Buch lesen: «Temblor», Seite 4

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En la actualidad

Corremos hacia el frío y oscuro pasillo. La cesta donde habíamos dejado los móviles está vacía.

—¿Quién se los ha llevado? —El tono de Curtis es amenazador.

—Mi móvil era nuevo —se queja Heather, al borde de las lágrimas—. Todos mis contactos del trabajo están guardados ahí.

—Cálmate —la tranquiliza Dale—. Lo encontraremos.

Todos parecen igual de confundidos.

Miro a ambos lados del pasillo. ¿Es posible que los tenga uno de los cuatro o habrá sido alguien más que se encuentre en el edificio? Ojalá pudiera pensar con más claridad. Nada de esto tiene sentido. Siento el efecto del whisky en mi cerebro. A estas alturas, el alcohol pega todavía más fuerte y, además, no he comido desde hace horas.

—Podemos aclarar quién no se los ha llevado —sugiero—. ¿Quién se ha quedado en la sala? Yo he ido al lavabo antes de que empezáramos a jugar.

—¿Te has fijado en si los móviles estaban en la cesta? —pregunta Curtis.

Me esfuerzo por recordar.

—No lo sé.

—Yo he ido a por bebidas —añade Dale—. Tampoco me he fijado. —Mira a Curtis—. ¿Tú por qué has salido?

—Tenía una llamada —contesta Curtis—. Y luego he ido al baño.

—¿A quién has llamado? —pregunto.

Curtis arquea las cejas como si eso no fuera asunto mío.

—¿Y bien? —insiste Dale.

—¿Por qué es relevante? —espeta Curtis.

—Podría serlo —responde Dale.

Curtis me mira, enfadado.

—He llamado a mi madre.

—Yo he salido dos veces —interviene Brent.

—Y Heather acaba de salir ahora mismo —digo—. Mierda. Cualquiera de nosotros podría habérselos llevado.

—¿Y luego qué? —pregunta Curtis.

—Supongo que quien haya sido los habrá escondido en alguna parte —comento.

Los ojos de todo el mundo se posan en el bolso de Heather. Es la única que ha subido con un bolso de mano.

Tengo treinta y tres años y no uso bolsos. Compré uno para llevarlo a la boda de mi amiga Kate. En el pie de la invitación escribió: «No te atrevas a venir con la mochila, Milla». Era de color azul claro, a juego con mi traje de dama de honor, y me sentí ridícula al llevarlo, como una niña que se disfraza de su madre. Después de la boda, lo llevé a la tienda de ropa de segunda mano del barrio.

El bolso de Heather es marrón y, a juzgar por la llamativa etiqueta dorada que cuelga de la cremallera, supongo que es caro. Cuando se percata de que lo miramos, se sonroja y vuelca el contenido encima de la moqueta. Hay un pequeño monedero plateado, pañuelos, tampones y una cantidad ridícula de productos de maquillaje. No hay ningún móvil. Nos mira, desafiante.

—¿Contentos? —Lo guarda todo de nuevo.

—La alternativa es que alguien más se los haya llevado —comenta Curtis.

Heather abre mucho los ojos.

—Pero ¿quién?

—Vosotros diréis —responde Curtis.

Dale abraza a Heather y ella apoya la cabeza en su hombro. Al menos por ahora, vuelven a estar unidos.

—Tenemos que registrar este lugar —continúa Curtis—. En busca de los móviles o de la persona que se los ha llevado.

—Vale. —Brent se acaba el whisky y se dirige a la puerta.

Hago ademán de seguirlo.

—¡Esperad! —grita Heather—. No sabemos quién está ahí fuera.

—Bien pensado —concuerda Curtis—. No creo que las chicas deban quedarse solas.

Dale agarra la mano de Heather.

—Yo me quedaré con Heather.

—Y yo con Milla —dice Curtis.

—No, yo me quedaré con Milla —interviene Brent.

Quizá debería estar agradecida porque les importo, pero no es así. Estoy furiosa. No soporto la idea de que me consideren un ser débil al que hay que proteger por el mero hecho de ser mujer. Soy tan fuerte como hace diez años; de hecho, ahora tengo más fuerza en los brazos, aunque el tren inferior está más debilitado y, si alguien intenta atacarme, tendría que enfrentarse a una pelea bastante dura.

Abro la boca para decirlo. Luego, veo la tensión en la mandíbula de Curtis y en el rostro de Brent. Ninguno de los dos se amedrenta con facilidad. Pienso en los pasillos largos y desiertos. Más vale prevenir que curar, o eso dicen.

—¿Qué os parece si vamos los tres juntos?

Curtis asiente.

—¿Nos vemos aquí de nuevo en veinte minutos?

Dale comprueba el reloj.

—De acuerdo.

—Vosotros id por allí —ordena Curtis, y señala a la izquierda—. Nosotros iremos por el otro lado. Registrad el piso inferior; nosotros nos ocupamos de este.

—¿Eres el jefe o qué? —protesta Dale.

Curtis no responde. En realidad, siempre fue el líder del grupo, aunque yo no solía obedecerlo.

Dale tira de la mano de Heather y se adentran en el pasillo.

—Comprobad las taquillas —grita Curtis—. Y ya que estáis, buscad una línea de teléfono fija. Tiene que haber una.

Nos vamos en la dirección contraria. Naturalmente, Curtis encabeza la expedición. Ya ha sido bastante inquietante recorrer los pasillos antes, pero ahora resulta espeluznante. El edificio Panorama es muy distinto durante la temporada de esquí, cuando por sus paredes resuena el eco de los esquís, los bastones y la charla de los visitantes en invierno. Hoy todo está vacío y demasiado silencioso.

¿Para qué querría alguien llevarse nuestros móviles? No sé qué me asusta más, si la idea de que un completo extraño nos robe o que lo haya hecho una de las personas a las que conozco. O, al menos, que conocía.

Las primeras puertas a la derecha son lavabos.

—¿Compruebo el de mujeres? —propongo.

Curtis empuja la puerta.

—Lo comprobaremos todos.

Hay una hilera de cuatro cubículos cerrados. Miro por debajo de las puertas. Si veo un par de pies…

¡Bang! Casi se me para el corazón, pero es Curtis, que empuja cada puerta de una patada. No hay nadie. Por supuesto que no hay nadie. Brent revisa las papeleras.

Comprobamos los baños de hombres de la misma manera. Una corriente helada me acaricia el cuello y me fijo en que la pequeña ventana está ligeramente entreabierta, menos de un centímetro. Me pongo de puntillas para mirar hacia fuera. Imagino una mano que arroja nuestros móviles, uno a uno, al vacío de la noche oscura. Si eso es lo que ha sucedido, los hemos perdido para siempre, porque esta cara del complejo da a los precipicios. Pero ¿por qué harían algo así?

—¿Esta ventana estaba abierta antes? —pregunto.

Curtis suelta un exabrupto y la cierra.

—No me he fijado.

—Yo tampoco —responde Brent.

La siguiente puerta es un pequeño armario de limpieza que apesta a lejía. Revisamos las pilas de pañuelos de papel y recambios de jabón para los dispensadores. Hay un montón de papel higiénico. Compruebo cada tubo.

Preferiría estar muerta antes que admitirlo, pero me alegro de que hayan venido conmigo. Sobre todo Brent, porque estar al lado de Curtis me pone nerviosa de una manera completamente distinta.

El pasillo se desvía a un lado y hay un recodo con puertas en cada pared, todas cerradas. Me tenso al pasar delante de cada una de ellas, en guardia por si alguien salta de repente sobre nosotros.

—¿Qué crees que son? —suelta Brent cuando intentamos abrir la última.

—Despachos, tal vez —comenta Curtis—. O zonas de almacenaje.

El pasillo termina en una pared.

—Aquí no hay gran cosa —afirmo mientras deshacemos el camino andado—. ¿Y fuera?

—Está demasiado oscuro como para salir ahora —señala Curtis.

—Pero ¿recuerdas qué había? —inquiero—. Creo que un par de garajes, para los Snowcats.

Son enormes. Las máquinas con las que realizan el mantenimientos de las pistas son gigantescas.

—Tres, creo —responde Curtis.

—Y el cobertizo al pie del telesilla —añade Brent—. Y el quiosco.

—Y el área de descanso exterior —comenta Curtis—. Con tumbonas. Debe de haber una cabaña o algo así para guardarlas.

Volvemos al salón. Heather y Dale todavía no han regresado. Hay más espacio donde buscar abajo que aquí arriba.

Curtis cierra la puerta y baja la voz.

—¿Creéis que Heather y Dale están detrás de todo esto?

Lo miro fijamente.

—¿Por qué lo harían?

—Ni idea.

—No creo —aseguro—. Heather parecía bastante asustada.

—Quizá simplemente sea buena actriz. —Curtis mira a Brent.

Este se encoge de hombros.

—A mí no me mires.

Curtis lanza una patada al aire, hacia la puerta.

—Alguien está jugando con nosotros y no me gusta.

Brent se sirve otro Jack Daniels, generoso. Es interesante ver cómo se enfrentan a la tensión, cada uno a su manera. Brent se está emborrachando, Curtis se está enfureciendo paulatinamente.

—¿Quieres uno, Mills? —ofrece Brent.

Menuda reunión nostálgica. No tiene nada que ver con lo que había imaginado. Suspiro.

—Bueno.

Curtis me toca el brazo.

—Milla.

El déjà vu me pilla con la guardia baja. Una noche, hace diez años, Curtis ya me advirtió que no bebiera más y debería haberle hecho caso, pero no lo hice.

Igual que ahora.

Extiendo el brazo para que Brent me sirva. Debe de estar más afectado de lo que deja entrever, porque le tiembla la mano y derrama whisky sobre mis dedos. Chupo el licor y me tomo la bebida de un trago.

Creo que Curtis se ha fijado en el temblor, porque ahora observa a Brent como si tratara de adivinar de qué es capaz.

Está mirando a la persona equivocada.

8
Hace diez años

Avanzo poco a poco por el altiplano; me laten las sientes y tengo el estómago revuelto. Espero llegar al medio tubo sin vomitar de nuevo.

Han colocado pancartas enormes: Open de Le Rocher. Los competidores con dorsales saltan uno tras otro por el tubo para calentar; otros hacen ejercicios de calentamiento o se ajustan las cintas. Los rostros están tensos, los deportistas se concentran en las piruetas que quieren ejecutar. Igual que yo, si no estuviera demasiado ocupada tratando de no vomitar.

He intentado comer varias veces desde que volví a la habitación tras estar en el Glow Bar anoche, pero lo vomito todo. Estoy furiosa conmigo misma. ¿Cómo he sido tan imbécil? Tengo veintitrés años, no soy una adolescente. La presión de grupo no debería haberme empujado a comportarme como una idiota.

Unos altavoces escupen música hiphop y el sol me taladra el cerebro. Me protejo los ojos y pienso en que ojalá pudiera acurrucarme en una habitación oscura y silenciosa para pasar la resaca durmiendo.

El chico que está a mi lado come un plátano maduro y el estómago me da mil vueltas. Lo huelo. Hay cámaras a ambos lados: de Eurosport, de France 3, un par más. Aprieto los labios. «No vuelvas a vomitar».

Hay un zumbido de idiomas extranjeros en la cola de inscripciones. Al recoger el dorsal de competición, me cruzo con algunas de las chicas de anoche, que llevan la tablas bajo el brazo. Agacho la cabeza porque no quiero verlas riéndose de mí.

Alguien me toca el hombro y Odette se acerca para darme dos besos.

—¿Cómo estás?

Arqueo las cejas.

—¿A ti qué te parece?

Su sonrisa se tiñe de extrañeza.

—¿Cómo?

—Me refiero al vodka.

—¿El vodka?

—El que me pasé toda la noche bebiendo.

El rostro de Odette se ruboriza a medida que le explico lo sucedido. Mira a su alrededor en busca de Saskia, incrédula. Allí está, con su chaqueta blanca de marca Salomon, abrochada hasta el cuello, a punto de lanzarse. Odette se vuelve hacia mí y las palabras salen a borbotones de su boca. Al parecer, Saskia lo organizó antes de que yo entrara en el bar y sugirió que sustituyeran el alcohol por agua, para despistar a la competencia.

—Lo siento muchísimo —se disculpa Odette—. No lo sabía.

A juzgar por su expresión mortificada, la creo.

—¿Qué hay de las demás chicas? ¿Crees que lo sabían?

—Lo dudo.

No sé si eso me hace sentir peor o mejor.

Saskia pasa rápidamente a nuestro lado, en dirección al telesilla. Odette la mira, como si le costara aceptar que su amiga sea capaz de hacer algo así.

Ya he perdido la mitad del tiempo de calentamiento. Agarro mi tabla de snowboard.

—Terminemos con esto. ¿Cómo está el tubo?

Odette y yo subimos juntas al telesilla.

Curtis se ajusta las cintas de la tabla en la cima. Me mira un instante y suelta una maldición.

—Traté de advertírtelo.

—¿Qué? —exclamo—. ¿Lo sabías?

—Lo sospechaba.

Saskia está de pie rodeada de un grupito, riéndose y bromeando. Brent se encuentra con ellos, y también Dale, con su piercing en el labio brillando al sol. Mi ira se acrecenta. Voy hacia ellos y toco a Saskia en el hombro.

Se gira para mirarme. Su expresión me recuerda al gato de mis padres cuando algo despierta su instinto de caza.

—¿Por qué me atacaste así? —espeto, consciente de que Curtis y Odette están detrás de mí.

El grupo se queda callado.

Estoy segura de que Saskia va a negarlo, pero se limita a mirarme, y sus ojos azules no muestran el menor arrepentimiento.

—Porque podía.

—¿Tenías miedo de que te ganara?

No contesta. No tiene que hacerlo. Hoy no la ganaré, se ha asegurado de ello.

Estoy tan furiosa que quiero abofetearla. Siempre he sido una deportista agresiva, tenía que serlo; mi hermano compite con más ferocidad que nadie que conozca. Pero lo hace abiertamente. Esta es una agresividad distinta: femenina, quizá. Más sutil. Y no sé cómo hacerle frente.

Intento que mi enfado no se refleje en mi rostro.

—Espero que seas consciente de que el juego ha comenzado.

Sonríe.

—El juego ha comenzado.

Curtis la llama y los dos se sientan con las cabezas juntas. Por cómo señala hacia mí, la está riñendo. Saskia me mira otra vez de reojo y, luego, me da la espalda. Curtis indica el tubo. Le está dando indicaciones. Voy a necesitar toda la ayuda del mundo, así que hago un esfuerzo por escuchar lo que dice.

—Esa pared está a pleno sol, así que se deshará más pronto. Ve con cuidado con no engancharte por el borde de la tabla cuando aterrices de las piruetas.

Saskia asiente y se ata las cintas. Curtis se queda sentado y la observa mientras salta. Un tipo barbudo con dorsal de competición choca sus puños con él. Es estadounidense.

Me encajo las ataduras e inspiro profundamente en un intento de preparar mi estómago para las piruetas.

Las palabras de Curtis flotan empujadas por el viento.

—Debería mantenerse dura todo el día.

Qué raro. ¿Le acaba de decir exactamente lo contrario a Saskia o lo he entendido mal?

Al cabo de media hora, ya estoy al borde de un ataque de nervios mientras espero a que digan mi nombre.

—¡Milla Anderson!

Normalmente, llegados a este punto, la calma se apodera de mí y todo pasa a cámara lenta. Mis horas de entrenamiento y visualización dan sus frutos y me permiten ejecutar el salto en modo piloto automático. No obstante, esta vez es como si fuera al doble de velocidad. Me siento mareada incluso cuando estoy en pie, así que no es sorprendente que meta la pata en el primer giro y me caiga al suelo del tubo. Mi segundo salto no es mejor. Y ya estoy fuera.

Me obligo a sentarme en un banco y contemplar el resto de la competición. Voy a tragarme lo que ha pasado y asegurarme de no cometer el mismo error nunca más.

Curtis se mueve con la misma confianza y destreza sobre la nieve que fuera de ella. Sus movimientos limpios y potentes lo llevan hasta la final. Saskia llega a la final femenina y clava varios siete veintes encadenados, con lo que se coloca en la séptima posición, lo cual es impresionante, teniendo en cuenta que estamos en una competición internacional con deportistas de toda Europa. La ganadora es Odette.

Los participantes se reúnen al pie de la plataforma, donde se abrazan y chocan las manos. Abren botellas de champán y rocían a la muchedumbre.

—¡Fiesta en el Glow Bar! —grita alguien.

Parece que soy la única que no celebra nada. Mis dedos se aprietan en un puño cuando oigo que alguien felicita a Saskia. Cojo mi tabla y desaparezco.

Dentro de cuatro meses, Saskia y yo nos enfrentaremos de nuevo en los campeonatos británicos de snowboard. Y la venceré, aunque tenga que dejarme la piel en ello.

9
En la actualidad

La puerta del salón se abre de par en par y doy un respingo. Dale entra detrás de Heather.

Parece furioso.

—Alguien nos ha robado el portátil.

Curtis sale corriendo por la puerta.

—¿Qué pasa? —grito.

—He traído un MacBook.

Lo perseguimos al piso de abajo y por el pasillo. El aire frío me sacude el pelo cuando abre las puertas dobles. Baja los peldaños metálicos de dos en dos. Me alivia ver que nuestras bolsas de viaje están donde las hemos dejado.

Curtis comprueba su mochila.

—Mierda. Mi MacBook tampoco está.

Me fijo en que la cremallera de mi mochila está medio bajada y registro mis cosas, con pánico. Encuentro la cartera y las llaves. No he traído ordenador portátil, lo hago casi todo con el móvil.

Los demás están comprobando las bolsas. Heather escarba a través de capas y capas de ropa.

—¿Os falta algo más? —pregunta Curtis.

—No que yo sepa —comenta Brent.

Estoy tan nerviosa que ni siquiera recuerdo qué he metido en el equipaje.

—No estoy segura.

—Esto no es divertido —critica Heather—. Quiero irme de aquí.

«Piensa, Milla». Mis ojos se posan en la cámara de seguridad que enfoca a la parte superior del ascensor del teleférico que sube hasta la estación. Me coloco delante y agito los brazos.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

Curtis recorre la plataforma.

—No puedo creer que haya permitido que pase esto. Debería haber bajado hace media hora.

Sigo agitando los brazos con la esperanza de que el operador nos vea, aunque no pueda oírnos, y vuelva a activar el teleférico.

—Llevo semanas sin hacer una copia de seguridad del portátil —insiste Heather a Dale—. Tenemos que encontrarlo.

—No hace falta que me lo recuerdes —murmura Dale.

Curtis se vuelve hacia él.

—¿Qué hacíais aquí abajo tanto rato?

—Eh —protesta Dale—. No nos cuelgues ese muerto. Antes has salido dos veces de la sala y lo sabes.

Desde luego, Heather y Dale han tenido tiempo de registrar las bolsas y esconder los ordenadores mientras han estado solos aquí abajo, pero lo cierto es que cualquiera de nosotros ha tenido la oportunidad de hacer lo mismo.

¿O habrá sido alguien más?

Sea como fuere, lo han planificado con cuidado. El responsable de esto nos ha instalado arriba, en la sala de actos, suponiendo que no subiríamos las bolsas hasta el segundo piso, como ha ocurrido.

—Hemos buscado por todo el piso de abajo —informa Heather—. Luego me he acordado del ordenador.

—¿Habéis encontrado algo? —pregunta Curtis.

—Un montón de puertas cerradas —responde Dale.

—¿Nadie más? —dice—. ¿O un teléfono fijo?

—Hemos visto dos cajetines para línea telefónica, pero están vacíos —cuenta Heather—. Uno en el bar y otro en la cocina.

¿Vacíos porque alguien ha arrancado la línea? Por la expresión de su rostro, eso es lo que cree.

—¿Qué son las puertas cerradas? —inquiere Heather.

—¿Habéis encontrado alguna habitación de control central? —añade Curtis—. ¿O una sala de rescate de montaña? ¿Primeros auxilios?

—No.

—Bueno, pues vamos a ver… —Curtis golpea la portezuela de la cabina del operario del teleférico. Está cerrada, por supuesto. Apoya la mano en el cristal y trata de mirar por la ventana.

Hago lo mismo.

—¿Algún rastro de teléfono o de radio?

—No —confirma con tono frustrado.

Brent se acerca para ver mejor. Un ruido de cristales rotos nos hace girar en redondo. La cámara de seguridad está hecha pedazos sobre el suelo de cemento. Con la tabla de nieve en alto, Dale está junto a lo que queda del mecanismo. Parpadeo y miro los pedazos de la cámara, asombrada.

—¿Por qué has hecho eso? —ruge Curtis.

Dale baja la tabla.

—No queremos que nos vigilen, ¿verdad?

Lucho por conservar la calma.

—Pero podrían habernos rescatado.

Curtis recoge el pedazo más grande. No nos hace falta ningún electricista para que nos diga que la cámara no se puede reparar. Lo tira a un lado.

—Acabas de romper la única conexión que teníamos con el valle. ¿Alguien más ha visto una cámara en este lugar?

—Probablemente habrá una en el restaurante —sugiero.

Dale se aclara la garganta. Sospecho lo que va a decir.

—También la he roto.

Brent y yo cruzamos una mirada. Estoy segura de que todos pensamos lo mismo. ¿Es Dale el responsable de esto? Pero ¿por qué?

Curtis camina hacia él.

—De todas las cosas estúpidas…

—Vamos, espabila —espeta Dale—. Si hay alguien que nos vigila por las cámaras, seguro que está implicado en esto. Tiene que estarlo.

—Ya —conviene Curtis—. Necesitamos respuestas. Repasemos las papeletas del juego de mierda. —Gira la cabeza hacia Heather—. ¿Te acostaste con Brent?

Parpadeo. La sutileza nunca ha sido una de las virtudes de Curtis.

Los dos hombres se miran. Dale es ligeramente más alto, demasiado para un deportista de snowboard: más de metro ochenta. Pero Curtis tiene la espalda más ancha.

—¿Y después vas a preguntarme si me acosté con Saskia? —gruñe Dale.

—¿Lo hiciste? —insiste Curtis.

—¿Y tú? —replica Dale.

Curtis lo agarra por los hombros y lo empuja por la plataforma. Unos metros más allá, el suelo se acaba y se convierte en un precipicio hacia la noche. Una delgada barrera de metal es lo único que nos separa del vacío.

Brent y yo vamos tras ellos. Témpanos afilados como cuchillos cuelgan del techo del porche, sobre nuestras cabezas. Rezo porque no escojan este momento para caerse. Brent se va a por Dale, así que me acerco a Curtis por detrás. Es arriesgado hacerlo cuando está así. En teoría, sé lo que debo hacer. Cuando tu hermano mayor es un jugador de rugby, la autodefensa es una cuestión de supervivencia. Y, además, también vigilé las puertas en un club nocturno de Leadmill, unos años después de dejar el snowboard.

Espero acordarme de cómo hacerlo. Deslizo el brazo derecho alrededor del cuello de Curtis, el izquierdo por detrás de su cabeza y lo agarro del cuello. En cuanto se da por vencido, aflojo. Curtis se gira hacia mí, estupefacto y furioso a partes iguales.

Dale se saca a Brent de encima y lo amenaza:

—Ándate con cuidado. No eres mi persona favorita ahora mismo. —Con los ojos brillantes, Dale se recoloca la chaqueta y vuelve junto a Heather.

—Tenemos que calmarnos y tratar de comprender de qué va esto —jadeo.

—¿Qué hay de las taquillas de esquí? —pregunta Curtis—. ¿Estaban abiertas?

—Todas menos una —aclara Dale.

—Comprobemos si podemos forzarla —propone Curtis.

Me cuelgo la mochila a la espalda y cojo la bolsa donde guardo la tabla y el equipo de esquí. No pesan demasiado; al fin y al cabo, solo he venido para dos noches. Y quiero tener mis cosas cerca. Los demás también se cuelgan las bolsas al hombro y lo subimos todo al piso de arriba.

Las portezuelas de las taquillas están numeradas. Son cien en total y están pintadas de bonitos colores pastel. Las llaves cuelgan de las cerraduras. Paso frente a un par de taquillas y miro dentro. Curtis, un poco más avanzado, hace lo mismo.

—Ya hemos mirado —afirma Heather.

Observo la taquilla que está cerrada. Brent tira de la puerta.

—Tengo un destornillador —dice Curtis.

—Dame un segundo. —Brent se saca un montón de llaves del bolsillo. Lo observamos mientras separa las llaves del alambre con el que permanecen unidas y lo aplana. Lo mete en la cerradura y lo mueve con pericia.

Dale se pasea por la entrada principal, como si estuviera a punto de abrir las puertas hacia el exterior.

«No. Por favor, no». No soportaría oír de nuevo ese sonido. Tarde o temprano, tendremos que abrirla y salir fuera, pero ya estoy lo bastante nerviosa. Necesito calmarme y prepararme mentalmente.

Dale tropieza y se agarra a la pared para no caerse.

—Mierda. El suelo está mojado.

Es cierto. Hay charquitos húmedos en las tablas de madera que llevan a la entrada.

—¿Son huellas? —pregunto.

—Eso parece —afirma Curtis, sombrío—. ¿Ha salido alguien?

Se hace el silencio. Pero si hubieran salido, sus botas estarían mojadas. Compruebo con discreción los zapatos de los demás. ¿Me lo estoy imaginando o la punta de las zapatillas DC de Brent están un poco más oscuras?

—Eso es —anuncia Brent mientras extrae el alambre.

Es impresionante, pero siempre ha sido hábil con las manos.

Nos arremolinamos alrededor de la taquilla cuando abre la portezuela, pero está vacía. Curtis, el que está más cerca, mira el interior dos veces, como si se le acabara de ocurrir algo, y, luego, escudriña nuestros rostros. ¿Pensará que Brent ha abierto la taquilla con excesiva facilidad?

—Entonces, ¿dónde están nuestros teléfonos? —exige saber Dale.

—Dímelo tú —replica Curtis.

Me pongo tensa. Parece que estos dos volverán a enzarzarse en una pelea.

—¿Podemos comer? —ruega Brent.

Curtis se gira en su dirección.

—Tenemos que encontrar los jodidos móviles.

—Lo sé, pero estoy muerto de hambre.

Curtis levanta la voz.

—¿Comprendes lo que está pasando? El teleférico no funciona y no tenemos forma de contactar con nadie. Si no encontramos los teléfonos, estamos atrapados.

—Yo también tengo hambre —intervengo—. ¿Podemos hablarlo mientras cenamos?

No lo digo, pero, tal vez, comer algo ayudará a que el alcohol baje un poco y, así, podré pensar con más claridad.

Heather me mira incrédula.

—¿Cómo puedes pensar en comer mientras alguien nos hace esto?

—No sirve de nada estar estresada y, además, hambrienta —declaro.

Curtis tira de las bolsas y va hacia el restaurante, airado. El resto corremos tras él. Para cuando llegamos, se encuentra en el bar, donde inspecciona la cámara de seguridad que hay en el suelo. Amontonamos las bolsas en una pila.

Heather señala su bolso con la cabeza.

—Por favor, vigílalo —pide a Dale, y sale hacia la cocina.

De reojo, miro las DC de Brent otra vez.

—¿Tienes las zapatillas mojadas? —pregunto en voz baja.

Brent se mira los pies.

—Debe de ser whisky.

—Ya.

—Veamos si podemos encender el fuego —dice, y se dirige a la chimenea.

Supongo que soy tan capaz de encender un fuego como ellos, pero quiero preguntar a Heather por Brent, así que voy a la cocina.

El aroma a tomate y especias hace que me ruja el estómago. Heather mira qué hay en cada sartén y enciende los fogones.

—¿Qué hago? —pregunto.

No cocino. Trato de comer sano, pero, por lo general, todo es crudo, como ensaladas y cosas así, para no tener que meterme en la cocina.

Heather me entrega una cuchara de madera y señala el guiso.

—Ponte ahí y remuévelo.

Es un remolino de movimientos, girando y abriendo armarios en lo que parece un ballet de azar. ¿Cómo se mueve así con esos tacones que lleva? La última vez que me puse tacones fue cuando tenía siete u ocho años y jugaba a ser mayor. Me torcí el tobillo y no pude competir en el torneo de gimnasia de la escuela, así que juré que no volvería a ponérmelos.

Estoy desesperada por comer algo. Miro por encima de su hombro, en busca de un tentempié, pero en los armarios no hay nada excepto cosas básicas. Tampoco hay nada en la nevera. Tiene sentido. La llenarán el mes que viene, para prepararse de cara a la apertura de la estación de esquí.

—¿De qué trabajas ahora? —pregunto, e intento que mi tono parezca normal.

—Dale y yo somos agentes deportivos —explica—. Me saqué la carrera de Derecho y montamos nuestra propia agencia después de casarnos.

—Vaya, eso es impresionante.

La conversación llega a un punto muerto. Nunca supe de qué hablar con Heather. Casi no competía y yo tenía mucho más en común con Dale. Las mujeres como Heather me hacen sentir insegura. El pelo, el maquillaje, el esfuerzo por estar guapa a todas horas. Es justo como se supone que debe ser una mujer, al menos, según los estándares convencionales.

Yo no soy así. Más bien, soy una chiquilla vestida de chico que jamás ha crecido. Y sigo así. Aunque finjo que no me importa mi aspecto, en el fondo no es así. Sí que me importa. Pienso que, tal vez, a los hombres no les gusta que no sea femenina y coqueta. Y por eso sigo sin pareja.

Heather rebusca en la nevera. Nunca será buen momento para preguntarle si ha engañado a Dale, así que allá voy.

—Intento aclarar quién ha escrito las tarjetas. Y me preguntaba si lo que decía sobre Brent y tú…

Heather se endereza, con una lechuga en una mano y un pepino en la otra. Comprueba que no haya nadie en el pasillo y se gira hacia mí.

—¿Y qué te preguntabas exactamente? —inquiere, con un tono helado.

—¿Te acostaste con él?

Sus ojos relampaguean.

—¿Y tú, te acostaste con Dale?

—Por supuesto que no. —Pero sí que lo besé. Espero que no lo saquen a colación, porque no estoy orgullosa de eso—. ¿Y bien?

—No. —Pero rehúye mi mirada.

—No te creo —confieso.

Los chicos habrán encendido el fuego. El olor a madera quemada llega con más intensidad.

—Pues cree lo que te dé la gana. —Heather abre un armario de los de arriba y saca cinco platos.

—No te preocupes —digo—. Se lo preguntaré a Brent.

En silencio, sirve la comida en los platos y deja la lechuga y el pepino abandonados en la encimera. Es la segunda vez que presiento que miente. ¿Sobre qué más mentirá?

El olor a madera quemada me ahoga cuando saco los platos de la cocina. El restaurante es tal y como recordaba. Paneles de madera oscura, vigas a la vista, alfombras de piel de vaca y fotografías en blanco y negro. Las llamas destellan en la enorme chimenea de piedra. Encima de esta cuelga la cabeza disecada de un ciervo. Sobre la repisa, un reloj familiar marca las horas, amarillento a causa del paso del tiempo.

No hay mucha luz; procede de las lámparas que cuelgan sobre las mesas, muy cerca. Podría ser agradable, hasta íntimo, pero ahora hay demasiados recodos oscuros para mi gusto.

Brent y Dale están sentados charlando en la mesa más cercana al fuego. Dejo los platos, aliviada al ver que vuelven a llevarse bien. Dale también le está dando al whisky y hay una segunda botella de Jack Daniels al lado de la primera.

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