Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 943

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—¿Y cuál es tu culpa?

—No hablemos de eso por ahora, Cary. Es tal mi abatimiento que no tengo fuerzas para abordar esa cuestión. ¿Te acompañó la señora Pryor en tu enfermedad?

—Sí —Caroline sonrió alegremente—. ¿Sabes ya que es mi madre?

—Sí, me lo dijo Hortense, pero también esa historia quiero oírla de tus labios. ¿Te hace feliz?

—¿Quién, mamá? No podría expresar cuánto la quiero. Ella fue mi sostén en mis peores horas.

—Merezco oírte decir eso en un momento en el que apenas puedo llevarme la mano a la cabeza. Lo merezco.

—No era un reproche.

—Es como si me echaran brasas ardiendo sobre la cabeza, igual que cada una de las palabras que me diriges y cada una de las expresiones que iluminan tu dulce rostro. Acércate más, Lina, y dame la mano… si mis dedos escuálidos no te asustan.

Caroline tomó esos delgados dedos entre sus manos menudas, inclinó la cabeza et les effleura de ses lèvres (lo escribo en francés porque el verbo effleurer es una palabra exquisita). Moore se sintió sumamente conmovido: dos lagrimones rodaron por sus mejillas hundidas.

—Guardaré estas cosas en mi corazón, Cary. Este beso lo recordaré y volverás a oír hablar de él algún día.

—¡Salga! —exclamó Martin, abriendo la puerta—. Váyase; ha estado veinte minutos en lugar de un cuarto de hora.

—No se moverá de aquí todavía, pedazo de tonto.

—No me atrevo a quedarme más tiempo, Robert.

—¿Me prometes que volverás?

—No, no puede prometérselo —replicó Martin—. Esto no debe convertirse en una costumbre. No quiero que me causen problemas. Una vez ha sido suficiente, no permitiré que se repita.

—¡Que no permitirá que se repita, dice!

—¡Calla! No le hagas enfadar. No podríamos habernos visto hoy de no ser por él. Pero volveré, si es lo que tú deseas.

—Es lo que deseo, es mi único deseo, casi el único que puedo sentir.

—Salga inmediatamente. Mi madre ha tosido, se ha levantado, ha puesto los pies en el suelo. Imagine lo que puede pasar si la encuentra aunque sea en la escalera, señorita Caroline; no hay despedida que valga —se interpuso entre Moore y ella—, tiene que marcharse.

—Mi chal, Martin.

—Lo tengo. La ayudaré a ponérselo cuando lleguemos al vestíbulo.

Martin obligó a los dos primos a separarse, y no permitió otra despedida que la que podía expresarse con miradas. Hizo bajar la escalera a Caroline casi en volandas. En el vestíbulo le puso el chal alrededor de los hombros y, de no haber sido porque los pasos de su madre retumbaron en el piso de la galería y porque se lo impidió la falta de confianza en sí mismo y el natural y por lo tanto noble impulso de su corazón adolescente, habría reclamado su recompensa, habría dicho: «Ahora, señorita Caroline, a cambio de todo esto, deme un beso». Pero antes de que surgieran de sus labios estas palabras, Caroline había cruzado el camino nevado, rozando los montones de nieve más que sorteándolos.

—Está en deuda conmigo, y ha de pagarme.

Martin se consoló pensando que había sido la oportunidad y no la audacia lo que le había faltado; juzgó erróneamente su propia naturaleza, teniéndola por menos de lo que en realidad era.

CAPÍTULO XXXIV

UN CASO DE PERSECUCIÓN FAMILIAR.

UN EJEMPLO EXTRAORDINARIO

DE PERSEVERANCIA PIADOSA EN EL CUMPLIMIENTO

DE LOS DEBERES RELIGIOSOS

Tras haber probado el gusto de la aventura, Martin quería una segunda dosis; tras haber sentido la dignidad del poder, aborrecía la idea de renunciar a él. La señorita Helstone —esa chica que siempre le había parecido fea y cuyo rostro tenía ahora continuamente en la cabeza, día y noche, a oscuras y a la luz del sol— había estado por una vez a su alcance; le daba miedo pensar que esa visita tal vez no volviera a repetirse.

Aunque era todavía un adolescente, no era un adolescente común: estaba destinado a ser único. Unos años más tarde hizo grandes esfuerzos por refinarse y adaptarse al patrón del resto del mundo, pero nunca lo logró: siempre estuvo marcado por la originalidad. Se encontraba ahora sentado en su pupitre de la escuela, dándole vueltas al modo de añadir un nuevo capítulo a su recién iniciado idilio: aún no sabía cuántos de estos idilios que se inician están condenados a no pasar jamás del primer o, como mucho, del segundo capítulo. El medio día de fiesta del sábado lo pasó en el bosque con su libro de cuentos de hadas y ese otro libro no escrito de su imaginación.

Martin abrigaba una impía resistencia al domingo. Cuando llegaba ese sagrado día, sus padres —pese a rechazar la comunidad con la Iglesia oficial— no dejaban de llenar su largo banco de la iglesia de Briarfield con todos sus retoños. En teoría, el señor Yorke equiparaba todas las sectas y religiones; para la señora Yorke, la palma se la llevaban moravos y cuáqueros, por la corona de humildad que ostentaban tales proceres. Sin embargo, jamás se los había visto poner los pies en una de sus reuniones.

A Martin, digo, no le gustaban los domingos, porque el servicio religioso de la mañana era largo y por lo general el sermón no era de su agrado. Aquel sábado por la tarde, empero, sus meditaciones en el bosque lo llevaron a ver en el día siguiente un encanto que antes no tenía.

El nuevo día trajo consigo una intensa nevada, tan intensa que la señora Yorke anunció durante el desayuno su convicción de que era mejor que tanto los niños como las niñas se quedaran en casa, y su decisión de que, en lugar de ir a la iglesia, debían sentarse en silencio durante dos horas en la salita de atrás, mientras Rose y Martin se turnaban para leer una serie de sermones de John Wesley. Dado que era reformista y agitador, John Wesley gozaba del favor de la señora Yorke y de su marido.

—Rose hará lo que le venga en gana —dijo Martin, sin alzar la vista del libro que, según su costumbre, entonces y en su vida futura, leía mientras desayunaba su pan con leche.

—Rose hará lo que se le ordene, y Martin también —dijo su madre.

—Yo voy a la iglesia.

Ésta fue la réplica del hijo, con el inefable sosiego de un auténtico Yorke que sabe lo que quiere y pretende imponer su voluntad y que, puesto entre la espada y la pared, se dejará matar siempre que no halle el modo de librarse, pero no cederá jamás.

—Con este tiempo no es recomendable —dijo el padre.

No hubo respuesta; el estudioso joven siguió leyendo; lentamente partió el pan y se tomó la leche.

—Martin detesta ir a la iglesia, pero aún detesta más obedecer —dijo la señora Yorke.

—¿Debo suponer que es por pura perversidad?

—Sí, en efecto.

—No, madre, no lo es.

—¿Por qué es entonces?

—Por una combinación de motivos, cuya complejidad estoy tan poco dispuesto a explicarte como a abrirme en canal para mostrar la maquinaria interna de mi cuerpo.

—¡Escuchad a Martin! ¡Oídle hablar! —exclamó el señor Yorke—. A este hijo mío acabaré viéndolo en la magistratura. La Naturaleza le reserva el destino de vivir de su labia. Hesther, tu tercer hijo será abogado, sin duda; tiene todo lo que hace falta: descaro, engreimiento y palabrería, palabrería y más palabrería.

—Pásame un poco de pan, Rose, por favor —pidió Martin con gran gravedad, serenidad y flema.

El muchacho tenía una voz de por sí baja y quejumbrosa y que, en sus momentos «tercos», apenas pasaba de ser un susurro de señorita. Cuanto más obstinado e inflexible era su estado de ánimo, más suave y lastimero era su tono. Tocó la campanilla y pidió amablemente sus chanclos.

—Pero, Martin —insistió su progenitor—, hay tanta nieve en el camino que hasta a un hombre le costaría andar. Sin embargo, muchacho —continuó, viendo que su hijo se levantaba cuando la campana de la iglesia empezaba a sonar—, en este caso, no voy a frustrar tu empecinada voluntad. Ve a la iglesia. El viento es cortante y cae una fría aguanieve, además del grueso manto que tendrás bajo los pies. Vete, ya que prefieres eso a un buen fuego.

Martin se puso tranquilamente el abrigo, la bufanda y la gorra, y salió sin prisas.

«Mi padre tiene más sentido común que mi madre —pensó—. ¡Cuánta falta les hace a las mujeres! Clavan las uñas en la carne pensando que las hunden en una piedra insensible».

Llegó a la iglesia temprano.

«Bueno, si el tiempo la asusta (y estamos en medio de una auténtica tormenta de diciembre), o si la señora Pryor no la deja salir y no consigo verla, me enfadaré. Pero, con tormenta o con tornado, con granizo o con hielo, tiene que venir, y si tiene un cerebro digno de sus ojos y sus facciones, vendrá. Vendrá con la esperanza de verme, igual que yo he venido con la esperanza de verla a ella. Querrá saber algo de su condenado enamorado, igual que yo quiero probar de nuevo lo que me parece la esencia de la vida: un sorbo de existencia que conserva el espíritu sin que se haya evaporado. La aventura es al estancamiento lo que el champán a la insípida cerveza negra».

Miró a un lado y a otro. La iglesia estaba fría, silenciosa y vacía casi por completo; tan sólo había una anciana además de él. A medida que el carillón dejaba de sonar y la única campana repicaba lentamente empezaron a llegar, uno tras otro, los ancianos feligreses que ocupaban su humilde posición en los bancos gratuitos. Son siempre los más frágiles, los más viejos y pobres los que desafían el peor tiempo para probar y mantener su fidelidad a la querida y vieja madre Iglesia. Aquella tempestuosa mañana no asistió ninguna de las familias opulentas, no apareció ni un solo carruaje; todos los bancos forrados y con cojines estaban vacíos; sólo en los asientos de roble desnudo se alineaban los ancianos de cabellos grises y los pobres.

—La despreciaré, si no viene —musitó Martin rotundamente y con rabia. El sombrero de teja del rector había pasado por delante del pórtico. El señor Helstone y su sacristán estaban en la sacristía.

Cesó el sonido de la campana; en el atril se colocó el libro; se cerraron las puertas; comenzó el servicio: el banco de la rectoría seguía vacío; ella no estaba en él; Martin la despreció.

«¡Criatura indigna! ¡Criatura insípida! ¡Saco de palabras huecas! ¡Es como todas las demás chicas: débil, egoísta y superficial!».

Tal era la liturgia de Martin.

«No es como nuestro retrato; sus ojos no son grandes ni expresivos; su nariz no es recta ni delicada, ni helénica; su boca no tiene ese encanto que yo le había atribuido, que yo imaginaba que podía aliviar mi tristeza cuando estoy de peor humor. ¿Qué es? Una percha, una muñeca, un juguete: una chica, en definitiva».

Tan absorto estaba el joven cínico que olvidó levantarse en el momento indicado, y siguió arrodillado en ejemplar actitud de devoción cuando —terminada la letanía— se atacó el primer himno. Verse así sorprendido no contribuyó a apaciguar su ánimo: se levantó rojo como la grana (pues era tan susceptible al ridículo como cualquier jovencita). Para empeorar las cosas, la puerta de la iglesia había vuelto a abrirse y los pasillos empezaban a llenarse: unos pasos ligeros; cien pies menudos entraron apresuradamente. Eran los alumnos de la escuela dominical. Siguiendo la costumbre de Briarfield durante el invierno, los niños esperaban en una habitación donde había una estufa caliente y los llevaban a la iglesia justo antes del salmo y el sermón.

Los más pequeños se instalaron primero y, por fin, cuando los niños y niñas estuvieron todos sentados —cuando el sonido del órgano subía y el coro y la congregación se levantaban para elevar las notas del salmo— entró silenciosamente una clase de jovencitas, cerrando la procesión. Cuando también ellas estuvieron sentadas, su maestra ocupó el banco de la rectoría. Martin conocía aquella capa gris azulada y el pequeño sombrero de castor: era precisamente el atuendo que su mirada anhelaba captar. La señorita Helstone no había permitido que la tormenta fuera un impedimento; al final, había ido a la iglesia. Seguramente Martin susurró su satisfacción a su libro de himnos; en cualquier caso, hundió su rostro en él durante dos minutos.

Satisfecho o no, tuvo tiempo de encolerizarse de nuevo con ella antes de que terminara el sermón; la señorita Helstone no le había mirado ni una sola vez; al menos, no había tenido la suerte de interceptar una mirada.

«Si no se fija en mí —pensó—, si demuestra que no estoy en sus pensamientos, tendré peor opinión que nunca de ella. Sería de lo más despreciable que hubiera venido por esos colegiales con cara de borrego de la escuela dominical y no por mí o por ese esqueleto larguirucho de Moore».

El sermón llegó a su término; se dio la bendición; la congregación se dispersó; la señorita Helstone no se había acercado en ningún momento.

Cuando Martin emprendió el regreso a casa, notó, ahora sí, que el aguanieve era realmente intenso y el viento del este realmente frío.

El camino más corto atravesaba unos campos; era peligroso, porque la nieve estaba sin pisar; no le importó; lo cogería igual. Junto a la segunda cerca con escalera se alzaba un bosquecillo. ¿Era un paraguas lo que esperaba allí? Sí, un paraguas que se sostenía con dificultad bajo la ventisca. Detrás del paraguas ondeaba una capa gris azulada. Martin sonrió al tiempo que subía esforzadamente la empinada cuesta cubierta de nieve, tan difícil para el pie como una pendiente en las regiones superiores del Etna. Su rostro tenía una expresión inimitable cuando, al llegar a la escalera, se sentó en ella, impasible, e inició una conversación que, por su parte, estaba dispuesto a prolongar indefinidamente.

—Creo que sería mejor que hiciera un trato: cámbieme por la señora Pryor.

—No estaba segura de que fuera a venir por este camino, Martin, pero he decidido arriesgarme. Ni en la iglesia ni en el cementerio se puede hablar en privado.

—¿Está de acuerdo? ¿Mandaría a la señora Pryor con mi madre, y me pondría a mí en su papel?

—¡Como si le entendiera! ¿Cómo se le ha metido la señora Pryor en la cabeza?

—Usted la llama «mamá», ¿no es así?

—Es mi madre.

—Imposible; una madre tan poco eficiente, tan descuidada; yo sería cinco veces mejor. Puede usted reírse; no pongo objeciones a verla reír: sus dientes… detesto los dientes feos, pero los suyos son tan bonitos como un collar de perlas, un collar incluso con las perlas más blancas y más regulares.

—Martin, ¿a qué viene eso? Creía que los Yorke no hacían jamás cumplidos.

—No los han hecho hasta esta generación, pero yo me siento como si mi vocación fuera a llegar a ser una nueva variedad de la especie Yorke. Estoy cansado de mis propios antepasados; tenemos tradiciones que se remontan a cuatro siglos: historias de Hiram, que fue hijo de Hiram, que fue hijo de Samuel, que fue hijo de John, que fue hijo de Zerubbabel Yorke. Todos, desde Zerubbabel hasta el último Hiram, fueron tal como usted ve a mi padre. Antes de eso hubo un Godfrey; tenemos su retrato, está colgado en la habitación de Moore: es igual que yo. De ese personaje no sabemos nada, pero estoy seguro de que era diferente de sus descendientes: tiene los largos cabellos negros y rizados; viste con pulcritud de caballero. Habiendo dicho antes que es igual que yo, no es necesario que añada que es apuesto.

—Usted no es apuesto, Martin.

—No, pero espere un poco, deme tiempo. Tengo intención de empezar a cultivarme, a refinarme, desde hoy mismo, y ya veremos.

—Es un muchacho muy extraño, Martin, pero no crea que llegará a ser apuesto: no puede.

—Pienso intentarlo. Pero estábamos hablando de la señora Pryor; debe de ser la madre más desnaturalizada que existe para dejar que su hija salga a la intemperie con este tiempo. La mía se ha enfadado de veras porque he querido ir a la iglesia; ha estado a punto de lanzarme el escobón de la cocina.

—Mamá estaba muy preocupada por mí, pero me temo que he sido más obstinada que ella: tenía que salir.

—¿Para verme a mí?

—Exactamente. No pensaba en otra cosa. Temía que la nieve le impidiera venir. No sabe lo que me he alegrado al verlo solo en el banco.

—He ido para cumplir con mi deber y dar un buen ejemplo a la parroquia. Así que ha sido obstinada, ¿verdad? Me gustaría verla en uno de esos momentos, ya lo creo que sí. ¿No conseguiría yo imponerle disciplina si fuera su dueño? Déjeme sostenerle el paraguas.

—No puedo quedarme ni dos minutos; la comida en la rectoría debe de estar ya lista.

—Y también la nuestra, y siempre comemos platos calientes los domingos. Hoy será ganso asado con pastel de manzana y pudín de arroz. Siempre me las arreglo para saber cuál será el menú. Bien, todos esos platos me entusiasman, pero me sacrificaré, si usted también lo hace.

—Nosotros tendremos una comida fría: mi tío no permite que se cocine especialmente el día del Señor. Pero debo regresar; se armaría un gran revuelo en casa si no apareciera.

—¡También en Briarmains, por Dios! Ya me parece oír a mi padre enviando al capataz y a cinco de sus tintoreros en seis direcciones diferentes para que busquen el cuerpo de su hijo pródigo en la nieve, y a mi madre arrepintiéndose de los muchos agravios que me ha infligido, ahora que ya no estoy.

—Martin, ¿cómo está el señor Moore?

—Para eso ha venido, sólo para hacer esa pregunta.

—Vamos, dígamelo ya.

—¡Que lo cuelguen! No está peor, pero lo tratan tan mal como siempre, enjaulado, encerrado y solo. Quieren convertirlo en un idiota o en un maníaco, y que lo declaren loco. Horsfall lo mata de hambre; ya vio lo delgado que estaba.

—Fue muy bueno el otro día, Martin.

—¿Qué día? Yo soy siempre bueno, un modelo.

—¿Cuándo volverá a serlo?

—Ya veo lo que pretende, pero no conseguirá engatusarme. Yo no soy ningún gato.

—Pero debe hacerse; es absolutamente correcto y necesario.

—¡Cómo abusa de mí! Recuerde que fui yo el que lo hizo todo la otra vez por propia voluntad.

—Y volverá a hacerlo.

—No. Todo ese asunto me dio demasiados quebraderos de cabeza. Me gusta la tranquilidad.

—El señor Moore quiere verme, Martin, y yo quiero verlo a él.

—Lo supongo —con frialdad.

—Es una crueldad que su madre excluya a los amigos.

—Dígaselo a ella.

—A sus propios parientes.

—Vaya y écheselo en cara.

—Sabe perfectamente que no se conseguiría nada. Bueno, no cejaré en mi empeño. Tengo que verlo y lo veré. Si usted no me ayuda, me las arreglaré sola.

—Hágalo; no hay nada como la confianza en uno mismo y no depender de nadie más.

—Ahora no tengo tiempo de discutir, pero creo que es usted irritante. Buenos días.

Así se fue la señorita Helstone, con el paraguas cerrado, pues no podía sujetarlo contra el viento.

«No es insulsa, no es superficial —se dijo Martin—. Será interesante observar cómo se desenvuelve sin ayuda. Aunque la tormenta no fuera de nieve, sino de fuego, como el que cayó para arrasar las ciudades de la llanura, ella la arrostraría con tal de conseguir hablar cinco minutos con ese Moore. Bueno, creo que he disfrutado de una mañana placentera: las decepciones han servido para pasar el tiempo; los miedos y arrebatos de ira han hecho que esta corta conversación haya sido más agradable cuando se ha producido al fin. Ella esperaba convencerme en seguida. No lo va a conseguir a la primera; tendrá que venir una y otra y otra vez. Me gustaría enfurecerla, hacerla llorar; quiero descubrir hasta dónde estaría dispuesta a llegar, qué se atrevería a hacer, para imponer su voluntad. Me parece extraño y novedoso encontrar a un ser humano que piensa tanto en otro como ella piensa en Moore. Pero es hora de volver a casa; mi apetito me lo dice. ¿Voy yo a renunciar al ganso? Y veremos si hoy es Matthew o soy yo quien se lleva la tajada más grande del pastel de manzana».

CAPÍTULO XXXV

EN EL QUE SE HACEN CIERTOS PROGRESOS,

AUNQUE ESCASOS

Martin lo tenía todo bien pensado: había trazado un hábil plan para su divertimento particular, pero intrigantes más viejos y sabios que él están a menudo condenados a ver barridos proyectos mejor hilvanados por la súbita escoba del Destino, esa cruel ama de casa cuyo brazo colérico nadie puede dominar. En el caso presente, esa escoba estaba fabricada con las duras fibras de la terca resolución de Moore, firmemente atadas con el hilo de su voluntad. Empezaba a recobrar la fuerza y a hacer extraños progresos en detrimento de la señora Horsfall. Cada mañana asombraba a la matrona con algo nuevo. Primero, la liberó de sus deberes como ayudante de cámara: se vestiría solo. Después, rechazó el café que le llevaba: desayunaría con la familia. Finalmente, se negó a dejarla entrar en la habitación. El mismo día, en medio de las protestas de todas las mujeres de la casa, salió al aire libre. A la mañana siguiente fue con el señor Yorke a la oficina de contabilidad y solicitó que se enviara a alguien a Redhouse Inn a pedir un tílburi. Estaba decidido, dijo, a regresar al Hollow aquella misma tarde. En lugar de oponerse, el señor Yorke le hizo de cómplice: mandó ir en busca del tílburi, aunque la señora Yorke afirmó que eso sería la muerte de Moore. El tílburi llegó. Moore, parco en palabras, hizo hablar a su bolsa: expresó su gratitud a los sirvientes y a la señora Horsfall con el tintineo de sus monedas. Esta última aprobó y comprendió su lenguaje perfectamente, que reparaba toda contumacia previa; su paciente y ella se despidieron como los mejores amigos del mundo.

Una vez visitada y apaciguada la cocina, Moore se dirigió a la salita: tenía que aplacar a la señora Yorke, tarea que no resultaría tan fácil como pacificar a sus criadas. Allí estaba ella, sumida en una hosca ira, absortos sus pensamientos en las más sombrías especulaciones sobre la profundidad de la ingratitud del hombre. Moore se acercó y se inclinó sobre ella. Ella se vio obligada a alzar la vista, aunque fuera sólo para echarlo. Aún había belleza en los rasgos pálidos y consumidos del joven; había seriedad y una especie de dulzura —pues sonreía— en sus ojos hundidos.

—¡Adiós! —dijo y, cuando habló, su sonrisa resplandeció y se difuminó. Ya no tenía un dominio férreo sobre sus sentimientos: en su estado de debilidad, cualquier emoción insignificante se hacía patente.

—¿Y por qué nos abandona? —preguntó ella—. Nosotros le cuidaremos y haremos todo lo que nos pida, si se queda hasta que esté un poco más fuerte.

—¡Adiós! —repitió él, y añadió—: Ha sido usted como una madre para mí. Dele un abrazo a su obstinado hijo.

Como extranjero que era, le ofreció primero una mejilla y luego la otra: ella le dio sendos besos.

—¡Qué trastorno, qué carga he sido para ustedes! —musitó.

—¡Ahora sí que nos trastorna, joven testarudo! —fue la réplica—. ¿Quién va a cuidar de usted en la casa del Hollow? Su hermana Hortense sabe tanto de estas cosas como una niña.

—¡Gracias a Dios! Porque he tenido cuidados suficientes para toda la vida.

En aquel momento entraron las hijas de la señora Yorke: Jessie llorando, Rose tranquila, pero seria. Moore se las llevó al vestíbulo para consolarlas y darles un beso. Sabía que, por su carácter, la madre no soportaba ver que se prodigaban muestras de cariño a otra persona que no fuera ella misma: se habría enojado si Moore hubiera acariciado a un gatito en su presencia.

Los chicos estaban junto al tílburi cuando Moore se montó en él, pero de ellos no se despidió. Al señor Yorke se limitó a decirle:

—Por fin se libra de mí. Fue un disparo desafortunado para usted, Yorke; convirtió Briarmains en un hospital. Venga pronto a verme al Hollow.

Moore subió el cristal de la ventanilla; el tílburi emprendió la marcha. Al cabo de media hora Moore se bajaba frente al portillo de su jardín. Tras pagar al cochero y despedir el vehículo, se apoyó en ese portillo un instante para descansar y meditar a la vez.

«Hace seis meses salí por esta puerta —se dijo— como un hombre orgulloso, furioso y decepcionado. Vuelvo ahora más triste y más sabio; débil, pero no preocupado. Me rodea un mundo frío y gris, pero sereno. Un mundo del que, si bien poco espero, tampoco temo nada. No siento ya el terror a la vergüenza que antes me esclavizaba. Si llegara lo peor, puedo trabajar, igual que Joe Scott, para ganarme la vida honradamente. En ese destino funesto veo aún dificultades, pero no degradación. Antes, la ruina me parecía equivalente al deshonor. Ahora ya no: conozco la diferencia. La ruina es un mal, pero para ese mal estoy preparado; sé qué día llegará, pues lo he calculado. Aún puedo aplazarla seis meses, ni una hora más. Si cambian las cosas antes de esa fecha, lo que no es probable; si se libera nuestro negocio de las trabas que ahora parecen insolubles (de todas las cosas, la que menos probabilidades de suceder tiene), puede que todavía venza en esta larga contienda, puede que… ¡Dios bendito! ¿Qué no podría hacer? Pero la idea no es más que una locura pasajera. Seamos cuerdos. La ruina llegará; que caiga su hacha sobre las raíces de mi fortuna para cortarlas. Arrancaré un árbol joven, cruzaré el mar y lo plantaré en los bosques americanos. Louis vendrá conmigo. ¿No vendrá nadie más que Louis? No puedo decirlo… no tengo derecho a preguntarlo».

Entró en casa.

Era por la tarde y fuera todavía había luz. En el cielo crepuscular no había estrellas ni luna, pues, aunque la helada era tan intensa que ennegrecía la vegetación, el cielo llevaba una máscara de nubes congeladas y compactas. También el embalse de la fábrica estaba helado. El Hollow estaba sumido en un silencio absoluto; dentro ya era de noche. Sarah había encendido un buen fuego en el gabinete y preparaba el té en la cocina.

—Hortense —dijo Moore cuando su hermana se apresuró a ayudarle a quitarse la capa—. Estoy contento de volver a casa.

Hortense no se dio cuenta de la singular novedad de aquella expresión en boca de su hermano, que antes jamás había considerado aquella casa como suya, y a quien sus estrechos límites habían parecido siempre más restrictivos que protectores. Sin embargo, todo lo que contribuyera a la felicidad de su hermano la hacía feliz a ella, y así lo manifestó.

Robert se sentó, pero pronto volvió a levantarse; se acercó a la ventana; regresó junto al fuego.

—¡Hortense!

—Mon frère?

—Este gabinete está muy limpio y agradable; parece especialmente alegre.

—Es cierto, hermano. En tu ausencia he mandado limpiar escrupulosamente la casa de arriba abajo.

—Hermana, creo que en este primer día de mi regreso a casa deberías invitar a alguna amiga a tomar el té, aunque sólo sea para enseñarle lo pulcra que la has dejado.

—Cierto, hermano; si no fuera tan tarde, podría enviar recado a la señorita Mann.

—Sí, pero realmente es demasiado tarde para molestar a esa buena señora, y hace demasiado frío para que salga.

—¡Qué considerado eres, querido Robert! Tendremos que posponerlo para otro día.

—Quiero invitar a alguien hoy, querida hermana. A alguna persona tranquila que no nos canse a ninguno de los dos.

—¿La señorita Ainley?

—Excelente persona, según dicen, pero vive demasiado lejos. Dile a Harry Scott que vaya a la rectoría y que diga de tu parte que invitas a Caroline Helstone a pasar la velada contigo.

—¿No sería mejor mañana, querido hermano?

—Me gustaría que viera la casa ahora mismo. Su limpieza y su pulcritud te honran.

—Podría ser beneficioso para ella, a modo de ejemplo.

—Podría y debe serlo. Tiene que venir.

Moore se dirigió a la cocina.

—Sarah, retrasa el té media hora —dijo.

Luego encargó a la criada que enviara a Harry Scott a la rectoría y garabateó apresuradamente una nota a lápiz, enrollada y dirigida a «la señorita Helstone».

Apenas había tenido tiempo Sarah de impacientarse por miedo a que se estropearan las tostadas ya preparadas cuando regresó el mensajero y, con él, la invitada.

Ésta entró por la cocina, subió tranquilamente la escalera de la cocina para quitarse el sombrero y las pieles, y bajó con la misma calma, con los hermosos rizos graciosamente peinados, el encantador vestido de lana y el delicado cuello sin mácula, y su pequeña y alegre bolsa de labores en la mano. Se detuvo a intercambiar unas cuantas palabras amables con Sarah, a contemplar al gatito moteado recién nacido que se calentaba junto al fuego de la cocina, y a hablar con el canario al que había sobresaltado una súbita llamarada; luego se dirigió al gabinete.

El saludo amable y la calurosa acogida se dispensaron con la naturalidad propia de un encuentro entre primos. Una sensación de placer, serena y sutil como un perfume, se esparció por la habitación; la lámpara que acababan de encender ardía alegremente; llegó la bandeja con el hervidor borboteante.

—Estoy contento de haber vuelto a casa —repitió el señor Moore.

Se sentaron en torno a la mesa. Fue Hortense quien más habló. Felicitó a Caroline por la evidente mejoría de su salud: le había vuelto el color a las mejillas, se la veía más lozana, dijo. Era cierto. El cambio en la señorita Helstone era evidente: todo en ella parecía ágil; habían desaparecido la depresión, el miedo y la melancolía. Ahora que no estaba ya abatida, ni triste, ni apática, ni lánguida, tenía el aspecto de quien ha probado el cordial que aligera el corazón, y se ha elevado en las alas de la esperanza.

Después del té, Hortense subió a su habitación: hacía un mes que no revolvía sus cajones, y el impulso de hacerlo se volvió irresistible. En su ausencia, la charla corrió por cuenta de Caroline, que asumió la tarea con desenvoltura, adoptando su tono de conversación más ameno. Una placentera facilidad de palabra y un lenguaje elegante dieron un nuevo encanto a temas familiares; un nuevo tono musical en la siempre dulce voz sorprendió gratamente a su interlocutor y lo cautivó; nuevas sombras y luces en la expresión elevaron el joven semblante, dándole carácter y vivacidad.

—Caroline, parece como si te hubieran dado una buena noticia —dijo Moore tras contemplarla con seriedad durante unos minutos.

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Umfang:
5250 S.
ISBN:
9782378079987
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