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En noviembre de 1932, en las últimas elecciones libres celebradas en la Alemania de Weimar, los comunistas habían obtenido el 16,9% de los votos, y la suma de este porcentaje y el de los socialdemócratas no había llegado al 38%. Apenas cuatro meses después Hitler y el NSDAP controlaban la administración y gran parte del aparato de seguridad del Estado, y la mayoría de los diputados y dirigentes del Partido Comunista estaban detenidos o habían huido del país. En la Prusia de Göring fueron arrestados diez mil miembros y simpatizantes de este partido en la semana anterior a las elecciones del 5 de marzo, y, a finales de ese mes, alrededor de veinticinco mil estaban en la cárcel o en alguno de los campos de concentración que se habían creado apresuradamente.18 Al comienzo del verano habían sido detenidos cien mil comunistas, socialdemócratas, sindicalistas y otros opositores del NSDAP, de los que, según una estimación prudente, como mínimo seiscientos morirían en cautiverio.19

Los nacionalsocialistas ganaron las elecciones con un 43,9% de los votos, lo que suponía un incremento de diez puntos con respecto al resultado obtenido en noviembre. Si bien no logró la mayoría que había previsto Hitler, el NSDAP estaba en condiciones de formar un gobierno de coalición con el Partido Nacional del Pueblo Alemán, de ideología nacionalista-conservadora, sin necesidad de recurrir a ninguna otra fuerza política. Pese a la persecución que había sufrido, el Partido Comunista obtuvo más del 12% de los sufragios y ochenta y un diputados; pero, dado que sus dirigentes estaban presos, en el exilio o escondidos, había un buen número de escaños vacíos en el Reichstag. El gobierno ya no tenía más que buscar el apoyo del Partido de Centro Católico para reunir la mayoría de dos tercios que hacía falta para la aprobación de la Ley Habilitante.20 Y así fue. En la primera sesión del nuevo parlamento, celebrada el 23 de marzo, los diputados de ese partido, impulsados por una serie de promesas falsas que les había hecho Hitler, votaron con los nacionalsocialistas, lo que puso fin a la democracia de Weimar.21 La palabra de Hitler ya era ley. Mientras tanto, el presidente Hindenburg, cuya salud se había ido deteriorando, anunció que abandonaba los asuntos corrientes del gobierno y que, en general y de acuerdo con la Ley Habilitante, ya no sería necesario consultarle antes de aprobar ninguna disposición.

El 27 de marzo, Hitler nombró a uno de sus colaboradores más antiguos, Franz Ritter von Epp, Reichskommissar [gobernador] de Baviera, lo que propició la designación de Himmler como jefe de la policía de Múnich. Nada más asumir el cargo, este puso a Heydrich al frente de la sección política de la policía,22 o, lo que es lo mismo, le encargó dirigir el espionaje de los potenciales enemigos del estado bávaro.

El 1 de abril Himmler vio afianzado su poder en Múnich con su doble nombramiento como asesor especial del Ministerio del Interior de Baviera y jefe de la policía política en esta región. Heydrich se convirtió en su lugarteniente (acompañándolo así, una vez más, en su ascenso), y como tal emprendió la reforma del cuerpo, que hasta entonces había sido una división de las fuerzas de seguridad. Consiguió hacer de él una organización autónoma, sin vínculos administrativos con la policía regular, cuyos recursos, sin embargo, podía utilizar todavía en caso de necesitarlos. Al principio estuvo integrada en su mayor parte por miembros de la policía política ya existente, pero luego fue incorporándose a ella personal de los servicios de inteligencia –rebautizados Sicherheitdienst [servicio de seguridad] o SD–, que Heydrich había ido ampliando poco a poco en los dos años anteriores. Como parte de su nuevo trabajo, Himmler tomó el control de los campos de concentración que se habían creado a raíz del incendio del Reichstag. Cerró los que existían en Baviera, sustituyéndolos por uno solo, situado en el suburbio muniqués de Dachau, cuya dirección confió al comandante de batallón de las SS Hilmar Wäckerle, un nacionalsocialista de primera hora que había sido compañero suyo de estudios en Múnich.23

Se propuso aumentar su poder utilizando como plataforma la jefatura de la policía política bávara, y para ello tuvo por aliado al ministro del Interior, Frick. Antes de la llegada al poder de los nacionalsocialistas, los Länder o regiones (como Baviera y Sajonia, por ejemplo) habían ejercido la mayoría de las competencias del Estado, entre ellas la seguridad; pero, en los meses de marzo y abril de 1933, Frick promulgó una serie de decretos que redefinían la relación entre el gobierno central y las regiones, estableciendo la primacía de aquel y otorgando la autoridad suprema de cada Land al Reichskommissar, que se encargaría de asegurar la observancia de “los principios políticos formulados por el canciller del Reich”.24 Por lo demás, emprendió la tarea de integrar las fuerzas de seguridad regionales en un cuerpo nacional unificado, dependiente del Ministerio del Interior. A este proyecto se opuso su correlegionario Göring, quien, como ministro del Interior prusiano, controlaba de facto más de la mitad de la policía de Alemania.

A Göring le preocupaba la violencia que se había desencadenado tras el incendio del Reichstag, por lo que recurrió a lo más parecido que había entonces en Alemania a unos servicios de inteligencia política a nivel nacional: la IA, un departamento pequeño y poco conocido del cuartel general de la policía prusiana. Nombró jefe de esta sección al abogado y funcionario Rudolf Diels, que había dirigido hasta entonces la policía política en Berlín. Pese a ser un mero simpatizante del movimiento, y no un nacionalsocialista comprometido, Diels estaba dispuesto a colaborar con Göring en la creación de una fuerza policial semejante a la que Himmler y Heydrich estaban organizando en Baviera, y de la que se serviría el Estado como instrumento de represión política; es decir, para perseguir a los enemigos que tenían –o creían tener– los nacionalsocialistas dentro y fuera del partido. Diels reclutó para ello a detectives procedentes de las divisiones de investigación criminal de la Policía del Orden, mientras Göring desarrollaba el marco legal que les permitiría actuar sin trabas. Se trataba, ante todo, de atribuir a los miembros del cuerpo la facultad de capturar y retener sospechosos, sin ningún control judicial. A finales de abril, la sección de Diels, rebautizada Geheime Staatspolizeiamt [Policía Secreta del Estado], se transformó en una fuerza policial autónoma, obligada a rendir únicamente cuentas al ministro-presidente de Prusia, es decir, a Göring. La nueva organización, cuyo nombre oficial se abrevió a “Gestapa”, sería, sin embargo, más conocida por su sobrenombre popular de “Gestapo”. Poco después estableció su sede en una antigua escuela de artes y oficios situada en Prinz-Albrecht-Strasse, en el centro de Berlín.25

Diels comenzó a ejercer sus nuevas atribuciones a fin de atajar los desafueros de la SA y restaurar de ese modo el orden en Prusia. Una de las principales causas del problema era que los miembros de las unidades auxiliares creadas por Göring tras la aprobación del Decreto del Incendio del Reichstag se debían sobre todo a sus comandantes en la SA (o en las SS), por lo que la movilización de estas fuerzas no solo no aumentaba, sino que reducía la capacidad de influencia política del ministro-presidente. Diels se dedicó, por tanto, a obtener información sobre las actividades de la SA y a restringirlas, si era preciso. Así, sus hombres hicieron redadas en varios campos de concentración “ilegales” controlados por la SA, liberando a los reclusos y deteniendo a los carceleros.

Habiendo reafirmado su autoridad en Prusia por medio de la Gestapo, Göring no tenía el menor interés en ceder a Frick el control de las fuerzas policiales que capitaneaba. El conflicto entre ambos llegó, pues, a un punto muerto. El ministro del Interior nacional necesitaba un aliado, alguien que lo ayudara a vencer la resistencia de Göring a la creación de un cuerpo nacional de policía. Himmler era, sin duda, la persona idónea. De ahí que Frick maniobrara, entre el mes de noviembre de 1933 y el de junio del año siguiente, para conseguir que este se hiciese con el mando de las fuerzas de seguridad en todas las regiones a excepción de Prusia.

En un primer momento, Göring se defendió reforzando su control sobre la Gestapo, a fin de evitar que Himmler se apoderase también de ella. Pero pronto comprendió que no valía la pena presentar batalla –principalmente porque se enfrentaba, como veremos, a una amenaza aún mayor–, y que haría bien en establecer una nueva alianza política de carácter táctico. En abril de 1934 nombró a Himmler “inspector”5 de la Gestapo, con lo que este pasaba a dirigir, de hecho, toda la policía política del país. Heydrich se convirtió en jefe operativo de la organización, quedando demostrado una vez más que, con Himmler, se había arrimado a un buen árbol.

Poco después, en noviembre de 1934, Daluege, que seguía al mando de la policía uniformada prusiana, vio extendida su autoridad a todo el territorio alemán, ya que, al fundirse el Ministerio del Interior prusiano con el nacional, se creó un cuerpo de policía único para todo el país. Y a Arthur Nebe, que pertenecía al partido y a las SS desde hacía mucho tiempo y había sido hasta entonces jefe ejecutivo de la Gestapo, se le puso al frente de la Kriminalpolizei [Policía Criminal] prusiana o Kripo.

A las personas citadas las habían designado oficialmente para sus cargos el Ministerio del Interior nacional, el gobierno prusiano o el de una región más pequeña, por lo que, en teoría, le debían lealtad a una de estas instituciones. En la práctica, sin embargo, las SS tardaron menos de dos años en hacerse con el control efectivo de toda la policía alemana.26

VI
LA ORGANIZACIÓN SE CONSOLIDA

El peligro que impulsó a Göring a ponerse de parte de Himmler, entregándole el control de la Gestapo, venía de Ernst Röhm y el grupo que este capitaneaba. A pesar de que ciertos oficiales de la SA se habían beneficiado de la llegada al poder de los nacionalsocialistas, el conflicto entre la organización y el Estado alemán se agravaba. Así como Himmler estaba dispuesto a ir afianzando poco a poco la autoridad de las SS sobre la policía, Röhm tenía objetivos más inmediatos para la SA. Era un militarista radical desde que sirviera como comandante de compañía en la Primera Guerra Mundial; en aquella época había llegado a la conclusión de que la inmensa mayoría de los oficiales de carrera tenían una mentalidad reaccionaria y tacticista que llevaba a un gran número de sus hombres a una muerte inútil. Después de la guerra, como miembro de los Freikorps y de la Einwohnerwehr, había descubierto una forma de combate diferente y, según creía, más eficaz: la practicada por un ejército popular que se guiaba por principios igualitarios y un espíritu de camaradería, así como por el ideario nacionalista.

Es razonable afirmar que en la personalidad de Röhm estaba una de las causas de su extremismo político. Homosexual declarado, sentía una atracción especial por los jóvenes de clase obrera, lo que era bien sabido desde mediados de la década de 1920. A muchos de sus antiguos compañeros de armas les inspiraba repulsión y desprecio, y Hindenburg se negaba a darle la mano. Röhm correspondió a este agravio desdeñando todos los consejos y directrices de la cúpula militar. Desde que se legalizara de nuevo en 1925, la SA había crecido (sobre todo a raíz del éxito espectacular obtenido por el NSDAP en las elecciones de 1930) hasta alcanzar el medio millón de miembros, por lo que su líder creía posible cumplir una antigua aspiración que nunca había ocultado: hacer de ella el germen de un nuevo ejército. Röhm daba por sentado que todos los nacionalsocialistas le apoyarían sin reservas, como recompensa por el gran empeño que la SA había puesto en facilitarle a Hitler la conquista del poder.1

Las fuerzas armadas, sin embargo, pretendían hacerse con el control de la SA. Si bien el Tratado de Versalles restringía el tamaño del ejército, que no podía contar con más de cien mil hombres, los altos mandos militares tenían un enorme interés en sentar las bases de la ampliación que les había prometido Hitler. Con el fin de incrementar las “fuerzas de defensa nacional” –proyecto que entrañaba la creación de un servicio de protección de fronteras para la zona oriental del país–, propusieron que la SA se integrara en el ejército y que este adiestrase a los miembros de aquel grupo como a una milicia. En mayo de 1933, los militares y la organización de Röhm llegaron a un acuerdo con el que las dos partes creían salir ganando. Se pondría en práctica un programa de adiestramiento destinado a preparar todos los años a unos doscientos cincuenta mil hombres para su ingreso en el ejército2 y la SA captaría a los miembros de los otros grupos paramilitares que aún existían, el más numeroso de los cuales era Stahlhelm, formado por más de un millón de excombatientes de ideología nacionalista-conservadora. Su líder, Theodor Düsterberg, y el general del ejército Von Reichenau habían urdido un plan para debilitar a Röhm: pensaban que, si los miembros de Stahlhelm se incorporaban en masa a la SA, al tiempo que Von Reichenau colocaba a oficiales del ejército en puestos de mando en la milicia y en el servicio de protección de fronteras, el poder del comandante de la SA se vería socavado.

Pero Röhm contrarrestó esta maniobra dividiendo la SA en tres secciones y situando a sus quinientos mil hombres en la más importante de ellas, la rama “activa” de la organización. Tras incorporar como reservistas a todos los paramilitares de derechas, estaba en condiciones de afirmar que la SA tenía cuatro millones y medio de miembros. No tardó en exigir que se les otorgara a sus oficiales puestos destacados en el servicio de protección de fronteras, así como el control sobre el armamento de este cuerpo. Los altos mandos militares, como era de esperar, se resistieron, y en diciembre de 1933 dejaron de colaborar con Röhm en el programa de instrucción de las milicias.3

Las tensiones entre el ejército y la SA suponían un grave problema para Hitler, que tenía, pese a simpatizar con las ideas de Röhm, una visión realista de la situación y sabía que necesitaba el apoyo de los soldados profesionales para llevar adelante su proyecto, por lo que no podía permitir que la SA creara un conflicto con ellos. Así pues, el 28 de febrero de 1934 convocó una reunión en el Ministerio del Ejército en la que instó a la cúpula militar y la SA a resolver sus diferencias. Por lo demás, propuso que el ejército disfrutase del derecho exclusivo a portar armas, y que el grupo de Röhm se hiciera cargo de la instrucción premilitar y posmilitar. Concluida la reunión, las dos partes fueron a comer al cuartel general de la SA. Lo sucedido entonces significó el principio del fin de Röhm y de la SA como organización relevante de la Alemania nazi. Cuando se hubieron marchado los generales, Röhm, borracho, empezó a vituperar a Hitler: “No nos importa nada lo que diga ese ridículo cabo. Hitler no tiene el menor sentido de la lealtad; deberían echarlo. Si no lo echan, podemos hacer lo nuestro y olvidarnos de él”.4 Entre los comensales que escucharon estas invectivas estaba el general de división Viktor Lutze, comandante de la SA en Hanóver, quien informó de inmediato a Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler en el NSDAP, luego al propio Hitler, y finalmente a Von Reichenau. En un primer momento, ninguno de ellos tomó represalias contra Röhm. Pero este se había granjeado la inquina de casi todos los demás grupos de poder del Tercer Reich, que tenían buenos motivos para querer deshacerse de él: era un rival para Göring, pues disponía de una red de oficiales de la SA bien situados en el gobierno y en la policía, y ponía en peligro la autoridad del ministro-presidente de Prusia; el ejército veía en él una amenaza para el tradicional monopolio militar de las armas; para el NSDAP, ejercía demasiado poder sobre las fuerzas uniformadas que patrullaban las calles; y para las SS, que seguían dependiendo en teoría de la SA, suponía un obstáculo para la expansión de la organización. Así, una vez que sellaron su alianza con Göring y tomaron el control de la policía política en abril de 1934, solo era cuestión de tiempo que Himmler y Heydrich empezaran a pensar en cómo eliminar a Röhm.

En un primer momento, Heydrich se propuso aprovechar su control de los servicios secretos de las SS y de la Gestapo para obtener pruebas de que el comandante de la SA preparaba un golpe de mano contra Hitler.5 Pero esta pretensión resultó ilusoria: no consiguió más que información sin apenas valor sobre alijos de armas. Röhm no tenía la menor intención de organizar un putsch; en realidad, trataba de forzar a Hitler a respaldar a la SA en su pugna con el ejército, aunque para ello se valiese de métodos torpes, burdos y susceptibles de ser malinterpretados. Recorría el país agitando a sus hombres con discursos demagógicos, sin caer en la cuenta de que a los alemanes corrientes empezaba a inquietarles la posibilidad de que la SA intentara hacerse con el poder.6

El principal obstáculo para la eliminación de Röhm era el propio Hitler, que guardaba cierta lealtad a la SA y a su viejo camarada, y por ello se resistió durante algún tiempo a actuar contra él. Hasta que, tras entrevistarse el 21 de junio de 1934 en Neudeck, la finca del presidente alemán, con el ministro de Defensa, el general Von Blomberg, resolvió hacerlo al fin. Faltaban, evidentemente, pocas semanas para que comenzara la era post-Hindenburg, y Von Blomberg le dejó bien claro a Hitler que, si quería contar con el apoyo del ejército en este nuevo periodo político, tendría que liquidar al gran rival de los militares. El líder nacionalsocialista decidió, según parece, lanzar un ataque de castigo contra la SA cuando volaba de regreso a Berlín.

La organización andaba en ese momento sin timón, pues Röhm llevaba dos semanas tomando las aguas en Bad Wiessee. Hitler decidió convocar una reunión de sus máximos dirigentes en el balneario: las SS aprovecharían la ocasión para detenerlos y “ajustar cuentas”.7 Comenzó entonces un periodo de intensa actividad preparatoria, en el que ciertos cuarteles del ejército recibieron órdenes secretas de suministrar armamento y todo el material necesario a las tropas de las SS, formadas por miembros de la recién creada Leibstandarte [guardia personal] Adolf Hitler, unidad militarizada al mando de Sepp Dietrich, así como por personal del campo de concentración de Dachau, dirigido por Theodor Eicke, que había de ejecutar el asalto y ocuparse después de los prisioneros. Por lo demás, varias oficinas de la Gestapo y del SD tenían la consigna de vigilar a altos mandos de la SA para asegurarse de que no escaparan a la redada, y el ejército recibió un aluvión de informes elaborados bajo la supervisión de Himmler y Heydrich que atribuían falsamente actividades sediciosas a la SA. Se trataba de evitar que ningún militar se volviese atrás.8 El 28 de junio, Röhm recibió en Bad Wiessee una llamada telefónica de Hitler ordenándole que reuniera allí dos días más tarde a la cúpula de la organización al completo, así como a los comandantes e inspectores de todas las unidades.9

Esta era la señal para emprender los preparativos finales. Heydrich y sus colaboradores dictaron nuevas instrucciones a las divisiones regionales de las SS, el SD y la policía política; Hitler, mientras tanto, partió hacia Bad Wiessee. Pero ya habían empezado a filtrarse detalles de la operación, de ahí que, en pueblos y ciudades de toda Alemania, la desesperación empujase a miembros de la SA a emborracharse y organizar tumultos,10 haciéndoles así, sin duda, el juego a sus enemigos.

Röhm y sus compinches, en cambio, no sospechaban nada. Pasaban las noches en el balneario bebiendo cerveza y practicando el sexo, como de costumbre; hasta que, a primera hora de la mañana del 30 de junio, llegó inesperadamente Hitler con un revólver en la mano y acompañado por una pequeña escolta. Fue él mismo quien llamó a la puerta de Röhm y le acusó, para sorpresa de este, de traición. Mientras el líder de la SA proclamaba su inocencia, los hombres de Hitler se lo llevaron. Al jefe de la SA en Breslau, Edmund Heines, lo encontraron en la cama con un joven; Hitler, furioso, estuvo a punto de matarlo. Los demás dirigentes de la organización fueron detenidos y encerrados en un sótano, mientras se preparaba la flota de vehículos que había de transportarlos a Múnich.

Entretanto, Dietrich desplazó dos compañías de su unidad a la capital bávara, y Heydrich envió a Berlín a miembros del SD y a detectives de la Gestapo con la misión de capturar y asesinar a un buen número de mandos de la SA y otros opositores del régimen, tanto reales como imaginarios. En los dos días siguientes, estos escuadrones de la muerte –uniformados y con ropa de civil, respectivamente– mataron en la cárcel de Stadelheim, en Múnich, y en los barracones Lichterfelde, en Berlín, entre ochenta y cinco y doscientas personas, en su mayoría miembros de la SA. Este acto de brutalidad extrema, con víctimas que, por lo general, habían sido compañeros de armas de sus verdugos hasta el momento mismo de su asesinato, ejemplifica a la perfección la idea que las SS tenían de su misión. El matonismo –practicado contra judíos, comunistas y demás enemigos del nacionalsocialismo– era una de las principales razones de ser de las SS desde su fundación. Pero sus miembros creían desempeñar un papel mucho más importante. Los escuadrones y sus líderes aspiraban a un estatus singular dentro del movimiento, y el asesinato en masa de opositores internos demostró lo lejos que estaban dispuestos a llegar con tal de conquistarlo. Por lo demás, la matanza indica hasta qué punto Himmler y Heydrich habían logrado inculcar la ideología de las SS en todos los niveles de la organización; según parece, ninguno de sus miembros se mostró reacio a hacer lo que se le había pedido. Así, por ejemplo, Dietrich no vaciló en cumplir la orden de liquidar a seis de los máximos dirigentes de la SA, amigos suyos en su mayor parte. En el juicio celebrado contra él en 1957, afirmaría haberse marchado “después de la cuarta o la quinta ejecución”, porque se sentía incapaz de presenciar ninguna más;11 pero lo cierto es que no hizo nada por evitar los demás asesinatos.

Al tiempo que se ocupaba de la SA, Hitler aprovechó la oportunidad para deshacerse de algunos de sus viejos rivales políticos. Gregor Strasser fue detenido y después ejecutado en su celda de Berlín por oficiales de la Gestapo, y el predecesor de Hitler en la cancillería, Von Schleicher, a quien se seguía considerando peligroso por ser el adalid de la oposición conservadora al régimen (aun cuando careciese de poder real), fue asesinado a tiros junto a su mujer en su casa de Neu-Babelsberg.

Con respecto a Röhm, sin embargo, Hitler estaba sumido en un dilema. El 1 de julio, al mediodía, todavía se inclinaba por perdonarle la vida a su viejo amigo, pero Göring y Himmler acabaron por convencerle de que el comandante de la SA debía morir como los demás. Así pues, Eicke recibió la orden de dirigirse a la prisión de Stadelheim, donde Röhm aguardaba su destino, para ofrecerle la oportunidad de quitarse la vida; de no hacerlo, el propio Eicke se encargaría de apretar el gatillo. Cuando este llegó a la cárcel acompañado por su ayudante general Michael Lippert, coronel de las SS, y Schmauser, general de brigada y oficial de enlace entre Himmler y el ejército, encontró al preso solo en su celda, desnudo hasta la cintura y sudando copiosamente. Tras entregarle un ejemplar del Völkischer Beobachter que daba cuenta detallada de su supuesto intento de golpe, puso sobre la mesa una pistola con una bala, le comunicó que disponía de diez minutos para “sacar las debidas conclusiones”12 y abandonó la celda. Transcurrido el tiempo indicado, vio que Röhm no se había movido, por lo que él y Lippert sacaron sus pistolas y dispararon. El comandante de la SA se desplomó y sus verdugos lo remataron de un tiro en el pecho.

La llamada Noche de los Cuchillos Largos tuvo dos consecuencias notables. En primer lugar, las SS, siempre leales al movimiento, se desligaron por completo de la SA y se convirtieron, el 20 de julio de 1934, en una organización autónoma dentro de la estructura del NSDAP. Esto permitió a Himmler abordar un problema que venía preocupándole desde hacía tiempo.13 Nada más llegar los nacionalsocialistas al poder se habían multiplicado las solicitudes de ingreso en las SS; entre los meses de enero y mayo de 1933 el número de miembros había pasado de cincuenta mil a cien mil.14 El reclutamiento se había detenido hasta el mes de noviembre, pero, a partir de entonces, la organización había vuelto a doblar su tamaño, alcanzando los doscientos mil hombres en junio del año siguiente. Fue en ese momento cuando Himmler decidió reducirla. Tras la declaración del 20 de julio fueron expulsados sesenta mil miembros no deseados,15 en su mayoría oportunistas que se habían incorporado hacía poco, atraídos por la popularidad del nacionalsocialismo, y a quienes se conocía como “violetas de marzo”. Pero no fueron los únicos: a un buen número de miembros de la vieja guardia se les comunicó que ya no eran necesarios sus servicios. No había, en efecto, ningún lugar para ellos en la organización elitista dirigida por Himmler.

La segunda consecuencia fue aún más importante. Apenas un mes después de la muerte, el 2 de agosto, de Hindenburg, los militares cumplieron su promesa de permitir a Hitler unir los cargos de presidente y canciller, decisión que convalidaría el 90% del pueblo alemán en un plebiscito celebrado dos semanas más tarde. Nada impedía ya a los nacionalsocialistas hacerse con el control total del Estado; ni a las SS, por tanto, ejercer una autoridad absoluta sobre el aparato policial y de seguridad del mismo.16

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