Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 315

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Hora y media más tarde pasó Arabella por allí mismo con sus dos compañeras del sábado. Y pasó sin fijarse siquiera en el lugar donde se dieran el beso, ni en el sauce que lo indicaba, aunque hablaba y hablaba del suceso sin el menor recato con las otras dos.

—¿Y qué te dijo después?

—Y entonces dijo… —Y relató casi punto por punto algunas de las frases más tiernas. De haber estado Jude tras el seto se habría llevado una sorpresa mayúscula al ver cuán poco secretos eran sus dichos y hechos de la noche anterior.

—¡Ese te quiere; que me ahorquen si no! —murmuró Anny de manera sentenciaria—. ¡Me alegro por ti!

Al cabo de unos instantes, Arabella contestó con un tono extrañamente bajo, hambriento, de latente sensualidad:

—¡Me quiere, sí! Pero yo lo necesito para algo más que para quererme; quiero que sea mi marido… ¡que se case conmigo! Eso es. No podría pasarme sin él. Es la clase de hombre que me gusta. ¡Me volvería loca si no llegara a ser suya completamente! ¡Me di cuenta desde el primer momento!

—Puesto que es tan romántico, tan recto y tan caballeroso, no te será difícil conquistarle, y hasta hacerle tu marido, si lo sabes hacer bien.

Arabella se quedó meditando un momento.

—¿Y cómo lo tengo que hacer? —preguntó.

—Conque no lo sabes, ¿eh?… —dijo Sara, la tercera muchacha.

—¡Palabra que no!… Aparte de lo normal, claro; o sea salir juntos y procurar que no se pase de la raya.

La tercera muchacha dirigió una mirada a la segunda:

—¡No lo sabe!

—¡Ya se ve! —dijo Anny.

—¡Y eso que ha vivido en una ciudad, como quien dice! Bueno, pues nosotras podríamos enseñarte unas cuantas cosas a ti, igual que tú podrías enseñarnos otras a nosotras.

—Sí. ¿Y dices que hay una manera infalible de hacer tuyo a un hombre? ¡Tómame por una ingenua si te da la gana, pero haz el favor de explicármelo!

—Como marido, ¿eh?

—Como marido.

—Siempre que se trate de un campesino serio y formal como él; pero ¡por Dios, no vayas a pensar que me refiero a un soldado, un marinero o a uno de esos que van de pueblo en pueblo o de los que engañan a las pobres mujeres! ¡No quisiera yo que perjudicaran a una amiga!

—¡O sea, que solo vale para uno como él!

Las compañeras de Arabella se miraron, alzaron los ojos con gesto burlón y sonrieron con picardía. Después, una de ellas se acercó a Arabella y, a pesar de que no había nadie por allí cerca, le proporcionó cierta información en voz baja, mientras la otra observaba curiosa el efecto que producía en su semblante.

—¡Ah! —exclamó Arabella lentamente—. ¡No se me había ocurrido!… Pero supón que él no es tan honrado. ¡Después podría pesarle a la mujer el haberlo intentado!

—¡La que nada arriesga, nada tiene! Además, te aseguras de su honradez antes de lanzarte. Así podrás estar bien tranquila. ¡Ojalá tuviera yo ocasión! Eso lo hacen un montón de chicas; o ¿cómo crees tú que llegan a casarse?

Arabella siguió meditando en silencio.

—¡Lo intentaré! —murmuró, pero sin dirigirse a ellas.

I. 8.

Un fin de semana, como de costumbre, salió Jude de Alfredston en dirección a Marygreen para ir a casa de su tía; el camino tenía ahora grandes atractivos para él, muy distintos al de visitar a su vieja y malhumorada parienta. Se desvió a la derecha antes de subir la cuesta del cerro por el simple deseo de ver a Arabella al pasar, aparte de sus citas de rigor. Antes de llegar a la casa, su atenta mirada descubrió la parte superior de su cabeza moviéndose vivamente de un lado a otro por encima del seto del huerto. Al traspasar la verja se encontró con que tres cerdos flacos y jóvenes se habían escapado de la pocilga saltando nada menos que por encima del cercado, y que estaba luchando ella sola con los bichos para hacerlos entrar por la puerta que había dejado abierta. Su semblante cambió la expresión rígida del trabajo por la dulzura del amor cuando vio a Jude y le dirigió una lánguida mirada. Los animales aprovecharon esta pausa y escaparon corriendo.

—¡Acababan de meterlos ahí esta mañana! —exclamó, dispuesta a seguir persiguiéndolos, a pesar de la presencia de su enamorado—. Ayer mismo los trajeron de la granja Spaddleholt, donde los compró padre bastante caros. ¡Y ahora los muy estúpidos quieren volverse allí! ¿Quieres cerrar la verja, cariño, y ayudarme a encerrarlos otra vez? No hay ningún hombre en casa, solo madre, y se perderán si los dejamos.

Se puso a ayudarla, corriendo de aquí para allá, y saltando por encima de las hileras de patatas y coles. De cuando en cuando corrían juntos los dos, y entonces él la cogía un momento y la besaba. El primer cerdo lo atraparon rápidamente; el segundo costó un poco más; el tercero, que era un bicho de patas largas, se mostró más ágil y porfiado. Se metió por un agujero del seto y, una vez fuera, echó a correr por el sendero.

—¡Se perderá si no lo seguimos! —dijo ella—. ¡Ven conmigo!

Arabella salió disparada del huerto con Jude a su lado, esforzándose por no perder de vista al fugitivo. De cuando en cuando, le gritaban a algún muchacho que les agarrara el animal, pero este se revolvía siempre y echaba a correr como antes.

—Dame la mano, cariño —dijo Jude—. Te estás quedando sin aliento.

Ella le dio encantada su cálida mano, y siguieron juntos al trote.

—Esto pasa por traerlos a pie —observó ella—. Se acuerdan siempre del camino de vuelta. Los tenían que haber transportado.

Entretanto, el cerdo había llegado a un portón abierto que daba libre acceso hacia el cerro, y echó a correr con toda la ligereza que le permitían sus cortas patas. Tan pronto como sus perseguidores lo cruzaron y coronaron la cuesta, comprendieron que tenían que ir hasta la misma granja si querían cogerlo. Desde esas alturas se divisaba al animal como un bultito diminuto que seguía derecho hacia su antigua casa.

—¡Es inútil! —exclamó Arabella—. Llegará allí mucho antes que nosotros. Ya no importa, ahora que sabemos que no se ha perdido ni lo han robado por el camino. Verán que es nuestro y nos lo devolverán. ¡Santo cielo, qué calor tengo!

Sin soltarse de la mano de Jude, se dejó caer en el césped, al pie de un espino achaparrado, haciendo caer a Jude de rodillas al mismo tiempo.

—¡Ay, perdona!… Casi te tiro al suelo. ¡Pero es que estoy rendida!

Ella se echó boca arriba, muy derecha, sobre el césped mojado de la cima del cerro, y contempló la inmensidad azul del cielo reteniendo aún cálidamente la mano de Jude. Este se recostó con el codo junto a ella.

—Hemos estado corriendo para nada —continuó ella; su pecho subía y bajaba en agitada respiración. Tenía el rostro encendido, los rojos labios entreabiertos y la piel empañada por un ligero velo de sudor—. Bueno…, ¿por qué no dices nada, cariño?

—Estoy reventado yo también de tanto correr monte arriba.

Estaban absolutamente solos… en la más completa de las soledades, rodeados de un paraje desierto. Nadie podría acercarse a un kilómetro de distancia sin que ellos le viesen. De hecho, se encontraban en uno de los puntos más elevados del condado, desde donde podían distinguirse los alrededores de Christminster en la lejanía. Pero Jude no pensaba en ello en ese momento.

—¡Mira qué cosa tan preciosa estoy viendo en el árbol este! —dijo Arabella—. Es una especie de oruga de color verde y amarillo, como no la has visto tú jamás.

—¿Dónde? —preguntó Jude incorporándose.

—Desde ahí no puedes verla…; tienes que ponerte aquí —dijo ella.

Él se acercó y juntó su cabeza a la de ella.

—No… no la veo —dijo.

—Mira, ahí; donde sale la rama, junto a esa hoja que se mueve… ¡ahí!

—No la veo —repitió él con la cabeza junto a la mejilla de ella—. Pero seguro que la veré levantado. —Y se puso de pie, mirando en la misma dirección que ella.

—¡Qué tonto eres! —exclamó ella contrariada, apartando la cara.

—Si no la veo, qué más da; ¿es tan importante? —replicó él—. Anda, levántate, Abby.

—¿Porqué?

—Déjame besarte. ¡Lo he estado deseando tanto tiempo!

Ella se volvió hacia él y se quedó mirándole fijamente durante un momento; luego, con un ligero mohín, se puso en pie de un salto y exclamó de pronto: «¡Tengo que irme!». Y echó a andar con paso presuroso hacia su casa. Jude la siguió y se unió a ella.

—¡Uno solo! —suplicó.

—¡No! —dijo ella.

—¿Qué te pasa? —preguntó él, sorprendido.

Ella apretó los labios con resentimiento. Jude la siguió como un corderillo hasta que ella aflojó el paso y caminó a su lado, charlando tranquilamente de temas indiferentes, y conteniéndole cada vez que pretendía cogerle la mano o agarrarla por la cintura. De este modo bajaron hasta su casa; y Arabella entró, despidiéndole con un gesto displicente y avinagrado.

«Me he debido tomar demasiada libertad con ella», se dijo Jude, retirándose con un suspiro; y prosiguió el camino hacia Marygreen.

El domingo por la mañana, como era costumbre en casa de Arabella, se hacían todos los preparativos para la comida especial de la semana. El padre se estaba afeitando fuera, ante un espejito que colgaba de la ventana; mientras, la madre y la propia Arabella pelaban judías afanosamente. Pasó una vecina que venía de los oficios matinales de la iglesia más próxima, y al ver a Donn atareado con la navaja delante de la ventana, saludó y entró.

En seguida se puso a bromear con Arabella:

—Ayer te vi corriendo con ese… ¡Ji, ji! Espero que la cosa pare en algo.

Arabella se limitó a lanzarle una mirada sin levantar siquiera la cabeza.

—Según tengo entendido, quiere irse a Christminster tan pronto como pueda.

—¿Ha oído eso recientemente? —preguntó Arabella, aspirando el aire con gesto celoso y felino.

—¡No! Pero todo el mundo sabe desde hace mucho que tiene esa idea. Solo está esperando la ocasión. Pero mientras, supongo que querrá salir con alguna chica. Para la juventud de hoy día, esas cosas no tienen importancia. Para ellos todo es catar de aquí y de allá. En mis tiempos la cosa era diferente.

Cuando la chismosa se hubo marchado, Arabella dijo de pronto a su madre:

—Esta tarde después del té quiero que os vayáis padre y tú a ver como están los Edlin. O mejor…, esta tarde hay misa en Fensworth, os dais un paseo hasta allá.

—Bueno, ¿qué piensas hacer?

—Nada. Lo que quiero es disponer de la casa yo sola. Él es tímido, y no lo puedo hacer entrar en casa estando vosotros. Se me irá de las manos si no despabilo, por más que le quiera.

—Si hace bueno, saldremos; como quieras.

Por la tarde, Arabella salió a pasear con Jude, el cual hacía semanas que había dejado de mirar un libro, ya estuviera en griego, en latín o en la lengua que fuese. Vagaron por las pendientes hasta que coronaron la calzada cubierta de hierba que recorre la cresta, y siguieron por ella hasta el talud de la altiplanicie que arrancaba de allí mismo, y Jude pensó en los tiempos memorables de aquella calzada, y en los conductores de ganados que la transitaron, antes probablemente de que los romanos llegaran al país. Por todo el ámbito del paisaje que se extendía a los pies de los dos se difundía el repique de las campanas de la iglesia. Luego el repique se redujo a una sola nota, que se hizo más viva, y después enmudeció.

—Bien, volvamos —dijo Arabella, que había estado atenta a las campanas.

Jude asintió. Estando junto a ella, poco le importaba encontrarse en un lugar o en otro. Cuando llegaron a casa, dijo él con lentitud:

—No quiero entrar. ¿Por qué tienes tanta prisa esta tarde? Todavía es pronto.

—Aguarda un momento —dijo ella. Intentó abrir la puerta y la encontró cerrada con llave.

—¡Ah!… se han ido a misa —añadió; y buscó detrás del limpiabarros, sacó la llave y abrió la puerta—. Bueno, ¿puedes pasar un momento? —preguntó con indiferencia—. Estaremos solos.

—Claro —dijo Jude con presteza, viendo que así la situación cambiaba.

Pasaron adentro. ¿Quería té? No, era demasiado tarde; prefería sentarse con ella y charlar un rato. Ella se quitó la chaqueta y el sombrero, y se sentaron los dos…, bastante juntos, por supuesto.

—No me toques, por favor —dijo ella con dulzura—, que se me puede cascar. O será mejor que lo ponga en lugar seguro. —Y comenzó a desabrocharse el cuello del vestido.

—¿Qué es? —preguntó su enamorado.

—Un huevo…, un huevo de gallina china. Estoy empollando una raza muy rara. Lo llevo conmigo a todas partes, y el pollito tardará menos de tres semanas en salir.

—¿Dónde lo llevas?

—Aquí mismo. —Se metió la mano en el pecho y sacó el huevo envuelto en lana y cubierto con un trozo de vejiga de cerdo por si se rompía. Después de enseñárselo, se lo guardó de nuevo—. Ahora, por favor, no te acerques demasiado. No quiero que se rompa; no tengo ganas de empezar con otro.

—¿Por qué haces esas cosas tan extrañas?

—Es una vieja costumbre. Supongo que resultará natural en una mujer traer seres al mundo.

—Eso me pone a mí en una situación bastante difícil —dijo él riendo.

—Te está bien empleado. Mira…, esto es lo único que puedes obtener de mí.

Dio la vuelta a su silla y, echándose contra el respaldo, le presentó la mejilla cuidadosamente.

—¡Qué tacaña eres!

—¡Haberme cogido hace un minuto, cuando tenía el huevo fuera! ¡Mira! —añadió desafiante—, ¡ahora estoy sin él! —Se había sacado el huevo por segunda vez; pero antes de que él pudiera alcanzarla se lo había vuelto a guardar rápidamente, riéndose con la excitación de su estratagema. Luego hubo un ligero forcejeo, Jude metió la mano y consiguió quitárselo triunfalmente. Ella se ruborizó; y al darse cuenta de pronto de lo que acababa de hacer, se ruborizó él también.

Se miraron los dos, jadeantes; por fin, él se levantó y dijo:

—Un beso; ¡ahora puedo dártelo sin causar estropicios, y te lo voy a dar!

Pero ella dio un brinco también.

—¡Tendrás que encontrarme primero! —gritó.

Al verla echar a correr, su enamorado la siguió. Como la habitación estaba a oscuras, y la ventana era pequeña, no conseguía descubrir dónde se había metido, hasta que una carcajada le reveló que había subido escaleras arriba; Jude subió precipitadamente tras ella.

I. 9.

Habían transcurrido unos dos meses, y la pareja se había estado viendo durante todo ese tiempo. Arabella parecía descontenta; siempre estaba pensando y esperando y haciéndose preguntas.

Un día llamó al ambulante Vilbert. Como todos los campesinos del contorno, conocía bien al charlatán, y empezó a contarle su caso. Arabella estaba de muy mal humor, pero antes de que se fuera, se mostró más animada. Aquella noche se citó con Jude, que parecía triste.

—Voy a marcharme de aquí —dijo este—. Creo que es mi deber. Estoy seguro de que será mejor para los dos, para ti y para mí. ¡Quisiera que ciertas cosas no hubieran empezado jamás! Gran parte de la culpa es mía, lo sé. Pero nunca es demasiado tarde para rectificar.

Arabella comenzó a llorar.

—¿Cómo sabes tú que no es demasiado tarde? —dijo—. Eso es muy fácil de decir. ¡Aún no te lo he dicho! —Y le miró con los ojos arrasados.

—¿Qué? —preguntó él poniéndose pálido—. ¿No?…

—¡Sí! ¿Y qué voy a hacer yo si me dejas?

—¡Oh, Arabella!… ¡Cómo puedes decir eso, cariño! ¡De sobra sabes que no te dejaría!

—Bueno, entonces…

—Hasta ahora no tengo ningún sueldo, claro; si no, lo habría pensado antes… ¡Pero naturalmente, en este caso debemos casarnos! ¿Qué otra cosa crees que podría hacer yo?

—Yo pensaba…, yo pensaba que seguramente, al saberlo, me dejarías con mayor motivo, y tendría que afrontarlo yo sola.

—¡Deberías conocerme mejor! Desde luego que hace seis meses, incluso hace tres, ni se me habría ocurrido pensar en el matrimonio. Esto viene a chafar por completo mis proyectos…, quiero decir, los proyectos que yo tenía antes de conocerte, cariño. Pero después de todo, ¡qué son! Sueños de libros, de graduaciones, de becas imposibles y demás. Desde luego, tenemos que casarnos. ¡No hay más remedio!

Esa noche salió solo y paseó por la oscuridad. En lo más recóndito de su cerebro sabía (de sobra lo sabía) que Arabella no valía gran cosa como ejemplar humano. Sin embargo, puesto que en el campo era esa la costumbre entre los jóvenes que llegaban demasiado lejos en sus relaciones íntimas con una mujer, como desdichadamente era su caso, estaba dispuesto a atenerse a lo que había dicho y a arrostrar las consecuencias. Con el fin de consolarse, se esforzaba por mantener su fe en ella, y se decía lacónicamente que la imagen que se había forjado de ella era aún más importante que la propia Arabella.

Al domingo siguiente se hicieron las amonestaciones. Toda la gente de la parroquia hablaba de lo tonto y lo simple que era Fawley. Todos sus estudios habían venido a parar en esto, en que tenía que vender los libros para comprar cacerolas. Los que sospechaban la verdad del asunto, y los padres de Arabella entre ellos, declararon que era lo menos que podía esperarse de un muchacho honrado como Jude, en desagravio del daño que le había hecho a su novia. El sacerdote que los casó juzgó también que eso era lo justo.

Y así, de pie ante el susodicho oficiante, los dos juraron que desde ese instante de sus vidas, y hasta que la muerte se los llevara, pensarían, sentirían y desearían exactamente lo mismo que habían pensado, sentido y deseado durante las últimas semanas. Igual de sorprendente que el asunto mismo, resultaba el que nadie pareciera sorprenderse lo más mínimo.

Como la tía de Fawley era panadera, hizo la tarta nupcial, diciendo amargamente que era lo último que podía hacer por él, pobre idiota; y que mucho más le habría valido estar bajo tierra hacía años, con su padre y su madre, en vez de vivir para traerle tantos quebraderos de cabeza. Arabella cortó unas raciones de tarta, las envolvió en un papel, y se las envió a sus compañeras de trabajo, Anny y Sara, con una nota en el paquete: «En agradecimiento por el consejo».

Las perspectivas del nuevo matrimonio no eran muy brillantes, ni siquiera para la mentalidad más optimista. Él, un aprendiz de picapedrero con diecinueve años, no cobraría más que medio jornal hasta que cumpliera el período de aprendizaje. Su mujer era absolutamente inútil en el pueblo donde, al principio, pensó él que sería necesario vivir. Pero la perentoria necesidad de añadir algo a lo que ganaba, por poco que fuese, le llevó a tomar una casucha solitaria junto a la carretera, entre la Casa Marrón y Marygreen, donde podría sacar algo con las hortalizas y utilizar la experiencia de ella para criar un cerdo. Pero no era esta la clase de vida por la que había luchado; además, diariamente tenía que recorrer una larga distancia yendo y viniendo de Alfredston. Arabella pensaba, sin embargo, que todas estas disposiciones eran provisionales; ella había obtenido un marido, esa era la cuestión; un marido que tenía enormes posibilidades de ganar dinero con que comprarse ella vestidos y sombreros, cuando empezara a tener algo de miedo y a sentirse atado a su oficio, cuando echara a un rincón aquellos antipáticos librotes y se dedicase a tareas más productivas.

Así que la misma tarde de la boda la llevó a la casa de campo, dejando su vieja habitación de casa de su tía, donde tanto había trabajado con el griego y el latín.

Al verla desnudarse por primera vez sintió un ligero escalofrío. Arabella se desprendió con indiferencia de la larga cola de caballo que llevaba enroscada en un moño enorme detrás de la cabeza, la alisó con la mano, y la colgó del espejo que él le había comprado.

—¡Cómo!… ¿no era tuyo? —dijo él, desagradablemente impresionado por el descubrimiento.

—¡Ca, hombre!… Hoy en día no se estila eso entre la gente bien.

—¡Tonterías! Puede que así sea en la capital. Pero en el campo se supone que es diferente. Además, tú tienes bastante pelo, ¿no?

—Sí, bastante para lo que se lleva en el campo. Pero en las ciudades a los hombres les gusta que sea abundante, y cuando yo estuve de camarera en Aldbrickham…

—¿De camarera en Aldbrickham?

—Bueno, camarera precisamente no; solía servir la bebida allá en una taberna… Fue solo por un tiempo; eso es todo. Algunos se empeñaron en que me pusiera un postizo, y yo me lo compré nada más que por capricho. En Aldbrickham, que es un pueblo mucho más elegante que todos tus Christminsteres, cuanto más pelo luces en la cabeza, mejor. Toda dama de buena posición lleva su postizo… Me lo dijo el ayudante del barbero.

Jude pensó con una sensación de malestar que, aunque eso fuese verdad en cierto modo, había en cambio infinidad de muchachas sencillas que iban a la ciudad, y vivían allí durante años y años sin perder su sencillez en la forma de vivir y de arreglarse. ¡Ah!, pero otras llevaban en la sangre el gusto por lo artificioso y adoptaban las falsificaciones desde el primer momento. De todos modos, puede que no fuera un pecado excesivamente grande el que una mujer añadiese un poco de pelo al que tenía, así que decidió no pensar más en el asunto.

Una recién casada puede arreglárselas normalmente para suscitar interés durante unas semanas, aun cuando las perspectivas futuras de casa y medios de subsistencia se presenten sombrías. Siempre hay algo picante en su nuevo estado, y en la manera de manifestarlo a sus amigas, que la eleva por encima de la mediocridad de los hechos y la hace, incluso a la más humilde recién casada, independiente de la vida real durante un tiempo. La señora de Jude Fawley caminaba por las calles de Alfredston un día de mercado, con ese aire particular reflejado en su persona, cuando se encontró con su antigua amiga Anny, a quien no había visto desde antes de la boda.

Como siempre, se echaron a reír antes de ponerse a charlar; el mundo les parecía gracioso y no tenían necesidad de decírselo.

—Así que resultó un plan estupendo, ¿eh? —dijo la soltera a la casada—. Ya sabía yo que resultaría con uno como él. Es un buen muchacho y debes estar orgullosa.

—Lo estoy —dijo la señora Fawley con serenidad.

—¿Y para cuándo esperas?…

—¡Chiss! ¡De eso nada!

—¿Qué?

—Fue una equivocación.

—¡Arabella, Arabella, qué lagarta eres! ¡Conque equivocación! ¡Qué habilidad…, eres verdaderamente genial! ¡Jamás se me habría ocurrido a mí, con toda mi experiencia! Yo no habría pensado más que en hacer las cosas de verdad…, ¡pero no en llegar a fingirlo!

—No vayas tan de prisa con eso de fingir. ¡No fue fingido, porque yo no lo sabía!

—¡Pues ahí es nada, lo que le va a caer! ¡Ya verás cómo se va a poner los sábados por la noche! Sea lo que sea, él dirá que fue una jugada…, ¡una jugada por partida doble, Dios mío!

—La primera sí lo es; pero la segunda, no. ¡Bah, bastante le importará a él! Se va a llevar una alegría cuando le diga que me había equivocado. Y se quedará tan conforme, como les pasa a todos los hombres. ¿Qué otra cosa podrían hacer? Una vez casados, casados están.

No obstante, Arabella se sentía algo intranquila al ver que se aproximaba la fecha en que debía revelarle que la alarma que la había sobresaltado carecía de fundamento. La ocasión se presentó una noche a la hora de irse a dormir, en la alcoba de aquella casa solitaria de junto a la carretera, a la que regresaba Jude todos los días después de su faena. Había trabajado de firme durante doce horas, y se había retirado a descansar antes que su mujer. Cuando ella entró en la habitación estaba ya medio dormido y tenía la vaga conciencia de que ella se estaba desvistiendo delante del pequeño espejo.

Un movimiento suyo le hizo despabilarse. Ella estaba sentada de cara a él y se entretenía en hacerse hoyuelos en las mejillas, actividad que ejecutaba con verdadera maestría mediante una ligera succión. Por vez primera le pareció a él que aquellos hoyuelos habían estado ausentes en muchísimas más ocasiones desde que se habían casado, que en las primeras semanas de conocerse.

—¡No hagas eso, Arabella! —dijo de repente—; no es que esté mal, pero… no me gusta verte hacerlo.

Ella se volvió y rio.

—¡Vaya por Dios, no sabía que estabas despierto! —dijo—. ¡Pero qué patán eres! Eso no es nada.

—¿Dónde lo aprendiste?

—En ninguna parte que yo sepa. Antes se me quedaban con toda facilidad, cuando servía en la taberna; ahora no se tienen. Tenía la cara más llena entonces.

—Me tienen sin cuidado los hoyuelos. No creo que favorezcan a una mujer…, y concretamente a una mujer casada y con un cuerpo tan lleno como el tuyo.

—Muchos hombres piensan de otro modo.

—No me importa lo que piensan muchos hombres. Además, ¿tú cómo lo sabes?

—Me lo solían decir cuando estaba en la taberna aquella.

—¡Ah!, esa experiencia tuya en la taberna explica entonces tus conocimientos sobre la adulteración de la cerveza, como me dijiste aquel domingo cuando entramos en una a tomar algo. Cuando me casé contigo creía que no habías salido nunca de la casa de tu padre.

—Deberías estar más al día en eso; así comprenderías que de esta manera estoy más formada de lo que estaría si no me hubiera meneado del sitio donde nací. No había mucho que hacer en casa, y me reconcomía por dentro; así que me marché por tres meses.

—Pronto te caerá un montón de obligaciones encima, querida; ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—Bueno, pues… al niño que viene, naturalmente.

—¡Ah!

—¿Para cuándo? Oye, ¿por qué no me dices exactamente la fecha, en vez de andarte con tantos rodeos?

—¿Decirte?

—Sí… decirme la fecha.

—No tengo nada que decirte. Me equivoqué.

—¿Qué?

—Fue una falsa alarma.

Jude dio un brinco en la cama, se sentó, y se la quedó mirando.

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5250 S.
ISBN:
9782378079987
Rechteinhaber:
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