Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 157

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—Mucho me temo que mis nervios no se hallen bien —me dijo—. Hay algo en ese policía londinense que me repele… No sé por qué. Tengo el presentimiento de que ha de traer consigo la miseria y el dolor a esta casa. Sin duda es una gran tontería y algo que no está de acuerdo con mi carácter…, pero así es.

Apenas si supe qué responder a esto. Cuanto más reparaba yo en el Sargento Cuff, tanto más me agradaba su persona. Mi ama se reanimó un tanto luego de haberme abierto su corazón, pues se trataba, como ya he tenido ocasión de afirmarlo, de una mujer de gran coraje.

—Si es menester que lo vea, lo veré —dijo—. Pero no me atrevo a hacerlo a solas. Tráigalo aquí, Gabriel, y permanezca luego con nosotros mientras dure la entrevista.

Era ésta, que yo recuerde, la primera jaqueca sufrida por mi ama desde los días de su juventud.

Regresé al boudoir.

Mr. Franklin, paseándose fuera de la casa, fue al encuentro de Mr. Godfrey, que se hallaba en el jardín, próxima ya la hora de la partida de éste. El Sargento Cuff y yo nos dirigimos directamente hacia la habitación del ama.

¡Afirmo que mi ama palideció aún más al verlo! Dominándose a sí misma, en otro plano, le preguntó no obstante al Sargento si tenía que hacer alguna objeción respecto a mi presencia en el lugar. Fue tan buena como para añadir a esas palabras que yo era su consejero de confianza tanto como su más viejo criado y que en lo que se refería a la casa no había persona cuya opinión resultara más provechosa. El Sargento replicó cortésmente que había de considerar mi presencia en el lugar como un favor, ya que habría de referirse en esta conversación a la servidumbre en general y yo le había prestado anteriormente con mi experiencia cierta ayuda en tal sentido. El ama nos indicó dos sillas y nos dispusimos a iniciar la conferencia de inmediato.

—Ya he hecho mi composición de lugar en lo que se refiere a este asunto —dijo el Sargento Cuff—, y le ruego a Su Señoría me permita reservarme por el momento mi opinión. Lo que debo decir ahora se refiere a lo que he descubierto arriba, en la sala privada de Miss Verinder, y a lo que he resuelto hacer, con el permiso de Su Señoría, inmediatamente.

Entrando en seguida en materia aludió a la mancha de la puerta y dio a conocer las conclusiones extraídas frente a esa circunstancia, exactamente las mismas, sólo que expresadas en una forma mucho más respetuosa que las que le diera a conocer a Mr. Seegrave.

—Sólo hay —dijo para concluir— una cosa cierta. Y es que el diamante ha desaparecido de la gaveta del bufete. Existe otro detalle que se le aproxima en verosimilitud. La mancha de la puerta debe de haber sido producida por alguna pieza flotante del traje de cierta persona de esta casa. Es menester dar con esa pieza, antes de avanzar un solo paso en este asunto.

—¿Y ese descubrimiento —observó mi ama— implicará, sin duda, el descubrimiento del ladrón?

—Con el permiso de Su Señoría…, me atreveré a decir que yo no he dicho que el diamante haya sido robado. Sólo afirmo, por el momento, que se ha perdido. El hallazgo del traje manchado puede ponernos sobre la pista.

Mi ama dirigió su vista hacia mí.

—¿Comprende usted esto? —dijo.

—El Sargento Cuff lo comprende, señora —respondí.

—¿De qué medios se valdrá usted para dar con el traje manchado? —inquirió el ama, dirigiéndose una vez más al Sargento—. Mi buena servidumbre, que se halla bajo mis órdenes desde hace muchos años, ha tenido que sufrir, me avergüenza el decirlo, que sus arcas y habitaciones fueran registradas ya por el otro funcionario. No puedo ni habré de permitir que se les infiera de nuevo ese agravio.

(¡He ahí una ama que merecía ser servida! ¡He ahí el caso de una mujer entre mil, si les parece!)

—De eso es de lo que le quería hablar, precisamente, a Su Señoría —dijo el Sargento—. El otro policía ha entorpecido enormemente el curso de la investigación al hacer que los criados comprobaran que sospechaba de ellos. Si les doy motivo para que piensen otra vez lo mismo, no pocos habrán de ser los obstáculos que arrojen ellos en nuestro camino… principalmente las mujeres. Al mismo tiempo debo decirle que sus arcas tendrán que ser registradas de nuevo… por la sencilla razón de que antes se lo hizo para dar con el diamante y ahora habrá que hacerlo para buscar ese traje manchado. Estoy enteramente de acuerdo con usted, respecto a que deben consultarse los sentimientos de la servidumbre. Pero al mismo tiempo me siento en la misma medida convencido de que los guardarropas de los criados tienen que ser registrados.

El asunto parecía haber llegado a un punto muerto. Mi ama se refirió a ello en un lenguaje más refinado que el mío.

—Tengo un plan para afrontar esa dificultad —dijo el Sargento Cuff—, si es que Su Señoría lo aprueba. Me propongo explicarle el caso a la propia servidumbre.

—Las mujeres pensarán en seguida que se sospecha de ellas —dije, interrumpiéndolo.

—Las mujeres no sospecharán nada, Mr. Betteredge —replicó el Sargento—, si les digo que revisaré los guardarropas de todas las personas —desde el ama hasta el último criado— que durmieron aquí la noche del miércoles. Es una mera formalidad —añadió, mirando de soslayo al ama—, que los criados aceptarán como algo equitativo, ya que se los colocará en el mismo nivel que sus superiores; y así es como en lugar de obstaculizar la investigación, harán una cuestión de honor del hecho de cooperar en la pesquisa.

Yo reconocí la razón que le asistía. También mi ama, luego de la sorpresa del primer momento, lo reconoció.

—¿Considera usted necesario ese registro? —dijo.

—Me parece el camino más corto para llegar, señora, al fin propuesto.

Mi ama se levantó para tocar la campanilla en demanda de su doncella.

—Les hablará usted a los criados —dijo— con las llaves de mi guardarropa en la mano.

El Sargento Cuff la detuvo, con una pregunta extraordinariamente inesperada.

—¿Por qué no nos aseguramos primero —le preguntó— si las otras damas y los caballeros están dispuestos a hacer lo mismo?

—La única otra dama de la casa es Miss Verinder —le respondió el ama, mirándolo sorprendida—. Los únicos caballeros que hay aquí son mis sobrinos, Mr. Blake y Mr. Ablewhite. No hay por qué temer en lo más mínimo una negativa de parte de cualquiera de los tres.

A esta altura de la conversación le recordé a mi ama que Mr. Godfrey se hallaba a punto de partir. Apenas acababa de decirlo, cuando el propio Mr. Godfrey golpeó a la puerta para despedirse; venía seguido de Mr. Franklin, quien lo acompañaría hasta la estación. Mi ama les explicó lo que ocurría. Mr. Godfrey resolvió en seguida la dificultad. Le ordenó a Samuel desde la ventana que volviera a subir su maleta y puso luego la llave en manos del Sargento Cuff.

—Mi equipaje puede seguirme a Londres —dijo— cuando haya terminado el registro.

El Sargento recibió la llave excusándose de manera oportuna.

—Lamento provocarle esta incomodidad, señor, para llenar una mera formalidad; pero el ejemplo de sus superiores servirá para reconciliar de manera maravillosa a los criados con esta pesquisa.

Mr. Godfrey, luego de pedirle permiso al ama de la manera más simpática, le dejó un mensaje de despedida a Miss Raquel, a través de cuyos términos se me hizo patente que no había tomado por un no la respuesta que ella le diera y que pensaba poner nuevamente sobre el tapete la cuestión del matrimonio, en la primera oportunidad. Mr. Franklin, mientras iba en pos de su primo hacia afuera, informó al Sargento que todas sus ropas se hallaban a su disposición y que nada de lo que le pertenecía se hallaba bajo llave. El Sargento Cuff reconoció en la forma más elocuente el valor de su gesto. Como habrán visto ustedes, su punto de vista había sido aceptado sin la menor vacilación tanto por mi ama como por Mr. Godfrey y Mr. Franklin. Solo faltaba ahora que Miss Raquel siguiera el ejemplo de ellos para citar a la servidumbre y dar comienzo a la búsqueda del traje manchado.

La inexplicable objeción que mi ama le hacía al Sargento pareció influir para que la conferencia se tornara más desagradable que nunca para ella, en cuanto nos encontramos solos de nuevo.

—Espero que, una vez que le haya enviado abajo las llaves de Miss Verinder —le dijo—, habré ya cumplido con todo lo que usted exige de mí, por el momento.

—Usted dispense, señora —dijo el Sargento—. Pero antes de comenzar el registro, quisiera tener en mis manos, si le parece conveniente, el libro donde se inscriben las ropas que se dan a lavar. Es posible que esa pieza del traje sea una prenda de lino. Si la búsqueda que estamos por efectuar fracasa tendré que hacer un recuento de toda la ropa blanca que hay en la casa, como así también de la que se ha enviado a lavar. Si se demuestra que falta alguna prenda, podremos sospechar, al menos, que la mancha se encuentra en ella y que la ha hecho desaparecer deliberadamente, ayer u hoy, el propietario de la misma. El Inspector Seegrave —añadió el Sargento, volviéndose hacia mí— dirigió la atención de las criadas hacia esa mancha, cuando se agolparon en la habitación el jueves por la mañana. Esa puede haber sido, Mr. Betteredge, una equivocación más entre las muchas cometidas por él.

Mi ama me ordenó que hiciera sonar la campanilla y mandase traer el libro requerido. Y permaneció con nosotros hasta que la orden se hubo cumplido, por si el Sargento Cuff tenía alguna pregunta que hacerle, luego de examinado el libro.

Rosanna Spearman fue quien lo trajo. La muchacha había bajado para desayunarse esa mañana, terriblemente pálida y macilenta, pero lo suficientemente repuesta de su enfermedad del día anterior, como para poder cumplir con sus labores cotidianas. El Sargento Cuff dirigió su vista atenta hacia nuestra segunda doncella…, mirándola a la cara cuando entró, y reparando en su hombro encorvado cuando salió.

—¿Tiene usted algo más que decirme? —le preguntó mi ama, ansiosa como nunca por desprenderse de la compañía del Sargento.

El gran Cuff abrió el libro del lavado, se compenetró perfectamente de su contenido y lo volvió a cerrar.

—Me atreveré a molestar a Su Señoría con una última pregunta —dijo—. La joven que acaba de traernos este libro, ¿es tan antigua en la casa como las otras criadas?

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo mi ama.

—La última vez que la vi —replicó el Sargento— se hallaba encarcelada por hurto.

Luego de esto no había más remedio que decirle la verdad. Mi ama recalcó vigorosamente la buena conducta observada por Rosanna a su servicio y el inmejorable concepto que tenía de ella la directora del Reformatorio.

—Espero que no sospechará usted de ella concluyó diciendo muy seriamente.

—Ya le he dicho a Su Señoría que hasta el momento no sospecho de ninguna persona de la casa.

Después de esto mi ama se levantó para subir en busca de las llaves de Miss Raquel. El Sargento, que se había adelantado conmigo, le abrió la puerta y le hizo una leve inclinación de cabeza. Mi ama se estremeció al pasar junto a él.

Aguardamos y aguardamos, pero las llaves no aparecieron. El Sargento Cuff no me dijo absolutamente nada. Volvió su melancólico rostro hacia la ventana, deslizó sus manos descarnadas en los bolsillos y comenzó a silbar para sí mismo y de manera triste «La última rosa del verano».

Por último apareció Samuel, pero no con las llaves, sino con un recorte de papel que me entregó. Yo empecé a buscar mis anteojos con cierta torpeza y embarazo, sintiendo todo el tiempo los ojos melancólicos del Sargento posados sobre mí. Dos o tres líneas aparecían escritas a lápiz en el papel con la letra de mi ama. A través de ellas me informaba que Miss Raquel se rehusaba de plano a que fuese revisado su guardarropa. Cuando se le preguntó por qué, había estallado en sollozos. Y al insistirse con la pregunta había respondido: «Porque no quiero. Cederé por la fuerza, si es que recurren a ella, pero de ninguna otra manera.» Comprendí entonces por qué mi ama había evitado enfrentar al Sargento Cuff con esa respuesta de su hija. De no haber sido yo demasiado viejo para dejarme vencer por las gratas flaquezas de la juventud, creo que hubiera enrojecido, por mi parte, ante la mera idea de tener que enfrentar al Sargento.

—¿Algo nuevo respecto a las llaves de Miss Verinder? —preguntó el Sargento.

—Mi joven ama se rehúsa al registro de su guardarropa.

—¡Ah! —dijo el Sargento.

Su voz no contradecía en absoluto la perfecta serenidad que emanaba de su semblante. Había dicho «¡Ah!» con el tono de un hombre que escucha algo que esperaba oír. Por una parte casi me encolerizó; por la otra, casi me produjo espanto… Por qué, no podría decirlo, pero lo cierto es que eso es lo que sentí.

—¿Habrá que suspender el registro, entonces? —le pregunté.

—Sí —dijo el Sargento—, el registro no podrá efectuarse porque su joven ama se niega a someterse a él como los demás. O se examinan todos los guardarropas de la casa, o ninguno. Envíele a Mr. Ablewhite su maleta a Londres por el próximo tren y devuélvale el libro del lavado a la joven que lo trajo, haciéndole llegar mi agradecimiento y mi saludo.

Colocó el libro del lavado sobre la mesa, extrajo del bolsillo su cortaplumas y comenzó a arreglarse las uñas.

—No parece hallarse usted muy disgustado —le dije.

—No —repuso el Sargento Cuff—; no me hallo muy disgustado.

Yo traté de que me diera una explicación.

—¿Por qué obstaculizará Miss Raquel su investigación? —inquirí—. ¿No está acaso en el interés de ella ayudarlo?

—Aguarde un poco, Mr. Betteredge…, aguarde un poco.

Una persona más lista que yo habría, sin duda, percibido su intención. O una persona que quisiera menos a Miss Raquel de lo que yo la quería. Es posible que el horror experimentado ante él por mi ama fuera una muestra de que ella, como llegué a pensar más tarde, percibió su intención, como dicen las Escrituras, «en un cristal, secretamente». Yo no advertí tal cosa…; eso es todo lo que puedo decir.

—¿Qué es lo que hay que hacer ahora? —le pregunté.

El Sargento Cuff dio término al arreglo de la uña que le preocupaba en ese instante, fijó en ella su mirada un momento con curiosa melancolía y guardó por fin en su bolsillo el cortaplumas.

—Venga conmigo al jardín —dijo— para echar un vistazo a las rosas.

CAPÍTULO XIV

La manera más rápida de llegar al jardín desde el gabinete del ama era por el sendero de los arbustos, que ustedes ya conocen. Con el fin de tornarles más comprensibles los hechos que narraré en seguida, debo decirles que dicha senda constituía el paseo favorito de Mr. Franklin. Cada vez que salía al jardín o que advertíamos su ausencia en la casa, solíamos hallarlo en ese lugar.

Mucho me temo que deba confesar aquí que soy un anciano un tanto obstinado. Cuanto más tenazmente ocultaba el Sargento Cuff sus pensamientos, más empeño ponía yo en descubrirlos. Mientras doblábamos hacia el sendero de los arbustos, intenté engañarlo de otra manera.

—Tal como están las cosas —le dije—, si me hallara yo en su lugar no sabría a estas horas qué hacer.

—Si se hallara usted en mi lugar —me respondió el Sargento—, sabría a qué atenerse respecto a este asunto…, y, tal como están las cosas en este instante, cualquier duda que hubiera usted sentido previamente, con relación a sus propias conclusiones, se habrían disipado totalmente. Por el momento no interesan tales conclusiones, Mr. Betteredge. No lo he traído aquí para que tire usted de mí, igual que de un tejón, sino para que me dé algunos informes. Sin duda podría usted haberlo hecho en la casa, en lugar de hacerlo aquí. Pero ocurre que en general puertas y oyentes van muy de acuerdo y, por otra parte, las gentes de mi oficio se sienten atraídas por la saludable influencia del aire libre.

¿Quién podía engañar a este hombre? Cedí, pues, y aguardé tan pacientemente como me fue posible, para escuchar lo que habría de decirme ahora.

—No habré de indagar las razones que tenga su joven ama —prosiguió el Sargento—; sólo diré que lamento su negativa, porque entorpece de esa manera la investigación. Tenemos que aclarar el misterio de la mancha sobre la puerta el cual, le doy mi palabra, involucra el misterio del propio diamante, por otro camino. He resuelto observar a la servidumbre, y examinar sus actos y pensamientos en lugar de registrar sus guardarropas. Antes de comenzar, no obstante, quiero hacerle una o dos preguntas. Usted es un hombre observador… ¿Advirtió algo desacostumbrado en alguno de los domésticos (dejando de lado el espanto y la confusión naturales en esos casos) luego que se supo la pérdida del diamante? ¿Hubo alguna reyerta entre ellos? ¿Advirtió algún cambio en el modo de ser de algún criado o criada? ¿Mal humor, por ejemplo, o alguna enfermedad repentina?

Acababa de pensar en la repentina dolencia que aquejara a Rosanna Spearman el día anterior hacia la hora de la cena, pero no tuve tiempo de dar respuesta alguna, porque los ojos del Sargento se volvieron rápidamente hacia los arbustos y lo oí entonces decirse a sí mismo suavemente «¡Hola!».

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Un pequeño dolor reumático en la espalda —dijo el Sargento, en voz alta y como si tratara de hacerse oír de un tercer oyente—. Poco habrá de tardar en producirse un cambio en las condiciones del tiempo.

Avanzando unos pasos llegamos a la esquina de la casa. Volviendo bruscamente hacia la derecha entramos en la terraza y descendiendo por los peldaños que se hallaban en su centro nos dirigimos hacia el jardín de abajo. El Sargento Cuff se detuvo allí, en medio de un espacio libre, desde el cual podíamos abarcar con la mirada todo el espacio circundante.

—Quiero hablarle de Rosanna Spearman —me dijo—. No es probable que con su físico pueda tener un amante. No obstante y en beneficio de la propia muchacha me veo obligado a preguntarle de una vez si ella, esa pobre desgraciada, se ha procurado como las demás algún amigo.

¿Qué diablos quería significar con esa pregunta hecha en tales circunstancias?

Clavé mis ojos en su rostro en lugar de responderle.

—He visto a Rosanna Spearman ocultarse en medio de los arbustos cuando pasamos por allí —dijo el Sargento.

—¿Cuando dijo usted «hola»?

—Sí…, cuando dije «hola». Si existe, en verdad, un amante, su ocultamiento importa poco. Pero si no lo hay —tal como se presentan las cosas en la casa—, dicha actitud resulta extraordinariamente sospechosa y me veré en la dolorosa necesidad de obrar tal como lo aconsejen las circunstancias.

¿Qué era, por Dios, lo que quería decir? Yo sabía que el bosque de arbustos constituía el paseo preferido de Mr. Franklin; sabía también que a su regreso de la estación lo más probable era que se dirigiese hacia allí y sabía, por otra parte, que Penélope había hallado más de una vez a su compañera de trabajo aguardando a alguien en ese sitio, habiendo afirmado en todo momento que el objeto de Rosanna era llamar la atención de Mr. Franklin. De estar mi hija en lo cierto, muy posible habría sido que hubiese estado esperando el regreso de Mr. Franklin, cuando el Sargento la descubrió allí. Yo me vi colocado entre dos escollos: o bien debía mencionar la opinión de Penélope, haciéndola propia, o bien permitir que esa infortunada criatura sufriera las consecuencias, las muy peligrosas consecuencias de haber despertado las sospechas del Sargento Cuff. Nada más que por piedad, por pura compasión hacia la joven, le di al Sargento las necesarias explicaciones, diciéndole que Rosanna había sido tan loca como para enamorarse de Mr. Franklin Blake.

El Sargento Cuff no reía jamás. En las pocas ocasiones en que alguna cosa lo divertía, fruncía un tanto las comisuras de los labios, pero no iba más allá de ese gesto.

Eso fue lo que hizo ahora.

—¿No sería mejor que hubiera usted dicho que es ella lo suficientemente loca como para no ser más que una mujer fea y una criada? —me preguntó—. El hecho de que se haya enamorado de un caballero de la educación y el físico de Mr. Franklin Blake, no es, para mí, de ninguna manera, una locura. No obstante, me alegro de que la cosa se haya aclarado: es un alivio para la mente de uno el hecho de que algo se haya aclarado. Sí, guardaré el secreto, Mr. Betteredge. Me gusta mostrarme tolerante con las flaquezas humanas… aunque no son muchas las oportunidades que se me ofrecen para ejercitar tal virtud, en el campo de mis actividades. ¿Dice usted que Mr. Franklin Blake no ha sospechado el interés que por él siente la muchacha? ¡Ah! Sin duda lo habría percibido de la manera más oportuna de haber sido ella bien parecida. Las feas no lo pasan muy bien en este mundo: esperemos que se las compense en el otro. Tienen ustedes un hermoso jardín, y un hermoso césped muy bien cuidado. Compruebe por sí mismo cuánto más bellas parecen las flores, cuando hay césped en torno de ellas en lugar de grava. No, gracias. No cortaré ninguna rosa. Me partiría el corazón el separarlas de su tallo. Tal como se le parte a usted el corazón cuando advierte algo fuera de lugar en las dependencias de los criados. ¿Percibió usted algo inexplicable en la conducta de alguno de ellos en cuanto se difundió la noticia de la pérdida del diamante?

Yo había llegado a congeniar de la mejor manera con el Sargento Cuff, pero la astucia de que se valió para dejar escapar de sus labios esta última pregunta hizo que me pusiera en guardia. Hablando en lenguaje vulgar, no sentí el menor agrado en ayudarlo en sus indagaciones, cuando estas últimas lo llevaban a accionar, a la manera de una serpiente en la hierba, en medio de mis camaradas los criados.

—No he advertido nada —le dije—, como no sea el hecho de que todos perdimos la cabeza, incluso yo.

—¡Oh! —dijo el Sargento—, ¿eso es todo lo que tiene usted que decirme?

Yo le repliqué (¡cómo me jacté de ello!) adoptando una postura inconmovible:

—Eso es todo.

Los ojos melancólicos del Sargento Cuff se clavaron en mi rostro.

—Mr. Betteredge —dijo—, ¿tiene usted alguna objeción que hacerle al deseo mío de estrecharle las manos? Siento hacia usted una extraordinaria simpatía.

¡Por qué eligió el instante preciso en que yo lo estaba engañando para darme esa prueba de la buena opinión que le merecía es algo que escapa a toda comprensión! Yo experimenté cierto orgullo… ¡sentí en verdad cierto orgullo al comprobar que por fin el famoso Cuff distinguía la identidad de mi persona entre las de otras mil!

Regresamos a la casa; el Sargento me pidió una habitación para su uso y ordenó que, uno por uno, se fueran presentando, de acuerdo con su jerarquía, todos los domésticos de la casa.

Yo lo llevé hasta mi propio aposento y reuní luego a los criados en el hall. Rosanna Spearman apareció entre ellos con su aspecto habitual. A su manera, se demostraba tan lista como el Sargento y sospecho que había escuchado lo que aquél dijera respecto a los criados en general, apenas un momento antes de descubrir su presencia. Sea como fuere, allí estaba con un aspecto que daba a entender que jamás había oído hablar en su vida de un sitio como el bosque de arbustos.

Uno por uno los fui enviando adentro, satisfaciendo sus deseos. La primera que entró en la Corte de Justicia, en otros términos mi habitación, fue la cocinera.

Esto es lo que dijo al salir: «El Sargento Cuff se halla abatido; pero el Sargento Cuff es un cumplido caballero.» La siguió la doncella del ama. Su ausencia duró mucho más tiempo. Esto es lo que dijo al salir: «¡Si el Sargento Cuff no le cree a una mujer respetable, podría muy bien guardarse esa opinión para sí mismo!» La próxima en entrar fue Penélope. Sólo permaneció allí un minuto o dos. Su informe al salir fue el siguiente: «El Sargento Cuff es digno de lástima. Debe de haber sufrido algún desengaño amoroso cuando era joven.» En seguida entró la primera criada de la casa. Tal como la doncella del ama, permaneció allí largo tiempo. Esto fue lo que dijo al salir: «¡Yo no he entrado al servicio de mi señora para soportar, Mr. Betteredge, que un subalterno funcionario policial se permita dudar en mi cara de lo que le digo!» Rosanna Spearman fue la que entró después. Permaneció allí más tiempo que ninguna. Nada dijo al salir…; salió envuelta en un silencio mortal y con los labios color de ceniza. Samuel, el lacayo, fue quien la siguió. Su ausencia duró uno o dos minutos. Su informe fue el siguiente: «Quienquiera sea la persona que le lustre los zapatos al Sargento Cuff, debiera avergonzarse de sí misma.» Nancy, la fregona, fue la última en entrar. Su ausencia duró uno o dos minutos. Su informe, al salir, fue: «El Sargento Cuff es una persona de buen corazón; no acostumbra burlarse, Mr. Betteredge, de una pobre muchacha trabajadora.»

Al entrar, cuando todo hubo terminado en la Corte de Justicia, en demanda de nuevas órdenes, si las había, vi cómo el Sargento se entregaba a su antigua treta: se hallaba asomado a la ventana silbándose a sí mismo «La última rosa del verano».

—¿Ha descubierto algo, señor? —inquirí.

—Si Rosanna Spearman le pide permiso para salir —dijo el Sargento—, déjela ir a la pobre; pero antes hágamelo saber.

¡Muy bien podía haberme yo callado la boca, en lo que se refería a Rosanna y Mr. Franklin! Era evidente que la pobre muchacha se había tornado sospechosa para el Sargento Cuff, pese a todo lo que yo pudiera hacer en su favor.

—Espero que no ha de considerar usted a Rosanna complicada en la desaparición del diamante —me aventuré a decir.

Las comisuras de la melancólica boca del Sargento frunciéronse y su vista se detuvo duramente en mi rostro, tal como había ocurrido en el jardín.

—Creo que será mejor que no se lo diga, Mr. Betteredge —dijo—. Como usted sabe, podría usted volver a perder la cabeza.

¡Yo empecé a preguntarme si era en verdad cierto que el famoso Cuff me había distinguido entre otros mil, después de todo! Significó un alivio para mí el hecho de que alguien llamara a la puerta y de que fuéramos interrumpidos por la cocinera, quien traía un mensaje. Rosanna Spearman había pedido permiso para salir, por el motivo habitual: su cabeza no estaba bien y necesitaba respirar un poco de aire fresco. Ante una señal del Sargento respondí que sí.

—¿Cuál es la puerta de salida de la servidumbre? —preguntó en cuanto se hubo alejado la mensajera.

Yo le indiqué el sitio.

—Cierre con llave la puerta de su cuarto —dijo el Sargento—; y si alguno pregunta por mí, dígale que estoy aquí ordenando mis ideas.

Nuevamente volvió a fruncir las comisuras de sus labios y desapareció de mi vista.

Solo, en medio de esas circunstancias, me sentí devorado por una curiosidad que me instigaba a realizar indagaciones por mi cuenta.

Era evidente que las sospechas del Sargento respecto a Rosanna tenían su origen en algún hallazgo efectuado durante el interrogatorio de la servidumbre. Ahora bien, los dos únicos criados, exceptuando a la misma Rosanna, que habían permanecido más tiempo en mi habitación eran la doncella particular del ama y la primera doméstica de la casa, las cuales habían sido, también, las que se hallaron a la cabeza de la persecución iniciada contra su infortunada compañera, desde el primer momento. Luego de llegar a estas conclusiones me asomé, aparentemente por casualidad, a las dependencias de la servidumbre y, al comprobar que se hallaban tomando el té, me invité instantáneamente yo mismo a la reunión. Porque, nota bene, una gota de té es a la lengua de una mujer lo que una gota de aceite para una lámpara agotada.

Mi confianza en la tetera como aliada no dejó de verse recompensada. En menos de media hora llegué a saber tanto como el mismo Sargento.

Tanto la doncella del ama como la otra doméstica no creían, al parecer, en la enfermedad que aquejara a Rosanna, el día anterior. Este par de demonios —perdón, lector, pero ¿de qué otra manera podría llamar a esas dos malévolas mujeres?— se habían deslizado escalera arriba, a intervalos, durante la tarde del jueves; habían probado el picaporte de la puerta de Rosanna comprobando que se hallaba cerrada con llave habían golpeado sin recibir respuesta alguna; habían aplicado el oído a la puerta sin advertir ningún ruido. Luego, cuando la muchacha bajó para tomar el té y fue enviada de nuevo arriba, por hallarse aún indispuesta, los dos demonios antedichos trataron de abrir otra vez la puerta, hallándola cerrada con llave; después intentaron mirar por el ojo de la cerradura que se encontraba obstruido; más tarde, hacia la medianoche, vieron surgir una luz por debajo de la puerta, y oído crujir un fuego (¡un fuego en el dormitorio de una sirvienta en el mes de junio!) hacia las cuatro de la mañana. Todo eso es lo que le habían dicho al Sargento Cuff, quien en respuesta a sus palabras, las miró con ojos mordaces y escépticos, dándoles claramente a entender que no creía a ninguna de las dos. De aquí la opinión desfavorable expresada por ambas, luego del interrogatorio. De aquí, también (dejando de lado la influencia ejercida en ellas por el té), la presteza con que sus lenguas entraron en actividad para referirse a sus anchas a la descortés conducta del Sargento.

Poseyendo ya alguna experiencia respecto a las maneras indirectas del gran Cuff y habiendo advertido hacía poco lo inclinado que se hallaba a seguirle los pasos secretamente a Rosanna cuando ésta salió de la casa, se me hacía evidente que aquél trató de impedir que tanto la doncella del ama como la primera doméstica llegaran a vislumbrar lo valioso que había resultado su aporte. Ambas, de haber dejado él traslucir que su deposición era digna de crédito, se habrían enorgullecido de tal cosa y hecho o dicho algo que sirviera para poner sobre aviso a Rosanna Spearman.

Salí y me hallé en medio de un hermoso atardecer de estío, lamentando la suerte de la pobre muchacha en particular y sumido en un gran desorden mental, frente al cariz tomado por las cosas. Andando a la deriva, fui a parar al bosque de los arbustos, donde encontré a Mr. Franklin en ese su lugar favorito. Al regresar de la estación, hacía ya cierto tiempo, se entrevistó con el ama, con quien mantuvo una conversación prolongada. Esta se había referido a la inexplicable actitud de Miss Raquel, quien se había negado al registro de su guardarropa; estas palabras respecto a mi joven ama lo deprimieron tanto, que el joven parecía eludir toda mención del tema. El carácter de la familia se reflejó en su rostro esa tarde por primera vez desde que yo lo conocía.

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5250 S.
ISBN:
9782378079987
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