Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 817

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—Bien, ya lo he hecho… ¿Y ahora qué?

—Toma ahora la primera letra de cada una de estas palabras y júntalas formando con ellas una sola palabra.

—¡Pez! —exclamó Petronio con asombro.

—He aquí por qué el pez se ha convertido en el emblema de los cristianos —replicó Quilón orgullosamente.

Siguió un momento de silencio. En las deducciones del griego había algo tan impresionante, que los dos amigos no podían contener su asombro.

—Vinicio —preguntó Petronio—, ¿no te habrás equivocado? ¿Dibujó, realmente, Ligia un pez?

—¡Por todos los dioses infernales! ¡Esto es para volverse loco! —exclamó arrebatadoramente el joven—; si hubiera trazado un pájaro hubiera dicho que era un pájaro.

—Luego es cristiana —repitió Quilón.

—Lo que significa —dijo Petronio— que Pomponia Grecina y Ligia envenenan las fuentes, asesinan a los niños que roban en las calles y se entregan al libertinaje. ¡Es una estupidez! Tú, Vinicio, estuviste durante algún tiempo en su casa; pero yo, aunque he estado allí poco tiempo, conozco lo suficiente a Aulo y a Pomponia Grecina e incluso conozco bastante a Ligia para repetir de nuevo: eso es una calumnia y una estupidez. Si el pez es el emblema de los cristianos (lo que realmente es difícil negar), y si ellas son cristianas, entonces, ¡por Proserpina!, seguramente no son los cristianos lo que a nosotros nos parecen.

—Hablas igual que Sócrates, señor —contestó Quilón—. ¿Quién ha examinado a un cristiano? ¿Quién conoce su doctrina? Cuando viajaba hace tres años desde Nápoles a Roma (¿por qué no me habría quedado allí?) se unió a mí un hombre, un médico llamado Glauco, de quien decían que era cristiano; a pesar de lo cual, me convenció de que era un hombre bueno y virtuoso.

—¿No habrá sido aquel hombre virtuoso el que te ha informado sobre el significado del pez?

—Desgraciadamente, no, señor. En una fonda del camino, alguien apuñaló a aquel honrado anciano; a su mujer e hijos se los llevaron unos mercaderes de esclavos, y por tratar de defenderlos perdí estos dos dedos. Mas como dicen que entre los cristianos no escasean los milagros, tengo la esperanza de que vuelvan a crecerme otros dedos nuevos.

—¡Cómo! ¿Te has hecho cristiano?

—Desde ayer, señor, ¡desde ayer! Lo ha efectuado el pez. Fíjate en el poder que tiene. Y dentro de algunos días seré el más ferviente de los devotos para que me inicien en todos sus secretos, y cuando lo hayan hecho, entonces sabré dónde se esconde la doncella. Quizá el cristianismo me sea más provechoso que mi filosofía. También he hecho un voto a Mercurio de ofrecerle dos terneras de la misma edad y del mismo tamaño, a las que doraré los cuernos, si me presta ayuda para encontrar a la doncella.

—¿De manera que tu cristianismo de ayer y tu antigua filosofía te permiten creer en Mercurio?

—Creo siempre en aquello que necesito creer; ésta es mi filosofía, que debiera ser agradable a Mercurio. Por desgracia, ya sabéis, nobles señores, lo suspicaz que es este dios. No confía ni siquiera en las promesas de los filósofos íntegros y prefiere recibir las terneras por adelantado, pero esto es un gasto enorme. No todos son Séneca, y no tengo dinero para esto; sin embargo, si quisiera el noble Vinicio darme algo a cuenta de la suma que me ha prometido…

—Ni un óbolo, Quilón —dijo Petronio—. La generosidad de Vinicio sobrepasará tus esperanzas, pero siempre y cuando Ligia haya sido hallada, o sea cuando nos indiques el lugar donde se oculta. Mercurio tiene que darte crédito por las dos terneras, aunque no me extraña que no tenga deseos de hacerlo, en lo que reconozco su inteligencia.

—Escuchadme, nobles señores. El descubrimiento que he efectuado es grande y, aunque hasta ahora no he hallado a la doncella, he descubierto la manera conveniente de buscarla. Vosotros habéis enviado libertos y esclavos a toda la ciudad y la provincia. ¿Habéis recibido hasta ahora de alguno de ellos la menor indicación? ¡No! Sólo yo os la he dado. Y aún diré más. Entre vuestros esclavos es posible que haya algunos cristianos; cosa que ignoráis, porque esa superstición se ha extendido por todas partes, y estos esclavos, en lugar de ayudaros, os traicionarán. Incluso no es conveniente que me vean aquí, y, por tanto, tú, noble Petronio, impón silencio a Eunice, y en cuanto a ti, no menos noble Vinicio, haz saber que vengo a tu casa a venderte un ungüento para los caballos, que les asegurará la victoria en el circo… Yo la buscaré solo, y solo hallaré a los fugitivos. Vosotros tened confianza en mí y sabed que cuanto dinero reciba por adelantado sólo será para mí un estímulo, pues ello me dará una certidumbre mayor de que la prometida recompensa no se me escapará de las manos. ¡Ah! Sí, como filósofo, desprecio el dinero, a pesar de que ni Séneca, ni siquiera Musonio ni Cornuto lo desprecian, aun sin haber perdido los dedos en la defensa de nadie, y siendo capaces de escribir por sí solos sus nombres y legarlos a la posteridad. Pero, además del esclavo que quiero comprar y de Mercurio, a quien he ofrecido las dos terneritas, y ya sabéis lo que ha subido el ganado, la investigación propiamente dicha impone muchísimos gastos. Mas escuchadme con paciencia. Desde hace algunos días tengo heridas en los pies de tanto caminar. He entrado en las tabernas para conversar con la gente, en las panaderías, en las carnicerías, en las tiendas de los vendedores de aceitunas y en las casas de los pescaderos; he estado en los escondrijos de los esclavos fugitivos, he estado en los lavaderos; en los secaderos, en los figones; he visto a los muleros y a los tallistas, he perdido cerca de cien ases jugando a la morra, he charlado con los vendedores de higos secos, he ido a los cementerios. ¿Sabéis por qué? Pues para dibujar en todas partes el pez, mirar a la gente en los ojos y escuchar lo que dijeran a la vista de este signo. Durante largo tiempo no conseguí averiguar nada, hasta que un día vi a un viejo esclavo junto a una fuente, de la que estaba sacando cubos de agua, y llorando… Entonces, acercándome a él, le pregunté cuál era la causa de sus lágrimas. Una vez que nos hubimos sentado en un escalón de la fuente me contestó que durante toda su vida había estado reuniendo sestercio tras sestercio para rescatar a su amado hijo; pero que un señor, un tal Pansa, cada vez que le veía el dinero se lo quitaba y conservaba a su hijo en la esclavitud. «Y por eso lloro —decía el viejo—. Por mucho que me digo: "Hágase la voluntad de Dios", yo, pobre pecador, no puedo contener mis lágrimas». Entonces, como si me hubiera asaltado un presentimiento, mojando un dedo en el cubo de agua, le dibujé un pez. A lo que contestó: «Tengo puesta mi esperanza en Cristo». Y le pregunté: «¿Me has reconocido por el signo?». «Sí —me contestó—, y que la paz sea contigo». Entonces empecé a tirarle de la lengua, y el buen hombre me lo contó todo. Su amo, ese Pansa, es un liberto del gran Pansa y se ocupa del acarreo de piedras para Roma, que se efectúa a través del Tíber, y allí los esclavos y jornaleros las descargan de las embarcaciones y las transportan al pie de los edificios en construcción por las noches, para no obstruir el tráfico en las calles durante el día. Entre ellos hay muchos cristianos, y uno de ellos es su hijo; pero como el trabajo era superior a sus fuerzas, por eso quería su padre rescatarle. Mas Pansa había preferido quedarse con el dinero y con el esclavo. Y al decir esto se puso a llorar de nuevo, y yo, a mi vez, mezclé mis lágrimas con las suyas. Éstas acudieron fácilmente a mis ojos, a causa de lo bondadoso de mi corazón y de lo mucho que me dolían los pies por haber andado demasiado. Entonces empecé también a lamentarme porque, según dije, habiendo llegado hacía unos días de Nápoles, no conocía a ninguno de los hermanos y no sabía en qué lugar se reunían a orar juntos. Él se extrañó de que los cristianos de Nápoles no me hubieran dado cartas para sus hermanos de Roma, pero le expliqué que me las habían robado por el camino. Entonces me dijo que fuera al río por la noche y que me pondría en contacto con los hermanos. Estos, a su vez, me llevarían a las casas de oración y con los más ancianos que gobernaban la comunidad cristiana. Cuando hube escuchado esto me alegré de tal forma, que le di la suma necesaria para rescatar a su hijo, con la esperanza de que el espléndido Vinicio me devolvería doblada esa suma…

—Quilón —interrumpió Petronio—, en tu relato, la mentira flota sobre la superficie de la verdad como el aceite sobre el agua. Has traído noticias importantes, no lo niego. Aún más: llego hasta convenir en que se ha dado un gran paso en el rumbo que conduce al descubrimiento del paradero de Ligia; pero no vengas a mezclar con falsedades tus noticias. ¿Cómo se llama ese viejo por quien has sabido que los cristianos se reconocen entre sí valiéndose de un pez como signo?

—Euricio. ¡Un pobre hombre, un desgraciado! Me hizo recordar a Glauco, aquel a quien defendí de los asesinos, y me compadecí de él, principalmente por esa semejanza.

—Creo que, en efecto, has visto a ese hombre y podrás servirte de tus relaciones con él, pero no le has dado ningún dinero. No le has entregado ni siquiera un as, ¿me entiendes?

—Pero le ayudé a subir el cubo de agua y le hablé de su hijo con la más cordial simpatía. Sí, señor. ¿Qué puede escapar a la sagacidad de Petronio? Pues bien: yo no le he dado dinero, mejor dicho, sí se lo he dado, pero en espíritu, en intención, lo que si hubiera sido él un verdadero filósofo debería haberle bastado. Se lo di porque comprendí que semejante acto era indispensable y útil; porque piensa, señor, cómo con este acto me he ganado la voluntad de todos los cristianos, me he franqueado el acceso a ellos y he conseguido su confianza.

—Es cierto —dijo Petronio— y era tu deber hacerlo así. —Precisamente por esta razón he venido a procurarme los medios para ello.

Petronio se volvió hacia Vinicio:

—Puedes ordenar que le cuenten cinco mil sestercios; pero sólo en espíritu, en intención.

—Te daré un joven —dijo Vinicio—, que irá contigo llevando la suma necesaria; dirás a Euricio que ese joven es tu esclavo, y entregarás al viejo, en presencia del mismo joven, el dinero. Y puesto que has traído nuevas de importancia, recibirás para ti una suma igual. Hoy, al anochecer, volverás por el joven y por el dinero.

—¡Tú eres un verdadero César! —exclamó Quilón—. Permíteme, señor, dedicarte mi trabajo; pero permíteme, asimismo, que esta noche vuelva yo tan sólo por el dinero, pues Euricio me ha dicho que todas las embarcaciones habían sido, ya descargadas y no vendrían otras de Ostia sino pasados algunos días. ¡Que la paz sea con vosotros! Así se despiden los cristianos. Yo me compraré una esclava, quiero decir un esclavo. A los pescados se los coge con anzuelo, y a los cristianos, con un pez. Pax vobiscum! Pax, pax!

XV

PETRONIO A VINICIO

Con un esclavo de confianza te envío, desde Ancio, esta carta. Espero que me contestarás sin tardanza, por el mismo mensajero, aunque tu mano esté más habituada a manejar la espada y la jabalina que la pluma. Te dejé sobre una buena pista y lleno de esperanza; pienso, pues, que ya habrás calmado tu pasión entre los brazos de Ligia, o bien que la calmarás antes que el soplo del invierno descienda de las cimas del Soracto sobre la Campania. ¡Mi querido Vinicio, que la dorada diosa de Chipre te dirija, y sé tú el maestro de esa aurora ligia que escapa delante del sol del amor! Acuérdate de que el mármol, aun el más precioso, nada es por sí mismo y no adquiere valor sino cuando la mano del estatuario lo ha transformado en una obra maestra. Sé tú este estatuario, amigo mío. La plebe también, y hasta los animales, experimentan el placer; pero el hombre verdadero se distingue de ellos precisamente por su aptitud para mudar ese placer en un arte lleno de nobleza y apreciarlo como un don divino; así pues, no sólo su cuerpo, sino también su alma. A menudo, cuando pienso en la vanidad, en la incertidumbre, en el fastidio de nuestra vida, me pregunto si no has elegido tú la mejor parte, y si la guerra y el amor son únicamente las dos solas cosas para las cuales valga la pena haber nacido.

En la guerra, tú has sido afortunado, selo igualmente en el amor, y si sientes curiosidad por saber lo que ocurre en la corte del César, te informaré de cuando en cuando.

Henos, pues, instalados en Ancio, cuidando nuestra celeste voz y sintiendo siempre igual odio por Roma, hasta el punto de que formamos el proyecto de pasar el invierno en Baya y de aparecer en público en Nápoles, cuyos habitantes, por su calidad de griegos, saben apreciar mejor nuestros méritos que las tribus salvajes de la ribera del Tíber. Llegarán gentes de Baya, de Pompeya, de Putiola, de Cumas, de Estabies. No nos faltarán ni aplausos ni coronas: esto nos animará para nuestro viaje a Grecia.

¿Y el recuerdo de la pequeña Augusta? Sí, aún la lloramos. Cantamos himnos de nuestra composición, y tan maravillosamente, que, celosas las sirenas, se han ocultado en lo más profundo de los abismos de Anfitrite. Los delfines, por el contrario, nos escucharían con agrado si los rugidos del mar no se lo impidiesen. Nuestro dolor no se ha calmado aún y podemos exhibirlo en todas las actitudes que enseña la escultura. ¡Ah, querido! Moriremos metidos en pieles de bufones o comediantes.

Todos los augustanos están aquí, lo mismo que todas las augustanas, sin contar quinientas burras, en cuya leche se baña Popea, y diez mil servidores. Lucano dio un bofetón a Nigidia, movido por la sospecha de que tenga relaciones con un gladiador. Esporo jugó a su esposa a los dados con Senecio… y la perdió. Torcuato Silano me ha ofrecido por Eunice cuatro caballos castaños, que sin duda han de alcanzar este año el premio. ¡No he querido aceptar! Gracias a ti también porque no la aceptaste. En cuanto a Torcuato Silano, el pobre ni siquiera sospecha que, al presente, más que un hombre, es una sombra. ¿Y sabes tú cuál es su crimen? Es bisnieto del divino Augusto. No hay, pues, salvación para él. ¡Tal es nuestro mundo!

Como no ignoras, hemos estado esperando aquí a Tirdato; y, entretanto, Vologesio ha escrito una carta ofensiva. Porque ha conquistado Armenia pide que la cedan para Tirdato; de lo contrario, no la entregará en caso alguno. ¡Pura comedia! Así, pues, nos hemos decidido por la guerra. A Corbulón le serán otorgados poderes tan considerables como los que se otorgó a Pompeyo Magno en las guerras con los piratas. Hubo, sin embargo, un momento en que Nerón se mostró vacilante. Parecía abrigar temores por la gloria que ha de alcanzar Corbulón en caso de victoria. Se pensó hasta en ofrecer el mando en jefe a nuestro Aulo. Pero a esto se opuso Popea, a quien es evidente que la virtud de Pomponia le hace el efecto de un grano de sal en el ojo.

Nos ha hablado Vatinio de una notable lucha de gladiadores que ha de verificarse en Benevento. Mira hasta dónde alcanzan los zapateros remendones en nuestros tiempos, a pesar de decir: Ne sutor ultra crepidam!. Vitelio es el descendiente, pero Vatinio es el hijo de un zapatero remendón. ¡Acaso él mismo habrá machacado suela en otros tiempos!

El actor Alituro representó ayer admirablemente el Edipo. Le pedí que me contestara, como judío que es, si los cristianos y los judíos son una misma cosa. Me respondió que los judíos tienen una religión eterna, pero que los cristianos forman una nueva secta que se ha levantado recientemente en Judea; que en tiempo de Tiberio, los judíos crucificaron a cierto hombre, cuyos prosélitos aumentan de día en día, y a quien los cristianos miran como Dios. Parece que se niegan a reconocer otros dioses, y especialmente a los nuestros. No sé en qué les perjudicaría el hacerlo.

Tigelino me demuestra ahora una abierta enemistad. Hasta aquí, la competencia para él es desigual; pero me aventaja en dos cosas: tiene más apego que yo a la vida y, al mismo tiempo, es un pícaro mayor, circunstancia esta última que le aproxima a Ahenobarbus. Ellos se entenderán tarde o temprano, y entonces soy hombre perdido. ¿Cuándo? No sé nada; pero, puesto que eso puede llegar, poco importa la fecha. Entretanto es preciso que nos divirtamos. La vida, por sí misma, no me sería muy desagradable si no fuese por nuestro Barbas de Cobre. Comparo la adquisición de sus favores a cualquier carrera del circo o a un juego, a una lucha, en la cual la victoria halaga el amor propio… Sin embargo, a veces me parece que soy una especie de Quilón, ni más ni menos. Cuando éste no te sea útil envíamelo, le he tomado gusto a su conversación sugestiva. Presenta mis saludos a tu divina cristiana, o, mejor dicho, ruégale en mi nombre que no sea un pez para ti. Háblame de tu salud, háblame de tu amor, sabe amar, enséñale lo que es el amor, y salud.

Vinicio a Petronio

Nada de Ligia hasta este momento. Si no fuese por la esperanza de encontrarla bien pronto no recibirías esta carta, porque cuando la vida nos disgusta no se sienten deseos de escribir. He querido comprobar si Quilón no me engañaba, y por la noche, que vino a buscar dinero para Euricio, me envolví en un capote militar y le seguí sigilosamente a él y al muchacho que le había dado. Cuando llegaron al lugar indicado, me puse a espiarlos de lejos, oculto tras un pilar del puerto, y pude convencerme de que Euricio no era un personaje imaginario. En la ribera, cerca del río, unas docenas de individuos descargaban, a la luz de las antorchas, unas enormes piedras que sacaban de una balsa. Vi que Quilón se aproximaba a ellos, entablando conversación con un viejo que se echó a sus pies; los otros le rodearon dando gritos de sorpresa. A mi vista, mi joven esclavo entregó la bolsa de dinero a Euricio, que se puso a orar con las manos extendidas hacia arriba, en tanto que a su lado había arrodillada una persona, su hijo evidentemente. Quilón dijo algo que no pude oír y bendijo a los dos individuos que estaban de rodillas, como igualmente a los demás, haciendo en el aire algunos signos en forma de cruz; signos que, al parecer, aquéllos reverencian, pues todos se arrodillaron. Me sobrevino el deseo de reunirme con ellos y prometer tres bolsas iguales a la que había recibido Euricio, destinadas a la persona que entregase a Ligia; pero al punto me acometió el temor de malograr el trabajo de Quilón, y, después de reflexionar un momento, me dirigí a casa. Esto sucedió por lo menos doce días después de tu partida. Desde entonces, Quilón ha estado conmigo muchas veces; dice que se ha conquistado gran prestigio entre los cristianos; que si hasta ahora no ha podido encontrar a Ligia ello se debe a que los cristianos en Roma son innumerables; de ahí el que no todos conozcan a cada uno de la comunidad y no puedan estar en conocimiento de lo que en ella se haga. Son también muy cautelosos y, por lo general, reticentes. Me aseguró, no obstante, que cuando llegue a intimar con los más ancianos, llamados presbíteros, podrá quedar iniciado en todos sus secretos. Ya tiene establecidas relaciones con algunos y ha empezado las averiguaciones entre ellos, si bien con mucha prudencia, a fin de no despertar sospechas al poner en práctica un procedimiento precipitado que haría entonces más difícil el trabajo. Y aun cuando es duro esperar tanto, presiento que tiene razón y espero.

También ha descubierto Quilón que los cristianos tienen ciertos lugares de reunión, en donde se congregan a orar, lugares frecuentemente elegidos fuera de la ciudad, en casas vacías y hasta en los arenales. Allí adoran a Cristo, entonan himnos y celebran fiestas. Y hay muchos lugares de este género. Quilón supone que Ligia asiste intencionadamente a los que no frecuenta Pomponia, a fin de que ésta, en caso de cualesquiera informaciones judiciales, pueda jurar en conciencia que nada sabe acerca del sitio en donde Ligia se oculta. Es posible que los presbíteros le hayan recomendado el mayor sigilo. Cuando Quilón llegue a descubrir esos sitios iré con él; y si los dioses permiten que vuelva a ver a Ligia, te juro por Júpiter que no se escapará esta vez de mis manos.

Pienso continuamente en esos lugares de oración. Quilón quiere que yo no vaya con él; tiene miedo. Pero me será imposible permanecer en casa. Porque estoy seguro de conocer a Ligia inmediatamente, aun cuando vaya cubierta con un velo u oculta con un disfraz. Sé que se reúnen por la noche: mas yo, aun entre las sombras de la noche, la reconocería. Iré disfrazado, examinaré una por una todas las personas que entren y salgan. Pienso en ella todos los instantes y he de descubrirla. Quilón vendrá mañana e iremos juntos. Llevaré armas. Algunos de los esclavos que mandé a las provincias han vuelto con las manos vacías. Pero ahora estoy cierto de que se halla en la ciudad, y acaso no muy lejos de mí. Yo mismo he visitado muchas casas so pretexto de alquilarlas. Ella vivirá a mi lado cien veces mejor. Donde actualmente se encuentra viven legiones de gentes desvalidas. Además, nada he de omitir en su obsequio. Me escribes que he hecho una elección acertada. Ya lo ves: he elegido el sufrimiento y el dolor. Iremos primero a las casas situadas dentro de la ciudad; después saldremos fuera de las puertas. La esperanza se cifra en algo nuevo cada mañana, de otra manera se haría imposible la existencia. Me dices que es necesario saber amar. Bien supe yo describir a Ligia mi amor. Pero ahora sólo sé pensar en ella; no hago otra cosa que mantenerme en espera de Quilón. La existencia se me hace imposible en mi propia casa. ¡Adiós!

XVI

Pero Quilón tardó algún tiempo en presentarse, hasta el extremo de que, por fin, Vinicio no supo a qué atribuir su ausencia. En vano se repetía a sí mismo que las pesquisas, para que pudieran alcanzar un éxito cierto y afortunado, deberían ser lentas. Su sangre y su índole impulsiva se rebelaban contra la voz de la razón. No hacer nada, esperar constantemente sentado y con los brazos cruzados era algo tan opuesto a su manera de ser, que no podía reconciliarse con semejante situación. Recorrer las calles de la ciudad disfrazado con un oscuro manto de esclavo había llegado a ser ya un recurso inútil y se le presentaba tan sólo como un simple pretexto para disimular su propia impotencia y, por tanto, no podía satisfacerle. Sus libertos, hombres experimentados a quienes había confiado el encargo de hacer pesquisas aisladamente, habían resultado cien veces menos hábiles que Quilón.

Y, entretanto, se levantaba dentro de su alma, junto a su amor por Ligia, la obstinación del jugador resuelto a ganar la partida. Vinicio había sido siempre así. Desde su primera juventud había llevado a cabo cuanto emprendiera con el apasionamiento de quien no conoce las contrariedades de la derrota ni concibe que se pueda renunciar a nada. Por espacio de algún tiempo, la disciplina militar había puesto límites a su voluntad; pero, asimismo, había afirmado en él la convicción de que toda orden que se diese a sus subordinados debía ser cumplida. Su prolongada permanencia en Oriente, en medio de gentes sumisas y habituadas a la obediencia, había confirmado en su ánimo la fe de que no era posible oponer a su «quiero» frontera alguna. Y, al presente, además, su vanidad herida sangraba dolorosamente. Había, por otra parte, algo incomprensible en la oposición y resistencia de Ligia y en su misma fuga. Y la solución de este enigma turbaba horriblemente su cerebro.

Presentía que Actea había dicho la verdad, y que Ligia no era indiferente a su amor. Pero, si esto era cierto, ¿por qué había preferido una existencia miserable y errante a su amor, a su ternura y a la vida en una espléndida mansión? No hallaba contestación a tal pregunta, llegando tan sólo a una especie de vaga inteligencia de que entre él y Ligia, entre las ideas de ambos, entre el mundo en que vivían él y Petronio y el mundo de Ligia y Pomponia existía una incompatibilidad tan honda como un abismo, que nadie podía salvar. Y entonces le parecía que no le restaba sino renunciar a Ligia; y este pensamiento le hacía perder los restos de la serenidad en que Petronio deseaba que mantuviera su espíritu. Había momentos en los que ya no sabía si amaba a Ligia o la odiaba; únicamente comprendía que no tenía que recuperarla y prefería que se le tragara la tierra antes que no poder hallarla y hacerla suya.

Mediante el poder de su imaginación veía a la joven, en ocasiones, con tanta nitidez como si la tuviese ante sus ojos. Recordaba una a una todas las palabras que le había dirigido, y todas las que había escuchado de sus labios. La sentía cerca de sí, sobre su pecho, en sus brazos, y entonces, el deseo le envolvía como una llama abrasadora. La amaba y la nombraba continuamente. Y cuando pensaba en que era correspondido y en que podía ella calmar voluntariamente sus más ardientes anhelos, una angustia cruel y sin término se apoderaba de él, y una especie de ternura inenarrable rebosaba en su pecho como una onda poderosa.

Pero había también momentos en que palidecía de cólera y se gozaba en discurrir maneras de humillación y de tormento para Ligia cuando llegase a encontrarla. Entonces sólo pensaba en poseerla, ser el amo verdadero de una esclava que maltrataría a su antojo. Y luego se decía que si le dieran a elegir entre ser él esclavo de Ligia y no volver a verla jamás en la vida preferiría ser su esclavo.

Había días en que pensaba en las rojas huellas que el látigo habría de marcar en su carne sonrosada, y al mismo tiempo le sobrevenía un deseo avasallador de besar esas crueles marcas. Por instantes le asaltaba la idea de que al matarla se sentiría dichoso. En estas alternativas de tortura, cavilación, incertidumbre y sufrimiento iba perdiendo la salud y hasta su varonil hermosura. Se hizo un amo cruel e incomprensivo. Sus esclavos, y hasta sus libertos, se acercaban a él temblando; y como ahora caían sobre ellos inmerecidos castigos —tan despiadados como injustificables—, empezaron secretamente a odiarle, en tanto que él, comprendiendo esto y sintiéndose más y más aislado, se vengaba en ellos. Se contenía tan sólo con Quilón, temeroso de que pudiera éste interrumpir sus pesquisas. Y el griego, que lo notó, fue, de modo paulatino, ganando sobre él dominio y tornándose cada vez más exigente.

Al principio, en cada una de sus visitas, aseguraba a Vinicio que el asunto se llevaría a efecto de una manera fácil y rápida; luego empezó a descubrir obstáculos, y aun cuando continuó dándole seguridad acerca del éxito no le ocultaba ahora el hecho de que las pesquisas debían continuarse todavía por bastante tiempo. Por último, después de largos días de expectativa, llegó uno en que Quilón se presentó al joven con el semblante tan sombrío, que aquél, al verle, se puso pálido y, saltando de su asiento, apenas tuvo fuerza para preguntar:

—¿No está ella entre los cristianos?

—Sí está, señor —contestó Quilón—; pero también he hallado a Glauco, el médico, entre ellos.

—¿De qué estás hablando, y quién es ése?

—Has olvidado, señor, a lo que parece, al viejo con quien viajé de Nápoles a Roma, y en cuya defensa perdí estos dos dedos, mutilación que me tiene imposibilitado para escribir. Los ladrones que le arrebataron su mujer y su hijo le hirieron con un puñal. Yo le dejé agonizante en una fonda de Miturna y le había llorado por muerto durante mucho tiempo. Mas, ¡ay!, desgraciadamente estoy ahora convencido de que vive aún y pertenece a la comunidad cristiana de Roma.

Vinicio, que no podía comprender de qué se trataba, sospechó tan sólo que Glauco empezaba a ser una especie de obstáculo al descubrimiento de Ligia. Así pues, reprimió la cólera que empezaba a agitarle y dijo:

—Si le defendiste debiera él estarte agradecido y ayudarte ahora.

—¡Ah digno tribuno! Los dioses mismos no suelen ser siempre agradecidos, ¿qué podrá entonces aguardarse de los hombres? Efectivamente, Glauco ha debido sentir reconocimiento hacia mí. Por desgracia es hombre ya viejo, de cerebro débil, que han oscurecido la edad y las vicisitudes, razón por la cual no sólo no me conserva ninguna gratitud, sino que, según he sabido por boca de sus correligionarios, me acusa de complicidad con los ladrones aquellos y me considera el causante de sus infortunios. ¡Así me paga la pérdida de mis dedos!

—¡Bribón! Estoy seguro de que las cosas pasaron como las refiere él —dijo Vinicio.

—Entonces sabes más que él mismo, señor, porque Glauco solamente abriga sospechas de que así aconteció; lo cual, sin embargo, no le impediría congregar a los cristianos y vengarse de mí cruelmente. Y a no dudarlo habría hecho eso y encontraría quienes le ayudaran; pero afortunadamente no sabe mi nombre, y en el oratorio en que nos encontramos no reparó en mí. Sin embargo, yo le reconocí al punto, y en el primer momento estuve tentado de echarle los brazos al cuello. Sin embargo, la prudencia y el hábito que tengo de pensar cada paso que doy me impidieron hacerlo. Así pues, al salir del oratorio, tomé informes de él de conocidos suyos, quienes me declararon que era el hombre que había sido traicionado por su compañero de viaje desde Nápoles a Roma… De otra manera no habría sabido yo que él cuenta semejante historia.

—¿Y qué me importa a mí todo eso? Dime qué viste en ese oratorio.

—Cierto es, señor, que a ti esto no te importa; pero a mí me concierne tanto como mi propia vida. Como deseo que mi sabiduría me sobreviva, preferiría renunciar a la recompensa que me has ofrecido antes que exponerla por el vano lucro, sin necesidad del cual yo, como verdadero filósofo, podré siempre vivir en persecución de la divina sabiduría.

Pero Vinicio se le acercó entonces con expresión siniestra en el rostro y le dijo con acento de mal reprimida cólera:

—¿Quién te ha dicho que podrías recibir la muerte de manos de Glauco antes que de las mías? ¿Qué sabes tú, perro, si no me viene el deseo de hacerte enterrar en el acto en mi jardín?

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5250 S.
ISBN:
9782378079987
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