Buch lesen: «Temblor», Seite 2

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3

Heather aplaude para atraer la atención de los demás.

—A romper el hielo.

—Estoy muerto de hambre —se queja Brent.

—Yo también —añado—. He visto que había un guiso en la cocina.

Heather hace un mohín de decepción.

—Vamos, será divertido. Comeremos después.

¿Siempre ha sido tan inaguantable o el matrimonio la ha hecho más mandona? Se bebe de un trago el resto de la copa de vino. Quizá solo está borracha.

Brent rezonga, pero Heather reparte las tarjetas, los bolígrafos y los sobres. Miro a Curtis de nuevo, pero pasa por mi lado y sale de la habitación.

—¿Qué se supone que debemos escribir? —pregunta Brent.

—Algo interesante que nadie más sepa —explica Heather.

Tengo la boca seca. Me termino la cerveza, pero es ese tipo de sequedad que ninguna cantidad de alcohol logra paliar. Lo sé porque lo intenté cuando me marché hace diez años.

Mordisqueo la punta del bolígrafo y me esfuerzo por pensar en algo divertido que revelar. Oigo la voz de Curtis en el pasillo. Tiene el teléfono en la oreja. Típico, nos obliga a entregar los móviles mientras él utiliza el suyo. ¿Estará hablando con su novia? Se da cuenta de que lo observo y cierra la puerta.

Miro mi tarjeta, pero tengo demasiado frío y hambre como para pensar. Al final solo escribo: «Tengo un gato que se llama Indy».

Brent ha desaparecido. Deslizo mi secreto en un sobre y lo meto por la ranura de la parte superior de la caja. ¿De dónde ha sacado Curtis este trasto? Aparte de ser blanco, no pega en absoluto con el resto de la sala. Los laterales de contrachapado de madera están mal pegados y la pintura salta en algunos puntos. Parece algo que mi abuelo podría hacer en sus ratos libres.

Tengo que ir al baño. El de mujeres es la primera puerta al fondo del pasillo. El agua sale tan fría del grifo que me extraña que las cañerías no se hayan congelado.

De vuelta a la sala, Brent ha traído una bolsa grande de patatas fritas. Tomo un puñado.

Señalo la chaqueta de Brent:

—¿Burton todavía te regala cosas o has tenido que comprártela?

Mastica las patatas.

—Me hacen descuento.

—Qué suerte. Yo he tenido que comprarme todo el equipo de nuevo para este viaje. —Me chupo la sal de los dedos. Le di todas mis prendas y el equipamiento de snowboard a una chica francesa que vivía al otro lado de la calle. Se lo merecía más que yo.

Curtis ha terminado su llamada y vuelve a instalarse junto a la ventana, de espaldas a nosotros. ¿Qué mira? No hay nada que ver.

Dale entra con más cervezas. Brent y yo tomamos una cada uno.

—¿Listos para jugar? —dice Heather.

—Un segundo —se excusa Curtis, y sale otra vez.

Diría que Heather está a punto de explotar. Disimulo una sonrisa. Es como si Curtis quisiera enfurecerla a propósito.

—¿Has visto a alguien del personal? —pregunto a Dale.

—No —responde—. Creo que estamos solos.

—Eso parece —interviene Brent.

—Pero había comida caliente en la cocina —les recuerdo.

—Sí, lo he visto —comenta Dale—. Supongo que han pensado que podemos servirnos nosotros solos. Quizá mandarán a alguien mañana por la mañana, con el ascensor burbuja, para preparar el desayuno.

—¿Un grupo de invitados sin nadie que los sirva? Me sorprendería que lo permitieran —admito.

—Es más barato —señala Dale.

Brent asiente.

—Un sitio tan pequeño lo tendrá crudo frente a estaciones de esquí más grandes, como la de Trois Vallées.

—¿Qué hay del juego? —pregunto—. ¿También lo han dejado preparado?

No saben qué responder. Y por cómo me miran, siguen pensando que tengo algo que ver.

—¿Hago los honores? —se ofrece Heather en cuanto Curtis regresa. Sin esperar respuesta, abre la tapa de la caja, se pelea para sacar el primer sobre y lo abre.

El resto nos sentamos en sillones. ¿Por qué está tan animada? ¿Qué cree que dirán las tarjetas?

—Voy a leerlas todas en voz alta y, luego, adivinamos quién ha escrito qué, ¿de acuerdo?

Está nerviosa, y no es por la bebida. Creo que se ha tomado algo más. Pero Curtis parece igual de inquieto: está sentado muy tieso y observa la estancia sin bajar la guardia.

No me siento los dedos. Me acomodo sobre mis manos, pero el asiento de mi sillón forrado de satén está tan frío como el resto de los objetos del salón.

Heather lee la tarjeta y sus mejillas se ruborizan: «Me acosté con Brent».

Lanza una mirada ansiosa a su marido como si temiera que fuera una confesión, pero él me mira a mí, igual que Brent y Curtis.

—No lo he escrito yo —replica Curtis.

Todos nos reímos.

Todos excepto Heather.

—Dijimos que los leeríamos todos de golpe antes de intentar adivinar de quién son.

Trata de darle órdenes a Curtis. Buena suerte.

—Yo tampoco lo he escrito —confieso.

Los chicos se ríen más. Heather me mira enfadada.

Dale levanta las manos.

—A mí no me miréis.

Más risas.

Uno de ellos debe de haberlo escrito para hacer una broma. Seguro que ha sido Curtis.

Heather procede a abrir el siguiente sobre. Me asombra la prisa que tiene. ¿Hubo algo entre Brent y ella? Incluso si así fuera, dudo que lo anunciara con tanta tranquilidad. Ella y Dale empezaron a salir al principio de aquel invierno.

Se aclara la garganta:

—«Me acosté con Brent».

Su voz suena demasiado alegre.

Más risas, más fuertes esta vez; todos nos reímos, Brent, Curtis y yo. Excepto Dale, que no sonríe.

Curtis le da una palmada a Brent en el hombro.

—No me extraña que no llegaras a los Juegos Olímpicos. No dormías lo suficiente.

Me alegra ver a Curtis contento. Su juego para romper el hielo resulta efectivo. Nos está relajando, ya sea porque nos divertimos o porque nos avergonzamos un poco, a pesar de la fría temperatura ambiente. Y a mí me gusta ver a Heather incómoda. Por la expresión en el rostro de Dale, si su esposa y Brent tuvieron algo, es la primera vez que oye hablar de ello.

Brent y Heather cruzan una mirada. El ceño de Brent está ligeramente fruncido, como si le preguntara: «¿a qué juegas?». ¡Brent cree que ha sido Heather quien ha escrito las tarjetas! Heather responde con una leve sacudida de la cabeza. ¿Qué quiere decir? ¿Ahora no? ¿O que no las ha escrito ella?

Mi cerebro piensa a toda velocidad. Si Brent cree que Heather ha escrito una de las notas, ¿quiere eso decir que sí se acostó con ella?

Estiro el cuello para ver la letra de la nota. No porque sea capaz de reconocerla, ya que no escribimos demasiado aquel invierno, pero la tarjeta de Heather está en mayúsculas claras y limpias, es decir, tal y como uno escribiría si quisiera ocultar su caligrafía. Es una broma. Debe de serlo. Una broma ideada por Curtis y Brent para crear confusión. Ellos nunca se llevaron del todo bien, pero la sorpresa de Brent parece auténtica.

Podría intervenir e insistir en que no he escrito ninguna de las dos notas, pero creo que esperaré a ver qué dice la siguiente.

Heather abre la tercera tarjeta. Mira el texto y contiene la respiración.

—«Me acosté con Saskia».

Esta vez nadie se ríe. Acabamos de cruzar una línea.

A pesar de nuestras diferencias, no se me ocurre ningún motivo por el que alguien escribiría algo así. Hasta donde yo sé, solo una persona de los aquí presentes se acostó con Saskia, y no creía que nadie más lo supiera. Me cuido de no mirar a Brent, ni tampoco a Curtis.

Heather observa a su marido, preguntándose claramente si la ha escrito él. Si llevo razón en mi sospecha de que Curtis y Brent son los autores de las dos primeras notas, entonces Dale debe de haber escrito esta. Pero ¿por qué demonios haría algo así?

Heather abre la siguiente tarjeta. Pensará que no puede ser peor que la anterior.

Pero, al parecer, sí que es posible, porque parpadea y nos mira atónita.

—«Sé dónde está Saskia».

Curtis le arranca la tarjeta de la mano y la estudia con expresión impenetrable.

—¿Es una broma?

Nadie responde.

—¿Alguien de aquí ha escrito estas notas?

Nos miramos. Negamos con la cabeza.

Estoy inquieta. Miro hacia la ventana, a la absoluta y total oscuridad que hay afuera y que me recuerda lo solos que estamos. Nosotros cinco, nadie más. Ni un alma en varios kilómetros a la redonda. Necesito saber si Curtis ha organizado la reunión. Porque si no ha sido él…

Miro a la puerta y pienso en los largos y oscuros pasillos que he visto antes. ¿Hay alguien ahí fuera?

Brent rompe el silencio.

—¿Qué dice la última?

Heather la abre y empalidece. La tarjeta cae de sus dedos hasta el suelo.

La recojo.

—«Yo maté a Saskia».

4
Hace diez años

Una chica vuela por encima del medio tubo. Su melena rubia, de pelo casi blanco, se escapa por debajo de su casco. Es buena. En el último salto, realiza una rotación y media, quinientos cuarenta grados, y se detiene delante de mí, rociándome con nieve.

Sé quién es: Saskia Sparks. Me ganó en el Campeonato Británico de Snowboarding el año pasado, con lo que me relegó al cuarto puesto.

Y este año seré yo quien gane.

Soy también rubia, aunque mi pelo es un poco más oscuro que el suyo, y es bastante distintivo, así que si yo la he reconocido, es probable que ella a mí también. Pero no muestra señales de haberlo hecho. Tan solo separa el pie posterior de la tabla y se desliza hacia el telesilla.

Me cuelgo la mochila a la espalda y me apresuro tras ella. He oído rumores. La llaman la Doncella de Hielo.

Tengo el ticket del teleférico en el bolsillo. Giro la cadera para que el escáner lo lea, espero el pitido y paso el torno.

El telesilla es bastante estándar: barras de plástico en forma de T, desgastadas por el tiempo, que cuelgan de un cable móvil raído. Agarro el telesilla más cercano, me lo pongo entre los muslos y observo el paisaje mientras me sube por la colina.

Le Rocher, con su natural terreno imponente de acantilados escarpados, estrechos pasos y pendientes demasiado inclinadas para el típico paquete de vacaciones de esquí, se considera un destino de culto entre los esquiadores expertos y los que practicamos snowboard.

La estación tiene, además, otra gran ventaja: el medio tubo de Le Rocher. Es el equivalente a una rampa de monopatines, pero en la nieve, y el largo canal blanco se extiende por toda la pendiente. Se construyó para cumplir los requisitos de los Juegos Olímpicos: mide ciento cincuenta metros, tiene muros de nieve de seis metros de alto a ambos lados y aspecto de estar bien conservado.

Los esquiadores, montados en sus tablas, lo cruzan una y otra vez, se lanzan desde las paredes de hielo y ejecutan todo tipo de piruetas, a cada cual más arriesgada. Es difícil reconocer quién es quién debajo de los cascos, los gorros y las gafas protectoras, pero está claro que hay un puñado de nombres importantes que se entrenan para el Open de Le Rocher de mañana por la mañana.

Ojalá hubiera llegado antes. La temporada empezó hace dos semanas, el 5 de diciembre, pero aún tenía que trabajar. Quería ahorrar lo suficiente para mantenerme durante todo el invierno y, de este modo, concentrarme en mi entrenamiento. Jamás llegaré a estar entre las tres primeras si me paso toda la noche trabajando en un bar para pagar las facturas. Bueno, ha llegado el momento de ponerme al día.

Saskia se encuentra en lo alto de la pista. ¿Habrá venido para la temporada o para el Open de Le Rocher? Se deja caer y ejecuta una enorme pirueta de cinco cuarenta. Clava los aterrizajes.

La primera vez que vi un medio tubo me aterrorizó la abrupta verticalidad de las paredes de hielo. Es una ilusión. La rampa es tu amiga. Si caes del modo adecuado, es tan suave que ni siquiera lo notas. Pero el hielo es duro como el cemento, así que, si no lo haces bien, estás en un aprieto.

Siento un hormigueo como consecuencia del miedo mientras fijo las botas a la tabla. Tengo las palmas sudorosas dentro de los guantes de cuero. Estoy más nerviosa de lo habitual porque la tabla es nueva, una Magic Pipemaster 157, pagada por el primer patrocinador que he tenido en mi vida.

Normalmente, soy conservadora en la primera carrera, para adaptarme al medio tubo, pero como tengo que vencer a Saskia, trato de hacer un cinco cuarenta en mi última pirueta. Corro por el lateral hasta ganar suficiente velocidad y, luego, me lanzo. Bajo por la pared, cruzo el suelo del medio tubo y subo por la pared opuesta para elevarme en el aire.

Mi mano delantera encuentra el borde del talón de la tabla y lo agarra con fuerza. Backside Air. Vuelo por encima del hielo, mi mente está pura y vacía, no veo ni oigo nada. Solo siento. Momentos preciados en lo alto del arco, ligera, suspendida por la gravedad. Por esto tengo tres trabajos durante la mitad del año y me machaco en el gimnasio.

Desciendo hacia la tierra y toco suelo, motivada y lista para otra ronda. Ida y vuelta de pared a pared, como un péndulo. En la pirueta final, giro con fuerza y, por los pelos, logro el cinco cuarenta. Me tiemblan los dedos al desabrochar el cierre de la tabla. Me encanta. La conservaré para siempre, la colgaré en la pared para enseñársela a mis nietos.

Saskia camina colina arriba porque hay cola para subir al telesilla, así que troto detrás de ella. La nieve desprende un brillo deslumbrante. El color blanco de un invierno en los Alpes es tan distinto de la nieve gris en un invierno urbano que mis ojos todavía necesitan acostumbrarse.

En la siguiente salida, realiza amplios cinco cuarentas seguidos en las dos últimas piruetas. El miedo me invade el estómago. Siempre imaginé que en cuanto encontrara patrocinadores, podría relajarme. Qué equivocada estaba. La presión se ha multiplicado porque tengo una imagen que defender. No puedo decepcionar a mis patrocinadores.

Repaso los giros en mi cabeza mientras me ato la tabla de nuevo. Tengo que ir a por todas en la primera pirueta, para conseguir más aire y tiempo y ejecutar la segunda. Vamos allá.

Mierda. Me caigo de cara frente a todos los que comen al pie del medio tubo. Escupo nieve, me limpio las gafas y me pongo en pie. Me duele la rodilla, y no quiero saber si Saskia me ha visto.

Tengo que conseguirlo. Clasificarme entre los tres primeros puestos marca la diferencia entre ser semiprofesional y totalmente profesional, y eso significa que podría entrenar a tiempo completo durante todo el año. A diferencia de Saskia, no vengo de una familia rica, pero deseo esto más de lo que jamás he deseado nada.

Lo intento de nuevo. Otra caída. Ahora le toca a la mano derecha y el dolor asciende por el brazo. Creo que diviso a Saskia con una sonrisa burlona mientras me levanto. Lo repito cuatro veces más hasta que por fin lo logro. Y, maldita sea, Saskia se marca un siete veinte. Dos rotaciones en lo alto, encima del hielo.

El sol brilla sobre el medio tubo. Cada vez que logro algo, Saskia me desafía con una pirueta más difícil. Me obligo a ir más allá, pero tengo un límite. Si me rompo algo antes del Open de Le Rocher de mañana, estoy jodida.

Hacia la mitad de la tarde, mi botella de agua vuelve a estar vacía. Ya he subido una vez a la estación intermedia para rellenarla. Como antes, dejo mi tabla al pie de la instalación entre las demás, que forman un colorido ramillete, y corro por el altiplano.

En el camino de vuelta, me cruzo con una familia de esquiadores, el padre, la madre y un niño, que debaten agitados al borde de un peñasco. Cuando miro, entiendo por qué: un pequeño guante azul brilla en la nieve.

Observo a la familia. El hombre lleva un bebé atado al pecho, acurrucado contra los elementos. Solo se ven sus mejillas de querubín y una diminuta manita. El guante se habrá caído desde el tembloroso telesilla que chirría más arriba. Le Rocher no es un lugar apto para familias; es la primera que he visto aquí. Vivirán en los alrededores.

Compruebo ambos lados del peñasco. He conseguido saltos más altos muchas veces. Según la revista White Lines, «si no son más de seis metros, ni siquiera es un risco». Pero perderé tiempo de entrenamiento. Miro por encima del hombro hacia el medio tubo, donde Saskia estará aumentando su ventaja. Luego miro al bebé y su pobre mano desnuda. Sin pensarlo dos veces, me meto el botellín de agua en el sujetador y corro hacia el borde. La mano de la mujer vuela hacia su boca cuando salto.

En cuanto lo hago, caigo en la cuenta de que solo he saltado riscos con mi tabla. Esto me va a doler.

Desciendo en picado por el aire. Las rocas y la nieve fresca me esperan abajo. Cuando toco tierra con las botas, encojo los hombros, lista para rodar, y la nieve acumulada amortigua el aterrizaje. Levanto las gafas y veo los rostros asombrados de la familia, que me mira desde el peñasco. ¿Dónde está el guante?

Una punzada de dolor me atraviesa la rodilla mientras me levanto. Es una vieja lesión que a veces se despierta. El entrenamiento de hoy no ha ayudado. Recojo el guante y la familia aplaude. Lo tiro hacia arriba con tanta fuerza como puedo. El hombre lo agarra, me da las gracias con un grito y desaparecen del peñasco. Ahora solo necesito salir de aquí.

Después de un largo recorrido vadeando la montaña entre la nieve fresca, por fin llego al medio tubo, sudada y sin aliento. Todo por un maldito guante de bebé.

La camiseta interior térmica se me ha pegado a las axilas y me he bebido la mitad del agua de la botella, pero al menos mi tabla sigue donde la he dejado. Saskia está sentada cerca, con la cara hacia el sol. Parece que no se han fijado en mí, pero en cuanto cojo la tabla, ella hace lo mismo y corre hacia el telesilla, por lo que me adelanta. Voy tras ella y trato de concentrarme.

Mientras ascendemos, una figura enfundada en una chaqueta de color menta se marca un giro amplio. Mierda, ¡es una chica! Casi siempre se pueden distinguir a las chicas de los tíos por cómo saltan, con menos potencia y más cautela, pero esta lo hace igual que ellos, completamente centrada en sus movimientos. ¿Cómo voy a competir contra esto? Al menos, espero que no sea británica.

Me recompongo. Por ahora, lo único que tiene que preocuparme es Saskia. Se deja caer por el medio tubo mientras aseguro los cierres de la tabla. Maldita sea. Acaba de hacer dos siete veintes seguidos. Dudo que pueda hacer lo mismo.

«¡Venga, venga! ¡Tus patrocinadores romperían el contrato si supieran lo cobarde que eres!».

Respiro hondo y me lanzo, pero la tabla pesa y no responde bien; soy un desastre. Lo único que logro en el último salto es una rotación completa. Un tres sesenta bastante pobre.

Fuera de control, acelero la bajada y agarro el borde de la tabla. Aterrizo sobre el regazo de un pobre chico, y lo empujo a la nieve.

Genial. Acabo de caer sobre Curtis Sparks, el tricampeón británico de medio tubo y el hermano mayor de Saskia.

—¡Lo siento mucho!

Me ayuda a levantarme.

—No hay problema. ¿Estás bien?

—¡Sí! ¿Y tú? Te he dado bastante fuerte.

Parece divertido.

—Sobreviviré.

Llevo años medio enamorada de este chico. No solo es guapo y tiene un talento inmenso. Cuando le preguntaron por qué no se había clasificado para los Juegos Olímpicos de invierno, miró al periodista a los ojos y le dijo: «Porque no he sido lo bastante bueno». No mencionó que poco antes de las pruebas había pasado por una operación quirúrgica. No hay excusas que valgan. Es su crítico más duro. Me encanta.

Me levanto las gafas para ver qué le pasa a mi tabla.

—Te vi en los campeonatos de Inglaterra el año pasado.

—Sí, y yo a ti —respondo.

Ruborizada por cómo me mira, examino la tabla.

—Las cintas se han vuelto a soltar. ¿Tienes un destornillador?

—Vamos a ver. —Curtis se inclina sobre la tabla y agarra la cinta con sus grandes manos. Su pelo es rubio, pero más oscuro que el de su hermana, y lo lleva muy corto. Tiene la piel dorada, pero pálida en la zona cubierta por las gafas protectoras, alrededor de los ojos.

—¡Eh, Sass! —grita.

Ahí está, observándonos.

—¿Qué has hecho con mi destornillador? —le pregunta.

Se acerca con un enorme destornillador con mango de color púrpura.

—Gracias. —Lo cojo.

Se levanta las gafas de color fucsia hasta el casco, pero no dice nada. Tiene unos ojos increíbles. Los he visto en fotos, pero son más azules en la vida real, incluso más que los de su hermano.

Aprieto la cinta con todas mis fuerzas porque no quiero que se vuelva a soltar. Ya he tenido que pedirle un destornillador a un tío antes, en la plataforma.

—¿Quieres que las apriete más? —ofrece Curtis.

—¿Tengo aspecto de tener un problema en el brazo? —contesto; no puedo evitarlo. Sé que es maleducado, pero ¿de verdad piensa que estaría aquí arriba si no fuera capaz de ajustar mis propias cintas?

Contiene una sonrisa y me mira de arriba abajo.

—No, no veo ningún problema.

Me arden las mejillas. Le devuelvo el destornillador y me fijo en que tiene un desgarro en la parte inferior del pantalón.

—Dios mío, te he roto los pantalones.

Su sonrisa se ensancha.

—No te preocupes, no los pago yo. Puedes caerte encima de mí cuando quieras.

Este tío es una máquina de flirtear, ¡y delante de su hermana!

—Qué raro. Es la segunda vez que se me aflojan las cintas hoy —comento, parloteando. Es el efecto que causa en mí.

Su sonrisa se borra.

—¿De verdad? —Se gira hacia su hermana.

¿Por qué la mira así?

Saskia se arregla el pelo, que le cae sobre los hombros.

—Será porque hace más calor. Los agujeros de la base se habrán expandido o algo así.

—Hoy has hecho sudar a mi hermana —comenta Curtis, pero todavía la mira—. Está haciendo cosas que no sabía que podía hacer.

El rostro de ella se oscurece. Quizá para alcanzarla no me falta tanto como creo.

Me ofrece una mano.

—Hola, soy Saskia.

—Milla.

Me sonríe.

—Lo sé. ¿Vas a salir esta noche? En el Glow Bar celebran una fiesta previa al campeonato.

Vacilo.

—No suelo salir antes de un día de competición.

Saskia ladea la cabeza.

—¿Por qué no? ¿Tienes miedo?

Maldigo para mis adentros.

—No. Allí estaré.

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