Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 441

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Él no había pronunciado una sola palabra y ni sus mismos vecinos hubieran podido decir el momento preciso en que había venido a sentarse allí, pero cada uno pensó que los muertos, que vienen a veces a sentarse a la mesa de los vivos, no podían tener un aspecto más macabro. Los amigos de los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin creyeron que este invitado descarnado era un íntimo de los señores Debienne y Poligny, mientras que los amigos de Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la clientela de los señores Richard y Moncharmin. De tal modo que ningún requerimiento de explicación, ninguna reflexión desagradable, ningún comentario de mal gusto amenazó ofender a aquel huésped de ultratumba. Algunos invitados, que estaban al corriente de la leyenda del fantasma y que conocían la descripción que había dado el jefe de los tramoyistas —ignoraban la muerte de Joseph Buquet—, creían en el fondo que el hombre que estaba en el extremo de la mesa habría podido pasar perfectamente por la viva imagen del personaje creado, según ellos, por la incorregible superstición del personal de la Opera. Sin embargo, según la leyenda, el fantasma carecía de nariz, y este personaje la tenía; pero el señor Moncharmin afirma en sus Memorias que la nariz del convidado era transparente. «Su nariz —dice— era larga, fina y transparente», y yo añadiría que podía tratarse de una nariz postiza. El señor Moncharmin pudo tomar por transparencia lo que no era más que brillo. Todo el mundo sabe que la ciencia fabrica falsas admirables narices postizas para aquellos que se han visto privados de ella por la naturaleza o por alguna operación. ¿Habría venido, de hecho, el fantasma a sentarse aquella noche en el banquete de los directores sin haber sido invitado? ¿Podemos asegurar que esta presencia era la del fantasma de la Ópera mismo? ¿Quién se atrevería a decirlo? Si hablo aquí de este incidente, no es porque pretenda ni por un segundo hacer creer o intentar hacer creer al lector que el fantasma hubiera sido capaz de audacia tan soberbia, sino porque, en definitiva, la cosa es muy posible.

Y esta es, al parecer, razón suficiente. El señor Armand Moncharmin, siempre en sus Memorias, dice textualmente: Capitulo XI: «Cuando pienso en aquella primera velada, me es imposible deslindar la confidencia que nos hicieron los señores Debienne y Poligny en su despacho de la presencia en la cena de aquel fantasmático personaje al que ninguno de nosotros conocía».

Esto es lo que pasó exactamente:

Los señores Debienne y Poligny, situados en el centro de la mesa, no habían visto aún al hombre de la calavera, cuando de repente éste comenzó a hablar.

—Las «ratas» tienen razón —dijo—. La muerte del pobre Buquet no es quizá tan natural como parece.

Debienne y Poligny se sobresaltaron.

—¿Buquet ha muerto? —exclamaron.

—Sí —respondió tranquilamente el hombre o la sombra de hombre—. Le han encontrado ahorcado esta noche en el tercer sótano, entre un portante y un decorado de El rey de Lahore.

Los dos directores, o mejor ex-directores, se levantaron instantáneamente mirando fijamente a su interlocutor. Estaban más alterados de lo que cabía, es decir más de lo que cabe estarlo por la noticia del ahorcamiento de un jefe de tramoyistas. Se miraron entre sí. Se habían puesto más blancos que el mantel. Finalmente, Debienne hizo una señal a los señores Richard y Moncharmin: Poligny pronunció algunas palabras de excusa dirigidas a los invitados, y los cuatro pasaron al despacho de los directores. Cedo la palabra al señor Moncharmin.

«Los señores Debienne y Poligny parecían agitarse cada vez más por momentos —cuenta en sus Memorias—, y nos pareció que tenían que decirnos algo que les preocupaba mucho. Primero nos preguntaron si conocíamos al individuo que, sentado en el extremo de la mesa, les había dado a conocer la muerte de Joseph Buquet, y ante nuestra respuesta negativa, se mostraron aún más turbados. Tomaron de nuestras manos las llaves maestras, las observaron un instante, movieron la cabeza y después nos aconsejaron hacer cerraduras nuevas, en el mayor secreto, para los pisos, despachos y objetos que quisiéramos tener herméticamente cerrados. Resultaban tan ridículos al decirnos esto, que rompimos a reír preguntándoles si es que había ladrones en la Ópera. Nos respondieron que había algo peor, el fantasma. Nos echamos a reír de nuevo, persuadidos de que estaban gastándonos una broma como culminación de esta fiesta íntima. Pero, a petición suya, recuperamos nuestro “aire serio”, decididos a complacerles en aquella especie de juego. Nos dijeron que jamás nos hubieran hablado del fantasma de no haber recibido la orden formal del mismo fantasma de aconsejarnos que nos mostráramos amables con él y que le acordáramos todo aquello que nos pidiera. Sin embargo, demasiado contentos de abandonar un lugar donde reinaba como amo y señor aquella sombra tiránica y de verse de pronto libres de ella, habían esperado el último momento para explicarnos tan extraña aventura, ya que con seguridad nuestros espíritus escépticos no estarían preparados para semejante revelación. Pero el anuncio de la muerte de Joseph Buquet les había recordado brutalmente que, siempre que habían desobedecido a los deseos del fantasma, algún hecho fantástico o funesto se había encargado de recordarles rápidamente el sentimiento de su dependencia».

Durante estas inesperadas palabras, pronunciadas en el tono de la más secreta e importante confidencia, yo miraba a Richard. En sus tiempos de estudiante, Richard era conocido por su reputación de bromista, es decir que no ignoraba ninguna de las mil y una maneras de burlarse de los demás, y los porteros del bulevar Saint-Michel podrían contar muchas anécdotas suyas. Así pues, parecía disfrutar enormemente de la ocasión que le brindaban. No se perdía ni un detalle, a pesar de que el conjunto resultara algo macabro a causa de la muerte de Buquet. Movía la cabeza con ademán de tristeza y su aspecto, a medida que hablaban los demás, se volvía compungido como el de un hombre que lamenta amargamente todo este asunto de la Ópera, ahora que se enteraba de que había un fantasma dentro. Yo no podía hacer otra cosa que copiar servilmente esa actitud desesperada; sin embargo, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no pudimos al fin evitar una carcajada ante las mismas narices de los señores Debienne y Poligny, quienes, al vernos pasar sin transición del estado de ánimo más sombrío a la alegría más insolente, reaccionaron como si creyeran que nos habíamos vuelto locos.

Dado que la farsa se prolongaba en exceso, Richard preguntó medio en serio medio en broma:

—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué es lo que quiere ese fantasma?

El señor Poligny se dirigió hacia su despacho y volvió con una copia del pliego de condiciones.

El pliego de condiciones comenzaba con estas palabras:

«La dirección de la ópera estará obligada a dar a las representaciones de la Academia Nacional de música el esplendor que conviene a la primera escena lírica francesa», y terminaba en el artículo 98, en los siguientes términos:

«El presente privilegio podrá ser retirado:

»1° Si el director contraviene a las disposiciones estipuladas en el pliego de condiciones».

Siguen las disposiciones.

—Aquella copia —dijo el señor Moncharmin— estaba escrita en tinta negra y enteramente conforme a la que nosotros poseíamos.

Sin embargo, vimos que el pliego de condiciones que nos sometía el señor Poligny comportaba in fine un párrafo añadido, escrito en tinta roja con una letra insólita y atormentada, como si hubiera sido trazada a golpes de cabezas de cerillas, la letra de un niño que aún no ha cesado de hacer palotes y todavía no sabe ligar las letras. Este añadido, que alargaba de forma tan extraña el artículo 98, decía textualmente:

«5° Si el director retrasa por más de quince días la mensualidad que debe al fantasma de la Ópera, mensualidad fijada hasta nueva orden en 20.000 francos, o sea, 240.000 francos al año».

El señor de Poligny, con gesto dudoso, nos mostró esta cláusula suprema, que en verdad no esperábamos.

—¿Eso es todo? ¿Él no quiere nada más? —preguntó Richard con la mayor sangre fría.

—Sí —replicó Poligny.

Volvió a hojear el pliego de condiciones y leyó:

«Art. 63. El gran proscenio, a la derecha de los primeros palcos, será reservado en todas las representaciones para el jefe del Estado.

»La platea n° 20, los lunes, y el palco n° 30 del primer piso, los miércoles y viernes, estarán puestos a la disposición del ministro.

»El palco número 27 del segundo piso estará reservado cada día para uso de los prefectos del Sena y de policía».

Al final de este artículo, el señor Poligny nos enseñó una línea trazada con tinta roja, que había sido añadida:

«El palco n° 5 del primer piso será puesto en todas las representaciones a disposición del fantasma de la Opera».

Ante esta última jugada no nos quedó más remedio que levantarnos y apretar calurosamente las manos de nuestros dos predecesores, a la vez que los felicitábamos por haber ideado aquella encantadora broma que demostraba que la vieja alegría francesa seguía conservándose. Richard creyó incluso su deber añadir que ahora comprendía por qué los señores Debienne y Poligny abandonaban la dirección de la Academia Nacional de Música. No se podía trabajar con un fantasma tan exigente.

—Evidentemente —replicó sin pestañear el señor Poligny—, 240.000 francos no se encuentran debajo de la herradura de un caballo. ¿Y han considerado lo que cuesta no alquilar el palco n° 5 del primer piso, reservado para el fantasma en todas las representaciones? Sin tener en cuenta que nos hemos visto obligados a reembolsar el abono. ¡Es horrible! ¡Realmente no trabajamos para mantener fantasmas!… ¡Preferimos irnos!

—Sí —repitió el señor Debienne—, preferimos irnos. ¡Vámonos!

Y se puso en pie.

Richard dijo:

—Pero, en fin, me parece que han sido ustedes demasiado condescendientes con ese fantasma. Si tuviera un fantasma tan molesto como ése, no dudaría en hacerlo detener.

—Pero, ¿dónde? ¿Cómo? —exclamaron los dos en voz alta—. Jamás lo hemos visto.

—¿Ni siquiera cuando va a su palco?

—Jamás lo hemos visto en su palco.

—Entonces, alquílenlo.

—¡Alquilar el palco del fantasma de la Opera! Bien, señores, inténtenlo ustedes.

Después de lo cual salimos los cuatro del despacho de dirección. Richard y yo jamás nos habíamos «reído tanto».

CAPÍTULO IV

EL PALCO N° 5

Armand Moncharmin escribió unas memorias tan voluminosas que, en lo que se refiere particularmente al largo período de su codirección, habría para preguntarse si en algún momento encontró tiempo para ocuparse de la ópera de otra forma que no fuera la de contar lo que en ella ocurría. El señor Moncharmin no sabía ni una nota de música, pero tuteaba al ministro de Instrucción Pública y de Bellas Artes, había hecho un poco de periodismo de calle y gozaba de una fortuna considerable. Por último, era un hombre encantador y que no carecía de inteligencia, puesto que, decidido a regir la Opera, había sabido escoger a un director útil y no había dudado en designar a Firmin Richard.

Firmin Richard era un músico distinguido y un hombre de mundo. He aquí el retrato que nos da, en el momento de su toma de posesión, la Revue des théatres:

«El señor Firmin Richard tiene aproximadamente unos cincuenta años, es de alta estatura, de constitución robusta, sin ser gordo. Posee prestancia y distinción, subido de color, el pelo abundante, un poco corto y cortado a cepillo, la barba acorde con el pelo; su fisionomía tiene algo un poco triste que templa una mirada franca y directa y una sonrisa encantadora.

»El señor Firmin Richard es un músico muy distinguido. Hábil armonista, sabio contrapuntista, la grandeza es la característica principal de su composición. Ha publicado música de cámara muy apreciada por los aficionados, música para piano, sonatas o fugas llenas de originalidad, además de un volumen de melodías. Finalmente, La muerte de Hércules, ejecutada en los conciertos del Conservatorio, arroja un soplo épico que hace pensar en Gluck, uno de los maestros venerados por el señor Firmin Richard. De todas maneras, aunque admire a Gluck, no admira menos a Piccini. El señor Richard le agrada todo lo que encuentra. Lleno de admiración por Piccini, se inclina ante Meyerbeer, se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor que él, el inimitable genio de Weber. Por último, en lo que concierne a Wagner, el señor Richard, no está lejos de pretender que es él, Richard, el primero y quizás el único en comprenderlo en Francia».

Aquí detengo mi cita, de la que creo se desprende con suficiente claridad que, si al señor Firmin Richard amaba casi toda la música y a todos los músicos, el deber de todos los músicos era amar al señor Firmin Richard. Digamos para concluir este rápido retrato, que el señor Richard era lo que se ha dado en llamar un ser autoritario, es decir que tenía un carácter difícil.

Los primeros días de los dos directores en la Ópera transcurrieron dominados por la alegría de sentirse los amos de una empresa tan amplia y hermosa. Habían sin duda olvidado ya la curiosa y extraña historia del fantasma, cuando se produjo un incidente que les probó que, si se trataba de una farsa, la farsa aún no había terminado.

El señor Firmin Richard llegó aquella mañana a su despacho a las once. Su secretario, el señor Rémy, le mostró una media docena de cartas que no había abierto porque llevaban la mención de «personal». Una de las cartas atrajo en seguida la atención del señor Richard, no sólo porque lo escrito en el sobre estaba en tinta roja, sino también porque le pareció haber visto ya en alguna parte aquella letra. No tuvo que pensar demasiado: se trataba de la letra con la que habían completado tan extrañamente el pliego de condiciones.

Reconoció en seguida su aspecto tosco y casi infantil. La abrió y leyó:

Mi querido director, le pido perdón por venir a molestarle en estos momentos tan preciosos en los que decide la suerte de los mejores artistas de la ópera, en los que renueva importantes contratos y en los que concluye otros nuevos. Todo ello con una visión tan segura, una comprensión del teatro, una ciencia del público y de sus gustos, una autoridad que ha estado muy cerca de pasmar a mi vieja experiencia. Estoy al corriente de lo que acaba de hacer con la Carlotta, la Sorelli y la pequeña Jammes, como por algunas otras en las que ha adivinado admirables cualidades, talento, o genio. (Sabe usted muy bien a quién me refiero cuando escribo estas palabras. No se trata evidentemente de la Carlotta, que canta como una jeringa y que nunca debió haber abandonado los Ambassadeurs ni el café Jacquin; ni de la Sorelli, cuyo éxito se debe sólo a la carrocería; ni de la pequeña Jammes, que baila como una vaca en un prado. Y tampoco me refiero a Christine Daaé, cuyo genio es evidente, pero a la que deja usted con celo envidioso al margen de todo estreno importante). En fin, es usted libre de administrar su pequeño negocio como le plazca, ¿no es cierto? De todas formas, desearía aprovechar el hecho de que aún no haya puesto a Christine Daaé de patitas en la calle para oírla esta noche en el papel de Siebel, ya que el de Margarita, después del triunfo del otro día, le está prohibido. Le ruego-también que no disponga de mi palco ni hoy ni los días siguientes, ya que no terminaré mi carta sin confesarle hasta qué punto me he visto desagradablemente sorprendido al llegar a la Ópera en estos últimos tiempos, al enterarme de que mi palco había sido alquilado en la taquilla, por órdenes de usted.

En un principio no he protestado porque soy enemigo del escándalo, después porque imaginé que sus predecesores, los señores Debienne y Poligny, que siempre se comportaron de forma encantadora conmigo, habían descuidado antes de su marcha de hablarle de mis pequeñas manías. Pero acabo de recibir la respuesta de los señores Debienne y Poligny a mi petición de explicaciones, respuesta que me prueba que están ustedes al corriente de mi pliego de condiciones y que, por consiguiente, se burlan de mí deforma ofensiva. ¡Si quieren que vivamos en paz, el camino más apropiado no es el de empezar por quitarme el palco! Con ayuda de estas pequeñas observaciones, le ruego me considere, señor director, como a su más humilde y obediente servidor.

Firmado: F. de la ópera.

Esta carta iba acompañada de un extracto de la sección de correspondencia de la Revue Théatrale, en la que se leía lo siguiente:

«F. de la Ó.: R. y M. no tienen excusa. Les hemos advertido y entregado su pliego de condiciones. Saludos».

En cuanto al señor Firmin Richard terminó de leer, la puerta del despacho se abrió y el señor Moncharmin se encaminó hacia él, llevando en la mano una carta idéntica a la que había recibido su colega. Se miraron, echándose a reír a carcajadas.

—La broma continúa —dijo el señor Richard—. ¡Pero ya no tiene gracia!

—¿Qué significa esto? —preguntó el señor Moncharmin—. ¿Acaso creen que porque han sido directores de la ópera vamos a concederles un palco a perpetuidad?

Pues tanto para el primero como para el segundo, la doble carta era sin duda el fruto de la colaboración bromista de sus predecesores.

—¡No estoy de humor para dejarme tomar el pelo por mucho tiempo! —declaró Firmin Richard.

—¡Son inofensivos! —observó Armand Moncharmin.

—¿Qué querrán en realidad? ¿Un palco para esta noche?

El señor Firmin Richard dio la orden a su secretario de enviar el palco número 5 del primer piso a los señores Debienne y Poligny, si no se había ya vendido.

No lo estaba. La reserva les fue inmediatamente enviada. Los señores Debienne y Poligny vivían, el primero en el final de la calle Scribe y del bulevar de los Capucines; el segundo en la calle Auber. Las dos cartas del fantasma de la Ópera habían sido echadas al buzón del bulevar de los Capucines. Fue Moncharmin quien primero lo notó al mirar los sobres.

—¡Ya lo ves! —dijo Richard.

Se encogieron de hombros y lamentaron que gentes de esta edad se divirtieran aún con juegos tan inocentes.

—¡Por lo menos podían haber sido educados! —observó Moncharmir—. ¿Has visto cómo nos tratan acerca la Carlotta, de la Sorelli y de la pequeña Jammes?

—Mira, querido amigo, esas gentes están enfermas de envidia… Cuando pienso que han llegado incluso a pagar un espacio en la sección de correspondencia de la Revue Théâtrale… ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?

—¡A propósito! —añadió Moncharmin—, parecen interesarse mucho por la pequeña Christine Daaé…

—¡Sabes tan bien como yo que esa muchacha tiene fama de prudente! —respondió Richard.

—¡Se ha ganado tan rápidamente la fama! —replicó Moncharminr—. ¿Acaso no tengo yo fama de ser entendido en música? Pues no conozco la diferencia entre la clave de sol y la de fa.

—Tranquilízate. Nunca has tenido esa fama —declaró Richard.

En este punto, Firmin Richard dio al ujier la orden de hacer pasar a los artistas que, desde hacía dos horas, se paseaban por el gran corredor de la administración esperando que la puerta de la dirección se abriera, puerta tras la cual les esperaba la gloria, el dinero…, o el despido.

El día transcurrió entre discusiones, conversaciones, firmas o rupturas de contratos; por eso les ruego que crean que aquella noche, la del 25 de enero, nuestros dos directores, cansados por una dura jornada de iras, intrigas, recomendaciones, amenazas y manifestaciones de amor o de odio, se acostaron temprano sin tener siquiera la curiosidad de ir a echar una ojeada al palco n° 5 para saber si los señores Debienne y Poligny encontraban de su gusto el espectáculo. La ópera no se había cerrado desde la marcha de la antigua dirección, y el señor Richard había continuado con las pocas obras necesarias en curso sin interrumpir las representaciones.

A la mañana siguiente, los señores Richard y Moncharmin encontraron en su correo, por un lado, una carta de agradecimiento del fantasma, que decía así:

Mi querido Director:

Gracias. Encantadora velada. Daaé exquisita. Cuiden los coros. La Carlotta, magnífico y banal instrumento. Le escribiré pronto acerca de los 240.000 francos, exactamente 233.424 francos con 70 céntimos, teniendo en cuenta que los señores Debienne y Poligny me han hecho llegar los 6.575 francos con 30 céntimos que representan los diez primeros días de mi pensión de este año, dado que sus privilegios finalizaron el 10 por la noche.

Su servidor,

E de la O.

Y, por otro lado, una carta de los señores Debienne y Poligni:

Señores.

Les agradecemos su amable atención, pero comprenderán fácilmente que la perspectiva de volver a oír Fausto, por muy agradable que sea para los antiguos directores de la ópera, no puede hacernos olvidar que no tenemos ningún derecho a ocupar el palco n° 5 del primer piso, que pertenece exclusivamente a aquel del que tuvimos ocasión de hablarle al releer con ustedes, por última vez, el pliego de condiciones, último párrafo del artículo 63.

Rogamos acepten nuestro agradecimiento, señores, etcétera.

—¡Bueno, estos tipos ya empiezan a fastidiarme! —declaró violentamente Firmin Richard, rompiendo la carta de los señores Debienne y Poligny.

Aquella noche, el palco n° 5 fue vendido.

A la mañana siguiente, al llegar a su despacho, los señores Richard y Moncharmin encontraban un informe del inspector sobre lo ocurrido la noche anterior en el palco n° 5 del primer piso. He aquí el pasaje esencial del informe, que es breve:

«Me he visto en la necesidad —escribe el inspector—, de recurrir esta noche —el inspector había escrito su declaración la víspera por la noche— a un guardia municipal para hacer evacuar por dos veces, al principio y a la mitad del segundo acto, el palco nº 5. Los ocupantes, que habían llegado al comienzo del segundo acto, provocaban un verdadero escándalo con sus risas y comentarios ridículos. A su alrededor se oían reclamaciones y en la sala la gente empezaba a protestar, cuando la acomodadora vino en mi busca. Entré en el palco y expresé las correspondientes advertencias. Aquellas personas no parecían estar en su sano juicio y me dieron excusas estúpidas. Les advertí que, sí se repetía el escándalo, me vería obligado a hacer evacuar el palco. Aún no había terminado de salir, cuando volví a oír sus risas y las protestas de la sala. Regresé en compañía de un guardia municipal, que les hizo salir. Reclamaron, siempre entre risas, y declararon que no se irían si no se les devolvía el dinero. Finalmente se calmaron y los dejé volver al palco; al momento, las risas volvieron a empezar, y esta vez los expulsé definitivamente».

—¡Que traigan al inspector! —gritó Richard a su secretario, que ya había leído el informe y lo había subrayado con un lápiz azul.

El secretario, señor Rémy —veinticuatro años, bigote fino, elegante, distinguido, muy buena presencia, que llevaba una levita entallada, obligatoria de trabajo en aquella época, era un hombre inteligente pero tímido ante su jefe, ganaba 2.400 francos de sueldo anual, pagados por el director. Su trabajo consistía en revisar los periódicos, contestar las cartas, distribuir los palcos y pases de favor, concertar las citas, conversar con los que hacen antesala, visitar a las artistas enfermas, buscar las suplentes, coordinar a los jefes de personal, ante todo, era el cerrojo del despacho del director, aunque no recibiera por ello ningún tipo de compensación y pudiera ser despedido de la noche a la mañana, ya que, su puesto no está reconocido por la administración—, el secretario, pues, que ya había mandado a buscar al inspector, dio la orden de hacerlo pasar.

El inspector entró un poco inquieto.

—Explíquenos qué ha pasado —dijo Richard con brusquedad.

El inspector farfulló inmediatamente e hizo alusión al informe.

—Pero bueno, esas personas, ¿de qué se reían? —preguntó Moncharmin.

—Señor director, parecían haber cenado bien y más predispuestos a reír que a escuchar buena música. Nada más llegar y entrar en el palco llamaron a la acomodadora, que les preguntó qué ocurría. Entonces le dijeron:

»—Mire usted en el palco, ¿no hay nadie, no es cierto?…

»—No —respondió la acomodadora.

»—Pues bien —afirmaron—, cuando entramos oímos una voz que decía que había alguien».

El señor Moncharmin no pudo dejar de mirar a Richard sin sonreírse, pero éste no sonreía en lo más mínimo. Había ya recibido tantas veces este tipo de bromas que no le fue difícil reconocer en el relato que, de la manera más ingenua del mundo, le hacía el inspector, todas las características de una de esas bromas crueles que divierten al principio a aquellos a quienes van dirigidas, pero que luego terminan por enfurecerlos.

El señor inspector, para ganarse la simpatía de Moncharmin, que sonreía, había creído que su obligación era sonreír también. Desgraciada sonrisa. La mirada de Richard fulminó al empleado, quien adoptó de inmediato una expresión compungida.

—Pero, bueno, cuando llegó esa gente —preguntó rugiendo el terrible Richard—, ¿no había nadie en el palco?

—Nadie, señor director, ¡nadie! Ni en el palco de la derecha, ni en el de la izquierda. Se lo juro. Pongo las manos en el fuego. Esto demuestra que se trata de una broma.

—¿Y qué dijo la acomodadora?

—¡Oh! Para la acomodadora todo es muy sencillo, dice que es el fantasma de la ópera. ¡Vaya!

Y el inspector rio burlón. Pero se dio cuenta de que había vuelto a equivocarse, puesto que apenas acababa de pronunciar estas palabras, la expresión de Richard pasó de sombría a furiosa.

—¡Que busquen a la acomodadora! —ordenó—. ¡Inmediatamente! ¡Y que me la traigan! ¡Y que despidan a toda esa gente!

El inspector quiso protestar, pero Richard le cerró la boca con un temible: «¡Cállese!». Después, cuando los labios del desgraciado inspector parecieron cerrarse para siempre, el director le ordenó que volviera a abrirlos.

—¿Qué es eso del «fantasma de la Ópera»? —se decidió a preguntar con un gruñido.

Pero el inspector, era ahora incapaz de pronunciar una palabra. Dio a entender mediante una mímica desesperada que no sabía nada, o más bien que no quería saber nada.

—¿Ha visto usted al fantasma de la Opera?

Con un enérgico movimiento de cabeza, el inspector negó haberlo visto jamás.

—¡Peor para usted! —declaró fríamente Richard.

El inspector abrió unos ojos enormes, unos ojos que se salían de las órbitas, para preguntar por qué el director había pronunciado aquel siniestro «¡Peor para usted!».

—¡Porque voy a ajustarles las cuentas a todos aquellos que no le hayan visto! —explicó el director—. Dado que está en todas partes, no es admisible que no se le vea en ninguna. ¡Me gusta que la gente cumpla con su obligación!

CAPÍTULO V

CONTINUACIÓN DE «EL PALCO N° 5»

Dicho esto, el señor Richard dejó de ocuparse del inspector y trató diversos asuntos con su administrador, que acababa de entrar. El inspector pensó que ya podía irse y, con sumo cuidado, de espaldas, se acercaba ya a la puerta cuando el señor Richard, al darse cuenta de la maniobra, paralizó al desgraciado mediante un estruendo: «¡No se mueva!».

Gracias a las diligencias de Rémy, habían ido a buscar a la acomodadora, que era portera en la calle de Provence, a dos pasos de la Ópera. No tardó en entrar.

—¿Cómo se llama usted?

—Mamá Giry Me conoce bien, señor director. Soy la madre de la pequeña Giry, es decir, la pequeña Meg.

Lo dijo con un tono rudo y solemne que por un momento impresionó al señor Richard. Miró a mamá Giry (chal suelto, zapatos gastados, viejo vestido de tafetán, sombrero color hollín). Era evidente, por la actitud del director, que éste no conocía en absoluto o no recordaba haber conocido a mamá Giry, «ni siquiera a la pequeña Meg». Pero el orgullo de mamá Giry era tal que esta célebre acomodadora (mucho me temo que su nombre dio lugar a la palabra «giries», bien conocida en la jerga de entre bastidores. Por ejemplo: si una artista reprocha a una compañera sus chismes, sus cotilleos. Le dirá: «Eso es propio de giries») imaginaba ser conocida por todo el mundo.

—¡No la conozco! —terminó por decir el director—, pero señora Giry, esto no impide que quiera saber qué sucedió ayer noche para que usted y el inspector se vieran obligados a recurrir a un guardia municipal…

—Precisamente quería yo verlo, señor director, y hablarle para que no le ocurran a usted las mismas desgracias que a los señores Debienne y Poligny… Tampoco ellos, al principio, querían escucharme…

—No le pregunto nada de todo eso. ¡Le pregunto qué ocurrió anoche!

Mamá Giry enrojeció de indignación. Jamás le habían hablado en semejante tono. Se levantó como para marcharse, recogiendo ya los pliegues de su falda y agitando con dignidad las plumas de su sombrero color hollín; pero, cambiando de parecer, volvió a sentarse y dijo con voz altiva:

—¡Ocurrió que están molestando al fantasma!

En este punto, en vista de que Richard iba a estallar, Moncharmin intervino y dirigió el interrogatorio, del que resultó que mamá Giry encontraba perfectamente natural que se oyera una voz diciendo que había gente en un palco donde no había nadie. No podía explicarse este fenómeno, que no era nuevo para ella, más que por la intervención del fantasma. Al fantasma nadie podía verlo en el palco pero todo el mundo podía oírlo. Ella, sí, lo había oído a menudo, y podía creérsela puesto que no mentía jamás. Podían preguntar a los señores Debienne y Poligny y a todos los que la conocían, y también al señor Isidore Saack, a quien el fantasma había roto una pierna.

—¿Ah, sí? —interrumpió Moncharmin—. ¿El fantasma le ha roto la pierna al pobre Isidore Saack?

Mamá Giry abrió de par en par unos ojos en los que se leía su extrañeza ante tamaña ignorancia. Finalmente, consintió en informar a aquellos dos pobres inocentes. La cosa había ocurrido en tiempos de los señores Debienne y Poligny, siempre en el palco n° 5, y también durante una representación del Fausto.

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Umfang:
5250 S.
ISBN:
9782378079987
Rechteinhaber:
Bookwire
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