Clima, naturaleza y desastre

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Aus der Reihe: Oberta #208
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Clima, naturaleza y desastre
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CLIMA, NATURALEZA Y DESASTRE

ESPAÑA E HISPANOAMÉRICA

DURANTE LA EDAD MODERNA

Armando Alberola Romá, Eduardo Bueno Vergara, Adrián García Torres, Pablo Giménez Font, Enrique Giménez López, Cayetano Mas Galvañ, Jorge Olcina Cantos, M.a Eugenia Petit-Breuilh Sepúlveda, Francisco Sanz de la Higuera, José Miguel Viñas

CLIMA, NATURALEZA Y DESASTRE

ESPAÑA E HISPANOAMÉRICA

DURANTE LA EDAD MODERNA

Armando Alberola Romá (coord.)

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Los estudios que integran el presente volumen se han realizado en el marco del proyecto de investigación HAR2009-11928, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© De los textos: los autores, 2013

© De esta edición: Universitat de València, 2013

Coordinación editorial: Maite Simón

Maquetación: Inmaculada Mesa

Corrección: Pau Viciano

Cubierta:

Diseño: Celso Hernández de la Figuera

Ilustración: Figuración histórica del terremoto de Messina de 1783 (grabado de 1908)

ISBN: 978-84-370-9312-3

Edición digital

A Ramiro Muñoz Haedo. Amigo, compañero, ejemplo.

In memoriam.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN, Armando Alberola Romá

EL CLIMA EN LA CORRESPONDENCIA DE CARLOS III (1759-1765): CARTAS A FELIPE DE PARMA Y BERNARDO TANUCCI, Cayetano Mas Galvañ

UN INDICADOR CLIMÁTICO PARA EL ALICANTE DEL SIGLO XVIII: LOS «MANIFIESTOS DEL VINO», Eduardo Bueno Vergara

ANOMALÍAS HIDROMETEOROLÓGICAS, PREVENCIÓN DE RIESGOS Y GESTIÓN DE LA CATÁSTROFE EN LA FACHADA MEDITERRÁNEA ESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XVIII, Armando Alberola Romá

VÍCTIMAS DEL MIEDO: CULPABILIDAD Y AUXILIO DEL CIELO FRENTE A LA CATÁSTROFE, Adrián García Torres

CRISIS CLIMÁTICA EN BURGOS A FINES DEL SETECIENTOS: EL APEDREO Y CONTINUAS LLUVIAS DE 1794 Y 1796, Francisco Sanz de la Higuera

UN ENEMIGO IMPREVISIBLE: EL EBRO EN LAS CONSULTAS DEL CONSEJO DE CASTILLA, Pablo Giménez Font y Enrique Giménez López

LA INVESTIGACIÓN HISTÓRICA SOBRE LA ACTIVIDAD VOLCÁNICA DE LA EDAD MODERNA EN HISPANOAMÉRICA, M.a Eugenia Petit-Breuilh Sepúlveda

CLASIFICACIÓN DE LAS NUBES: DE LAMARCK Y HOWARD AL ATLAS INTERNACIONAL DE NUBES, Jorge Olcina Cantos

EL CLIMA DE LA TIERRA A LO LARGO DE LA HISTORIA, José Miguel Viñas

PERFIL DE LOS AUTORES

INTRODUCCIÓN

Armando Alberola Romá

Universidad de Alicante

Los estudios que integran el presente volumen forman parte de los resultados del proyecto de investigación HAR2009-11928 financiado por el Gobierno de España a través del MICIIN, en su comienzo, y del MINECO, en su fase final. Responden a investigaciones de primera mano desarrolladas por los componentes del Grupo de Investigación en Historia y Clima de la Universidad de Alicante a las que se incorporan contribuciones de expertos invitados a participar en los seminarios que, sobre esta temática y cada mes de mayo, se vienen celebrando de manera ininterrumpida en el campus alicantino desde hace ya una decena de años.

Meteorología extrema, naturaleza desatada, desastre, crisis de subsistencias y religiosidad popular constituyen elementos, junto con otros de diversa índole, con los que se construyen las diferentes aportaciones. En algunas de ellas se ofrecen propuestas metodológicas para afrontar el análisis que, en última instancia, queremos que nos conduzca a conocer –cuanto más y mejor sea posible– el modo en que las sociedades de Antiguo Régimen y sus precarias economías soportaron estos problemas y también, en qué medida, intentaron hacerles frente y suavizar sus efectos.

La contribución de Cayetano Mas muestra las posibilidades que puede deparar el estudio concienzudo de los epistolarios para obtener información meteorológica durante una secuencia temporal amplia. En un ensayo previo tuvimos ocasión de exponer los resultados logrados tras el análisis de varios cientos de cartas cruzadas entre personalidades relevantes de la España ilustrada.1 En el caso que nos ocupa se trata de la relación epistolar mantenida, entre los años 1759 y 1765, por Carlos III de España con su hermano Felipe de Parma y con Bernardo Tanucci, su ministro en Nápoles. Si de la correspondiente a este último se halla publicada una porción de misivas, la relativa a los dos hermanos permanecía inédita hasta el momento en el Archivio di Stato di Parma. Podemos decir que la explotación de la correspondencia como fuente de datos climáticos (proxy-data) apenas acaba de iniciarse, y el estudio de Cayetano Mas ofrece, aparte de una reflexión de tenor metodológico, los resultados de índole climática que su concienzuda pesquisa ha conseguido alumbrar y que vienen a enriquecer los conocimientos que sobre la percepción del «tiempo» nos legaron quienes vivieron en España a comienzos del último tercio de la centuria ilustrada. En este caso se trata de personajes de enorme relevancia que, con una frecuencia semanal, proporcionan sistemática información meteorológica componiendo una serie que, por su extensión y regularidad, resulta de un interés excepcional.

Eduardo Bueno ofrece, asimismo, una excelente aproximación metodológica a la explotación de una fuente no empleada hasta la fecha para estudiar el comportamiento del clima en el Alicante del siglo XVIII. Partiendo de la base de que la producción vinatera constituyó durante la centuria ilustrada parte esencial de los intercambios comerciales que contribuyeron al enriquecimiento de la ciudad en este período, el trabajo de Bueno estudia las fluctuaciones de las cosechas de vid y los datos pormenorizados de lo declarado por los diferentes propietarios cada año. Al no disponer, como sucede en otros lugares, de la fecha exacta en que tenían lugar las vendimias ha sido necesario trabajar de manera sistemática los denominados Manifiestos del vino, documentación de complejo y minucioso vaciado que, al cabo, le ha permitido elaborar una propuesta de interpretación de sus contenidos e información así como caracterizar, con las cautelas correspondientes, el comportamiento del clima en Alicante entre 1709 y 1799.

Los trabajos de Armando Alberola, Francisco Sanz de la Higuera y de Pablo Giménez Font y Enrique Giménez López analizan las fluctuaciones climáticas y sus desastrosas consecuencias en diferentes espacios de la geografía española durante el siglo XVIII. Alberola efectúa una aproximación a los destructivos efectos que las anomalías hidrometeorológicas ocasionaron en la vertiente mediterránea peninsular a lo largo de la centuria, los medios de prevención arbitrados y el modo de gestionar la calamidad una vez producida. Para ello destaca las principales fuentes de información, tanto documentales como impresas, de las que el historiador se puede servir; reflexiona acerca de las condiciones medioambientales que gravitaban sobre la agricultura y el trabajo de los campesinos e incide en los dos grandes problemas para éstos: la sequía y los excesos hídricos que, en última instancia, eran causantes directos de la pérdida de cosechas que desencadenaban las crisis. Por su parte, Sanz de la Higuera, utilizando múltiples e interesantes variables –precios de trigo, préstamos de semillas, consumo de leña y carbón, etc.–, desarrolla su estudio en las postrimerías del siglo XVIII y analiza dos episodios de extremismo hidrometeorológico especialmente significativos en tierras burgalesas, comparables a los igualmente padecidos en otros lugares de España por las mismas fechas. Se trata de las intensísimas precipitaciones acompañadas de granizo que descargaron sobre muchas poblaciones de la actual provincia de Burgos en los primeros días de junio de los años 1794 y 1796, destruyendo buena parte de la cosecha de cereal y ocasionando trastornos muy serios a sus vecinos. El estudio, prolijamente documentado, con abundante y preciso aparato estadístico y gráfico y perfectamente contextualizado, constituye un magnífico ejemplo de cómo afrontar el análisis de este tipo de acontecimientos atmosféricos de rango extraordinario acaecidos en época pre-instrumental.

Desde la desaparición en 1707 del Consejo de Aragón sus competencias consultivas pasaron al de Castilla. No fueron infrecuentes las intervenciones del alto Tribunal en cuestiones relacionadas con el río Ebro y su cuenca, en particular para paliar la destrucción de infraestructuras ocasionada por diversas riadas. Giménez Font y Giménez López analizan la intervención del Consejo de Castilla, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, en la gestión y supervisión de las reparaciones de los puentes dañados o destruidos por las avenidas del río Ebro y sus afluentes. Es el caso del puente de piedra de Zaragoza, muy necesitado de trabajos de consolidación tras la tremenda riada del 23 de junio de 1775 al ser enclave fundamental en el camino real que unía Barcelona con Madrid y cuyo complejo proceso de financiación de las obras se desvela. Es objeto de atención, asimismo, la reconstrucción de los de Bubierca, destruido por la avenida del río Reatillo en las mismas fechas, y de similar trascendencia para garantizar el tránsito por la misma ruta, y el de Villafeliche, de gran valor estratégico para el transporte de pólvora desde sus fábricas a la Corte y arruinado por el ímpetu de las aguas del río Jiloca a primeros de junio de 1794. Junto con el tratamiento otorgado por el Consejo de Castilla a otros puentes de importancia comarcal, como los de Jaca, Oliete y María de Huerva, los autores refieren la construcción del de Barbuñales como ejemplo de obra de utilidad pública promovida por un particular, Francisco Antonio de Azara. La contribución concluye analizando dos interesantes proyectos de modificación de cauces; el del Ebro en Pina de Ebro, y el del río Jiloca en Daroca, con el acondicionamiento de la mina construida en el siglo XVI y el plan de Domingo Mariano Traggia para profundizar el lecho y limitar la acumulación de derrubios en las zonas cultivadas.

 

Adrián García Torres estudia los episodios extremos vinculados al clima y al medio desde la impotencia con que la sociedad de la época contemplaba sus desastrosas consecuencias y el recurso inmediato a los mecanismos que ofrecía la religiosidad popular. Como ello siempre suponía establecer una relación directa entre castigo divino y pecado, García Torres ofrece diversos ejemplos observables en tierras meridionales alicantinas durante el siglo XVIII en los que se busca hallar «culpables» entre los enemigos políticos, en las representaciones teatrales por su –se decía– desprecio hacia «lo moral» o en la reiterada inasistencia de la población a las celebraciones religiosas. También ahonda en los procedimientos establecidos para elegir a los intercesores que debieran contribuir a poner fin a la sequía y refiere lo complicada que podía resultar la celebración de una rogativa a poco que hubiera roces entre los poderes civil –municipal, en este caso– y eclesiástico. Por último enumera los rituales ejecutados para obtener el perdón divino y así poder hacer frente con garantías a desgracias tales como una poderosa avenida del río Vinalopó –mediante una rogativa pro serenitate–, a la persistente sequedad –con la celebración de una rogativa de penitencia– y, finalmente, a la terrible plaga de langosta que, a mediados del Setecientos, azotó los campos de la geografía española y para cuya aniquilación se emplearon conjuros y exorcismos; amén de contar con la presencia fugaz de la reliquia de san Gregorio Ostiense, en tránsito por esas fechas por buena parte del territorio peninsular.

María Eugenia Petit-Breuilh, una de las grandes expertas en sismología y volcanismo históricos para los territorios hispanoamericanos durante la edad moderna, reflexiona ampliamente en su estudio sobre la necesidad de conocer la historia eruptiva de los volcanes del continente sudamericano, especialmente entre los siglos XVI y XVIII, por tratarse de una etapa casi desconocida para la mayoría de los investigadores. Señala que un elevado número de comunidades ignoran la verdadera magnitud que tendría la catástrofe si, a día de hoy, se repitieran algunas de las erupciones volcánicas que sucedieron en el pasado. También destaca el papel que el historiador puede desempeñar en este tipo de trabajos que, en última instancia, ofrecen a la sociedad no sólo los resultados de acontecimientos extraordinarios en un momento determinado de la Historia sino la posibilidad de que, convenientemente analizados y aplicados, sirvan a quienes tienen la responsabilidad de gobernar y administrar la «cosa pública» para, además de salvar vidas, contribuir a la planificación sostenible de áreas potencialmente indefensas. Asimismo hace notar Petit-Breuilh la especial relevancia que, en la actualidad, cobran los estudios de volcanismo histórico. Si antiguamente este tipo de procesos naturales perjudicaban sólo a los lugares más cercanos al centro de emisión, ahora los mercados globales, las telecomunicaciones y, en particular, los vuelos comerciales se han visto afectados por las consecuencias de erupciones explosivas que incluso han llegado a paralizar la circulación aérea y cerrado aeropuertos en varios lugares del mundo.

Las nubes son, seguramente, el hidrometeoro que mayor interés despertado en el ser humano desde siempre. A lo largo de la historia, diferentes autores han incluido referencias a las nubes en sus trabajos destacando la originalidad de sus formas o su vinculación con otros fenómenos que ocurren en el aire. La fascinación por ellas se ha plasmado, asimismo, en la obra de los grandes artistas desde la Edad Media hasta el siglo XX. Jorge Olcina establece en su estudio que fue a comienzos del siglo XIX cuando tuvo lugar el desarrollo de una serie de propuestas de clasificación de los tipos de nubes, erigiéndose en principales protagonistas de estas primeras clasificaciones el naturalista francés Jean-Baptiste de Monet de Lamarck y el farmacéutico inglés Luke Howard. El sistema de clasificación de nubes de éste último, basado en el empleo de denominaciones expresivas en latín, sería, a la postre, la base del actual sistema de clasificación de nubes seguido por la Organización Meteorológica Mundial en su Atlas Internacional de Nubes (1896). Desde los años setenta del pasado siglo, los satélites meteorológicos han mejorado el conocimiento de la estructura interna de las nubes y son la base de nuevos intentos de clasificación.

Cierra el volumen la amena y documentada contribución de José Miguel Viñas referida a la evolución del clima de la Tierra a lo largo de los tiempos, elaborada a partir de la conferencia que impartió en el IX Seminario de Historia y Clima celebrado en la Universidad de Alicante en mayo de 2012.2 Viñas llama la atención acerca de lo determinante que ha sido para la historia de la humanidad la evolución del clima terrestre. Precisamente por ello, y a pesar de las dificultades, el conocimiento sobre el clima del pasado remoto no ha cesado de crecer; hasta el punto de que podemos estar razonablemente seguros de algunos hitos que ocurrieron en esa historia del clima. Tras efectuar un recorrido por los diferentes períodos de la Historia, José Miguel Viñas advierte que desde mediados del siglo XX ha aumentado la variabilidad climática; esto es, que el clima ha ido agudizando su carácter extremo e influyendo sobremanera en las sociedades humanas las cuales, pese al grado de desarrollo actual, son cada vez más conscientes de su vulnerabilidad ante las fluctuaciones climáticas. Y concluye advirtiendo de que hemos entrado en un nuevo ciclo climático, nunca antes conocido por los seres humanos aunque sí por la Tierra, al que debemos de adaptarnos de la mejor manera posible para evitar lo peor.

En la elaboración de este libro han participado de manera destacada, con sus contribuciones, los integrantes del Grupo de Investigación en Historia y Clima de la Universidad de Alicante. Pero sin el concurso de otras personas e instituciones el trabajo no habría llegado a buen fin. Por ello, al margen de recordar que las tareas de investigación desarrolladas a lo largo de los tres últimos años han sido posibles gracias a la concesión por parte del antiguo Ministerio de Ciencia e Innovación de un proyecto dentro del Plan Nacional de Investigación de I+D+I, quiero agradecer la ayuda que desde los vicerrectorados de Investigación y de Extensión Universitaria de la Universidad de Alicante hemos recibido para poder completar nuestras actividades y darles una adecuada difusión. En última instancia, quiero dejar constancia expresa de nuestro reconocimiento a Publicacions de la Universitat de València, personificado en su editora Maite Simón, pues desde el primer momento acogieron con entusiasmo e interés este libro y, con su reconocida profesionalidad, lo han hecho realidad. En estos tiempos difíciles que corren, sin la complicidad y ayuda de editoriales universitarias como PUV, resultaría harto difícil hacer llegar a los círculos académicos interesados y a la sociedad en su conjunto algunos de los resultados de años de investigación.

Alicante, diciembre de 2012

Notes

1. A. Alberola Romá: «No puedo sujetar la pluma de puro frío, porque son extremados los yelos: el clima en la España de los reinados de Felipe V y Fernando VI a través de la correspondencia de algunos ilustrados», Investigaciones Geográficas, 49 (2009), pp. 65-88.

2. IX Seminario Historia y Clima: Clima, Naturaleza, riesgo y desastre. Contribuciones recientes y propuestas de estudio para la España de los siglos XVI al XIX, Universidad de Alicante, 7-9 de mayo de 2012.

EL CLIMA EN LA CORRESPONDENCIA

DE CARLOS III (1759-1765)

CARTAS A FELIPE DE PARMA Y BERNARDO TANUCCI

Cayetano Mas Galvañ

Universidad de Alicante

INTRODUCCIÓN

La importancia de los epistolarios no necesita de ponderación entre los historiadores. Sin embargo, en España su explotación como fuente de datos climáticos (proxy-data) apenas acaba de iniciarse: aunque era sabido que proporcionaban informaciones de este tipo, generalmente quedaban orilladas en estudios que tenían otro centro de interés. De ahí la importancia de ir revisando los epistolarios conocidos, incorporando otros nuevos, y sobre todo, de desarrollar métodos adecuados para su explotación e interpretación como recurso en la investigación de la historia del clima.1

Ya sus biógrafos ochocentistas (Ferrer del Río, Danvila y Collado...)2 pusieron de manifiesto que la amplia correspondencia generada por Carlos III a lo largo de su vida resultaba imprescindible para establecer un perfil bien fundado del monarca.3 Dos de estos epistolarios han llamado especialmente nuestra atención. Por una parte, era conocida la existencia de las cartas enviadas por D. Carlos a Bernardo Tanucci, a la sazón en Nápoles, entre 1759 y 1783, de las cuales se ha publicado una pequeña porción: la comprendida entre 1759 y 1763.4 Totalmente ignoradas, sin embargo, permanecían las cartas que obran en el Archivio di Stato di Parma, correspondientes a la correspondencia enviada, entre 1759 y 1765, por Carlos III a su hermano Felipe, por entonces titular de aquel ducado cisalpino; es decir desde la llegada del primero a España para hacerse cargo de la corona, hasta poco antes de la muerte del segundo.5

Como veremos, se trata de epistolarios muy estrechamente relacionados, incluso redactados de forma simultánea, y que por encima de sus diversos matices y naturaleza intrínseca (amistoso y más político el primero; esencialmente familiar el segundo), presentan una característica en común: redactadas las cartas puntualmente cada semana, D. Carlos –debido a su afición cinegética, que le ponía en constante contacto con la Naturaleza– acostumbraba a indicar a su interlocutor cuál era el tiempo reinante en cada uno de los Reales Sitios donde se hallaba en el momento de escribirlas. Disponemos así, a través de un observador atento y cualificado, de una serie que –sin ser científica– por su extensión y regularidad resulta de un interés excepcional. Es más, en lo que se refiere a las cartas enviadas a su hermano, D. Carlos acostumbraba a acusar recibo del tiempo que aquél le había comunicado que hacía en Parma, con lo cual aporta también unos datos de interés –aunque indirectos– acerca del tiempo en aquellas tierras.

Como quiera que el epistolario completo con Tanucci sólo ha sido publicado parcialmente y está pendiente de un estudio completo y detenido, el presente trabajo tiene como objeto analizar las informaciones meteorológicas contenidas en las cartas de Carlos III a su hermano D. Felipe entre 1759 y 1765 (el fondo de Parma), utilizando sólo como fuente complementaria las cartas a Tanucci ya publicadas. Se describen igualmente las características de la fuente y las cuestiones metodológicas relacionadas con su explotación.

CARACTERÍSTICAS DE LA FUENTE DOCUMENTAL

El epistolario entre Carlos III y Felipe de Parma consta de un total de 222 cartas, escritas entre el 17 de octubre de 1759 y el 2 de abril de 1765. Por lo que hace a las cartas enviadas a Tanucci, las publicadas suman 167 hasta el 28 de junio de 1763, sobre un conjunto aproximado de 1.200.6 La correspondencia con este último, por tanto, no sólo es más abundante en cifras absolutas, sino que hasta dicho año 1763, las que tienen Nápoles como destino nos proporcionan información sobre 31 semanas en las que, o no hubo carta a D. Felipe, o se ha perdido.7 Carlos III databa siempre los martes,8 desde los distintos Reales Sitios donde a la sazón se hallaba la corte, las cartas que en perfecto –y en ocasiones castizo– castellano, enviaba a ambos destinos. Este hecho evidencia que ambas series iban siendo redactadas sin solución de continuidad, como se desprende no sólo de la fecha, sino de la similitud de contenidos. Bien es verdad que las dedicadas a Tanucci tienen mayor extensión (unas 8 páginas por término medio9) que las enviadas a D. Felipe (que muy raramente sobrepasan las 4 páginas): ello explica en parte que las del primero, amén de más densas, resulten menos ordenadas y de redacción más apresurada que las del segundo.10

 

De lo que acabamos de apuntar, y de la propia lectura de las epístolas a D. Felipe se intuye que se produjo alguna pérdida documental en los legajos parmesanos. Esta impresión queda muy reforzada gracias a las cartas a Tanucci, que por así decirlo, representan la serie completa: estando encuadernadas en sucesivos libros a razón de aproximadamente uno por semestre, adquirimos plena conciencia de que D. Carlos escribía semanalmente a Tanucci, y muy probablemente también a su hermano. Son esas posibles pérdidas las que explicarían las irregularidades en la distribución temporal de las conservadas en Parma. Así, las 11 primeras corresponden al periodo que media entre la llegada de D. Carlos y el fin de 1759; 47 fueron escritas en 1760; 37 en 1761, 49 en 1762; 35 en 1763; 34 en 1764; y 9 en los primeros meses de 1765. Afortunadamente, 1762 es el año más completo, lo que nos permite salvar los inconvenientes que podría haber producido la referida pérdida de las expedidas a Tanucci en el primer semestre de ese año. Siempre –salvo las contadas ocasiones en las que no las tenía ante sus ojos por el retraso de los correos– el rey acusaba recibo y efectuaba breves alusiones al contenido de las cartas que ambos corresponsales le iban remitiendo. En el caso de D. Felipe, sus cartas llegaban regularmente datadas tres domingos antes del día de la contestación; es decir, que la dilación habitual en la respuesta de Carlos a Felipe era de 16 días, con lo que podemos contar que se necesitaba en torno a un mes para que el emisor de una carta tuviese en sus manos la respuesta.11 Por lo que hace a Tanucci, sus cartas tardaban en llegar habitualmente cinco días más que las de Parma.

El profesor M. Barrio efectuó una descripción de los grandes temas abordados en las cartas a Tanucci que, con los matices del caso, resulta de aplicación para las cartas a D. Felipe. De acuerdo con el carácter de éstas, destaca en primer lugar todo lo relacionado con la vida familiar (estado de salud y enfermedades, matrimonios, defunciones...). Prácticamente, toda la familia desfila por las páginas de la correspondencia, y de ello podemos extraer algunas claras impresiones respecto del carácter del propio rey, así como de sus relaciones con sus más directos familiares. Las cartas manejadas no desmienten la imagen de un Carlos III metódico y de invariables costumbres, apasionado de la caza hasta lo increíble pero consciente cumplidor de sus responsabilidades de gobierno, muy piadoso pero firme defensor de la dignidad regia. Ese rey, al que G. Anes dibuja elogiosamente como «concreto en su forma de expresarse, claro en manifestar su parecer y decidido cuando imponía su criterio».12 De hecho, la máscara de las fórmulas epistolares (quizá más empleada con D. Felipe que con Tanucci y sólo abandonada en situaciones excepcionales, como las de la muerte de sus respectivas esposas), no oculta sino que incluso potencia la figura de un hombre sinceramente afectuoso y preocupado por los suyos, pero que ejerce firmemente ante todos ellos (hijos, hermanos y sobrinos) su papel de cabeza y padre; un papel que tan solo cede –apenas lo necesario– ante la absoluta adoración que sentía por su venerada madre y señora, según los términos con los que invariablemente la menciona, y a la que no dejaba de visitar a diario. A fin de cuentas, cómo él mismo decía, a doña Isabel de Farnesio «después de Dios la devo todo».13 Esa actitud profundamente paternalista es muy evidente y se acrecienta en especial en la relación con su hermano Felipe. Hombre de carácter más débil, al frente de un Estado que necesitaba del constante apoyo de España y de la Casa de Borbón, la política de D. Felipe estaba evidentemente tutelada bajo la atenta mirada de Carlos III... y de la reina madre, que en todo lo relativo a Parma respaldaba, por supuesto, a su primogénito. A fin de cuentas, la correspondencia es familiar, pero el principal asunto que inspira estas cartas, amén de la perpetuación biológica, consiste en la conservación de sus dominios italianos. Por supuesto, la reina doña María Amalia ocupa también su lugar, mencionada sobre todo en lo referente a su delicada salud, hasta que su inminente muerte es comunicada a D. Felipe en una breve pero muy emotiva carta.14 No faltan las referencias a algunos otros hermanos: en concreto a D. Luis, por estos años compañero permanente de las cacerías de D. Carlos; y a doña María Antonia, esposa del rey de Cerdeña y por tanto duquesa de Saboya. Como es natural, también se menciona a los hijos de D. Carlos y D. Felipe, sobre todo al príncipe de Asturias y a María Luisa, cuyo proyecto de matrimonio está claramente dibujado en la correspondencia.15 De hecho, una vez se hizo público el compromiso, los preparativos de la boda (comenzando por el intercambio de retratos de los novios) acapararán cientos de renglones, muchos de ellos de una ñoñería sonrojante. Las menciones a la esposa de D. Felipe, sin embargo, son muy escasas dado que falleció el 6 de diciembre de 1759. También se alude a doña Isabel, la hija mayor de D. Felipe y esposa del entonces archiduque de Austria (futuro emperador José II), tanto por su boda como por su óbito ocurrido en noviembre de 1763.

Al hablar de la familia, no podemos olvidar a la rama francesa, con nuestro primo el rey a la cabeza, tratamiento con el que invariablemente se refiere a Luis XV. D. Carlos distaba de confiar en él, no tanto por la persona del Rey Cristianísimo, como por la influencia que juzgaba tenían sobre él sus ministros, con Choiseul a la cabeza.16 Por supuesto, no son los únicos personajes que aparecen en la correspondencia. Los propios ministros y estadistas (Wall y Grimaldi en España,17 Du Tillot en Parma y Tanucci en Nápoles), entre otros, así como una nutrida lista de embajadores y representantes políticos de todo tipo tienen también su mayor o menor plaza, sobre todo en la correspondencia con Tanucci. Lo que cabe resaltar, en cualquier caso, es que todas estas cartas ponen de manifiesto la –por otra parte bien conocida– existencia de otras correspondencias epistolares paralelas entre dichos ministros cruzadas de orden de sus respectivos señores. La existencia de este «segundo nivel» explica que en materia de ejecución de órdenes y actuaciones concretas, unas cartas como las de Carlos III a su hermano sean –con bastante más frecuencia de la que el lector desearía– poco concretas en múltiples asuntos, tanto como abundantes en sobreentendidos y remisiones a esas otras cartas: si queremos conocer a Carlos III, hemos de estudiar a fondo –en esta época– las cartas de Wall o de Grimaldi.

Esto vale especialmente para los grandes asuntos políticos de la época. Como se ha dicho, el eje central de las cartas no es otro que asegurar las posesiones borbónicas en el marco de las complejidades de la política italiana y europea. En este sentido, quizá fueron las amenazas que pesaban sobre el ducado de Piacenza (parte integrante de los dominios de D. Felipe) las que más esfuerzos requirieron hasta 1763. Ya hace bastantes años que el profesor Palacio Atard –sin hacer uso de la documentación que estamos utilizando– se ocupó de estudiar la cuestión con detenimiento.18 Tuvo Carlos III que emplearse a fondo ante las reclamaciones del rey de Cerdeña sobre este territorio, lo que le exigió jugar con las veleidades de las distintas potencias y en particular con las dobleces de la posición francesa. Y para lograr tal fin, D. Carlos reclamó de su hermano una entrega absoluta y terminante, que le facilitase el entero ejercicio de la tutela sobre la posición de Parma en el concierto internacional. Es un concepto que el rey repite hasta la saciedad de diversas formas: en ocasiones con notables enfados,19 por lo general con suavidad y fórmulas bastante gráficas («como se dize aquí échame las cabras a mí, pues yo me las veré con ellos»20). El asunto se vino a resolver definitivamente, y de manera favorable para los intereses borbónicos, mediado el año 1763.21 Por otro lado, en este periodo inicial del reinado carolino las cuestiones relativas al regalismo reformista se hacen más notables en la correspondencia con Tanucci, tal como destacó M. Barrio;22 en cuanto a Parma, aunque aún están lejos de alcanzarse las cotas causadas por el famoso Monitorio –muerto ya D. Felipe–, sobran las alusiones a las dificultades que ya se estaban experimentado con Roma, si bien ninguno de los corresponsales parece conceder excesiva urgencia a estos problemas.23