llamado a aquella puerta, y me disponía a marcharme, cuando él me mandó pasar y cerró la puerta con llave. En la habitación había un gran fuego, que constituía la única iluminación de la estancia. El suelo era de un sucio tono grisáceo, y los platos, que siendo yo niña me llamaban tanto la atención por su brillo, estaban cubiertos de polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la doncella para que me llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó contestarme. Se paseaba con las manos en los bolsillos, completamente ajeno a mi presencia al parecer, y tal era su profunda abstracción y tan misantrópico aspecto presentaba, que no me atrevía a importunarle una vez más.

No te asombrarás, Elena, de que te diga que me sentí muy triste en aquel hogar inhospitalario, mil veces peor que la soledad, y, sin embargo, situado a sólo seis kilómetros de mi antigua y agradable casa, donde habitan las únicas personas a quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar de seis kilómetros nos separara el Océano. Un abismo infranqueable, en todo caso...

La pena que más me angustiaba era la de no tener a quien recurrir para hallar un amigo o a un aliado contra Heathcliff. Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a Cumbres Borrascosas para no tener que estar sola con él, pero sabía ya cómo era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en nuestros asuntos.

Durante un largo y angustioso rato permanecí entregada a mis reflexiones. Sonaron las ocho, las nueve, y mi acompañante continuaba entregado a su paseo, inclinando la cabeza sobre el pecho y guardando absoluto silencio, excepto alguna amarga exclamación que se le escapaba de cuando en cuando. Procuré escuchar con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna mujer, y me sentí embargada de tan lúgubres angustias y tan dolorosos pensamientos, que al fin no pude contener una crisis de llanto. Ni yo misma me di cuenta de cuánta era mi aflicción hasta que Earnshaw, sorprendido, se paró ante mí. Aprovechando aquel momento, exclamé:

—Estoy fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decir me dónde está la doncella para ir a buscarla, ya que ella no viene a buscarme a mí?

—No tenemos doncella —repuso. —Tendrá usted que cuidarse a sí misma.

—¿Y dónde voy a dormir? —dije, sollozando.

La fatiga y la pena me habían hecho perder ya hasta la dignidad.

—José le enseñará el cuarto de Heathcliff—contestó. —Abra la puerta y le hallará allí.

Cuando iba a obedecer, agregó con singular acento:

—Cierre la puerta con llave y cerrojo. No lo olvide.

—¿Por qué, señor Earnshaw? —inquirí, ya que la idea de encerrarme con Heathcliff a solas no me seducía.

—¡Mire esto! —contestó, sacando del bolsillo una pistola con una navaja de muelles de doble hoja unida alarma. —¿Verdad que constituye una tentación para un hombre desesperado? Pues no hay ni una sola noche que pueda dominar el deseo de ir a probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre abierta, es hombre perdido. Todas las noches lo hago inevitablemente, aunque antes no dejo de pensaren múltiples razones que me aconsejan no efectuarlo.

Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para desbaratar mis propios planes. Procure usted, si ama a Heathcliff, luchar contra este demonio, porque, cuando le llegue la hora, ni todos los ángeles del cielo reunidos podrían salvarle.

Examiné el arma con curiosidad, y un horrible pensamiento vino a mi mente: lo fuerte que yo me sentiría si tuviese semejante artefacto en mi poder. La expresión, no de asombro, sino de codicia que mi cara adoptó durante un segundo, asombró a aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo había cogido para examinarla, cerró la navaja y escondió el arma.

—No me importa que le hable de esto —dijo. —Puede ponerle en guardia y velar por él. Ya veo que sabe usted las relaciones que nos unen puesto que no se espanta del peligro que él corre.

—¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? — pregunté. —¿No valdría más decirle que se fuera?

—¡No! —gritó Earnshaw —Si trata de abandonarme, le mato. Intente usted persuadirle de hacerlo y será usted responsable de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin esperanza de recuperarlo? ¿Cree que voy a consentir que Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo devuelva todo, y luego le arrancaré su sangre, y después el diablo se apoderará de su alma. ¡Cuándo vaya al infierno, éste se volverá mil veces más horrible con su presencia!

Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo estaba, por lo menos, la noche pasada. Tal miedo me producía su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía agradable en comparación.

Reanudó sus silenciosos paseos, y yo entonces así el picaporte y corría la cocina. José atendía la lumbre, sobre la que había colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con sopa de avena. El contenido de la olla comenzaba a hervir, y él dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo. Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena, resolví cocinar algo que resultara comestible, ya que me sentía con apetito, y exclamé:

—Yo haré la sopa.

Le quité la vasija y comencé a despojarme de la ropa de montar.

–El señor Earnshaw —agregué— me ha dicho que debo cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remilgos, porque temo que me moriría de hambre.

—¡Dios mío! —profirió. —¡Si ahora que he conseguido acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que empezar a soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora, será cosa de marcharse! Creí que no tendría que salir nunca de esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo.

Me puse a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no pude por menos que suspirar al recordar las épocas en que tal trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de las venturas perdidas me angustiaba, y a mayor angustia, más vivamente agitaba el batidor y más deprisa caían en el agua los puñados de harina. José contemplaba furioso mi modo de cocinar.

—¡Qué barbaridad! —comentaba. —Te quedas sin sopa esta noche Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo echaría cazo y todo. Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería y así concluirá antes. ¡sí, hombre, sí! ¡Plaf! Me asombra que no se haya torcido el fondo del cacharro.

El preparado que vertía en los tazones era, en verdad lo confieso, menos que mediano. Había en la mesa cuatro tazones y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a los labios y comenzó a beber, vertiéndosele parte por las comisuras de la boca. Yo le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y que yo no la tomaría después de llevarse él el jarro a la boca. El viejo rufián se mostró muy enojado de mis escrúpulos, y me aseguró con insistencia que el chico valía tanto como yo y que estaba sano.

El chiquillo continuaba sorbiendo y babeando, y me miraba ceñudo, como si me desafiara.

—Me voy a cenara otro sitio —dije. —¿No hay aquí algo parecido a un salón.

—¿Salón? —se enojó José. —No; no hay salón. Si nuestra compañía no le conviene, tiene la de los amos, y si la de ellos no le gusta, la nuestra.

—Me voy arriba —repuse. —Enséñeme una habitación. Puse mi tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma.

El hombre se levantó a regañadientes y me acompañó al piso superior. Llegamos al desván y me fue mostrando sus distintas divisiones.

—Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una sopa —dijo. —En aquel rincón hay un montón de trigo limpio. De todos modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su elegante vestido.

El tal cuarto era una buhardilla donde olía a cebada y a trigo, y contra las paredes se apilaban los sacos.

—¡Vaya! —dije molesta. —No voy a dormir aquí. Muéstreme una alcoba.

—¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquella es la mía.

Y me señaló otro camaranchón sólo distinto del primero porque había en él una cama baja y grande, sin cortinas y con una colcha de color.

—Su alcoba no me interesa —dije. —Enséñeme la alcoba del señor Heathcliff.

—Haberlo dicho antes—replicó, como si le hubiese hablado de algo extraordinario. —Ya le hubiera contestado que no perdiera el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este hombre no permite el paso a nadie.

—¡Linda casa y magníficos habitantes! —repuse. —Ya veo que la quintaesencia de la locura humana invadió mi alma el día que me casé con ese hombre. En fin: no importa; otras habitaciones habrá. ¡Dese prisa y enséñeme algún sitio donde poder instalarme!

Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las trazas, debía de ser la mejor. Había una buena alfombra, aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel pintado que se caía a pedazos, una excelente cama de roble con cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía un aspecto descuidadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier manera, medio arrancadas de sus anillas, y la varilla metálica que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes arrastraban por el suelo. Las sillas estaban estropeadas y grandes desperfectos afeaban el empapelado de las paredes.

Me preparaba a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a mi torpe guía:

—Esta es la habitación del amo.

Entretanto, la cena se había enfriado, el apetito disipado, y se me había agotado la paciencia. Insistí violentamente en que se me diese un sitio donde descansar.

—¿Dónde demonios?...—comenzó el bendito viejo. —¡Dios me perdone! ¿Dónde demonios quiere instalarse usted? ¡Vaya una lata! Ya le he enseñado todo, menos el tabuco de Hareton. No hay en toda la casa otro sitio donde dormir.

Furiosa ya, tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después me senté en el rellano de la escalera y rompía llorar.

—¡Muy bien, señorita, muy bien! —dijo José. — Ahora, cuando el amo encuentre los restos de los cacharros, verá la que se arma. ¡Qué mujer tan necia! Merece usted no comer hasta Navidad, ya que ha arrojado al suelo el pan nuestro de cada día. Pero me parece que no le durarán mucho esos arrebatos. ¿Se figura que Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera otra cosa sino que la hubiera visto en este momento. Era bastante.

Mientras me reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y me dejó sumida en tinieblas.

Después de mi arranque de cólera, medité y comprendí que era preciso dominar mi orgullo y procurar no excitarme. Encontré un auxiliar imprevisto en tragón, al que no tardé en reconocer como hijo de nuestro viejo Espía. De cachorrillo había estado en la Granja, y mi padre se lo había regalado al señor Hindley. Debió de conocerme, porque me frotó la nariz con su hocico como saludo, y luego empezó a comerse la sopa derramada, mientras yo andaba por los peldaños cogiendo los cacharros que tirara y limpiando con el pañuelo las manchas de leche de la barandilla.

Estábamos terminando la faena cuando sentimos los pasos de Earnshaw en el corredor. El perro encogió el rabo y se acurrucó contra la pared. Yo me deslicé por la puerta más cercana. El ruido de una caída escaleras abajo y varios aullidos lastimeros me hicieron comprender que el perro no había podido esquivar el encuentro. Earnshaw no me vio; fui más afortunada. Pero un momento después llegó José con Hareton, en cuyo cuarto yo me había refugiado, y me dijo:

—Creo que ya está la casa vacía. Queda sitio para las dos: usted y su soberbia. Ocúpelo y permanezca con el que todo lo ve y todo lo sabe y no desprecie ni aun las malas compañías.

Me acomodé en una silla al lado del fuego, y a poco me dormí profundamente. Pero mi sueño, aunque agradable, duró muy poco. Heathcliff, al llegar, me despertó y me preguntó amablemente qué hacía allí. Le dije que no me había acostado todavía porque él tenía en el bolsillo la llave de nuestro cuarto. La expresión de nuestro le ofendió inmensamente, juró que no era ni sería jamás mío y dijo...

Pero te hago gracia de su lenguaje y de su comportamiento habitual. Él procura excitar mi odio por todos los medios. Su modo de obrar me produce a veces una estupefacción que me hace olvidar el temor que siento. Y eso que un tigre o una serpiente venenosa no me atemorizarían más que él. Me habló de la enfermedad de Catalina y culpó a mi hermano de ser el causante de ella, agregando que me consideraba como si yo fuese el propio Eduardo a efectos de vengarse...

¡Le odio! ¡Qué desgraciada soy y qué necia he sido! Pero no hables en casa de todo esto. Te espero con afán. No faltes.

Isabel»

CAPITULO CATORCE

En cuanto leí aquella carta fui a ver al amo, y le dije que su hermana estaba en Cumbres Borrascosas y que me había escrito interesándose por Catalina, manifestándome que tenía interés en verle a él y que deseaba recibir alguna indicación de haber sido perdonada.

—Nada tengo que perdonarle —repuso Linton. —Vete a verla, si quieres, y dile que no estoy enfadado, sino entristecido, porque pienso, además, que es imposible que sea feliz. Pero que no espere que voy a ir a verla. Nos hemos separado para siempre. Sólo me haría rectificar si el villano con quien se ha casado se marchara de aquí.

—¿Por qué no le escribe unas líneas? —insinué, suplicante.

—Porque no quiero tener nada de común con la familia de Heathcliff —respondió.

Aquella frialdad me deprimió infinitamente. En todo el tiempo que duró mi camino hacia las Cumbres no hice más que pensar en la manera de repetir, suavizadas, a Isabel las palabras de su hermano. Se diría que ella había estado esperando mi visita desde primera hora. Al subir por la senda del jardín la distinguí detrás de una persiana y le hice una señal con la cabeza; pero ella desapareció, como si desease que no se la viera. Entré sin llamar. Aquella casa, antes tan alegre, ofrecía un lúgubre aspecto de desolación. Creo que yo, en el caso de mi señora, hubiera procurado limpiar algo la cocina y quitar el polvo de los muebles; pero el ambiente se había apoderado de ella. Su hermoso rostro estaba des—cuidado y pálido, y tenía despeinados los cabellos. Al parecer, no se había arreglado la ropa desde el día anterior.

Hindley no estaba. Heathcliff se hallaba sentado ante una mesa revolviendo unos papeles de su cartera. Al verme, me saludó con amabilidad y me ofreció una silla. Era el único que tenía buen aspecto en aquella casa; creo que mejor aspecto que nunca. Tanto había cambiado la decoración, que cualquier forastero le habría tomado a él por un auténtico caballero y a su esposa por una vulgar pordiosera.

Isabel se adelantó impacientemente hacia mí, alargando la mano como si esperase recibir la carta que aguardaba que le escribiese su hermano. Volví la cabeza negativamente. A pesar de todo, me siguió hasta el mueble donde fui a poner mi sombrero, y me preguntó en voz baja si no traía algo para ella.

Heathcliff comprendió el objeto de sus evoluciones, y dijo:

—Si tienes algo que dar a Isabel, dáselo, Elena. Entre nosotros no hay secretos.

—No traigo nada —repuse, suponiendo que lo mejor era decir la verdad. —Mi amo me ha encargado que diga a su hermana que, por el momento, no debe contar con visitas ni cartas suyas. Le envía la expresión de su afecto, le desea que sea muy feliz y le perdona el dolor que le causó. Pero entiende que debe evitarse toda relación que, según dice, no valdría la pena.

La señora Heathcliff volvió a sentarse junto a la ventana. Sus labios temblaban ligeramente. Su esposo se sentó a mi lado y comenzó a hacerme preguntas relativas a Catalina.

Traté de contarle solamente lo que me pareciera oportuno, pero él logró averiguar casi todo lo relativo al origen de la enfermedad. Censuré a Catalina como culpable de su propio mal, y acabé manifestando mi opinión de que el propio Heathcliff seguiría el ejemplo de Linton y evitaría todo contacto con la familia.

—La señora Linton ha comenzado a convalecer —terminé —; pero, aunque ha salvado la vida, no volverá nunca a ser la Catalina de antes. Si tiene usted afecto hacia ella, no debe interponerse más en su camino. Más le diré: creo que debería usted marcharse de la comarca. La Catalina Linton de ahora no se parece a la Catalina Earnshaw de antes. Tanto ha cambiado, que el hombre que vive con ella sólo podrá hacerlo recordando lo que fue anteriormente y en nombre del deber.

—Posible es —respondió Heathcliff— que tu amo no sienta otros impulsos que los del deber hacia su esposa. Pero ¿crees que dejaré a Catalina entregada a esos sentimientos? ¿Crees que mi cariño a Catalina es comparable con el suyo? Antes de salir de esta casa, has de prometerme que me proporcionarás una entrevista con ella. De todos modos, la veré, quieras o no.

—Ni usted debe hacerlo —contesté— ni podrá nunca contar conmigo para ello. La señora no resistirá otro choque entre usted y el señor.

—Tú puedes evitarlo —repuso él—, y, en último caso, si fuera así, me parece que habría motivos para apelar a un recurso extremo. ¿Crees que Catalina sufriría mucho si perdiese a su marido? Sólo me contiene el temor de la pena que ello pudiera causarle. Ya ves lo diferentes que son nuestros sentimientos. De haber estado él en mi lugar y yo en el suyo, jamás hubiera osado alzar mi mano contra él. Mírame con toda la incredulidad que quieras, pero es así. Jamás le hubiera arrojado de su compañía mientras ella le recibiera con satisfacción. Ahora que, apenas hubiera dejado de mostrarle afecto, ¡le habría arrancado el corazón y bebido su sangre! Pero hasta ese momento me hubiera dejado descuartizar antes que tocar un cabello de su cabeza.

—Sí —le interrumpí—; pero da la impresión de que le tiene sin cuidado a usted deshacer toda esperanza de curación volviendo a producirle nuevos disgustos con su presencia.

—Bien sabes, Elena —contestó—, que no me ha olvidado. Te consta que por cada pensamiento que dedica a Linton a mí me dedica mil. Sólo dudé un momento, al volver este verano. Pero únicamente hubiera confirmado tal idea si Catalina me declarase que era verdad. Y en ese caso no existirían ya, ni Linton, ni Hindley, ni nada... Mi existencia sin ella sería un infierno. Pero fui un estúpido al suponer, aunque fuese por un solo momento, que ella preferiría el afecto de Eduardo Linton al mío. Si él la amase con toda la fuerza de su alma mezquina, no la amaría en ochenta años tanto como yo en un día. Y Catalina tiene un corazón como el mío. Antes se podría meter el mar en un cubo que el amor de ella pudiera reducirse a él. Le quiere poco más que a su perro o a su caballo. No le amará nunca como a mí. ¿Cómo va a amar en él lo que no existe?

—Catalina y Eduardo se quieren tanto como cualquier otro matrimonio —exclamó bruscamente Isabel. Nadie posee el derecho de hablar de esta manera, y no te consentiré que desprecies a mi hermano en presencia mía.

—También a ti tu hermano te quiere mucho, ¿no? —comentó Heathcliff despreciativamente. Mira cómo se apresura a dejarte abandonada a tu propia suerte.

—Él ignora cuánto sufro —dijo ella. No se lo he contado.

—Eso quiere decir que le has contado algo.

—Le escribí para anunciarle que me casaba. Tú mismo viste la carta.

—¿No has vuelto a escribirle?

—No.

—Me duele ver lo desmejorada que está la señorita —intervine yo. —Se ve que le falta el amor de alguien, aunque no esté yo autorizada para decir de quién.

—Me parece —repuso Heathcliff— que el amor que le falta es el amor propio. ¡Está convertida en una verdadera fregona! Se ha cansado enseguida de complacerme. Aunque te parezca mentira, el mismo día de nuestra boda ya estaba llorando por volver a su casa. Pero precisamente por lo poco limpia que es, se sentirá a sus anchas en esta casa, y ya me preocuparé yo de que no me ridiculice escapándose de ella.

—Debía usted pensar, señor —repliqué—, que la señora Heathcliff está acostumbrada a que la atiendan y cuiden, ya que la educaron, como hija única que era, en medio de mimos y regalos. Usted debe proporcionarle una doncella y la debe tratar con benevolencia. Piense usted lo que piense sobre Eduardo, no tiene derecho a dudar del amor de la señorita, ya que, de otro modo, no hubiese abandonado, para seguirle, las comodidades que la rodean ni hubiese dejado a los suyos para acompañarle a este horrible desierto.

—Si abandonó su casa —argumentó él— fue porque creyó que era un héroe de novela y esperaba toda clase de cosas de mi caballeresca pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se comporta respecto a mi carácter y tales ideas se ha formado sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero empieza a conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería fascinarme al principio, y noto que disminuye la incapacidad que padecía de comprender que yo hablaba en serio cuando expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar que no la amaba tuvo que hacer un inmenso esfuerzo de imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de hacérselo comprender. Pero, en fin, lo ha comprendido mal o bien, puesto que esta mañana me dio la admirable prueba de talento de manifestarme que he logrado conseguir que ella me aborrezca. ¡Te garantizo que ha sido un trabajo digno de Hércules! Si cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya, Isabel, ¿has dicho la verdad? ¿Estás segura de que me odias? Sospecho que ella hubiera preferido que yo me comportara ante ti deshecho en dulzura, porque la pura verdad ofende su soberbia. Me tiene sin cuidado. Ella sabe que el amor no era mutuo. Jamás la engañé a este respecto. No dirá que le haya dado ni una prueba de amor. Lo primero que hice cuando salimos de la Granja juntos fue ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyó expresar claramente mi deseo de ahorcar a todo cuanto se relacionara con los Linton, excepto un solo ser. Quizá creyera que la excepción se refería a ella misma y le tuviera sin cuidado que se hiciera mal a todos los demás, con tal que su valiosa persona quedase exenta de daño. Y dime, ¿no constituye el colmo de la mentecatez de esta despreciable mujer el suponer que yo podría llegar a amarla? Puedes decir a tu amo, Elena, que jamás he tropezado con nadie más abyecto que su hermana. Deshonra hasta el propio nombre de los Linton. Alguna vez he intentado suavizar mis experimentos para probar hasta dónde llegaba su paciencia, y siempre he visto que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí. Agrega, para tranquilidad de su fraternal corazón, que me mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la ley. Hasta el presente he evitado todo pretexto que le valiera para pedir la separación aunque, si quiere irse, no seré yo quien me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no compensa el disgusto de tener que soportar su presencia.

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Umfang:
5250 S.
ISBN:
9782380374124
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Rechteinhaber:
Bookwire
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