Olvidadas y silenciadas

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Aus der Reihe: Nexus #10
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Olvidadas y silenciadas
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Este libro ha sido financiado en parte con el proyecto de investigación Mujeres artistas en España, 1804-1939 (HAR2017-84399-P).


© Dels textos: els autors i les autores, 2021


© D’aquesta edició: Universitat de València, 2021 Publicacions de la Universitat de València

Coordinació editorial: Amparo Jesús-María

Maquetació: Celso Hernández de la Figuera

Disseny de coberta: Celso Hernández de la Figuera


Il·lustració de la coberta: Augusto T. Arcimis (1844-1910), En el estudio de Pintura. Positivo estereoscópico en vidrio a la gelatina. Archivo fotográfico Augusto Arcimis, propiedad de la Fundación Duques de Soria de Ciencia y Cultura Hispánica, depositado en el Instituto del Patrimonio Cultural de España, Madrid, Ministerio de Cultura y Deporte.

ISBN: 978-84-9134-789-7 (ePub)

ISBN: 978-84-9134-790-3 (PDF)

Edición digital

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN, por Rafael Gil Salinas

1. Mujeres y pintoras. La visibilidad artística femenina en la pintura española de la primera mitad del siglo XIX, Rafael Gil Salinas

2. Espacios de sociabilidad femenina. El arte burgués en la Valencia del ochocientos, Ester Alba Pagán

3. Del salón al gabinete, académicas en la España del XIX, Mariángeles Pérez-Martín

4. Mujeres copistas en el Museo del Prado, 1843-1939, Alberto Castán Chocarro

5. Artistas españolas en Francia: del Salón académico a las Exposiciones feministas (1852-1914). Las aportaciones de Margarita Arosa, Magdalena Illán Martín

6. ¿Viaja usted sola? Fotógrafas extranjeras en la configuración de la imagen turística de España, Alicia Fuentes Vega

7. Pintoras frente al espejo, 1800-1939. Autorretratos de las artistas contemporáneas, Concha Lomba Serrano

8. La mujer como artefacto para la construcción de los imaginarios regionales del Estado español, 1900-1939, Jaime Brihuega

INTRODUCCIÓN

El presente libro responde al curso impartido en la Universitat d’Estiu de Gandia de la Universitat de València, coordinado por los profesores Rafael Gil y Ester Alba y realizado durante el mes de julio de 2019. Aunque habría que aclarar que es el resultado de parte de la investigación del proyecto Mujeres Artistas en España, 1804-1939 (HAR2017-84399-P) dirigido por la profesora Concha Lomba de la Universidad de Zaragoza. El curso se organizó con la intención de contribuir a la visibilidad de las mujeres artistas en la España contemporánea. Para ello, era necesario cuestionar el relato hegemónico de la historia del arte sustituyéndolo por otro más acorde con la realidad. En este sentido, se analizó de forma global el proceso vivido por las creadoras de distintas disciplinas (pintura, escultura, fotografía…), para desentrañar qué artistas estuvieron en activo, su formación artística, su perfil profesional, los canales de exhibición y su recepción crítica, los lenguajes artísticos empleados y cómo evolucionaron y, en definitiva, el lugar que ocuparon en la cultura artística.

Perder la memoria o el recuerdo de una cosa ha sido uno de los principales argumentos para la elaboración de esta publicación. De la misma forma que el hecho de callar u omitir algo sobre algo o alguien nos ha impulsado a poner énfasis en la necesidad de revisar la historia del arte desde una perspectiva de género.

Naturalmente esta situación no es nueva. Ya, desde la antigüedad, se fueron fraguando una serie de consideraciones y puntos de vista sobre el papel ejercido por la mujer que hicieron mella en la perspectiva heteropatriarcal del pasado que se impuso en la sociedad y, claro está, tuvo su reflejo en las bellas artes.

Basta con echar un vistazo a los relatos construidos en la antigüedad para evidenciar este panorama sobre la consideración femenina. Así, por ejemplo, Telémaco, en el capítulo I de La Odisea de Homero, se dirige a su madre, Penélope, reina de Ítaca, en los siguientes términos: «Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca […] El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa». Es claro, pues, que las leyendas y los mitos recogen los pensamientos de las sociedades antiguas. Por otra parte, en la tragedia griega de Esquilo Agamenón, representada en el 458 a. C., se presentaba a las mujeres poderosas como usurpadoras y no como legales representantes del poder. Por ello, provocaban el caos y la fractura del Estado, llevando tras de sí la muerte y la destrucción. Durante la ausencia de Agamenón, que se encontraba luchando en la guerra de Troya, Clitemnestra, su mujer, asumió el gobierno de la ciudad, y a partir de ese momento dejó de ser mujer, de ser sumisa, para transformarse en un hombre de un carácter infame. Clitemnestra se presenta como símbolo de la pasión y de la mujer humillada. El orden patriarcal solo se restaurará cuando los hijos de Clitemnestra conspiren para darle muerte. Clitemnestra, con su conducta viril (adúltera y embaucadora), fue vista por la tradición como un ser odioso que representaba el mal doméstico, ambiciosa, inteligente y soberbia con los dioses. A raíz de sus actos, se la caracterizó como a un hombre, descrita con las cualidades de un hombre, pero híbrido, como un androboulon, es decir, de pensamiento varonil.

Con posterioridad, ya con la Ilustración en el siglo XVIII, Rousseau afirmaba que los roles genéricos estaban determinados por las relaciones naturales. La naturaleza de la mujer le obligaba a amar al hombre y, también, a servirle. Esta desigualdad no era una institución humana, sino de la razón, de la naturaleza. El mismo pensador veía a la mujer como un camino a la perdición para los hombres, como una fuente constante de tentaciones, vicios e intemperancia.

Lo cierto es que la consideración de la mujer ha sido, históricamente, muy cuestionada. Baste con recordar que, en Escocia, por ejemplo, se inventó la brida del regaño, que fue utilizado en todo el Reino Unido entre los siglos XVI y XIX, y que consistía en una especie de jaula de metal que impedía hablar, mediante un elemento que presionaba hacia abajo la parte superior de la lengua, de forma que, si se movía, provocaba un dolor tal que impedía siquiera abrir la boca. Comúnmente era usado por los maridos sobre sus esposas, pero el dispositivo en mayor medida fue aplicado sobre mujeres que agitaban la sociedad, dominada por los hombres de la época. El castigo se aplicaba en un lugar público y a veces también se complementaba con azotes. Se llegó incluso a añadirles una campana para que pudieran verlas todos, con un fin claro: humillar.

Historiadores de la talla de Georges Duby afirmaban que en el siglo XIX «el hombre poseía la fortaleza, el coraje, la energía y la creatividad contra la mujer que es pasiva, doméstica –y domesticable–. La mujer es más emotiva, menos inteligente y más infantil».1.

Y, a finales de ese siglo, en 1899, Octave Mirbeau señalaba que la mujer «no tiene más que un papel a desempeñar en el universo, a saber: hacer el amor y perpetuar la especie […]. Por este mero hecho, la mujer es incapaz de todo cuanto no sea amor y maternidad».2.

Desde la perspectiva artística, la representación de la mujer en la historia del arte ha sido fiel reflejo de la consideración que había alcanzado en la sociedad. La mujer en la historia del arte ha ocupado un papel como musa, pero no como sujeto de creación. Los grandes artistas situaron a la mujer en el centro de sus composiciones, por lo que la conexión entre el mito y la sociedad resulta evidente. Y se fue construyendo toda una serie de modelos de género a lo largo del siglo XIX.

De esta forma, se mostró a la mujer como ángel del hogar. Fue un ideal femenino como reina del hogar, identificada con la Virgen María, reina de los cielos y madre de Cristo. Esta «angelización» de la mujer le permitió ocupar el trono del hogar a cambio de practicar virtudes como la castidad, la abnegación y la sumisión. Y la maternidad se reivindicó como la función femenina por excelencia.

La mujer burguesa aparece representada en numerosas ocasiones, enfatizándose el papel de la mujer en el siglo XIX, como persona ociosa, recreada en el papel del dolce far niente. Simone de Beauvoir afirmaba que

 

la vida conyugal toma figuras diferentes, según los casos. Pero para una gran cantidad de mujeres la jornada se desarrolla más o menos de la misma manera […] se quedará sola durante todo el día; el bebé que se mueve en la cuna o juega en el parque no es una compañía […] sus manos trabajan, pero su espíritu no está ocupado; esboza proyectos, sueña, se aburre; ninguna de sus ocupaciones le bastan a sí misma.3.

Las mujeres burguesas estuvieron recluidas en la procreación y en la construcción del género del «ángel del hogar», enclaustradas en su matrimonio y en una vida privada donde lo doméstico las encerraba en una rutina. En contraposición, las prostitutas eran mujeres de la calle, que formaron parte de la nueva modernidad fin de siècle. Fue una forma de preservar la moralidad decimonónica. Se caracterizaron como seres libertinos, con escasos vestidos, desafiando al espectador con la mirada o incitándoles con juegos.

Durante la segunda mitad del siglo XIX la mujer comenzó a desempeñar roles laborales tanto en el campo como en la ciudad: la mujer trabajadora, como campesina o como obrera. A diferencia de la mujer burguesa, en la jerarquización patriarcal, fueron las mujeres más silenciadas.

La imagen arquetípica de la femme fatale en religión, arte y literatura es una creación masculina. Es una reinterpretación de la misoginia como consecuencia del surgimiento de la mujer moderna o New woman: independiente, inconformista, representa un mundo erótico fruto de la represión sexual de la época. Es un mundo de fantasía, donde la mujer se convirtió en icono de las pasiones.

Pero además de la representación de la mujer cabe abordar el principal aspecto en los estudios sobre la mujer, que es el relativo a la construcción del género. El concepto de género se define como el conjunto de creencias, rasgos personales, actitudes, sentimientos, valores y actividades que diferencian a mujeres y hombres a través de un proceso de construcción social. Las construcciones de género se basan en rasgos o características que codifican los comportamientos sociales y construyen el imaginario colectivo. Por ejemplo, la histeria fue considerada como «enfermedad» femenina hasta mediados del siglo XIX por el neurólogo francés Jean-Martin Charcot, el neurólogo austriaco Sigmund Freud o el psicólogo austríaco Josef Breuer. Sin embargo, cuando era el hombre el que mostraba síntomas de la enfermedad similares se consideraba que era un hombre con actitudes femeninas. Hoy en día, la histeria es sinónimo de nerviosismo o excitación extrema, propio de la persona que no sabe lo que quiere, o que cambia de parecer de forma rápida, sin razón alguna o motivo aparente, independientemente de su sexo.

Los inicios de los estudios de género en el campo de la historia del arte hay que situarlos en la década de los setenta, a partir del artículo escrito por la historiadora del arte estadounidense Linda Nochlin «Why have there been no great women artists?».4. Este ensayo provocó una fuerte reacción académica porque ponía el énfasis en el hecho del silencio manifiesto de la historiografía artística sobre las mujeres artistas.

A partir de ese estudio, y a pesar de haber sido silenciadas durante siglos, la comunidad científica comenzó a preocuparse por evidenciar el peso que las mujeres artistas habían alcanzado a lo largo de la historia, y se dio continuidad a la historiografía artística de los estudios de género. Muestra de ello es el libro de Bram Dijkstra Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, publicado en 1986.5. Al que pronto siguió el de la historiadora Estrella de Diego La mujer y la pintura del XIX español. Cuatrocientas olvidadas y algunas más,6. así como el de Christine Battersby, Gender and Genius towards a Feminist Aesthetic.7. En 1990 Whitney Chadwick publicó Women, Art and Society.8. Y, al año siguiente, Georges Duby y Michelle Perry editaron la tan necesaria Historia de las mujeres en cinco volúmenes.9. Ya a principios del siglo XXI vieron la luz obras como la de Patricia Mayayo Historias de mujeres, historias del arte,10. o la de Erika Bornay Las hijas de Lilith.11. Esta preocupación ha tenido continuidad, más recientemente, de la mano de Griselda Pollock y su Visión y diferencia. Feminismo, feminidad e historia del arte,12. Victoria Combalia, con Musas, mecenas y amantes. Mujeres en torno al surrealismo,13. o Concha Lomba en Bajo el eclipse. Pintoras en España, 1880-1939.14.

Olvidadas y silenciadas. Mujeres artistas en la España contemporánea hace un recorrido cronológico por la creación artística femenina en España en los siglos XIX y XX desde distintos puntos de vista. Así, se abordan aspectos como las pintoras españolas de la primera mitad del siglo XIX; las artistas españolas académicas en la España del siglo XIX; el arte burgués femenino en la Valencia del siglo XIX; las artistas españolas en Francia durante la segunda mitad del siglo XIX; las mujeres copistas en el Museo del Prado durante la segunda parte del siglo XIX y primera mitad del XX; la construcción del imaginario femenino regionalista a principios del siglo XX; la creación de la vanguardia española a partir de la producción artística femenina; o la elaboración de la imagen turística de España a partir de las fotógrafas extranjeras durante la primera mitad del siglo XX.

1. Georges Duby y Michelle Perrot, Historia de las Mujeres. El siglo XX, vol. V, Madrid, Taurus, 1991. Título original: Storia delle donne, Roma-Bari, Gius Laterza & Figli, Spa, 1990-1992.

2. Octave Mirbeau, Le jardín des supplices, París, Fasquelle, 1899.

3. El segundo sexo, vol. II, Buenos Aires, 1962.

4. Un ensayo publicado en la antología Woman in Sexist Society: Studies in Power and Powerlessness, editado por Vivian Gornick y Barbara K. Moran, Nueva York, Basic Books, 1971.

5. Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, Madrid, Debate, 1986.

6. Estrella De Diego: La mujer y la pintura del XIX español. Cuatrocientas olvidadas y algunas más, Madrid, Cátedra, 1987.

7. Christine Battersby: Gender and Genius towards a Feminist Aesthetic, Indiana University Press, 1989.

8. Whitney Chadwick: Women, Art and Society, Londres, Thames & Hudson, 1990.

9. Georges Duby y Michelle Perrot: Historia de las mujeres (5 vols.), Madrid, Taurus, 1991.

10. Patricia Mayayo: Historias de mujeres, historias del arte, Madrid: Cátedra, 2003.

11. Erika Bornay: Las hijas de Lilith, Madrid, Ensayos de Arte Cátedra, 2004.

12. Griselda Pollock: Visión y diferencia. Feminismo, feminidad e historia del arte, Buenos Aires, Fiordo, 2015.

13. Victoria Combalia: Musas, mecenas y amantes. Mujeres en torno al surrealismo, Barcelona, Editorial Alba, 2016.

14. Concha Lomba: Bajo el eclipse. Pintoras en España, 1880-1939, Madrid, CSIC, 2019.

1. MUJERES Y PINTORAS

La visibilidad artística femenina en la pintura española de la primera mitad del siglo XIX

Rafael Gil Salinas

Universitat de València

INTRODUCCIÓN: EL CONTEXTO INTERNACIONAL

Una de las principales características de la historia del arte ha sido el protagonismo ejercido por infinidad de mujeres. Han sido modelos y musas. Han protagonizado algunos de los cuadros más importantes de todas las épocas: desde las señoritas de Aviñón a las majas, la Mona Lisa, las venus, las bailarinas de Degas o las prostitutas de Toulouse-Lautrec, entre otras.

Son solo algunos ejemplos evidentes, pero mientras que las mujeres se dejan ver en las paredes de los museos son muy pocas las que firman los lienzos que cuelgan de ellos. La concepción decimonónica de la mayoría de los manuales del tema las excluyó, aunque hubiera mujeres retratistas de Corte, escultoras de cámara o pintoras religiosas. Han sido silenciadas y su rescate del olvido, afortunadamente recuperado en los últimos años, merece todos los empeños.

Su existencia fue ciertamente reducida en muchas épocas, pero hay un buen número de nombres de mujeres que, en cada etapa de la historia, alcanzaron una fama y un reconocimiento público que fue posteriormente silenciado. Mujeres que no aparecen en los libros de arte ni suenan en el imaginario colectivo por culpa del concepto de historia del arte procedente del siglo XIX, centuria en la que se vetó especialmente la independencia creadora de la mujer por la moral burguesa reinante y relegó al género femenino a una condición hogareña casi exclusiva, mediante un canon casi exclusivamente masculino en las primeras publicaciones dedicadas al arte. Una discriminación que, además, se estandarizó cuando se crearon los grandes museos europeos. Tampoco ayudó la visión de muchos grandes hombres del arte que se despacharon con opiniones similares a la de Renoir: «la mujer artista es sencillamente ridícula».

¿El resultado? Una visión androcéntrica del arte que ha borrado a muchas pioneras que merecen un lugar destacado en nuestras conciencias artísticas. Hay que empezar por Ende, considerada la primera pintora de la historia, una copista encargada de iluminar códices en el siglo X que ya firmó entonces Ende pintrix et Dei aiutrix (Ende, pintora y sierva de Dios), el manuscrito del Comentario al Apocalipsis del Beato de Liébana o Hildegarda de Bingen, una monja benedictina que fue pionera en el campo de la música, la literatura y la pintura y que ya fue silenciada en su propia época.

El nombre de Sofonisba Anguissola quizás sea uno de los que más puedan sonar porque es la única mujer cuyas obras se pueden ver en las colecciones del Prado y a la que en la actualidad se dedica en aquella institución una exposición monográfica junto a Lavinia Fontana.1. Esta pintora renacentista cosechó muchos éxitos en su época. Miguel Ángel alabó su obra, Giorgo Vasari la incluyó en su diccionario con 133 biografías de artistas (todos hombres menos la escultora Properzia de Rossi y su mención), se hizo famosa en Italia, Van Dyck la retrató y fue pintora de la Corte de Felipe II (un retrato suyo del monarca está en el Prado), sin embargo, como era mujer no podía firmar sus obras, motivo por el cual muchas fueron atribuidas a hombres. La partida de ajedrez es uno de los pocos cuadros que tiene su rúbrica, pero otras como La dama del armiño hoy siguen generando debate sobre si es obra de su mano o de la del Greco.

También en la Italia del siglo XVI Lavinia Fontana fue una cotizada retratista, pero no solo por su reconocimiento, sino porque se convirtió en pintora oficial de la Corte del papa Clemente VIII y también trabajó para el Palacio Real de Madrid. Quizás es la pintora más exitosa del Renacimiento y el Barroco, una pionera que realizó cuadros de desnudos de hombres y mujeres (en la época los estudios de anatomía estaban vetados para las mujeres) y en la conciliación: su marido dejó el trabajo para ocuparse de la casa y sus once hijos mientras ella sustentaba la economía familiar con sus pinturas.

Mientras que ambas nacieron en ambientes artísticos, la vida de Judith Leyster fue completamente distinta. Esta artista holandesa del siglo XVII era hija de un cervecero y la pintura apareció como un oficio necesario para sobrellevar las penurias económicas de la familia. Influida por Rembrandt, Vermeer, Frans Hals, su maestro y la pintura caravaggista apenas hay una cincuentena de obras conservadas de ella porque dejó el arte cuando se casó, pero hoy sigue observándonos directamente a los ojos desde la National Gallery of Art de Washington mientras pinta a un violinista.

Otro de los grandes nombres del Barroco fue el de Artemisia Gentileschi, una pintora que llegó a gozar de una notable consideración en la Italia del Setecientos, aunque su fama decreció tras su muerte y un siglo más tarde su obra cayó en el más profundo olvido, en parte por la dispersión, la pérdida y las malas atribuciones. Fue la primera mujer admitida en la selecta Academia del Disegno florentina, lugar donde consiguió el mecenazgo de los Medici. La Galería de los Uffizi muestra una de sus obras, de clara influencia caravaggista, más reconocidas: Judith decapitando a Holofernes. En ella se representó en los rasgos de Judith y se vengaba de su preceptor artístico y agresor sexual, Agostino Tassi, retratándole como Holofernes. Le llevó a un juicio por violación y, aunque fue desterrado, ella sufrió torturas y un humillante examen ginecológico para demostrar su inocencia. Es, para muchos, la primera pintora feminista de la historia y, en 2016, Roma le dedicó una gran exposición.2.

 

En el mismo siglo en España despunta la sevillana Luisa Roldán, hija del mejor escultor de la segunda mitad del XVII de la capital hispalense y más conocida como La Roldana. Dominó la talla de madera y barro, fue escultora de cámara de Carlos II y Felipe V y suyas son tallas como Entierro de Cristo, que se exhibe en el Metropolitan Museum de Nueva York, o el gran San Miguel Arcángel del Escorial. A pesar de su profusa actividad pasó muchas dificultades económicas y a su muerte su nombre también cayó en el olvido.

La mujer que puso rostro a Goethe o Reynolds fue Angélica Kauffman, una pintora suiza neoclásica que alcanzó una gran fama en el siglo XVIII, al igual que la francesa Marie Louise Elisabeth Vigée Lebrun, una de las retratistas más cotizadas de la época. No aparecerá en los libros de historia del arte, pero sí en los de historia universal: retrató a toda una corte de personajes cuyas cabezas acabarían cortadas en la guillotina de la Revolución francesa. Pintó, por ejemplo, a Lord Byron o a María Antonieta hasta en 35 ocasiones. El primer retrato se lo hizo con solo 23 años.

En el misógino siglo XIX hay nombres propios ya más reconocibles, como los de Berthe Morisot, Mary Cassatt y Marie Bracquemond, las tres mujeres de primer nivel que formaron parte del impresionismo, al igual que la escultora Camille Claudel. Las vanguardias del siglo XX tampoco trataron mejor a sus creadoras. Aunque Frida Khalo, Georgia O’Keefe, Sonia Delaunay o Tamara de Lempicka son más conocidas, en el ostracismo han quedado numerosos nombres como los de Sophie Taeuber Arp, Leonora Carrington, Lee Krasner, un auténtico referente del expresionismo abstracto siempre a la sombra de Pollock, su marido, o Florine Stettheimer, la mujer que hizo el primer autorretrato desnuda de la historia del arte.

Tampoco puede faltar entre las mujeres pioneras y ser rescatada de la historia del arte el nombre de la española Maruja Mallo. Desterrada de los libros, fue una de las grandes surrealistas –el propio Dalí la calificó como «mitad ángel, mitad marisco»–, además de una mujer comprometida políticamente con la difusión del arte. Fue parte de la Generación del 27, colaboró con las misiones pedagógicas republicanas y tuvo que exiliarse a EE. UU. y Argentina durante la Guerra Civil y la dictadura. Es una de las creadoras de las que quizá se conozca más su anecdotario (su rebelión contra el uso del sombrero, sus provocaciones anticlericales o el empleo de pantalones prestados, «soy la primera travesti», para acceder a un edificio religioso) que su propia obra. Cometió, como la definió María Zambrano, «uno de los errores más destructivos e imperdonables: ser libre». El mismo que todas estas mujeres empeñadas en desmentir esas palabras de Bocaccio, para quien «el arte es ajeno al espíritu de las mujeres, pues esas cosas solo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre muy rara en ellas».

LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS FEMENINAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX: DE LA ARTESANÍA AL ARTE

Además de mostrar su condición femenina, muchas mujeres fueron artistas en unos momentos en los que, como veremos, no se les puso nada fácil el desarrollo de esta actividad. Una idea bastante difundida es la de que las mujeres siempre han trabajado junto a sus compañeros varones, ya sea compartiendo o distribuyendo tareas, aunque las leyes hayan puesto límites a su formación, su ejercicio profesional y a sus derechos. Sin embargo, la histórica voluntad de asociarlas al llamado ámbito doméstico y la identificación del concepto trabajo con la percepción de un salario que caracteriza a las sociedades industriales han provocado un efecto perverso en la memoria histórica, ocultándose la creación y el protagonismo social de las mujeres en la producción, transformación y distribución de bienes y servicios, restándoles protagonismo social en la configuración y evolución de las sociedades, al tiempo que se han infravalorado los trabajos y saberes considerados «propios de mujeres».


Fig. 1. Florero de conchas isabelino con fanal en vidrio. 50 cm alto x 29 cm diámetro. Tercer cuarto del siglo XIX. Colección particular.

A comienzos del siglo XIX, en instituciones como la Real Sociedad Económica de Amigos del País, el Ateneo, el Casino-Obrero, el Liceo Artístico y Literario o en los escaparates de los principales comercios de las ciudades, comenzaron a aflorar exposiciones temporales que, con una duración máxima de quince días, permitieron exhibir muestras en las que se exhibían conjuntamente piezas artesanales (figura 1) y obras artísticas. Lienzos que mostraban flores, naturalezas muertas, bodegones, paisajes o retratos convivían con bordados, abanicos, flores realizadas con conchas o artilugios con ciertos mecanismos que permitían que las obras artesanales cobrasen vida.

El dibujo, la música y la costura, así como los idiomas o la geografía, formaron parte de la formación habitual que las jóvenes de clase alta recibían con el fin de aprender a desenvolverse en sociedad. Eso hizo que muchas mujeres cultivasen en sus hogares la pintura, así como diversas técnicas decorativas, a modo de pasatiempo, sin que por ello careciesen de calidad artística o de dificultad técnica.

Muchas mujeres del siglo XIX dedicaron buena parte de su tiempo a labores como los bordados. La destreza en las labores ocupó un papel fundamental en la educación que las niñas recibían en los conventos o en colegios en el siglo XIX, y que formaban parte de las llamadas labores del hogar o labores de adorno. La mujer afirmaba su papel de «ángel del hogar» decorando cada ángulo de su casa: toallas, centros, cojines, reposapiés, fundas para sillas, tapetes, cortinas, barandillas, paneles contra el fuego, etc.

Las niñas se iniciaban en las diferentes técnicas de la costura ejecutando «trabajos de prueba» o dechados, en los cuales aprendían a hacer cenefas, vainicas, deshilados o letras que servirían para marcar las prendas de su ajuar. Estos dechados también se convirtieron en instrumentos de alfabetización donde las muchachas aprendían a leer y escribir. Posteriormente, continuarían con otras labores más especializadas, como el bordado o el encaje, la calceta, la frivolité, el crochet, el punto de red o el dobladillo, que aplicaban a la indumentaria, a los ajuares domésticos y a los ornamentos de iglesia.

Las revistas femeninas ofrecían patrones y diseños para poder llevar a cabo todas estas labores. Los grandes avances de la imprenta contribuyeron a un considerable aumento de esquemas y modelos: parece ser que en 1840 se publicaron más de catorce mil. Por otro lado, los progresos de la química y de la industria textil surgidos en el siglo XIX permitieron satisfacer la creciente demanda de tejidos, hilos de colores o utensilios para la ejecución de bordados y encajes.

Desde la perspectiva de las bellas artes, las mujeres artistas encontraron mayores facilidades en la dedicación a determinados temas y técnicas, por considerarse eminentemente femeninos. Por ello es frecuente encontrar un mayor número de mujeres artistas en el campo de la miniatura, la ilustración, el bordado o la porcelana que en el ámbito de la pintura o la escultura. Las artistas solían cultivar temas de género y bodegones y, en ocasiones, retratos y temas religiosos, temas que eran considerados secundarios en la jerarquía artística de la época. Eran géneros y medios que en la época fueron valorados acordes a su sensibilidad y sus capacidades, pero, en realidad, también influyó el tener vedado el acceso a ciertas asignaturas, que les impidió ampliar su formación, incrementar sus habilidades y, en consecuencia, atreverse con otro tipo de composiciones.

En un artículo publicado en la Gazette des Beaux-Arts en 1860 se retrataba con claridad el sentimiento de la época respecto a la situación y consideración de la mujer artista:

El genio masculino no tiene nada que ver con el gusto femenino. Dejemos que los hombres de genio alumbren grandes proyectos arquitectónicos, esculturas monumentales y formas pictóricas excelsas. En una palabra, que los hombres se ocupen de todo lo que tiene que ver con el gran arte. Dejemos que las mujeres se ocupen de esas clases de arte por las que siempre han sentido preferencia, la pintura de flores, esos prodigios de elegancia y frescura que sólo pueden competir con la elegancia y frescura de las propias mujeres. A las mujeres corresponde sobre todo la práctica del arte gráfico, esas laboriosas artes que se compadecen tan bien con el papel de abnegación y devoción que la mujer honesta desempeña felizmente aquí en la tierra, y que es su religión.3.

LAS PIONERAS: PINTORAS ESPAÑOLAS DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX. REINAS Y PINTORAS DE LA FAMILIA REAL