Buch lesen: «Temblor», Seite 5

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—¿Ya os habéis terminado una botella entera? —reprocho.

Brent sonríe.

—Barra libre. Ninguna queja.

Voy a buscar más vasos al bar y me sirvo otra copa, consciente de que no debería, y parpadeo entre el humo para observar a mi alrededor. Hay equipamiento de esquí antiguo colgado de las paredes a modo de decoración: gafas de glaciar vintage, crampones y un par de botas de esquiar muy gastadas.

Y una piqueta herrumbrosa. Los salvajes picos de Le Rocher lo convierten en un destino popular para los esquiadores en invierno. Toco la punta de metal. Sigue afilada, como si la hubieran colgado ayer.

Curtis se arrodilla frente al fuego y empuja la pila de troncos con el atizador.

—¿Qué haces? —pregunto.

—Busco los teléfonos.

—Ya he mirado ahí —informa Dale.

Curtis sigue removiendo. El humo hace que me piquen los ojos.

Heather llega con el resto de los platos.

—Tengo que encontrar mi portátil.

—Deja de hablar del portátil —sisea Dale.

Heather siempre me ha parecido una mujer fuerte. Incluso entonces, parecía que llevaba los pantalones en la relación, pero, al parecer, el equilibrio de poder ha cambiado.

Me siento al lado de Brent. Las sillas están forradas con piel de oveja. Me gustaría ponérmela sobre las piernas como si fuera una manta, pero está fijada a la silla.

—¿Qué opinas del cuádruple tirabuzón de Billy Morgan? —pregunta Brent mientras comemos.

—¿El Quad Cork 1800? Lo vi en YouTube —digo, agradecida de que haga un esfuerzo por mantener una conversación ligera.

Dale asiente.

—Y ahora un tipo japonés ha logrado hacer un Quad Cork 1980 por primera vez.

—Eso es increíble —comento—. ¿Hace cinco rotaciones completas?

—Cinco y media —corrige Dale—. El snowboard ha avanzado mucho.

Heather comprueba el reloj como si contara los minutos que faltan para irse de aquí y Curtis sigue vigilante. Pero yo, con el guiso y el alcohol calentándome el estómago y las llamas acariciando mi rostro, empiezo a relajarme.

—¿Puedes creer que saltásemos sin cascos? —recuerda Brent.

—Yo no lo hacía —replica Curtis.

—Menudos saltos nos marcamos —dice Brent—. Tuvimos suerte.

Pero algunos de nosotros no tuvimos tanta suerte. Intento no pensar en ello. De todos modos, un casco no impide que te rompas el cuello.

—¿Viste al tipo noruego que hizo una pirueta hacia atrás de cinco cuarenta? —pregunta Dale.

—No, ¿qué es? —respondo.

Dale era el maestro del estilo y me encantaba hablar de piruetas y trucos de ejecución con él.

Deja su vaso en la mesa.

—Es como un siete veinte y, luego, haces marcha atrás. Imagina que ralentizaras la pirueta en mitad del salto y fueras hacia atrás. Es jodidamente difícil. Inténtalo y lo comprobarás. —Pone la silla en una mesa cercana y se sube encima.

Me encantan estos tipos. Cuando salgo con mis compañeros del gimnasio, hablamos de Netflix. A estos quizá no los veo desde hace diez años, pero todavía tengo más en común con ellos que con cualquier otro.

En un deporte, nunca te haces profesional por dinero, especialmente en una disciplina de alto riesgo como la nuestra. Nunca te harás rico practicando estilo libre de snowboard, a menos que seas Shaun White. No, lo haces porque te apasiona. Porque quieres pasar cada minuto de tu vida haciéndolo, pensando en ello y soñando con ello. Nosotros ya no somos profesionales, pero no hemos perdido ni un ápice de la pasión que sentíamos.

Dale salta de la silla y gira en sentido opuesto cuando se deja caer.

—No —lo corrige Curtis—. Tienes que tirar marcha atrás ciento ochenta grados completos o, si no, solo es una media pirueta.

Dale lo mira con rabia.

—Probemos —propone Brent, que se sube a la mesa y salta.

Una chispa se enciende en mi interior. Me pongo en pie.

—Me toca a mí.

Heather entorna los ojos, pero me siento como si tuviera veinte años de nuevo. La silla tiembla cuando me subo. Salto en el aire. Uf. Aterrizo mal. Llevo años sin saltar de nada más alto que un StairMaster.

—No tenemos suficiente recorrido —alega Dale, y su mirada se posa en un pedazo de tronco cortado para hacer la función de mesa. Levanta una mesa pequeña y la coloca encima; luego, sitúa una silla en lo alto. La estructura se tambalea peligrosamente cuando se sube encima. Brent la agarra justo a tiempo. Dale salta, se da contra la mesa y cae directo al suelo.

—Basta —dice Curtis—. Dejémonos de tonterías.

Dale se levanta y se frota el hombro.

—¿Qué problema tienes?

—Pues que alguien me ha robado el móvil y el ordenador.

—Anímate.

Curtis se inclina sobre la mesa.

—Devuélveme las cosas y lo haré.

Dale y él se miran fijamente. Reparo en que el vaso de whisky al lado del plato de Curtis está vacío. No me había dado cuenta de que estaba bebiendo.

—No has cambiado nada, ¿eh? —comenta Dale—. Aburrido como el que más. Sabía que no deberíamos haber venido.

—¿Por qué lo has hecho, entonces? —replica Curtis.

Dale señala a Heather con la cabeza.

—Ella quería venir.

¿En serio? Miro a Heather. ¿Por qué querría hacerlo? Siempre tuve la impresión de que odiaba este sitio.

—Y para contestar a tu pregunta anterior —aclara Dale—, no, no me acosté con la hija de puta de tu hermana.

Curtis se pone en pie.

—Solo una persona tiene derecho a hablar mal de mi hermana y ese soy yo. Pero no lo hago porque, a diferencia de ti, soy respetuoso.

Hay un silencio tenso.

El ambiente cambia con tanta facilidad como las condiciones meteorológicas.

10
Hace diez años

Brent y Curtis están sentados frente a mí en la cabina del teleférico. El viento sopla con fuerza y nuestra burbuja se balancea de lado a lado. Gruño y me agarro el estómago.

—No te atrevas a vomitar sobre mis pantalones de snowboard nuevos —me advierte Brent, con su marcado acento de Londres.

—Sí, tienes que vigilar tus pantalones cuando Milla está cerca —bromea Curtis—. Ayer me rompió los míos.

Compruebo la parte inferior de los pantalones que lleva Curtis. No hay desgarrón. Son nuevos. Ahora que la presión de la competición ha desaparecido, Curtis y Brent son todo sonrisas. Y tienen motivos para ello. Curtis ha quedado tercero y Brent, quinto. Un buen resultado para los chicos británicos.

Otra ráfaga de viento sacude la cabina y mi estómago da un vuelco. La peste a tabaco tampoco ayuda. Quien haya viajado en la cabina antes que nosotros se ha saltado la prohibición de fumar a la torera.

He subido para ejecutar unos saltos y dar rienda suelta a mi ira, pero lo cierto es que me alegro de que hayan subido conmigo, porque así no me devano los sesos pensando en el día tan desastroso que he tenido. Cuando Curtis clava sus ojos azules en mí, es difícil pensar en otra cosa.

—Creía que estaríais abajo, celebrándolo —digo.

—Siempre doy un par de saltos más después de una competición, para bajar la adrenalina. —Curtis mira a Brent de reojo—. Y a Brent lo perseguía una chica suiza de anoche. Tenía que salir por piernas.

Sonrío y miro las tablas apoyadas contra la ventana. La de Brent está recubierta con todas las marcas de sus patrocinadores y apenas veo qué modelo es. Burton no sé qué. El modelo profesional de Shaun White, supongo. Si Brent sigue ejecutando sus saltos como lo ha hecho hoy, es posible que el año que viene los de Burton saquen el modelo Brent Bakshi.

Señalo una pegatina de Smash.

—¿De verdad bebes esa mierda?

—¿Por qué? ¿Quieres una? —Brent rebusca en su mochila y saca una lata naranja resplandeciente, la abre y me la tiende.

—No —respondo—. Bueno, de hecho, sí. Jamás la he probado. —Tomo un sorbo—. Ugh. Sabe a enjuague bucal. —Se la devuelvo—. Dicen que tiene la misma cantidad de cafeína que tres cafés.

—Cinco —corrige Brent, y se pone en pie. Su pelo negro toca el techo de la cabina. El frío entra cuando abre la ventana y vacía la lata por el agujero.

—¿Qué haces? —le reprocho—. Las marmotas no podrán hibernar este año.

—No lo soporto. —Brent cierra la ventana y mete la lata vacía dentro de la mochila—. No se lo digas a nadie, porque son ellos los que me pagan la temporada.

Me gusta Brent. Me recuerda a uno de los amigos de mi hermano, Barnsey.

—¿Te pagan más que Burton? —pregunto.

—Me pagan más que todos los demás patrocinadores juntos.

—¿En serio? —Pero tiene sentido. Brent es el chico que va a por todas. Es el modelo perfecto para una bebida energética.

—Cuando me dijeron lo que me pagarían, les aseguré que me tatuaría el nombre de la bebida en el culo.

—¡No lo dices en serio!

Brent se levanta la chaqueta y agarra la cintura de sus pantalones como si fuera a bajárselos.

—¿Quieres verlo?

No estoy segura de si bromea o no y miro a Curtis.

Este levanta las manos en el aire.

—A mí no me mires. ¿Por qué piensas que le he visto el trasero?

Brent se ríe y se sienta de nuevo. Tiene la confianza descarada que viene con ser excepcionalmente bueno en un deporte, y no uno cualquiera, sino uno en el que hay que volar por los aires hasta lo más alto. Pero es divertido. Por no mencionar que, además, es atractivo, con una sonrisa fácil e increíbles ojos oscuros.

Lo he visto en una entrevista esta mañana en la televisión, antes de venir aquí. La presentadora, Anna no sé qué, una mujer guapa de unos cuarenta años, le ha preguntado qué músculos había que trabajar para practicar snowboard. Casi todos, ha respondido. Ella le ha convencido para que se quitara la camisa, así que Brent lo ha hecho; la mujer no podía parar de tocarlo. El presentador masculino casi ha tenido que llevársela a rastras.

Ha sido un ejemplo hilarante de sexismo a la inversa. Si uno intercambiase los géneros, con un presentador hombre y una atleta mujer, habría generado una polémica a nivel nacional. Pero en la entrevista, la mitad del público se ha reído de ella y la otra mitad se ha vuelto igual de loca por Brent como ella. Brent se ha sentado tan tranquilo a disfrutar del espectáculo.

Y sí, esos pectorales suyos. Ya, lo entiendo. Pero no me afecta, no como Curtis.

Me agarro al asiento cuando la cabina se balancea de nuevo. La burbuja disminuye la velocidad al llegar a su destino.

—¿Sabes que Dale me ha pedido un smash esta mañana? —dice Brent a Curtis.

—¿Ah, sí? —se sorprende Curtis.

—Anoche se marchó a casa con la camarera.

—¿Con quién, con Heather?

—No sé cómo se llama.

—Pelo negro.

—Sí.

—Vive con mi hermana —comenta Curtis—. Así que lo dejó seco, ¿eh? Bueno, eso seguro que te ha ayudado.

Los dos se ríen.

—¿En qué posición ha quedado Dale? —pregunto.

—Séptimo —indica Curtis.

La dinámica entre Brent y Curtis me interesa. Son rivales, pero también amigos. Curtis es mayor, tendrá veinticuatro o veinticinco años, demasiado para ser un deportista profesional de snowboard. Los chavales que ganan competiciones hoy en día a veces solo tienen quince años y lo cierto es que muy pocos compiten pasados los veintitantos. Los huesos jóvenes y blandos no se rompen con tanta facilidad. Es posible que Curtis se sienta amenazado por el vertiginoso ascenso de Brent.

Me abalanzo hacia delante cuando la burbuja se detiene con brusquedad. Mierda. Solo estamos a mitad de recorrido de la empinada montaña.

—Dicen que, una vez, un esquiador se tiró de esos peñascos —comenta Curtis.

Miro la cara de la montaña, de pura roca.

—¿En serio? ¿Tú lo harías?

—No sin paracaídas.

Se oye un crujido en los altavoces y el locutor hace un anuncio en francés.

—¿Qué ha dicho? —pregunta Brent.

—¡Agarraos, agarraos! —grito.

Curtis se ríe.

—Qué mala eres, Milla.

—En serio, ¿qué ha dicho? —insiste Brent.

—No lo sé —confieso—. No sé mucho francés.

—Tienen un problema técnico —explica Curtis—. Y lamentan el retraso.

Brent suelta un exabrupto.

—¿Alguien tiene comida?

Busco en mi mochila y saco una barrita de muesli.

—Tengo esto.

—Genial.

La burbuja se balancea de lado a lado como si estuviéramos en una feria. Una corriente helada entra por la ventana abierta. Aprieto las rodillas contra el pecho.

—Aquí nos vamos a congelar.

Curtis se cambia de sitio para sentarse a mi lado. Al cabo de un momento, Brent hace lo mismo, así que estoy apretujada entre los dos. Es bastante íntimo y creo que no soy la única que se da cuenta, porque se hace un silencio.

El crepúsculo tiñe la nieve de un color dorado. La nieve fresca más arriba sigue las líneas ondulantes de mil descensos. Debería preguntarles cosas acerca de los trucos que emplean para saltar, pero no puedo pensar en nada excepto en la presión del muslo de Curtis contra el mío.

Me mira de nuevo.

—¿Mejor?

—Sí. —Tengo que salir de aquí. No aguantaré si me sigue mirando así. Lo último que quiero este invierno es una distracción.

El locutor vuelve a hablar por los altavoces.

—¿En serio? —se queja Curtis—. El viento ha activado el cierre automático del sistema. Van a evacuar las cabinas de una en una. Mejor poneos cómodos. Estaremos aquí un buen rato.

Se oye el zumbido de un helicóptero sobre nuestras cabezas. Estiramos los cuellos para verlo. Se pasea por encima de una de las burbujas que está más abajo en la pendiente. Un hombre desciende por una cuerda. Me soplo los dedos. Esto tardará un siglo.

—¿Quieres mi chaqueta? —pregunta Curtis.

—No, gracias —respondo.

—¿Y la mía? —dice Brent.

Capto la mirada furibunda de Curtis a Brent. «No te pases».

—No. ¿Alguno de los dos quiere la mía? Bien, porque no tengo intención de prestarla.

Los tres nos reímos y la tensión se rompe. Dejan de flirtear y volvemos a hablar de snowboard. De lugares donde hemos competido, de los días buenos y malos; del récord de Terje Hakonsen de 9,8 metros en el aire en el Reto Ártico. El cielo se transforma y pasa de rosa a púrpura y a azul marino.

—¿Cómo os conocisteis vosotros dos? —pregunto.

—En el Open Burton de Estados Unidos, hace unos años —explica Curtis—. Alquilamos un apartamento juntos durante la última temporada.

—Con su hermana —añade Brent.

Curtis y él cruzan una mirada. ¿De qué va esto? Pero ahora no quiero pensar en ella. Simplemente me alegro de haber quedado atrapada en la burbuja con estos dos y no con ella.

Otro anuncio por los altavoces.

—Falta poco —informa Curtis.

—¿Hablas bien francés?

—Yo no diría eso.

—También habla alemán —añade Brent—. Si hubiera sabido que me iba a dedicar a esto, me habría esforzado más en las clases de idiomas en la escuela.

—Yo igual —convengo—. Pasé toda una temporada en Suiza el año pasado, en Laax, y solo sabía decir dos frases en alemán.

—¿Y cuáles eran? —se interesa Curtis.

Intento hablar con mi mejor acento alemán.

—«Ich verstehe nicht». —La mirada de Brent denota que no lo pilla—. Quiere decir que no lo entiendo.

—¿Y la otra? —pregunta Curtis.

—«Wo ist der Krankenhaus?». Dónde está el hospital.

Curtis se ríe.

—Buena elección. De hecho, se dice «das Krankenhaus».

Finjo que le doy un puñetazo en las costillas.

Se oye un ruido persistente por encima de la burbuja y se proyectan luces sobre la cabina.

—Ha llegado el helicóptero —anuncia Brent.

Una figura entre sombras desciende con una cuerda. Nos apartamos cuando el hombre fuerza la puerta de nuestra cabina y se planta dentro. Dice algo en francés.

—¿Quién va primero? —dice Curtis.

Levanto la mano.

—¡Yo!

Siempre tengo esta necesidad absurda de demostrar que puedo con todo. Que no tengo miedo. La culpa es de mi hermano. Jake y sus amigos se lanzaban a hacer un montón de locuras en los bosques cercanos a nuestra casa y la única manera de que me dejaran ir con ellos era que me comportara como la más aguerrida de todos. «Venga, Milla. ¿A que no te atreves?» Me rompí varios huesos al intentar seguir su ritmo. Jamás me negaba ante un reto, y sigo igual. Es un hábito. Milla la Atrevida. Es lo que espera la gente.

El hombre me engancha al arnés de seguridad.

—No ze preocupe, zeñorita.

—No lo estoy —aseguro—. Siempre he querido hacer algo así.

Me mira con curiosidad y Curtis y Brent se ríen a mandíbula batiente.

—Ánimo, Milla —dice Brent cuando empiezo el descenso.

De hecho, estoy muy lejos de estar tranquila. Las rocas a nuestros pies parecen muy escarpadas. «Venga, aguanta». Paso a paso, desciendo por la fachada del precipicio, atada a la cuerda. El viento me azota y me empuja. «Vaya». Me agarro a la cuerda con una mano y estiro la otra justo cuando me balanceo contra la pared de roca. Espero a que pase la ráfaga helada y sigo bajando.

Diez metros más. Por fin la pendiente se aplana y mis botas se hunden en la nieve.

Un Snowcat ha zigzagueado y ha cubierto la corta distancia al pie del glaciar para iluminar la zona donde aterrizamos. Me protejo los ojos del brillo de sus faros.

Y Saskia emerge de entre las sombras como un fantasma.

Me sorprende tanto verla que casi choco de espaldas contra las rocas puntiagudas.

—¿De dónde sales? —suelto.

Con la cabeza, señala una burbuja más allá de la nuestra. Su expresión es de triunfo y, de repente, lo entiendo. Me ha visto arrastrarme hasta aquí y me ha seguido para restregarme su victoria.

Aprieto las manos a ambos lados para contener las ganas de empujarla precipicio abajo.

11
En la actualidad

—¿Sabes qué? —suelta Dale—. Me alegro de que tu hermana esté muerta.

Los puños de Curtis salen disparados e impactan contra la mandíbula de Dale, que se cae hacia atrás y se lleva las manos a la cara.

No es un puñetazo demasiado fuerte, porque estoy segura de que podría haber sido peor si Curtis hubiera querido, pero, aun así, me quedo boquiabierta. Por lo general, Curtis es el señor Control, aunque hubo ocasiones en aquel invierno cuando lo vi perder los estribos, y siempre era por su hermana. El Superman del snowboarding británico y su kriptonita.

Dale se recompone, se abalanza sobre Curtis y lo golpea contra una mesa.

Las cosas se pusieron feas entre Dale y Curtis la noche antes de que Saskia desapareciera, pero, hasta donde yo sé, Heather y Saskia fueron quienes lo empezaron todo. Curtis y Dale se vieron arrastrados, nada más. Imagino que después de eso, no volvieron a verse, como yo, y su amistad jamás lo superó.

Brent y yo intervenimos. Los puños vuelan y el pobre Brent recibe un golpe que lo deja sin aliento. Intento detener a Curtis y lo atenazo por el cuello de nuevo, pero ya ha aprendido el truco. Heather permanece en un rincón, con las manos sobre la cara.

—¿Cómo sabes que está muerta? —cuestiona Curtis—. ¿La mataste tú?

Por cómo mira a Dale, parece que lo considera una posibilidad.

Una carga familiar se apodera de mí.

«No fue Dale. Fui yo. Yo la maté».

Quería ganar a toda costa y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa. Durante estos últimos diez años, he repetido en mi cabeza una y otra vez lo que sucedió y siempre llego a la misma conclusión: murió por mi culpa.

Y lo que me provoca náuseas es que si volviera a pasar por la misma situación, no sé si actuaría de forma distinta.

Dale choca conmigo y me devuelve al presente. Me tambaleo hacia un lado, caigo encima de una mesa y él sobre mí. Estoy mareada a causa del whisky y tardo en reaccionar. Brent agarra a Dale de la capucha de la chaqueta y se oye un desgarrón.

Dale maldice y empuja a Brent contra la chimenea.

—Vale, te lo voy a preguntar: ¿te acostaste con mi mujer?

Es posible que Dale haya perdido su aspecto de vikingo, pero sigue actuando como si lo fuera. Contengo la respiración. «Di que no, Brent, aunque lo hicieras, o te aplastará».

—No —contesta Brent.

Dale lo mira fijamente y se gira hacia Curtis.

—En cuanto a ti, tu hermana estaba fuera de control. ¿Sabes qué pienso? Que tú la mataste. Admítelo. Estabas hasta las narices de ella, igual que todos nosotros.

Curtis lanza otro puñetazo. Dale lo esquiva y la mano de Curtis le roza el hombro. Tiene dos pequeños círculos rojos en las mejillas. Jamás lo he visto tan alterado como ahora.

Su furia me hace pensar. Tal vez la muerte de Saskia no fue culpa mía, después de todo. ¿La golpeó él? ¿Fue así como murió? Es difícil de imaginar, porque era muy protector con ella, pero, quizá, perdió el control. Todo el mundo tiene un límite. Incluso Curtis.

Curtis y Dale siguen esquivándose y peleando. Las sillas y los vasos se estrellan contra el suelo.

Heather se sujeta la cabeza con las manos.

—¡Basta!

Brent pone la mano en el hombro de Dale.

—Tranquilízate.

Y Dale le da un puñetazo en el estómago. Esto está degenerando en una pelea de bar, y recuerdo a la perfección lo que pasó la última vez que estos tipos se pelearon.

Tengo que detenerlos antes de que vaya a más, pero ¿qué hago? Tampoco es que podamos llamar a la policía.

Curtis se acerca a Dale. Espero que no me ataque y me interpongo.

—Basta.

El cuerpo de Curtis se balancea contra el mío.

—Ese jueguecito para romper el hielo —aventuro—. Parece que alguien intente que nos peleemos. No le demos esa satisfacción.

Curtis aprieta la mandíbula. Sus ojos destellan con furia. El duelo dura unos breves y tensos segundos hasta que asiente, con reticencia. Se deja caer en una silla sin desviar la mirada de Dale. Entre murmullos, Dale hace lo mismo. Brent y yo también nos sentamos. Nos arreglamos la ropa y recuperamos el aliento.

—Tenemos que averiguar quién ha escrito todo eso en las tarjetas —afirmo—. Porque quienquiera que fuera nos conoce a todos. De verdad.

—Un momento… —Brent se pone a la defensiva.

—No digo que todo sea cierto —aclaro—. Quería decir…

Curtis interviene.

—Tiene razón. Creo que solo hay siete personas que podrían haberlo hecho. Una ha perdido el uso de sus piernas y brazos; otra lleva diez años desaparecida y acaban de declararla legalmente muerta. Eso nos deja con cinco.

Sus palabras flotan en el aire. Hay miradas llenas de nerviosismo.

—¿Se sabe algo de Odette? —pregunta Dale.

Bajo la mesa, me clavo las uñas en los muslos tan profundamente como puedo. Dale me mira, así que sacudo la cabeza. Nunca la he buscado por internet; así puedo decirme a mí misma que es posible que, por un milagro, se recuperara. O que, al menos, sintiera sus miembros de nuevo. Porque si no…

—Yo hablé con ella la semana pasada, por FaceTime —comenta Curtis.

Levanto la cabeza con brusquedad.

—¿Sigues en contacto con ella?

—Apenas. Desde que nos fuimos de aquí, solo he hablado con ella una o dos veces.

—Me dijo que la dejara en paz —confieso—. No quería verme nunca más.

—No es personal —explica Curtis—. A mí también me lo dijo. Dejé pasar un tiempo antes de llamarla.

Me preparo.

—¿Cómo está?

La tristeza en su mirada me dice todo lo que necesito saber.

—Sigue postrada. Puede mover los brazos, aunque no mucho. Pensé en ir a verla antes o después de la reunión, en función de donde estuviera, pero dijo que no tenía ganas.

Heather se pone en pie.

—¿Por qué nos quedamos aquí sentados? Quiero salir.

Mira a Dale como si este pudiera transportarla por arte de magia más allá de los quince kilómetros de hielo y roca que nos separan del pie de la montaña, en plena oscuridad.

—Esta noche no vamos a ninguna parte —replica él—. Tenemos que esperar a que se haga de día.

Heather nos mira para que lo confirmemos.

—Créeme —asegura Curtis—. Si hubiera alguna manera de marcharse, yo ya no estaría aquí.

Intervengo:

—Es demasiado peligroso salir mientras esté oscuro. La montaña está llena de grietas.

Muy a su pesar, Heather toma asiento de nuevo. Se hace el silencio. Brent se termina el whisky que tenía en el vaso. Recojo una botella de cerveza que ha caído al suelo. También se ha derramado sobre la mesa, pero ya me preocuparé de eso más tarde.

Heather toma la mano de Dale con tanta fuerza que sus nudillos se vuelven blancos.

—¿Por qué haría alguien algo así?

Nadie parece dispuesto a responder lo obvio.

—Tiene que ver con Saskia, ¿verdad? —digo, luchando por mantener la voz tranquila—. Alguien piensa que uno de nosotros la mató. Quizá no lo sabe a ciencia cierta, porque, de lo contrario, iría a la policía, pero sospecha y, por eso, nos ha traído hasta aquí. Para descubrir al asesino.

Espero que la culpa no esté pintada en mi rostro.

«No pasa nada. Nadie sabe lo que hiciste».

No sé qué me da más miedo: la perspectiva de que me descubran o la posibilidad de que Saskia no muriera como yo imaginaba, sino a manos de una de las cuatro personas que están aquí conmigo.

Por cómo nos miramos los unos a los otros, parece que todos los demás se preguntan lo mismo:

«¿Mataste a Saskia?».

Excepto, por supuesto, si uno de ellos es la persona que la asesinó.

Curtis carraspea:

—Mirad, ni siquiera sabemos si mi hermana está muerta o no.

Dale masculla algo.

Curtis salta:

—¿Qué has dicho?

Mierda, otra vez no.

—Dejémoslo aquí —propongo, mientras Curtis da la vuelta a la mesa en dirección a Dale—. Es tarde y todos estamos nerviosos. Hablaremos largo y tendido mañana por la mañana.

Brent se interpone entre Curtis y Dale.

—Vamos a dormir, amigo.

Curtis mira a Dale. Luego, gira sobre sus talones, agarra las bolsas y sale en tromba del restaurante. Algo acerca de la caída de sus hombros me hiere. Parece como si, de nuevo, estuviera roto. Miro a Brent, nerviosa por dejarlo a solas con Dale, cojo mi bolsa y sigo a Curtis.

—¿Cuántos dormitorios hay abiertos? —pregunto. Curtis empuja una doble puerta.

—No me acuerdo.

Quiero que se apague la luz, pero Curtis presiona todos los interruptores y permanece encendida.

—No me apetece compartir habitación con Heather —reconozco.

Cuento los dormitorios mientras Curtis sigue abriendo puertas.

—Uno, dos. —El armario con la ropa de cama—. Tres, cuatro. Genial. Heather y Dale pueden compartir uno.

Curtis empuja la última puerta con el pie.

—¿Quieres este?

—Gracias —digo, y arrastro mi bolsa al interior.

Se queda en el umbral. Tiene una marca roja en la sien.

—Necesitas ponerte hielo —recomiendo.

Curtis chasquea la lengua e inspecciona sus nudillos. Están enrojecidos.

—¿También te has hecho daño en la mano?

—Estoy bien. —Descansa la cabeza contra la puerta.

—¿De verdad?

—Sí.

Lo observo mientras inspira profundamente.

—¿Soy yo o Dale ha cambiado? —pregunta.

—Parece bastante tenso. —«Como tú», podría añadir, pero no lo hago. Cambio de tema—. ¿Por dónde paras estos días?

—Londres, pero viajo mucho. ¿Y tú?

—Sigo en Sheffield.

Se yergue.

—Buenas noches, Milla. Estaré en la habitación de al lado. Como en los viejos tiempos.

Siento una punzada en el pecho. No es exactamente arrepentimiento, sino más bien una especie de nostalgia de lo que pudo ser.

Lo sigo hasta el pasillo. Quizá no sea el mejor momento para preguntárselo, pero necesito saberlo.

—¿Sales con alguien?

Trato de que suene casual, pero no lo parece en absoluto. ¿Se habrá dado cuenta? Se gira despacio y observo su cara, pero sus ojos azules son tan impenetrables como siempre. Creo que es una de las cosas que me atrajo de él, junto con el muro que puso entre los dos cuando Brent y yo estuvimos juntos. Me fascinaba. Todavía lo hace.

—Rompí con alguien hará unos meses. ¿Silvi Asplund? —Lo pronuncia como si tuviera que reconocer el nombre.

—Ya no sigo las clasificaciones.

—Es noruega. Su estilo era big air. —Curtis se apoya en la pared—. Salimos durante unos años, pero no era nada serio. No es fácil convivir con exatletas.

—Qué me vas a contar —concuerdo—. Sobre todo con los que fracasan.

Su expresión se suaviza.

—Tú no fracasaste.

Arqueo las cejas.

—Aquel invierno te esforzaste más que nadie, Milla.

—No es verdad.

—No hablo sobre lo que podías hacer. Me refiero a los riesgos que corriste.

—Todos nos arriesgamos —señalo.

—Sí, pero llevaba años practicando las piruetas que hacía. Y Saskia y Brent, igual. Las habíamos probado en trampolines y, luego, sobre colchonetas de aire en los campamentos de verano. Tú las probabas sobre el hielo.

No me lo había planteado así. Solo veía que era la peor atleta del grupo y siempre trataba de estar a la altura de los demás.

—¿Por qué lo dejaste? —pregunta.

Hay una respuesta sencilla a esa pregunta. Por lo de tu hermana. Y por Odette también, claro. Pero, sobre todo, por su hermana.

—Hice cosas que no debería haber hecho. —Trago saliva—. Y me equivoqué muchas veces.

Muchas.

Curtis me observa con intensidad y, de repente, pienso en un error en concreto, una decisión que tomé en este mismo pasillo hace diez años. La elección entre seguir con mi sueño de convertirme en una deportista profesional del snowboard o rendirme a una atracción que se convertiría en una distracción para mi carrera.

Me pregunto si adivina en qué pienso. Separa los labios, pero las dobles puertas se abren y los demás aparecen, acarreando sus bolsas. Brent nos mira con curiosidad y se mete en uno de los dormitorios. Detrás de Heather y Dale, la puerta se cierra en el dormitorio adyacente.

Estoy a punto de entrar en el mío cuando Curtis murmura:

—¿Sabes que jamás encontraron el cuerpo de mi hermana?

Me giro para mirarlo.

Vacila.

—Quizá esté loco, pero me ha parecido oler el perfume de Saskia cuando he abierto esa taquilla. Y también en el pasillo.

Se me pone la piel de gallina. Recuerdo la intensa fragancia de vainilla.

—Yo también lo he notado —musito con voz débil—. Pensaba que era el perfume de Heather.

Mira hacia el pasillo y baja la voz todavía más.

—Siempre he tenido mis dudas acerca de lo que pasó. En los registros de su tarjeta de crédito aparecieron muchas transacciones después de que desapareciera.

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