Buch lesen: «De tenebris», Seite 2

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Se oyó un fuerte chapoteo. Y luego nada. Silencio.

Entonces respiré aliviada.

Tuve que esperar unos segundos hasta ser capaz de ponerme en pie. Mi corazón había estado latiendo a tal velocidad que tenía el pecho dolorido y, ahora que se había calmado, el cuerpo se me había vuelto pesado y torpe. Cuando lo conseguí, avancé a trompicones hasta la boca del pozo y me armé de valor para mirar al interior. Había un cuerpo flotando bocabajo, y pude reconocer las prendas de Carmelo. Junto a él, unos ojillos ambarinos brillaban desde la oscuridad.

—Gracias —susurré.

«No gracias», respondió una voz en mi cabeza. «La Dama Buitre está aquí».

En ese momento escuché un llanto. Un llanto de bebé.

Corrí hacia el interior de la casa y, al llegar, me encontré con una sala abarrotada. Mi hermano Rafael estaba sentado en el suelo, con la cara escondida entre las manos; papá de pie junto a la puerta, con Paquito esmorecido de llanto en sus brazos. Había sido mi hermano pequeño el que había proferido aquel alarido. María la Porcachona iba y venía de la cocina cargada de trapos y la comadrona estaba junto a la cama en la que mi madre se encontraba sentada, con un bebé enorme y gordo en los brazos.

—Antoñita —dijo mamá sorprendida al verme llegar—, ven a conocer a tu hermana.

Miré una a una las caras que me rodeaban. Todos parecían aliviados y contentos, así que yo por fin pude soltar el aliento que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba conteniendo. Me acerqué a ellas y examiné a la pequeña. Parecía sana en exceso, como si no acabara de pasar por el trance del nacimiento: regordeta, rosada y con los ojos de color claro muy abiertos.

—¿Tú estás bien? —le pregunté a mi madre con la voz temblando de miedo.

—Cansada y dolorida. A esta ha costado sacarla.

—Estaba equivocado entonces…

—¿Quién estaba equivocado?

—No importa. —Me sentía feliz. Un indescriptible calorcillo me corría por las venas, borrando de un plumazo la angustia de los últimos minutos. Rocé con el dedo el bracito rechoncho de mi nueva hermana y se me saltaron las lágrimas. Papá se me acercó por detrás y me puso la mano libre sobre el hombro; me giré para mirarle y vi que a él también se le había escapado alguna lagrimilla. Un hombre peculiar mi padre. Nadie diría que se trataba de su décimo vástago—. ¿Dónde está Manolita? —pregunté mirando por la habitación.

—Salió a avisar a María antes de que llegara tu padre —respondió mamá—. ¡Pobrecita mía! Estaba bastante asustada.

—Yo no la he visto —dijo papá—, debe de andar por el patio.

—No. En el patio no está —les informé muy seria.

—Pues entonces debe de estar en el huerto. Vete a buscarla y deja descansar a tu madre, anda.

Una extraña sensación fue tomando forma, enraizándose en la boca de mi estómago y estrujándome desde dentro con tentáculos y espinas. Me deshice de los zapatos y corrí hacia la parte posterior de la casa, con el corazón de nuevo a punto de escapárseme del pecho.

Primero vi al gato, limpiándose las patitas al sol. Después las gruesas gafas, con los cristales resquebrajados contra el suelo. Y finalmente a mi hermana. Un cuerpecito exánime enredado en las tomateras.

Me dejé caer de rodillas y desgañité el grito que se había cuajado en mis entrañas. Lloré durante horas, durante semanas… desde aquel aciago día en el que perdí a mi Manolita, se instaló en mí una tristeza imborrable, a la que no hicieron desaparecer ni los años ni la llegada de mis propios hijos.

La Dama Buitre había hecho su intercambio. Una hermana por otra.

Dalia Saavedra

Elena Santiago González

Cuando sus tatarabuelos huyeron a aquel pueblo, no debieron pensar que podría haber algo peor que la guerra de la que huían. Dalia había contado con la estúpida superstición de pueblerinos que se habían negado a avanzar con el resto de la sociedad, encerrados en aquel pequeño hueco entre bosques y montañas. Su madre había padecido la ignorancia de sus pequeñas y retorcidas mentes, dejándole una herida que no cicatrizaría jamás. En su compasión, y quizá en su arrogancia, quiso llevar un rayo de lucidez a aquel estúpido pueblucho para dar sosiego al espíritu de su madre antes de que partiera. Temía que no le quedara mucho para hacerlo.

La imagen que siempre había tenido de su madre, Alisa, incluso de pequeña, era la de una mujer muy delgada y nerviosa sin motivo, dando bruscos respingos cuando un sonido inesperado rompía la monotonía de su día a día. Su afilada mirada siempre buscaba un peligro que solo ella veía, sus manos temblaban de forma constante, provocando que tareas cotidianas supusieran un riesgo innecesario. Desde sus primeros recuerdos, su madre había tenido rastros blancos en su cabello y este se había vuelto gris mucho antes que el de otras madres. También hacía cosas raras. En una ocasión, cuando iba a comerse una manzana, encontró un gusano en ella. Chilló, lanzó la manzana por la ventana y permanecieron encerradas en casa una semana. No volvió a comprar manzanas nunca más. Aquella semana no dejó de murmurar, aterrada, que iban a ir a por ellas. Que no debían tocar los gusanos o irían a por ellas...

Sin entender muy bien qué significaba, ya desde muy niña, sabía que su madre estaba enferma. No por una enfermedad común, no por una que pudiera curarse fácilmente. Quizá no por una que los médicos supieran tratar, al menos todavía. Fue por eso por lo que decidió estudiar medicina, pues quería a su madre y quería ayudarla. Su deseo infantil la introdujo poco a poco en los misterios de la ciencia, de las verdades medibles y replicables, de aquello que solo podía tener cabida a través de los caminos de la razón más estricta. Lo que no sabía, en parte porque cuando su madre decidió hablarle de su pasado fue bastante escueta, es que la búsqueda del conocimiento terrenal no era ajena a su sangre. Su tatarabuelo, José Saavedra, fue hombre culto, defensor de que el conocimiento iba de la mano de la libertad, y que esta solo podía darse si era una libertad que alcanzara a todo espectro de la humanidad. Su esposa, Mar, fue mujer de mente preclara y audacia poco esperada para la época que la vio crecer. Ambos tuvieron la fortuna de nacer en un momento de cambios del paradigma social, de deposición de una arcaica monarquía y búsqueda de derechos. Por desgracia, aquello no duró mucho. Una guerra partió el país en dos, una guerra cainita que destrozó las esperanzas en un futuro de tolerancia y entendimiento mutuo, cambiándolas por miedo, hambre, obediencia ciega y persecución. Todo en nombre de una patria imaginaria, ruda, estricta y ciega al dolor de sus habitantes. Mientras que en unas pecheras los galardones relucían, en los pantanos el agua se tiñó de sangre.

Fueron represaliados aquellos que renunciaban a las costumbres más antiguas en nombre de la razón y el avance, siendo indultados únicamente aquellos que se plegaban al nuevo mandatario impuesto. Queriendo evitar una muerte injusta y prematura, huyeron. Con lo justo encima y con la idea de salvar sobre todo a Enrique y Alba, sus criaturas, se encontraron con el contratiempo de dar con las fronteras cerradas. Al final no les quedó otro remedio que buscar el rincón más perdido y escondido que fueran capaces de hallar, pasando penurias entre montañas excesivamente verdes y parajes muy húmedos. Dieron con el pueblo de casualidad. No sabrían decir por qué hueco entre las montañas se metieron, qué loma resbaladiza atravesaron o qué parte del río cruzaron, pero cuando tropezaron con las casas bajas durante una tarde de lluvia intensa pensaron que habían dado con un milagro y un nuevo comienzo. Nadie los conocía, la gente que vivía allí parecía desconocer qué pasaba más allá de los límites de sus tierras. Algo extraño, pero eso era exactamente lo que necesitaban. Nadie les iba a denunciar, no parecía que por allí pasaran responsables del gobierno central, policía ni soldados. Su vida no acabaría bajo trabajos forzados o en la otra punta de un fusil.

La esperanza no tardó en convertirse en pesadilla. Aquella gente era terriblemente cerrada y analfabeta. No querían ni oír hablar de ciencia, de razón o de avance. Querían seguir sus vidas con tranquilidad, alejados de las zonas más profundas de los bosques que, sin duda, eran aquellas que terminaban en los caminos que conducían a la civilización. Aunque ellos pensaban que allí se ocultaba algo bastante diferente.

No les negaron un hogar ni una forma de ganarse la vida, aunque no les hacía especial gracia tenerlos por allí. Si no se hubiera considerado una pura crueldad soltar a alguien para que se perdiese entre la maraña de árboles, los hubieran expulsado sin dudar. Pero si Dios había tenido a bien señalarles el camino a su hogar, algún motivo tendría. Además, tenían un niño y una niña con ellos. Eso no impidió que hubiera quien rumoreara que, en realidad, los pasos de esa familia los guiaba el Diablo.

Se les impuso una regla muy clara. No debían ir más allá de las fronteras del pueblo. La única explicación que les dieron es que había algo ahí fuera, algo a lo que era mejor no provocar. Nunca se les asignó algunas de las tareas que implicaban adentrarse más en el bosque, relacionadas con la caza y la recolección de algunas materias para la consumición o la construcción. Estas solo eran otorgadas a los más valientes y dignos de confianza de aquella población. Se rezaba a su marcha y se celebraba a su vuelta. Había un período del año, al que llamaban «el tiempo de los gusanos», en el que la gente se encerraba en sus casas y no salía hasta que terminaba. Para la familia Saavedra, todo aquello era poco más que una tortura, pero eran conscientes de que no era la peor a la que podrían verse expuestos. Se amoldaron a las costumbres y a la soledad familiar, pues el resto de habitantes apenas hablaban con ellos. Trabajaban duro para evitar una acusación de pereza que podría provocar que el ostracismo se transformara en hambruna.

Aguantaron años y años hasta que el pequeño Enrique creció e hizo preguntas. Allí odiaban las preguntas. Sabían lo que sabían porque sus antepasados decidieron que era mejor tener extremo cuidado con lo que había más allá, y que no debían alejarse demasiado del pueblo. Esa respuesta no servía de mucho a Enrique que quiso resolver aquellas incógnitas. Al final, en un furioso impulso, se internó en lo más prohibido de los bosques. Eligió el tiempo de los gusanos, queriendo desmontar las patrañas desde su misma raíz. El mismo día que colocaron los adornos que espantarían a todo mal que tratase de acercarse a sus casas, él se marchó. Nunca regresó.

Su familia, preocupada, quiso formar una batida para rescatarle. Nadie se prestó a ayudarlos, diciendo que lo tenían bien merecido por desobedecer a Dios. Al final, ante la frustración de chocarse contra un muro de ignorancia, José se internó por su cuenta para rescatar a su hijo. Nunca más se supo de él.

La pequeña Alba no tuvo más remedio que agachar la cabeza y casarse con quien el pueblo decidió que debía hacerlo. Las mujeres debían casarse y tener hijos, o la pequeña población no sobreviviría. Mantuvo su apellido, al igual que sus hijos después de ella, pues las futuras generaciones debían saber que los Saavedra habían roto el mayor tabú de su comunidad y no eran gente de confianza. Pagarían su deuda con ellos durante años, hasta que fuera Dios quien los perdonara, aunque no pudieran saber nunca si lo había hecho o no. Y así fue como la familia Saavedra jamás se integraría en aquella prisión de árboles y lluvia.

***

Dalia no supo que la curiosidad y la rebelión de Enrique lo condenaron, y no entendía que su madre se opusiera a que tratara de desentrañar los misterios del mundo para exponerlos al alcance de todos. Decía, con su voz de pajarillo inquieto, que había lugares a los que la ciencia no debía asomarse. Secretos que debían dejarse tranquilos, pues había matices de la realidad demasiado horribles como para que la mente humana los enfrentase. Dalia insistía, pues quería que su madre pudiera estar bien, que fuera feliz. Su madre decía que ella era la única de la familia que podía alcanzar la felicidad, que no hiciera más preguntas. Que disfrutara del regalo que se le hizo. ¿Qué regalo? Su madre tardó mucho tiempo en explicárselo, tal vez demasiado.

***

Otra madre se consumió de tristeza. Mar aguantó como pudo sus últimos y penosos años de existencia, queriendo que su hija y sus nietos tuvieran algún punto de anclaje frente a la locura de aquel pueblecito que se había convertido en todo su mundo. Su amor y su niño se habían marchado para no regresar jamás, pero aún le quedaba una luz, pura y cristalina, que se estaba enturbiando por momentos. El marido que le impusieron a Alba, Kado, era un pobre diablo, amargado y en conflicto consigo mismo, que pagaba sus penurias con su hija. Nacieron dos criaturas: Laro, el mayor, y la pequeña Izara. Mar sintió que la historia se repetiría e intentó ayudar a su hija y a sus nietos en la medida que le fue posible, pero una mala pulmonía se la llevó un ominoso invierno. Después, Alba tuvo que arreglárselas sola con aquel hombre estúpido. Muchas veces rezaba para que la misma enfermedad que le arrebató a su madre se lo llevara a él también. Bastante tenía que soportar ya con los comentarios y las miradas del resto de vecinos. Los silencios, las espaldas, las zancadillas, las burlas soterradas… Al final, fruto del matrimonio, a la mala reputación de Kado se unió la inquina a la familia Saavedra. El hombre no soportaba tampoco el hecho de que su apellido se perdiera en sus hijos. Procuraba desquitarse con Alba todo lo a menudo que era capaz. No se preocupó de sus vástagos salvo para inculcarle a Laro los valores que él consideraba adecuados. A Izara la despreciaba: tenía muy claro que iba a casarla con el mejor postor en cuanto tuviera la edad para hacerlo.

Laro creció siendo depositario de la misma rabia y estupidez que su padre. No fue capaz de establecer una relación sana con su madre, con independencia del amor y el cuidado con el que siempre le trató. A pesar de lo que arriesgaba siempre por protegerlo de su padre, eran incapaces de huir nunca de él. El pueblo no permitía escapatoria. Nunca pudo tener ni una amistad, ni un compañero. Asumió que, aunque el ejecutor de sus penurias era su padre, la culpa era de su madre por no haber sabido protegerlo. No pensó tampoco que, quizá, los habitantes del pueblo habían organizado aquella trampa mortal en torno a su apellido. La relación con su hermana Izara era también dispersa y extraña. Compartían las mismas situaciones, el mismo conocimiento de lo que sucedía en su familia, la misma soledad ante el mundo fuera de las paredes de su casa. Se comprendían como nadie más podría llegar a comprenderlos nunca, pero ella era también una mujer Saavedra. Más tarde o más temprano le fallaría. También tenía muy interiorizarlo, sin ser consciente de ello, que siempre despreciaría a aquellos a los que quisiese. Tampoco fue capaz nunca de albergar el más mínimo aprecio por sí mismo, aunque su arrogancia pareciera sugerir justo todo lo contrario.

Izara nació triste y resignada. Aprendió con rapidez a agachar la cabeza, a someterse a su padre para evitar que su madre y ella sufrieran la parte más dura de las iras de su progenitor. La niña reaccionaba como si no tuviera sangre en las venas, aunque muchas veces esta le hervía por la injusticia y la impotencia. Durante un tiempo, su madre y su hermano fueron su refugio, su esperanza durante las horas en las que su padre no estaba en casa. Su pequeña alegría era pensar que, a pesar de todo el sufrimiento, había algo de amor en aquella casa. Darse cuenta de que su hermano se estaba transmutando poco a poco en una versión joven de su padre fue devastador. Comprender que debía apartarse de él antes de que le hiciera un daño real fue una tarea que le llevó mucho tiempo y esfuerzo. En los escasos momentos en los que se podía permitir parar de trabajar y mirar el paisaje que rodeaba su triste casa, soñaba con internarse entre la tupida arboleda y afrontar lo que fuera que ocultara entre sus siniestras sombras. En el pasado, cometer ese tabú había supuesto una mancha indeleble al nombre de su familia, por no mencionar unas muertes innecesarias y, seguramente, espantosas. Ella pensaba que lo que había más allá no podía ser tan malo como lo que le tocaba vivir todos los días de su vida.

***

Dalia a veces lo pensaba también. Debía estudiar y cuidar de su madre, cuyo estado se degradaba más y más cada día. Había quien le había sugerido internarla en algún lugar donde no le molestara, puesto que en el fondo no era su especialidad. Ella no estaba tan segura y tenía claro que no encerraría a su madre en vida. Además, en realidad, no molestaba. Cada vez hacía menos ruido. Solo gritaba y se enfadaba cuando mencionaba algo de sus estudios. El resto del tiempo hacía como que ignoraba ese detalle, intentaba hacer vida con su hija y poco más. A veces se sentaba en su sillón y se quedaba mirando la ventana, horas y horas. Por supuesto, Dalia no dejó nunca de estudiar.

Acabó fascinada por la vida, por cómo se manifestaba construyéndose a partir de sus componentes más pequeños y por todas las formas que podía llegar a adoptar. A ello se había dedicado una vez que descubrió que le sería imposible curar a su madre. El daño no era físico y el silencio de la mujer hacía imposible que los especialistas adecuados sanaran el daño que anidaba en su mente.

Dalia creía tener una paciencia infinita. Que no podía reprocharle nada a su madre debido a su enfermedad. Pero un día, estalló. No aguantó cierto reproche, y se descubrió a sí misma viendo el vaso desbordar. Las consecuencias de una vida llena de incógnitas erupcionaron, escaldando a la madre. Con la guardia baja, esta acabó escupiendo parte de su historia y dejó escapar, apenas un susurro traicionero, el nombre de aquel maldito pueblo y el lugar dónde se encontraba. El camino que siguió para escapar. Acto seguido, suplicó a Dalia que nunca se lo repitiera a nadie y que, bajo ningún concepto, debía acudir a tan funesto lugar.

Dalia no había conseguido averiguar el nombre de su padre, ni tan siquiera todos los detalles de la pesadilla de su madre, pero, al menos, en el relato inconexo de Alisa había dado con una pista y un misterio aún más grande que la propia ruptura de su mente.

Su madre le habló de su abuela, Izara, y de su tío abuelo, Laro. Izara se casó joven con un hombre llamado Alonso. Contra todo pronóstico, su matrimonio no fue tan desdichado como el de Alba y Kado. Izara era muy consciente del golpe de suerte que había tenido y que, a pesar de que el resto de problemas con sus convecinos continuaba, había dado con un remanso de paz y felicidad completamente circunstancial. Su hija, Alisa, no tenía por qué tener tanta suerte. Por eso, desde pequeña, le metió la idea de que debía huir de aquel lugar demente en cuánto se presentara la oportunidad. A su vez, fue haciendo planes para cuándo llegara el momento. A altas horas de la noche, se escapaba de casa y tanteaba el bosque, buscando sus supuestos peligros para esquivarlos, rutas y evidencias de más pueblos, incluso otras ciudades. En una de sus escapadas fue descubierta por su marido. Una vez más le sonrió la fortuna, pues Alonso deseaba desde hacía mucho ver mundo, dejar atrás ese infecto lugar de gente paranoica y descubrir qué más podía ofrecer el exterior. Ahora que tenía una hija, más que nunca, pues no quería aquel entierro en vida para ella.

Por primera vez en su vida Izara era feliz. Tenía ganas de luchar. Su esperanza estaba puesta en el futuro y desprendía una vitalidad inusitada por todos los poros de su piel. Tanto su padre como su hermano se percataron. Alba intentó distraerlos de este hecho y, aunque con Kado lo consiguió, con Laro no fue capaz. Con impotencia, vio cómo su primogénito se hundía en los celos contra su hermana. El que no encontrara esposa ni medio para formar una familia propia estaba provocando que su carácter se agriara más y más. Acabó centrando el foco de sus desgracias en su hermana. Poco a poco, cualquier rastro de amor que pudiera haber tenido por ella en el pasado se difuminó hasta desaparecer por completo. Repudiaba a la pequeña Alisa, hasta el punto de tontear con su sufrimiento para hacer daño a su hermana. Alba tuvo que advertir a Izara para que evitara a Laro todo lo que le fuera posible. Alfonso llegó a enfrentarse a él, lo que produjo que lo dejara en evidencia delante de todo el pueblo, hasta el punto de que muchos se plantearon expulsarlo del mismo. La situación no llegó a tal extremo, pero la semilla de la tragedia ya estaba plantada.

***

Dalia no lo tenía todo, pero sí lo suficiente. Organizó una suerte de expedición solitaria destinada a dar con un pueblo que, en teoría, no existía. Tuvo que arreglar las cosas para poder ausentarse un tiempo que consideró sería suficiente para encontrarlo o darse por vencida. Intentó ir lo más ligera de equipaje que pudo y a la vez con lo necesario para recoger alguna prueba que pudiera desmontar cualquier ilusión funesta que fuera la responsable del estado de su madre.

Dalia hizo un último intento de reconciliarse con ella antes de marcharse a averiguar la verdad. Si había sido capaz de abrirse una vez, puede que lograse hacerlo una segunda. Puede que no hiciera falta un viaje que no necesariamente diera sus frutos. Dalia le habló despacio y con dulzura, utilizando sus razonamientos más persuasivos, procurando que su madre entendiera que ambas necesitaban esa verdad que ocultaba para empezar a sanar. Para poder olvidar de verdad.

Alisa, una vez más, se negó. Maldijo lo que ya se le había escapado, temerosa de haber conjurado el gran mal del que había huido años atrás. Luego se hundió en un hondo silencio del que su hija no fue capaz de sacarla. Dalia, dándose por vencida, dio unas últimas instrucciones a la persona que había contratado para cuidarla y se marchó. Al cerrar la puerta, Alisa susurró una despedida inteligible y rompió a llorar por su niña perdida. Lo único que había contado es que había huido teniendo ella unos diecinueve años, embarazada. Recordaba cada planta, cada palmo de tierra, cada sensación. También los asquerosos gusanos, y el ruido. Las figuras simiescas ocultas entre las sombras de los árboles. El quebrar de los huesos y el acuoso sonido de las vísceras arrancadas. La sangre…

Lloró por no haber podido proteger a su hija de todo eso. No logró guardar silencio el tiempo suficiente. No fue capaz. Nunca conseguiría acallar los gritos.

***

La amargura de Laro maceró durante años y años. Alisa crecía, apenas veía a Izara y el control que tenía sobre ella había desaparecido. En el pueblo era el hazmerreír, y su padre se había convertido en un viejo chocho idiotizado por la pérfida de su madre. No tenía posibilidad de conocer a nadie más del exterior, así que, en realidad, no tenía más que hacer que darle vueltas a aquello que le provocaba dolor y desdicha. A su alrededor, los árboles se alzaban como barrotes infranqueables que lo encerraban en su soledad. A veces, por la noche, merodeaba por casa de su hermana, reflexionando sobre sombríos pensamientos e intenciones.

En una ocasión, por accidente, llegó a escuchar algo sobre abandonar el pueblo. Encogido bajo una ventana por la que titilaba la insegura luz de una vela, escuchó hablar a Alonso e Izara sobre lo que parecían las últimas pinceladas de un viaje de no retorno y los temores que este les inspiraba. Quedaba poco para dar el gran paso, y los nervios hicieron que se acostaran más tarde de lo habitual, por lo que cuando Laro llegó aún permanecían despiertos y hablando. Al irse a dormir, Laro bullía de ira. Otra vez iban a cometer el mismo error que cometieron su abuelo y su tío. Cuando murieran, solo quedaría un Saavedra al que culpar. Era el fin.

Un par de horas más tarde, dejó el escaso refugio que ofrecía su escondite bajo la ventana y se marchó a su casa. Pensó que, si era el final, debía ser un final digno de ser contado. Y si debía ser el suyo, se aseguraría de que no fuera por los deseos de Izara. Tampoco consentiría estar solo en el momento de su caída. La clave sería Alisa, el tesoro y la alegría de su hermana. Si todo iba a ser destruido, ¿por qué no empezar por el lugar donde podía hacer más daño?

***

Dalia llegó al pueblo jadeante, con el sudor empapándole la ropa. En mitad de una lluvia espantosa, tras atravesar una pequeña oquedad que daba a un espeso bosque, algo le salió al encuentro. No apareció de forma repentina, fue algo gradual. Primero, unas pisadas pesadas que hacían retumbar el propio suelo. Luego, por el rabillo del ojo, creyó ver algo grande, demasiado grande. ¿Quizá algún animal enorme poco conocido? Avanzó con el corazón acelerado, alerta. Escuchó más pasos. Sonidos de crujidos, ramas rotas. Movimientos extraños entre la maleza. Un olor que le hizo arrugar la nariz. En algún punto, todas las excusas que ponía su mente racional para no asustarse desaparecieron y echó a correr. Qué estúpido, quizá estaba ante un gran descubrimiento. Una zona oculta e inexplorada, una especie de animal no descubierto. El retumbar de quién sabe cuántos pies, o patas, o zarpas, se multiplicaba e iba en su dirección. No se atrevía a quedarse quieta. El olor se hizo más persistente. Se le antojó un aroma que presagiaba un destino mortal. No podía dar la vuelta, debía continuar. Dar con el pueblo se había convertido en una prioridad mayor de lo que ya era.

La lluvia emborronaba los bordes de una espesura densa y confusa. El terreno era empinado, irregular. La carrera se hizo eterna, tropezó tantas veces que perdió la cuenta. Encontró huellas, huellas imposibles por su tamaño y de aspecto humano, profundas en el suelo embarrado. Por primera vez se cuestionaba si el miedo de su madre estaba fundado sobre una base real y no sobre un trauma que lo hubiera sobredimensionado todo. El aguijón de la culpa la azotó. En su fuero interno rezó, sin saber muy bien a qué dirigirse.

***

Alisa se sentía culpable por no haberles contado a sus padres sobre las escapadas que hacía a las cercanías del bosque. El motivo era que se había enamorado. Por un lado, su madre le había advertido una y mil veces sobre sus convecinos, los cuales la odiaban por una estupidez que su familia cometió muchos años atrás. También le hablaban de un mundo exterior inmenso, lleno de posibilidades. Mentiría si no admitiera que ansiaba conocerlo y explorarlo, pero algo la retenía allí. Sus padres estaban a punto de marcharse y ella los acompañaría. No quería abandonar a su amor en un sitio tan lúgubre, ¿pero lo podría convencer de que fuera con ellos? ¿Estarían de acuerdo sus padres?

De momento lo llevaban en secreto. La familia de él no lo aprobaría. Alisa no sabía si la suya lo haría. Así que, como amantes prohibidos, se veían a escondidas por las noches. Alisa debía confesarle de una buena vez lo que estaba a punto de ocurrir y, cuando por fin reunió el valor para hacerlo, pasó algo que nunca había sucedido desde que empezó a escabullirse. Alguien la siguió.

***

El paso de Dalia por el pueblo fue miserable. Con el cuerpo dolorido e intentando reponerse del miedo que sentía, llegó al lugar cuyo nombre su madre le había susurrado una sola vez en su vida. Ella casi no se había atrevido a pronunciarlo tampoco, apenas un par de veces para buscar información. Siendo el origen tanto del sufrimiento de su madre como del suyo, el pueblo de Andoto no merecía la pena. Las casas se apilaban como pajarillos asustadizos de plumaje entorpecido por la vegetación que amenazaba con devorarles. Las puertas, recias, fueron un obstáculo insalvable. Llamó, gritó, aporreó puertas y ventanas. Llegó a romper varios adornos que decoraban las puertas, extrañas telas brillantes y cerámicas que imitaban cabezas de rostros amenazadores. Nadie respondió, ni siquiera airado. Solo el silencio le dio la bienvenida.

Dalia llegó a pensar que estaba abandonado, pero las puertas estaban atrancadas por manos humanas. Ni a sus súplicas respondieron. Varias horas después se dio por vencida, empezando a asustarle la idea de que quizá sería peor si empezaban a hacerle caso. Había algo opresivo en el ambiente, algo antiguo y amenazador. Tal vez aquellas gentes a las que les daba por poner esas cabezas tan extrañas y no socorrer a quien les gritaba pidiendo auxilio podían decidir que era mejor matarla para continuar con su lapidario silencio. Allí no había respuestas, ni nada que pudiera curar a su madre. Con resignación, retomó su camino. Pensó en ella. ¿Volvería a verla?

***

Sus padres la siguieron también, a tiempo de ver cómo era sorprendida por Laro y arrastrada al bosque. No le quedó más remedio con el cuchillo que le había puesto al cuello. Izara y Alonso se perdieron, tropezándose con algo nacido de la imaginación de un dios furibundo. Cuando lograron despistarlo y encontrarlos, vieron como Laro golpeaba a su hija. Por desgracia, eso no fue lo peor que encontraron aquella fatídica noche. Descubrieron el porqué del nombre «tiempo de gusanos», y por qué las gentes del pueblo se recluían en sus casas. Era algo que preferirían no haber averiguado nunca.

***

Allí estaban, enormes gusanos blancuzcos, agitándose en su viscosidad, saliendo de la tierra como si buscaran alcanzar las ramas más altas de los árboles. El más alto superaba los dos metros, y el más pequeño le llegaría a Dalia a la altura del pecho.

Sus pasos desorientados la condujeron hasta esa escena. Una persona normal, o al menos, una persona menos curiosa, habría visto a las criaturas y habría echado a correr, encontrándose ante algo que no entiende ni tenía explicación para ella y, sobre todo, ante la acuciante sensación de peligro que había cubierto cada poro de su cuerpo. Pero ella vivía para desafiar todo conocimiento ignoto, estudiarlo y exponerlo a la luz. Por ello, no pudo evitar sentirse fascinada por aquellas figuras rechonchas que no paraban de retorcerse. Necesitaba acercarse, averiguar qué eran. ¿Tal vez llevarse una muestra? Nunca había oído hablar de gusanos semejantes…

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