Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 31

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Se volvieron entonces para lanzar una última mirada a la Ciudad Esmeralda, y todo lo que pudieron ver fue el perfil de las torres y campanarios detrás de los muros verdes y, muy por encima de todo, la cúpula enorme del Palacio de Oz.

—La verdad es que Oz no era malo como mago —dijo el Leñador al sentir que el corazón le golpeteaba dentro del pecho.

—Supo darme un cerebro, y muy bueno por cierto —manifestó el Espantapájaros.

—Si él hubiera tomado la misma dosis de valor que me dio a mí —terció el León—, habría sido un hombre muy valiente.

Dorothy no dijo nada. Oz no había cumplido la promesa que le hiciera, aunque hizo todo lo posible, de modo que lo perdonaba. Como él mismo decía, era un buen hombre, aunque de mago no tuviera nada.

El primer día de viaje los llevó a través de los verdes campos salpicados de flores que se extendían alrededor de la Ciudad Esmeralda. Aquella noche durmieron sobre la hierba, sin otra manta que las estrellas que brillaban en el cielo; sin embargo, descansaron muy bien.

En la mañana continuaron andando hasta llegar a un espeso bosque al que parecía imposible rodear, pues se extendía a izquierda y derecha tan lejos como alcanzaba la vista. Además, no se atrevían a desviarse de la ruta directa por temor de extraviarse. De modo que empezaron a buscar un punto por el cual fuera fácil entrar en el bosque.

El Espantapájaros, que iba a la cabeza del grupo, descubrió al fin un corpulento árbol dotado de ramas tan extendidas hacia los costados que por debajo podrían pasar todos ellos. Al observar el espacio libre, encaminóse hacia el árbol, mas cuando llegaba debajo de las primeras ramas, éstas se inclinaron y se enroscaron en su cuerpo, levantándolo acto seguido para arrojarlo con fuerza hacia donde se hallaban sus compañeros de viaje.

Aunque esto no le hizo daño, no dejó de sorprenderlo, y el pobre hombre de paja parecía un tanto atontado cuando Dorothy lo ayudó a levantarse.

—Allí hay otro espacio entre los árboles —anunció el León.

—Déjenme probar a mi primero —pidió el Espantapájaros pues no me hace daño que me arrojen a tierra.

Así hablando, encaminóse hacia el otro árbol, pero las ramas lo apresaron inmediatamente y volvieron a arrojarlo al suelo.

—Es muy extraño —dijo Dorothy—. ¿Qué podemos hacer?

—Parece que los árboles han decidido luchar contra nosotros para impedir nuestro viaje —comentó el León.

—Creo que ahora voy a probar yo —dijo el Leñador.

Se echó el hacha al hombro y fue hacia el primero de los árboles que tan mal había tratado al Espantapájaros. Cuando una gruesa rama descendió para apoderarse de él, el hombre de hojalata le asestó un tajo tan feroz que la cortó en dos. En seguida empezó el árbol a sacudir todas sus otras ramas como si estuviera muy dolorido, y el Leñador pudo pasar por debajo sin ninguna dificultad.

—¡Vamos! —les gritó a los otros—. ¡Aprisa!

Todos se adelantaron a la carrera y pasaron debajo del árbol sin sufrir el menor daño, salvo Toto, al que apresó una rama pequeña que lo sacudió hasta hacerlo aullar, pero el Leñador la cortó sin demora, liberando así al perrito.

Los otros árboles del bosque no hicieron nada para impedir su paso, razón por la cual los viajeros comprendieron que sólo la primera hilera podía doblar sus ramas hacia abajo, y probablemente eran los guardianes del bosque, dotados de aquel maravilloso poder a fin de mantener alejados a los intrusos.

Los cuatro amigos marcharon tranquilamente por entre los árboles hasta llegar al otro lado del bosque, y allí, para su gran sorpresa, se hallaron frente a un alto muro que parecía de porcelana blanca. Era tan pulido como la superficie de un plato y se elevaba muy por encima de las cabezas de todos ellos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothy.

—Fabricaré una escalera —manifestó el Leñador—, pues no cabe duda que debemos pasar por sobre ese muro.

CAPÍTULO 20

EL DELICADO PAÍS DE PORCELANA

Mientras el Leñador hacía la escalera con troncos delgados que halló en el bosque, Dorothy acostóse a dormir, pues la larga caminata habíala fatigado. El León también se echó a descansar y Toto se acurrucó a su lado.

El Espantapájaros se quedó mirando al Leñador mientras éste trabajaba.

—No se me ocurre por qué razón está aquí este muro ni de qué está hecho —le dijo.

—No canses tu cerebro ni pienses en el muro —repuso el Leñador—. Cuando lo hayamos salvado, ya sabremos lo que hay detrás de él.

Al cabo de un tiempo estuvo lista la escalera, que parecía un tanto rústica, aunque el Leñador afirmó que era fuerte y serviría para lo que la necesitaban. El Espantapájaros despertó a los durmientes y les dijo que ya tenían los medios para subir a lo alto del muro. El mismo subió primero, pero lo hizo con tanta torpeza que Dorothy tuvo que seguirlo de cerca a fin de evitar que se cayera. Cuando su cabeza sobrepasó la parte superior de la pared, el hombre de paja exclamó:

—¡Cielos!

Siguió subiendo y se sentó en lo alto del muro, mientras que Dorothy ascendía tras él y exclamaba también:

—¡Cielos!

Después subió Toto y en seguida empezó a ladrar, pero Dorothy le hizo callar al instante.

Después subió el León y el último fue el Leñador, y ambos exclamaron "¡Cielos!", como los otros, no bien hubieron mirado por encima del muro. Cuando se hallaban todos sentados en lo alto, formando una hilera, miraron hacia abajo y vieron un espectáculo sumamente extraño.

Ante ellos se extendía una región cuyo suelo era tan suave, reluciente y blanco como la superficie de un gran plato. Diseminadas por los alrededores había numerosas casas de porcelana pintadas de los colores más vivos que pueda uno imaginar. Las viviendas eran pequeñas, y el techo de la más alta difícilmente podría llegar a la cintura de Dorothy. Veíanse también bonitos graneros rodeados por cercas de porcelana, y abundaban las vacas, ovejas, caballos, cerdos y gallinas, todos del mismo material.

Pero lo más extraño de todo eran las personas que vivían en aquella región de maravillas. Había jovencitas que cuidaban las vacas y otras encargadas de las ovejas, todas ataviadas con vestidos de brillantes colores salpicados de lunares dorados, y princesas de vistosos ropajes de plata, oro y púrpura, y pastores con calzones hasta las rodillas, pintados de rosa, amarillo y azul, y príncipes tocados de coronas enjoyadas y luciendo capas de armiño y jubones de satén, y cómicos payasos de raras vestimentas, mejillas pintadas y extraños gorros cónicos. Pero lo más extraño era que toda aquella gente estaba hecha de porcelana, y el más alto de ellos apenas si alcanzaba a la altura de la rodilla de Dorothy.

Al principio ninguno prestó atención a los viajeros, salvo un diminuto perro de porcelana púrpura que se acercó al muro y les ladró con voz apenas audible, luego de lo cual se alejó corriendo.

—¿Cómo bajamos? —preguntó Dorothy.

La escala era tan pesada que no pudieron levantarla, de modo que el Espantapájaros se dejó caer a tierra y los otros saltaron sobre él a fin de que el duro suelo no les dañara los pies. Cuando estuvieron todos abajo, levantaron al Espantapájaros, que estaba completamente aplastado, y le dieron forma de nuevo.

—Tenemos que cruzar este lugar tan extraño si queremos llegar al otro lado —dijo Dorothy—. No sería prudente tomar otro rumbo que no sea el más directo hacia el sur.

Empezaron a marchar por el país de porcelana y lo primero con que se encontraron fue una delicada jovencita de porcelana que estaba ordeñando una vaca. Cuando se acercaron, la vaca coceó de pronto y derribó el banquillo, el balde y aun a la joven, y todo ello cayó al piso de porcelana con gran estrépito.

A Dorothy le dolió mucho ver que la vaca habíase roto una pata, y que el balde estaba hecho añicos, mientras que la pobre doncella tenía roto el codo izquierdo.

—¡Ea! —exclamó la joven en tono indignado—. ¡Mira lo que has hecho! A mi vaca se le ha roto una pata y tendré que llevarla al remendón para que se la pegue. ¿Cómo te atreves a venir aquí y asustar así a mi animal?

—Lo siento muchísimo —contestó Dorothy—. Te ruego que nos perdones.

Pero la bonita doncella estaba demasiado enfadada para responder. Levantó la pata rota y, sin decir palabra, se llevó a su vaca que cojeaba sobre sus tres patas restantes. Al alejarse lanzó varias miradas de reproche por sobre el hombro a los torpes forasteros.

Dorothy sintióse bastante apenada por el accidente.

—Tendremos que ser muy cuidadosos en este país —dijo el bondadoso Leñador—. De otro modo podríamos lastimar sin remedio a sus bonitos habitantes.

Un poco más adelante Dorothy se encontró con una princesa maravillosamente vestida, la que se detuvo de pronto al ver a los intrusos y luego empezó a alejarse aprisa.

Como quería verla un poco mejor, Dorothy echó a correr tras ella. Pero la jovencita de porcelana se puso a gritar:

—¡No me persigas! ¡No me persigas!

Su vocecilla denotaba tanto temor que Dorothy se detuvo y le preguntó:

—¿Por qué no?

—Porque si corro podría caerme y hacerme pedazos —respondió la princesa, deteniéndose también, aunque a cierta distancia.

—¿Pero no podrían remendarte?

—Sí, pero una nunca queda tan bonita como es después que la componen.

—Supongo que no —admitió Dorothy.

—Ahí tienes al señor Bromista, uno de nuestros payasos —continuó la princesa de porcelana—. Siempre trata de pararse sobre su cabeza y se ha roto el cuerpo tantas voces que está remendado en cien lugares diferentes, y ahora ya no es nada bonito. Allí lo tienes, puedes verlo con tus propios ojos.

En efecto, acercábase a ellos un gracioso payaso en miniatura, y al observarlo bien, Dorothy notó que, a pesar de sus bonitas ropas de vistosos colores, estaba cubierto de rajaduras que corrían en todos sentidos e indicaban que había sido remendado muchísimas veces.

El payaso se puso las manos en los bolsillos y, luego de inflar las mejillas y saludarles con varias inclinaciones de cabeza, declamó:

—Hermosa damita,

¿por qué miras así

al pobre señor Bromista?

¿Acaso tragaste una vara

que estás tan dura y erguida?

—¡Calle usted, señor! —ordenó la princesa—. ¿No ve que son forasteros y merecen ser tratados con respeto?

—Bueno, yo respeto, yo respeto —repuso el Payaso, y en seguida se paró sobre su cabeza.

—No le hagas caso —pidió la princesa a Dorothy—. Se ha golpeado mucho la cabeza y eso lo tiene atontado.

—No le haré caso —dijo Dorothy—. Pero tú eres tan hermosa que creo que podría llegar a quererte muchísimo. ¿Me permitirías llevarte a Kansas y ponerte sobre la repisa de la chimenea de mi tía Em? Podría llevarte en mi cesta.

—Lo cual me haría muy desdichada —respondió la princesa—. Te diré, aquí en nuestro país vivimos bien y podemos hablar y movemos a voluntad. Pero cuando nos sacan de esta región se nos endurecen las coyunturas y lo único que podemos hacer es permanecer rígidos y mostramos bonitos. Claro que es lo único que se espera de nosotros cuando estamos sobre repisas, mesas y en vitrinas, pero en nuestro propio país vivimos mucho mejor.

—¡Por nada del mundo querría hacerte desdichada! —exclamó Dorothy—. Así que me limitaré a decirte adiós.

—Adiós —contestó la princesa.

Los cuatro amigos marcharon con gran cuidado por el país de porcelana. Los diminutos animales y todos los pobladores se apartaron a toda prisa de su camino, temerosos de que aquellos forasteros los rompieran, y al cabo de una hora o más, los viajeros llegaron al límite de la región y se encontraron con otro muro de porcelana.

Empero, éste no era tan elevado como el primero y, parándose sobre el lomo del León, todos pudieron llegar a lo alto de la pared. Después el felino encogió sus patas y dio un tremendo salto para salvar el obstáculo. Al hacerlo, derribó con la cola una hermosa iglesia de porcelana y la hizo pedazos.

—Es una lástima —dijo Dorothy—, pero en realidad creo que tuvimos suerte en no haber causado otros males que la pata rota de una vaca y una iglesia hecha añicos. ¡Esta gente es tan frágil!

—Así es, en efecto —concordó el Espantapájaros— y yo me alegro de estar hecho de paja y a prueba de golpes. En el mundo hay destinos peores que el ser un Espantapájaros.

CAPÍTULO 21

EL LEÓN LLEGA A SER EL REY DE LAS BESTIAS

Luego de bajar del muro de porcelana, los viajeros se hallaron en una región desagradable, llena de pantanos y cubierta de altas hierbas malolientes. Resultaba difícil caminar sin caer en hoyos llenos de barro, pues las malezas eran tan tupidas que ocultaban el suelo. Sin embargo, como observaron las mayores precauciones, pudieron pasar sin accidentes hasta llegar a terreno sólido. Allí parecía la región más silvestre que nunca, y al cabo de una larga y cansadora caminata por entre las malezas, entraron en una selva donde los árboles eran mucho más grandes y añosos que los que habían visto hasta entonces.

—Esta selva es encantadora —declaró el León, mirando en torno suyo con gran placer—. Jamás he visto un lugar más atractivo.

—Parece un poco tétrico —observó el Espantapájaros.

—Nada de eso —repuso el León—. Me gustaría pasar aquí el resto de mi vida. Fíjate en lo mullidas que son las hojas secas y en lo verde que es el musgo que se adhiere a esos viejos árboles. Ninguna bestia salvaje podría desear un hogar mejor que éste.

—Quizás haya animales salvajes —comentó Dorothy.

—Supongo que los hay —contestó el León—, pero no veo a ninguno.

Marcharon por el bosque hasta que la oscuridad les impidió continuar andando. Dorothy, Toto y el León se tendieron a dormir, mientras que el Leñador y el Espantapájaros montaron guardia como de costumbre.

Al llegar la mañana, partieron de nuevo, y antes de haber avanzado mucho empezaron a oír un sonido sordo como el gruñir de muchos animales salvajes. Toto lanzó un gemido bajo, pero los otros no se atemorizaron, y siguieron por una senda bien marcada hasta llegar a un claro en el que se hallaban reunidos centenares de animales salvajes de todas las especies imaginables. Había tigres y elefantes, osos y lobos y zorros, así como todos los otros ejemplares que solemos ver en la Historia Natural, y por un momento sintió Dorothy que la dominaba el temor. Pero el León explicó que las bestias estaban en reunión, agregando que, a juzgar por sus gruñidos, parecían verse en grandes dificultades.

Mientras así hablaba el felino, varios de los animales se fijaron en él y en seguida se hizo el silencio entre los presentes.

El más grande de los tigres adelantase hacia el León, le hizo una reverencia y le dijo:

—¡Bienvenido, Rey de las Bestias! Llegas a tiempo para luchar contra nuestro enemigo y brindar tranquilidad a todos los animales de la selva.

—¿Qué les pasa? —preguntó el León con voz tranquila.

—Nos amenaza un feroz enemigo que hace poco ha llegado a esta selva —replicó el tigre—. Es un monstruo tremendo, semejante a una gran araña, con el cuerpo tan grande como el de un elefante y patas tan largas como el tronco de un árbol. Tiene ocho patas, y al arrastrarse por la selva apresa animales y se los lleva a la boca, comiéndoselos como se come la araña a las moscas. Corremos gran peligro mientras esa bestia feroz siga con vida, y nos hemos reunido aquí para idear la forma de salvarnos.

El León meditó un momento.

—¿Hay otros leones en la selva? —preguntó.

—No; había algunos, pero el monstruo se los comió. Además, ninguno de ellos era tan grande y valeroso como tú.

—Si termino con vuestro enemigo, ¿me reconocerán y obedecerán como al Rey de la Selva? —preguntó el León.

—Lo haremos con mucho gusto —contestó el tigre.

—¡Así lo haremos! —aullaron a coro todas las otras bestias.

—¿Dónde está ahora esa gran araña? —inquirió el León.

—Allá, entre aquellos robles —dijo el tigre, señalando con una de sus patas.

—Cuiden a estos amigos míos y yo iré ahora mismo a luchar contra el monstruo —manifestó el León.

Dicho esto, saludó a sus compañeros y se alejó orgullosamente a presentar batalla al enemigo.

La gran araña estaba dormida cuando la halló el León, y era tan fea que el felino arrugó la nariz con profundo desagrado. Sus patas eran tan largas como había dicho el tigre, y su cuerpo estaba cubierto de un espeso vello áspero y negro. Poseía unas fauces tremendas, con una doble hilera de dientes agudísimos limos y extraordinariamente largos; pero su gran cabeza estaba unida al cuerpo por medio de un cuello tan delgado como la cintura de una avispa, lo cual dio al León una idea de cuál sería el mejor método de ataque. Como sabía que era más fácil atacar al monstruo mientras dormía, dio un gran brinco y cayó de lleno sobre el lomo del enemigo. De un solo zarpazo feroz, separó la cabeza del cuerpo y, saltando de nuevo a tierra, quedóse mirando mientras las largas patas se agitaron un poco hasta quedar inmóviles, lo cual le indicó que el monstruo había muerto.

Regresó entonces al claro donde lo esperaban las fieras y anunció con gran orgullo:

—Ya no tienen que temer más al enemigo.

Todas las bestias se inclinaron ante él, proclamándolo su Rey, y el León prometió regresar a gobernarlos una vez que Dorothy hubiera partido de regreso a Kansas.

CAPÍTULO 22

EL PAÍS DE LOS QUADLINGS

Los cuatro viajeros pasaron sin inconvenientes por el bosque, y al salir de sus umbrías profundidades vieron ante ellos una empinada colina salpicada desde arriba hasta abajo por grandes rocas.

—Será una subida difícil —comentó el Espantapájaros—, pero tendremos que hacerlo.

Así diciendo, encabezó la marcha seguido por los otros, y habían llegado casi a la primera roca cuando oyeron una voz áspera que gritaba:

—¡Atrás!

—¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros.

Asomó entonces una cabeza por sobre la roca y la misma voz replicó:

—Esta colina nos pertenece y no permitimos pasar a nadie.

—Pero es que debemos pasar —objetó el Espantapájaros—. Vamos al país de los Quadlings.

—¡No pasarán! —declaró la voz, y desde detrás de la roca salió a la vista el hombre más extraño que jamás hubieran visto los viajeros.

Era bajo y robusto, y poseía una enorme cabeza algo chata y sostenida por un grueso cuello lleno de arrugas. Mas no tenía brazos, y al ver esto, el Espantapájaros no temió que un ser tan indefenso pudiera impedirles ascender por la colina. Por eso dijo:

—Lamento no hacer lo que deseas, pero, te guste o no, tendremos que pasar por tu colina.

Y se adelantó con gran decisión.

Tan rápida como el rayo, la cabeza del otro partió hacia adelante y su cuello se estiró hasta que su coronilla, que era chata, golpeó el pecho del Espantapájaros y lo arrojó dando tumbos cuesta abajo. Casi con la misma rapidez volvió la cabeza al cuerpo, y el hombre rio con aspereza al tiempo que decía:

—¡No les será tan fácil como piensan!

Un coro de ruidosas risas partió de las otras rocas y Dorothy vio entonces a centenares de los Cabezas de Martillo que se hallaban diseminados por la cuesta.

El León se puso furioso al oír la risa con que festejaban la caída del Espantapájaros y, lanzando un rugido atronador, echó a correr cuesta arriba.

De nuevo salió una cabeza a gran velocidad y el enorme León cayó rodando por la colina como si le hubiera golpeado una bala de cañón.

Dorothy corrió para ayudar al Espantapájaros a levantarse, y el León fue hacia ella, sintiéndose dolido y molesto, al tiempo que decía:

—Es inútil combatir con gente que dispara la cabeza como si fuera una bala. Nadie podría enfrentarlos.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó ella.

—Llama a los Monos Alados —sugirió el Leñador—. Todavía puedes darles una orden más.

—Muy bien —repuso ella y, poniéndose el Gorro de Oro, pronunció las palabras mágicas.

Los Monos fueron tan puntuales como siempre, y en pocos momentos estuvo toda la banda frente a ella.

—¿Qué nos ordenas? —preguntó el Rey, haciendo una reverencia.

—Llévanos por sobre esta colina hasta el país de los Quadlings —pidió la niña.

—Así se hará —repuso el Rey.

Acto seguido, los Monos Alados se apoderaron de los cuatro viajeros y de Toto y se alejaron volando con ellos. Cuando pasaron por sobre la colina, los Cabezas de Martillo aullaron de furia y lanzaron sus cabezas hacia lo alto, mas no pudieron alcanzar a los simios voladores, quienes se llevaron a Dorothy y sus amigos al otro lado de la montaña y los bajaron en el hermoso país de los Quadlings.

—Esta es la última vez que nos llamas —dijo el jefe a Dorothy—. Así que adiós y buena suerte.

—Adiós y muchísimas gracias —respondió la niña, y los Monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en un abrir y cerrar de ojos.

El país de los Quadlings parecía muy próspero. Abundaban los cereales en sus campos, los caminos estaban bien pavimentados y por doquier veíanse murmurantes arroyos de agua clara cruzados por puentes muy bien construidos. Las cercas, casas y puentes estaban pintados de rojo vivo, tal como eran amarillos en el país de los Winkies y azules en el de los Munchkins. Los mismos Quadlings, que eran bajos, regordetes y bienhumorados, vestían todos de rojo, destacándose así contra el fondo verde del césped y el amarillo oro de los granos maduros.

Los Monos habían dejado a los viajeros cerca de una granja y los cuatro amigos marcharon ahora hacia la casa y llamaron a la puerta, la que abrió la esposa del granjero. Cuando Dorothy le pidió algo de comer, la mujer les brindó a todos una buena comida, con tres clases de pastel y cuatro clases de bizcochos, así como un tazón de leche para Toto.

—¿Queda lejos el castillo de Glinda? —preguntó la niña.

—No mucho —fue la respuesta—. Tomen el camino del Sur y pronto llegarán a él.

Luego de dar gracias a la buena mujer, partieron de nuevo y marcharon por entre los campos sembrados y los bonitos puentes hasta que vieron ante ellos un castillo muy hermoso. Ante las puertas se hallaban tres mujeres jóvenes que vestían vistosos uniformes rojos con adornos dorados.

Al acercarse Dorothy, una de ellas le preguntó: ¿Por qué vienen al País del Sur?

—Queremos ver a la Bruja Buena que gobierna aquí —contestó la niña—. ¿Nos llevarán ante ella?

—Denme sus nombres y preguntaré a Glinda si quiere recibirlos.

Le dijeron quiénes eran y la joven soldado entró en el castillo para regresar poco después y anunciarles que podían pasar.

CAPÍTULO 23

GLINDA OTORGA A DOROTHY SU DESEO

Empero, antes de que pudieran ver a Glinda, los condujeron a una estancia del castillo donde Dorothy se lavó la cara y peinó, el León se sacudió el polvo de la melena, el Espantapájaros mejoró su forma y el Leñador lustró su cuerpo y aceitó sus coyunturas.

Cuando estuvieron presentables, marcharon con la joven soldado a una amplia sala donde la Bruja Glinda se hallaba sentada en un trono de rubíes.

Era joven y hermosa, de abundosos cabellos rojos que caían en ondas sobre sus hombros, y estaba ataviada con un vestido de un blanco inmaculado. Sus ojos azules miraron bondadosos a la niñita.

—¿Qué puedo hacer por ti, pequeña? —preguntó.

Dorothy le relató su historia, explicándole cómo el ciclón habíala llevado al País de Oz, cómo había hallado a sus compañeros y de qué modo hicieron frente a los peligros que les salieron al paso.

—Lo que más deseo ahora es regresar a Kansas —finalizó—, pues mi tía Em debe temer que me ha sucedido algo terrible, lo cual la hará ponerse luto y, a menos que las cosechas hayan sido mejores que el año pasado, estoy segura de que tío Henry no podrá hacer ese gasto.

Glinda inclinóse hacia adelante para besar el dulce rostro de la niñita.

—¡Bendita seas! —dijo—. Claro que puedo indicarte el modo de regresar a Kansas... Pero si lo hago tendrás que darme el Gorro de Oro.

—¡Con gusto! —exclamó Dorothy—. La verdad es que ya no me sirve, y cuando lo tengas tú, sólo podrás dar tres órdenes a los Monos Alados.

—Y creo que necesitaré sus servicios sólo esas tres veces —respondió Glinda con una sonrisa.

La niña le entregó entonces el Gorro de Oro y la Bruja preguntó al Espantapájaros:

—¿Qué harás cuando Dorothy se haya ido?

—Volveré a la Ciudad Esmeralda, pues Oz me nombró su gobernante y la gente me quiere —fue la respuesta—. Lo único que me preocupa es la manera de cruzar por la colina de los Cabezas de Martillo.

—Por medio del Gorro de Oro ordenaré a los Monos Alados que te lleven a las puertas de la Ciudad Esmeralda —declaró Glinda—, pues sería una lástima de privar a sus ciudadanos de un gobernante tan maravilloso.

—¿Lo soy de veras? —preguntó el hombre de paja.

—Eres poco común —repuso ella.

Volviéndose hacia el Leñador, le preguntó:

—¿Qué será de ti cuando Dorothy se vaya de este país?

Él se apoyó en su hacha mientras meditaba un momento. Al fin dijo:

—Los Winkies fueron muy bondadosos conmigo y, cuando murió la Bruja Maligna me pidieron que fuera su gobernante. Si pudiera regresar a la región de Occidente, nada me gustaría más que regir sus destinos.

—Mi segunda orden para los Monos Alados será que te lleven a la tierra de los Winkies —prometió Glinda—. Tu cerebro quizá no sea tan grande como aparenta el del Espantapájaros, pero en realidad eres más brillante que él... cuando estás bien pulido... y estoy segura de que sabrás gobernar a los Winkies con sabiduría y bondad.

Entonces se volvió la Bruja hacia el enorme y peludo León, y le preguntó:

—¿Qué será de ti cuando Dorothy haya regresado a su hogar?

—Al otro lado de la colina de los Cabezas de Martillo se extiende una selva muy grande y añosa —respondió el felino—, y todos los animales que viven en ella me han nombrado su Rey. Si pudiera regresar allá, viviría feliz el resto de mis días.

—Mi tercera orden para los Monos Alados será que te lleven a la selva —manifestó Glinda—. Luego, cuando haya agotado el poder del Gorro de Oro, lo devolveré al Rey de los Monos a fin de que él y sus súbditos queden libres para siempre.

El Espantapájaros, el Leñador y el León agradecieron a la Bruja Buena toda su bondad. Luego exclamó Dorothy:

—¡Por cierto eres tan buena como hermosa! Pero todavía no me has dicho cómo puedo regresar a Kansas.

—Tus zapatos de plata te llevarán por sobre el desierto —contestó Glinda—. De haber conocido su poder, podrías haber regresado a casa de tu tía Em el mismo día que llegaste a este país.

—¡Pero entonces no habría obtenido yo mi maravilloso cerebro! —exclamó el Espantapájaros—. Me habría pasado toda la vida en el maizal.

—Y yo no tendría mi bondadoso corazón —intervino el Leñador—. Todo oxidado, habría permanecido en el bosque hasta el fin de los siglos.

—Y yo sería por siempre un cobarde —declaró el León—, y ninguna bestia de la selva podría decir nada bueno de mí.

—Todo eso es verdad, y me alegro de haber sido útil a estos buenos amigos —manifestó Dorothy—. Pero ahora, todos ellos tienen lo que más anhelaban, y, además, cada uno posee un reino para gobernar. Por eso creo que me gustaría regresar ya a Kansas.

—Los zapatos de plata tienen un poder maravilloso —le explicó la Bruja Buena—, y una de sus cualidades más curiosas es que pueden llevarte a cualquier parte del mundo con sólo tres pasos, y cada paso se da en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que tienes que hacer es unir los tacones tres veces seguidas y ordenar a los zapatos que te lleven donde desees ir.

—Si es así —dijo la niña con gran alegría—, les pediré que me llevan de regreso a Kansas inmediatamente.

Echó los brazos al cuello del León y lo besó al tiempo que le palmeaba la cabeza con gran cariño. Después besó al Leñador, el que lloraba de manera muy peligrosa para sus coyunturas. Al Espantapájaros lo abrazó con fuerza en lugar de besar su cara pintada, y descubrió que ella también lloraba al despedirse así de sus queridos camaradas.

Glinda la Bondadosa descendió de su trono de rubíes para dar a la niña el beso de despedida, y Dorothy le agradeció por los beneficios que había concedido a ella y a sus amigos.

Después tomó a Toto en sus brazos y, habiendo dicho adiós una vez más, unió los talones tres veces seguidas.

—¡Llévenme de regreso a casa de tía Em!

Al instante se encontró girando en el aire, tan velozmente que no pudo ver nada ni sentir otra cosa que el viento que silbaba en sus oídos. Los zapatos de plata dieron tres pasos y se detuvieron luego con tal brusquedad que la niña rodó varias veces sobre la hierba antes de descubrir dónde estaba.

Luego, al fin, se sentó para mirar a su alrededor.

–"¡Dios bendito!" —exclamó.

Pues se encontraba sentada en medio de la extensa llanura de Kansas, y frente a ella veíase la nueva casa que el tío Henry había construido después que el ciclón se llevó la otra vivienda. El mismo Henry se hallaba ordeñando las vacas en el corral, y Toto habíase alejado de Dorothy y corría hacia el granero ladrando a más y mejor.

Al ponerse de pie, la niña descubrió que sólo calzaba medias, pues los zapatos de plata se le habían caído durante el vuelo y estaban perdidos para siempre en el desierto.

CAPÍTULO 24

DE NUEVO EN CASA

La tía Em acababa de salir de la casa para regar los repollos cuando levantó la vista y vio a Dorothy que corría hacia ella.

—¡Querida mía! —exclamó, tomándola en sus brazos y cubriéndola de besos—. ¿De dónde vienes?

—Del País de Oz— contestó Dorothy con gravedad—. Y aquí está Toto también... Y, ¡oh, tía Em, cuánto me alegro de estar de nuevo en casa!

FIN

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Umfang:
5250 S.
ISBN:
9782378079987
Rechteinhaber:
Bookwire
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