Consuelo para los creyentes

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Consuelo para los creyentes
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Publicado por:
Publicaciones Faro de Gracia
P.O. Box 1043
Graham, NC 27253
www.farodegracia.org
ISBN: 978-1-629461-38-0
© Traducción al español por Publicaciones Faro de Gracia, Copyright 2016. Todos los Derechos Reservados.
Traducción realizada por Giancarlo Montemayor.
El diseño de la portada fue realizado por Joe Hearn y Joshua Vandgrift, de Relative Creative.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio – electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro – excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.
© Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Todos los derechos reservados.
Impresa en Colombia, primera edición, 2016
Contenido
Introducción
Capítulo 1­ — No Hay Condenación
Capítulo 2 — La Seguridad del Creyente
Capítulo 3 — Sufrimientos Compensados
Capítulo 4 — El Dador Supremo
Capítulo 5 — El Dios que Nos Recuerda
Capítulo 6 — Probado por Fuego
Capítulo 7 — La Disciplina Divina
Capítulo 8 — La Disciplina Divina
Capítulo 9 — La Herencia de Dios
Capítulo 10 — Dios Asegura Su Herencia
Capítulo 11 — El Lamento
Capítulo 12 — Hambre y Sed
Capítulo 13 — Limpios de Corazón
Capítulo 14 — Las Bienaventuranzas y Cristo
Capítulo 15 — La Tribulación y la Gloria
Capítulo 16 — El Contentamiento
Capítulo 17 — Estimada es la Muerte


Introducción

El trabajo al que el siervo de Cristo ha sido llamado es multifacético. No solamente debe predicar el evangelio a los perdidos, alimentar a la grey de Dios con ciencia y con inteligencia (Jeremías 3:15), y quitar las piedras de tropiezo de en medio del camino (Isaías 57:14), sino que también es instado a “Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión” (Isaías 58:1 y cf. 1 Timoteo 4:2). Aun otra parte importante de su comisión se describe en, “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios” (Isaías 40:1). ¡Qué título tan honroso: “pueblo mío”! ¡Qué relación tan reafirmante: “vuestro Dios”! ¡Qué labor tan placentera: “consolar”! Existe una razón contenida en tres partes por la cual se repite dos veces este mandamiento a consolar.

Primero, porque algunas veces las almas de los creyentes se rehúsan a ser consoladas (Salmo 77:2), de tal forma que la consolación debe ser repetida. Segundo, para acentuar esta labor de manera más enfática en el corazón del predicador, como para que no sea tacaño a la hora de dar aliento. Tercero, para asegurarnos cuán deseoso de corazón está Dios mismo en que Su pueblo esté con buen ánimo (Filipenses 4:4). Dios tiene un pueblo, objeto de su favor especial, una compañía a los que ha tomado para tener una relación íntima consigo mismo de tal manera que los llama “pueblo mío”. Muy a menudo ellos se sienten desconsolados debido a sus inmundicias, las tentaciones de Satanás, el trato cruel del mundo o el pobre estado de la causa de Cristo en la tierra. El “Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3) es muy tierno hacia ellos, y es Su voluntad revelada que Sus siervos venden al corazón roto y derramen bálsamo de Galaad en sus heridas. ¡Qué causa tenemos aquí para exclamar “¿Qué Dios como tú?”! (Miqueas 7:18), quien ha provisto el consuelo de aquellos que anteriormente fueron rebeldes contra Su gobierno y transgresores de Sus leyes.

Los temas de este pequeño libro se han impreso en algunas ocasiones en nuestra revista mensual durante los últimos treinta años. Anteriormente fueron sermones que predicamos hace mucho tiempo en los Estados Unidos de América y en Australia. En algunas partes se encuentran expresiones (especialmente en donde se habla de profecía) que ya no usamos hoy; pero debido a que al Señor le ha agradado usarlos en su forma original con no pocas de Sus personas angustiadas, no las hemos editado. Que Dios se agrade de brindar paz por medio de estos temas a las almas afligidas hoy, y que la gloria sea únicamente para Él.

—A.W. Pink, 1952

Capítulo 1
No Hay Condenación

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.” — Romanos 8:1

“Pues, ninguna condenación hay.” El capítulo ocho de la epístola a los Romanos concluye la primera sección de esa maravillosa carta. Su primera palabra en el griego es “pues” o “por lo tanto” se puede apreciar de dos maneras. Primero, esta palabra conecta con todo lo que se ha dicho desde el capítulo 3, versículo 21. Aquí se deduce una conclusión de toda la discusión anterior, una conclusión que fue, de hecho, la gran conclusión hacia la que el apóstol ha estado apuntando durante todo su argumento. Debido a que Cristo ha sido hecho “propiciación por medio de la fe en su sangre” (3:25); ya que Él fue “entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (4:25); debido a que por la obediencia de Uno los muchos (los creyentes de todas las edades) son “constituidos justos”, y esto legalmente, (5:19); ya que los creyentes han “muerto (judicialmente) al pecado” (6:2); debido a que ellos han “muerto” al poder condenatorio de la ley (7:4), no hay “ahora pues, ninguna condenación”.

Pero no solamente debe verse el “ahora pues” como una conclusión obtenida debido a toda la exposición anterior, sino que también debe ser considerada en relación con lo que inmediatamente precede. En la segunda parte de Romanos 7, el apóstol había descrito el conflicto doloroso y sin fin que se lleva a cabo entre las naturalezas antagónicas en aquel que ha nacido de nuevo, con una ilustración que hace referencia a sus propias luchas personales como cristiano. Habiéndose retratado con una pluma maestra (él mismo sentado para el cuadro) las luchas espirituales del hijo de Dios, el apóstol ahora procede a dirigir la atención a la consolación Divina para dicha condición tan angustiante y humillante. La transición del tono desalentador del séptimo capítulo al lenguaje victorioso del octavo parece llamativo y abrupto, sin embargo, es muy lógico y natural. Si es cierto que a los santos de Dios les pertenece el conflicto del pecado y de la muerte, bajo cuyos efectos ellos se lamentan, es igualmente cierto que su liberación de la maldición y de la condenación correspondiente es una victoria en la que ellos se regocijan. Se señala, entonces, un contraste muy sorprendente.

En la segunda parte de Romanos 7, el apóstol trata sobre el poder del pecado, el cual opera en los creyentes mientras están en el mundo; en los primeros versículos del capítulo ocho, él habla de la culpa del pecado de la cual son completamente liberados en el momento en que se unen a su Salvador por la fe. De tal forma que en Romanos 7:24 el apóstol pregunta, “¿quién me librará?” del poder del pecado, pero en Romanos 8:2 dice, “Jesús me ha librado”, es decir, me ha hecho libre de la culpa del pecado. “(No hay) pues, ninguna condenación.” No se trata aquí de que nuestro corazón nos condene (como en 1 Juan 3:21), ni que nosotros no encontremos nada que sea digno de ser condenado; por el contrario, se trata del hecho aún más bendito de que Dios no condena a aquel que ha confiado en Cristo para salvar su alma. Debemos distinguir con exactitud entre verdad subjetiva y verdad objetiva; entre lo que es judicial y aquello que es basado en la experiencia; de otra manera, fracasaremos en obtener de las Escrituras, como en el pasaje que tenemos delante de nosotros, el consuelo y la paz que están diseñadas a transmitir. No ha condenación para aquellos que están en Cristo Jesús. “En Cristo” es la posición del creyente delante de Dios, no su condición en la carne. “En Adán” yo fui condenado (Romanos 5:12); pero “en Cristo” significa ser libre por siempre de toda la condenación. “Pues, ninguna condenación hay.” El calificativo “ahora” implica que hubo un tiempo cuando los cristianos, antes de que creyeran, estuvieron bajo condenación. Esto fue antes de que ellos murieran con Cristo, murieran judicialmente (Gálatas 2:20) a la pena de la justa ley de Dios. Este “ahora”, entonces, hace una distinción entre dos estados o condiciones. Por naturaleza nosotros estábamos “bajo (la sentencia de) la ley”, sin embargo, ahora los creyentes están bajo “la gracia” (Romanos 6:14). Por naturaleza éramos “hijos de ira” (Efesios 2:2), pero ahora nosotros somos “aceptados en el Amado” (Efesios 1:6). Bajo el primer pacto estábamos “en Adán” (1 Corintios 15:22), pero ahora estamos “en Cristo” (Romanos 8:1). Como creyentes en Cristo tenemos vida eterna, y debido a ello nosotros “no vendremos a condenación”.

 

“Condenación” es una palabra de mucha importancia, y entre más la entendamos más apreciaremos la gracia maravillosa que nos ha liberado de ese poder. Dentro de las salas de los juzgados civiles se usa un término que penetra, cual música para difuntos, en el oído de un crimina convicto y llena los espectadores con tristeza y terror. Sin embargo, en el juzgado de la Justicia Divina esa palabra es investida de significado y contenido infinitamente más solemne y sublime. A ese Juzgado que cada uno de los miembros de la raza caída de Adán está citado. “Concebido en pecado, moldeado en iniquidad” cada uno entra en este mundo bajo arresto: como un criminal acusado, un rebelde esposado. ¿Cómo, pues, se supone que tal persona sea capaz de escapar a la ejecución de una sentencia tan temida? Solo había una manera, y era por medio de quitar de nosotros aquello que demandaba la sentencia, es decir el pecado. Sea quitada la culpa y entonces “no habrá condenación”. ¿Ha sido removida, queremos decir, removida del pecador que cree? Permitamos que las Escrituras respondan: “ Cuanto está lejos el oriente del occidente, Hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmo 103:12). “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43:25). “Echaste tras tus espaldas todos mis pecados” (Isaías 38:17). “Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:17).

Pero, ¿cómo puede la culpa ser quitada? Únicamente por medio de ser transferida. La santidad Divina no la puede ignorar; pero la gracia Divina pudo y la ha transferido. Los pecados de los pecadores fueron transferidos a Cristo: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). “Por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). “(No hay) pues, ninguna condenación”. El “no” o “ninguna” son enfáticos. Eso significa que no hay condenación en absoluto. No existe condenación de la ley, ni por culpa de la corrupción interior, ni debido a que Satanás pueda levantar cargos en mi contra; no hay ninguna de ninguna fuente ni debido a ninguna causa en lo absoluto. “Ninguna condenación” significa que es absolutamente imposible; que nunca lo habrá. No hay condenación porque no hay acusación (ver Romanos 8:33), y no puede haber acusación porque no hay pecado que inculpar. “Pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.”

Cuando trató del conflicto entre las dos naturalezas dentro del creyente que tenía el apóstol, en el capítulo anterior, había hablado de sí mismo en su propia persona para mostrar que aún los logros más altos en la gracia no excluyen de la batalla interior que allí describe. Pero aquí en Romanos 8:1 el apóstol cambia el número. Él no dice, “no hay condenación para mí”, sino “para los que están en Cristo Jesús”. Esto fue muy clemente de parte del Espíritu Santo. Si aquí hubiera hablado el apóstol en singular, podríamos haber concluido que dicha excepción bendita estaba preparada adecuadamente para este siervo honrado de Dios, quien disfrutaba de tan maravillosos privilegios; pero que no podría aplicarse a nosotros. El Espíritu de Dios, por lo tanto, movió al apóstol a emplear el plural aquí, para mostrar que la frase “ninguna condenación” es cierta para todos los que están en Cristo Jesús.

“Pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Estar en Cristo Jesús es estar plenamente identificado con Él en el juicio final y en los asuntos de Dios; y también significa ser uno con Él por medio de la unificación vital por la fe. La inmunidad de la condenación no depende de ninguna manera en nuestro “andar”, sino solamente en nuestro estar “en Cristo”. “El creyente está en Cristo así como Noé cuando estaba encerrado dentro del arca con los cielos oscureciéndose sobre él, y las aguas subiendo abajo de él, pero sin una sola gota del diluvio penetrando en esa embarcación, ni un estruendo de esa tormenta perturbando la serenidad de su espíritu. El creyente está en Cristo como Jacob cuando estaba en la túnica del primogénito cuando Isaac le besó y le bendijo. Él está en Cristo como el pobre homicida cuando estaba dentro de la ciudad de refugio siendo perseguido por el vengador de la sangre, quien no podía atraparlo y matarlo” (Dr. Winslow, 1857). Y debido a que él está “en Cristo” no hay, pues, ninguna condenación para él. ¡Aleluya!

Capítulo 2
La Seguridad del Creyente

“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” — Romanos 8:28

Cuántos de los hijos de Dios, a través de los siglos, han obtenido fortaleza y consuelo de este bendito versículo. En medio de las pruebas, perplejidades y persecuciones, este verso ha sido una roca debajo de sus pies. Aunque vistas por fuera las cosas parecieran obrar en contra de su bien, aunque debido a motivos carnales las cosas parecieran estar obrando en contra de su salud, no obstante, la fe sabía que tendrían otro efecto. Y qué grande es la pérdida para aquellos que fallan en descansar en esta declaración inspirada; qué temores y dudas innecesarias obtuvieron como consecuencia.

“Todas las cosas les ayudan a bien.” El primer pensamiento que se nos ocurre es este: ¡Qué glorioso Ser es nuestro Dios que es capaz de hacer que todas las cosas ayuden a bien! Qué espantosa cantidad de mal se encuentra en constante actividad. Cuánta cantidad casi infinita de criaturas existen en el mundo. Cuánta cantidad incalculable de egoísmo enfrentado está en funcionamiento. Qué ejército tan grande de rebeldes lucha contra Dios. Qué huestes de criaturas sobrehumanas en oposición al Señor. Y aun así, en lo alto de todo, está Dios, en una calma sin interrumpida, completamente dueño de la situación. Allí, desde el trono de su majestad exaltada, Él hace todas las cosas según el designio de su voluntad (Efesios 1:11). Entonces levántate con asombro ante Aquel que a su vista “Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es” (Isaías 40:17). Póstrate en adoración ante “el Alto y Sublime, el que habita la eternidad” (Isaías 57:15). Eleva tu alabanza a Él, quien de lo malo puede sacar el mayor bien. “Todas las cosas ayudan.” En la naturaleza no existe el vacío, ni tampoco hay una criatura de Dios que falle en llevar a cabo su propósito para el que fue diseñado. Nada está inactivo. Todo está energizado por Dios para poder cumplir su misión prevista. Todas las cosas están trabajando para el gran final del placer de su Creador; todas se mueven a su mandato imperativo.

“Todas las cosas les ayudan a bien” Las cosas no solamente operan, ellas cooperan; actúan en perfecto concierto, aunque nadie sino solamente el oído del ungido puede escuchar el compás de su armonía. Todas las cosas les ayudan a bien, no individualmente sino colectivamente, como causas auxiliares y ayudas mutuas. Esa es la razón por la que las aflicciones casi nunca vienen solas o sin compañía. Una nube se eleva sobre otra nube; una tormenta sobre otra tormenta. Como con Job que un mensajero de calamidades era relevado por otro cargado de noticias de aún mayor tristeza. Sin embargo, aún aquí la fe es capaz de trazar tanto la sabiduría como el amor de Dios. Es la mezcla de todos los ingredientes en la receta la que logra su valor añadido. Así que con Dios, sus repartos no solamente “ayudan” o “trabajan”, sino que “cooperan juntos”. Así lo reconoció el dulce cantor de Israel: “Me sacó de las muchas aguas” (Salmo 18:16). “Todas las cosas les ayudan a bien”, etc. Estas palabras enseñan a los creyentes que no importa cuál sea el número o qué tan sobrecogedoras las circunstancias adversas, ellas están todas contribuyendo a llevarles hasta la posesión de su herencia preparada para ellos en el cielo.

¡Qué maravillosa es la providencia de Dios en gobernar las cosas más desordenadas, y en cambiar para bien nuestro las cosas que son en sí mismas más perniciosas! Nos maravillamos en su inmenso poder que sostiene los cuerpos celestes en su órbita; nos asombramos en las estaciones que se repiten continuamente y que renuevan la tierra; pero esto no es ni por asomo tan maravilloso como Su labor de obtener bien del mal en todas los sucesos complicados de la vida humana, y de hacer que aún el poder y la malicia de Satanás, con la tendencia destructiva y natural de sus obras, ayude para el bien de Sus hijos. “Todas las cosas les ayudan a bien.” Esto debe ser por tres motivos. Primero, porque todas las cosas están bajo el control absoluto del Gobernador del universo. Segundo, porque Dios desea nuestro bien, y nada más que nuestro bien. Tercero, porque aún Satanás mismo no puede tocar ni un solo cabello de nuestras cabezas sin el consentimiento de Dios, y aun así debe ser para nuestro bien. Nada entra a nuestra vida por pura casualidad, y no existen accidentes. Todo está siendo movido por Dios, con este fin en mente: nuestro bien. Todo, estando bajo servidumbre a los propósitos eternales de Dios, obra bendiciones para aquellos que han sido marcados a la conformidad de la imagen del Primogénito. Todo sufrimiento, tristeza y pérdida son usadas por nuestro Padre para servir al beneficio de los elegidos.

“A los que aman a Dios.” Este es la gran característica distintiva de cada verdadero cristiano. Lo contrario señala a todos los no regenerados. Pero los santos son aquellos que aman a Dios. Sus credos pueden variar en pequeños detalles; sus relaciones eclesiásticas pueden variar en las formas externas; sus dones y gracias pueden estar disparejas; sin embargo, en este punto en particular existe una unidad esencial. Todos ellos creen en Cristo, todos aman a Dios. Ellos Le aman por el don del Salvador, Le aman como un Padre en quien pueden confiar, Le aman por Sus virtudes personales: Su santidad, sabiduría, fidelidad. Ellos Le aman por su manera de obrar, por lo que Él retiene y por lo que Él concede, por lo que Él reprende y por lo que Él aprueba. Le aman incluso por la vara que disciplina, sabiendo que Él hace todas las cosas bien. No existe nada en Dios, y no hay nada de Dios, por lo que los santos no Le amen. Y de estos están todos seguros, “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.”

“A los que aman a Dios.” Pero, ¡oh, qué poco amo a Dios! Muy a menudo lamento mi falta de amor, y me reprendo por la frialdad de mi corazón. Sí, hay en él mucho amor para el yo y amor para el mundo, que muchas veces me cuestiono seriamente si tengo algo de amor real para Dios después de todo. Pero, ¿no es mi deseo de amar a Dios un buen síntoma? ¿No es mi dolor por amarle tan poco una evidencia clara de que no Le desprecio? La presencia de un corazón endurecido e ingrato ha sido el lamento de los santos por todos los siglos. “Amar a Dios es una aspiración celestial, que está siempre bajo la supervisión del rezago y la limitación de una naturaleza terrenal; de la cual no podremos salir hasta que el alma haya escapado de este cuerpo vil, y tenga vía libre sin restricciones hacia el hogar de luz y libertad” (Dr. Chalmers).

“A los que...son llamados.” La palabra “llamados” nunca se aplica, en las epístolas del Nuevo Testamento, a aquellos que son los recipientes de una mera invitación externa del Evangelio. Este término siempre significa un llamado interno y eficaz. Fue un llamado sobre el cual no teníamos ningún control, ni en comenzarlo ni en frustrarlo. Así en Romanos 1:6, 7 y muchos otros pasajes dice: “llamados a ser de Jesucristo; a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos”.

 

¿Le ha alcanzado este llamado a usted, mi querido lector? Los pastores le han llamado, el Evangelio le ha llamado, su conciencia le ha llamado, pero ¿te ha llamado el Espíritu Santo con un llamado interno e irresistible? ¿Ha sido llamado espiritualmente de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, del mundo a Cristo, de su “yo” a Dios? Se trata de un asunto como del momento más importante que usted sepa si ha sido realmente llamado por Dios. ¿Ha resonado y vibrado, por tanto, la música vivificante y hermosa dentro de todas las habitaciones de su alma? Pero, ¿cómo puedo estar seguro de que he recibido este llamado? Hay algo aquí mismo en nuestro versículo que debe hacer que usted lo determine. Aquellos que han sido llamados eficazmente aman a Dios. En lugar de odiarle, ellos ahora Le estiman; en lugar de huir de Él con temor, ellos ahora Le buscan; en lugar de que ellos no se preocupen si su conducta Le honra, su deseo más profundo ahora es agradarle y glorificarle.

“Conforme a su propósito.” El llamado no es de acuerdo a los méritos de los hombres, sino conforme al propósito Divino: “quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Timoteo 1:9). El diseño del Espíritu Santo al inspirar esta frase es el de mostrar que la razón por la que algunos hombres aman a Dios y otros no debe ser atribuida solamente a la mera soberanía de Dios; no se basa en algo interno en ellos, sino se debe solamente a Su gracia que marca la diferencia. Hay también un valor práctico en esta frase. Las doctrinas de la gracia están preparadas para un mayor propósito que el de meramente redactar un credo. Uno de sus principales designios es remover los sentimientos, y más especialmente despertar aquella devoción al que el corazón angustiado con temores, o cargado de preocupaciones, se debe rendir totalmente; es decir, al amor de Dios. Para que este amor pueda fluir constantemente desde nuestros corazones debe haber un continuo recurrir a aquello que lo inspiró y a aquello que debe dar su incremento; así como cuando revives tu admiración por una preciosa escena o cuadro, vas de nuevo a observarlo. Bajo este principio es que hay mucha insistencia en la Escritura en mantener las verdades que creemos en nuestra memoria: “por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos” (1 Corintios 15:2). “Despierto con exhortación vuestro limpio entendimiento, para que tengáis memoria”, dijo el apóstol (2 Pedro 3:1,2). “Hace esto en memoria de mí”, dijo el Salvador. Es entonces, al rememorar aquel momento cuando, sin importar nuestras miserias y nuestra indignidad, Dios nos llamó, que nuestras devociones serán renovadas. Solo entonces, al recordar la maravillosa gracia que se ha extendido a un pecador merecedor del infierno y te sacó como a un hierro de las ascuas, tu corazón se vaciará en adoración de gratitud. Y es por medio de descubrir que esto fue así debido al “propósito” soberano y eterno de Dios que usted fue llamado cuando muchos otros fueron pasados por alto, que tu amor por Él será más profundo. Regresando a las palabras de nuestro versículo con las que comenzamos, encontramos que el apóstol (enunciando la experiencia normal de los santos) declara, “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”.

Es algo más que una creencia especulativa. Que todas las cosas ayudan a bien es más que solo un deseo ferviente. No se trata de que nosotros simplemente esperamos que todas las cosas funcionen de esta manera, sino que se nos asegura completamente de que todas las cosas nos ayudan para bien. El “sabemos” del que se habla aquí es un conocimiento espiritual, no intelectual. Es un conocimiento enraizado en nuestros corazones, el cual produce confianza en dicha verdad. Es el conocimiento de la fe, la cual recibe todo de la mano bondadosa de la Sabiduría Infinita. Es verdad que no sacamos mucho consuelo de este conocimiento cuando hemos abandonado la amistad con Dios. Tampoco nos va a sostener cuando la fe se encuentra inoperativa. Sin embargo, cuando estamos en comunión con Dios, cuando en nuestra debilidad aprendemos duramente por Él, entonces esta seguridad bendita es nuestra: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isaías 26:3). Se nos brinda una demostración de nuestro versículo en la vida de Jacob: un hombre en quien cada uno de nosotros se ve reflejado en varios aspectos. Sobre él yacía una nube densa y oscura. La prueba era severa, y terrible la sacudida de su fe. Sus pies casi desfallecen. Escucha su doloroso clamor: “Me habéis privado de mis hijos; José no parece, ni Simeón tampoco, y a Benjamín le llevaréis; contra mí son todas estas cosas” (Génesis 42:36). Sin embargo, esas circunstancias, las cuales a la vista de su débil fe portaban un tono sombrío, estaban desarrollando y perfeccionando los eventos que cubrirían el atardecer de su vida con el brillo de una gloriosa y despejada puesta de sol. ¡Todas las cosas estaban ayudando para su bien! Así que, alma angustiada, la “mucha tribulación” terminará pronto, y mientras entras en el “reino de Dios” entonces verás, no como “por un espejo, oscuramente” sino en la luz del sol sin sombra de variación de la presencia Divina, que “todas las cosas” realmente “ayudaron” para tu bien personal y eterno.

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