La formación de los sistemas políticos

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Aus der Reihe: Historia #173
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La formación de los sistemas políticos
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LA FORMACIÓN DE LOS SISTEMAS POLÍTICOS

EUROPA (1300-1500)

LA FORMACIÓN DE LOS SISTEMAS POLÍTICOS

EUROPA (1300-1500)

John Watts

Traducción de Vicent Baydal Sala

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

Título original: The Making of Polities: Europe, 1300-1500

Cambridge University Press, 2009

© John Watts, 2009

© De esta edición: Universitat de València, 2016

© De la traducción: Vicent Baydal Sala, 2016

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

publicacions@uv.es

Adaptación de los mapas: Joan Carles Membrado

Diseño del interior: Inmaculada Mesa

Maquetación: Textual IM

Ilustración de la cubierta: Les trés riches heures du Duc de Berry (1411-1416)

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9965-1

Para Adrian

ÍNDICE

LISTA DE MAPAS

AGRADECIMIENTOS

I. INTRODUCCIÓN

1. La historiografía

2. Tres grandes narrativas

La crisis social y económica

La guerra y el desorden

El surgimiento del «Estado»

3. Las estructuras

II. EUROPA EN 1300: LA HERENCIA POLÍTICA

1. Las formas de gobierno y resistencia

Los imperios

Los reyes y los reinos, los señores y los principados

Las comunas y las ligas

Las iglesias

Conclusiones

2. Las formas de la cultura política

Las ideas y los discursos

La comunicación

Las redes

III. EL SIGLO XIV

1. El curso de los acontecimientos

c. 1300 - c. 1340

c. 1340 - c. 1400

Conclusiones

2. El crecimiento del gobierno

La justicia y la ley

El servicio militar

La fiscalidad

La representación

La administración y los oficiales

Las estructuras informales

El pensamiento y la escritura política

3. El gobierno y la vida política

Los conflictos de jurisdicción

Los conflictos en las comunidades políticas

La resolución de los conflictos

IV. EL SIGLO XV

1. El curso de los acontecimientos

c. 1400 - c. 1450

c. 1450 - c. 1500

2. Coordinación y consolidación: la política «regnal»

La cultura política

Los progresos en el gobierno

La práctica de la política

V. CONCLUSIONES

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

ÍNDICE ONOMÁSTICO, TOPONÍMICO Y TEMÁTICO

LISTA DE MAPAS

MAPA 1. Europa en 1300

MAPA 2. Europa en 1500

AGRADECIMIENTOS

Tres cosas han sido las que me han llevado a investigar y escribir este libro. La primera, un deseo de saber más sobre los procesos políticos de la Europa de los siglos XIV y XV y sobre su forma de articularse colectivamente. En Oxford los historiadores premodernos, independientemente de su especialidad, enseñan de manera rutinaria grandes cantidades de historia británica y europea, por lo que quise tener una comprensión más sólida de qué era lo que estaba explicando en las clases y los seminarios. Un segundo factor era el descontento con las narrativas que se presentaban como predominantes en dicho periodo: no solo no parecían explicar demasiado sobre la vida política, sino que además partían de presupuestos cuestionables; me parecía que el conjunto podía ser entendido y reconstruido de manera diferente, y lo que aquí presento es un intento de llevar a cabo dicha reconstrucción. Una razón por la que dichas narrativas me resultaban poco convincentes es que eran bastante diferentes a las formas en que la mayoría de historiadores británicos piensan sobre la historia política y constitucional inglesa de la Baja Edad Media: me di cuenta que, al leer o enseñar material europeo, estaba obligado a aceptar perspectivas que instantáneamente rechazaría para el contexto inglés. Esa fue mi tercera motivación: pensar sobre la vida política del conjunto del continente con las herramientas conceptuales derivadas de mis estudios previos de dos décadas sobre historia inglesa –e igualmente, por supuesto, examinar de nuevo lo que pensaba que sabía de Inglaterra a partir de un ámbito de visión más amplio, europeo–. Como historiador especializado en política inglesa, con una experiencia de investigación que no se ha alejado mucho de la Public Record Office y la British Library, a menudo me he sentido incómodo al intentar escribir sobre Europa, incluso en la manera sintética e introductoria de este libro, que bebe de investigaciones de primera mano de otros autores. (En cuanto a esto, por cierto, querría expresar mi más sincero agradecimiento a los historiadores del continente que evitaron decirme «¿Cómo, usted?» cuando les conté mis planes). En cualquier caso, es evidente que el reino de Inglaterra constituye una unidad políticohistórica fácilmente comparable con otras europeas: pudo ser diferente en ciertas cosas, pero en absoluto estuvo aislada o fue única; sus asuntos, como todos sabemos, se entretejieron con los del resto de partes del continente. La historiografía inglesa de la Baja Edad Media, a pesar de su insularidad, es rica y sutil; enlaza con muchos de los temas, problemas y realidades pretéritas de las historiografías de los estados continentales, y, dado que la mayor parte de los historiadores europeos son en realidad expertos en uno u otro lugar, la familiaridad con los asuntos de este pequeño y abierto, pero altamente centralizado, reino de tierras bajas llegó a parecerme una capacitación razonable para llevar a cabo un estudio comparativo más amplio.

 

Dicho esto, soy muy consciente de la distancia entre lo que me gustaría haber hecho y lo que finalmente he podido hacer. He leído tanto como he podido, pero no he leído tan extensamente como hubiera deseado, especialmente en lenguas extranjeras. Mi estrategia fue la de intentar leer la suficiente bibliografía continental, ya fuera original o mediante textos traducidos, para comprender cómo piensan los historiadores de otros países y, entonces, llenar los vacíos en inglés o con otro material traducido que podía obtener del francés y –a escala más reducida– del español, el italiano y el alemán. Sin duda, las limitaciones de mis conocimientos lingüísticos habrán sesgado mi comprensión y seguro que los lectores mejor informados podrán darse cuenta de ello. Soy también muy consciente de que el tratamiento de ciertas partes de Europa es mejor y más profundo que el de otras. Hay ciertas explicaciones para ello. El oeste, el sudoeste y el centro del continente han dominado durante mucho tiempo los análisis sobre Europa, por lo que un texto introductorio e interpretativo como este necesitaba, sobre todo, conectar con dichas áreas. Asimismo, se puede alegar que las regiones relativamente urbanizadas de la Europa Centro-Occidental y Mediterránea experimentaron un tipo particular de complejidad política que requiere su espacio para ser debatido y que, por diversas razones, ese ha sido uno de los principales objetivos del libro. En último lugar, simplemente es mucho más fácil obtener conocimientos de estas regiones que de muchas otras (y más fácil, en inglés, estudiar la Europa Centro-Oriental, por ejemplo, que Escandinavia, Rusia, los Balcanes o el mundo bizantino/otomano). No obstante, lamento no haber logrado saber más sobre el este y el norte, y cabe destacar que me parece evidente que las comparaciones entre la Europa «Occidental», «Oriental», «Septentrional» y «Meridional» (reconociendo la tosquedad de dichos términos) nos enseñarían muchas cosas. Sería excelente observar a fondo el Sacro Imperio Romano Germánico junto a Bizancio, o comparar la expansión del Principado de Moscú y la de los otomanos, o poner un reino como Escocia al lado de los de Dinamarca o Suecia; pero todo ello va más allá de lo que personalmente he podido llevar a cabo. De todos modos, espero haber aprendido y haber tenido en consideración los suficientes aspectos como para ofrecer una especie de introducción y servir de base a una amplia interpretación que otros, si piensan que merece la pena, podrán cuestionar, perfeccionar o desarrollar.

Mientras trabajaba en el libro me he beneficiado de la ayuda de muchas personas. Ante todo, estoy muy agradecido a los que me han alentado desde el principio –al difunto Rees Davies y a Barrie Dobson, Michael Jones y Steven Gunn, que leyeron mi propuesta inicial y realizaron valiosos comentarios–. Con Steve tengo además otras deudas: tuvo la gentileza de leer y hacer comentarios sobre el capítulo 4 y ha sido una sólida fuente de apoyo y consejo a lo largo de todo mi tiempo en Oxford. También fue suya la idea de comenzar un seminario sobre historia europea bajomedieval, que durante la última década hemos dirigido entre él, Malcolm Vale y yo –más tarde junto a Natalia Nowakowska–. He aprendido muchísimo de ellos y también de las más de ochenta personas que han pasado por el seminario; he tratado de no picotear sus ideas y de acreditar sus obras publicadas allá donde fuera posible, pero, en cualquier caso, me gustaría agradecer aquí, con su permiso, el influjo de un trabajo de visión general, brillante e inédito, que Henry Cohn presentó sobre «El Imperio en el siglo XV: ¿decadencia o renovación?». También me gustaría dar las gracias a Jean-Philippe Genet por involucrarme en diversos proyectos y congresos colaborativos: aunque difiero en ciertos aspectos de su interpretación de los desarrollos de este periodo, me he beneficiado enormemente de su trabajo y su conversación, de las conexiones que me ha abierto con otros autores en Francia y otros lugares, y de su generosidad. Tengo otras dos grandes deudas, con David Abulafia y David D’Avray. Ambos me dieron amablemente su apoyo en una serie de convocatorias del Art & Humanities Research Council, de las que solo la última fue exitosa, y les doy las gracias por su ayuda y paciencia. Al primero todavía le debo más. Mis primeros conocimientos sobre la Europa medieval fueron con David Abulafia en otoño de 1983 y su inspiración, consejo y crítica han sido absolutamente inestimables a lo largo de los seis años en que he trabajado en este libro. Con una agenda repleta, fuera como fuera encontró tiempo para leer el manuscrito entero, en determinadas partes dos veces, y me ofreció su ánimo generoso y ciertas correcciones fundamentales: le estoy extremadamente agradecido por todo ello. Otro conjunto de colegas y amigos también han buscado tiempo para leer determinados apartados del libro: estoy muy agradecido a Catherine Holmes, Natalia Nowakowska, Jay Sexton, Serena Ferente, Jan Dumolyn, Jenny Wormald, David Rundle y Len Scales, por las molestias que se han tomado con mi trabajo, a menudo en momentos altamente inconvenientes. Finalmente, me gustaría dar las gracias a Robert Evans, Jeremy Catto y Craig Taylor, por sus consejos en determinados pasajes, y a Magnus Ryan, por los muchos debates inspiradores que hemos mantenido sobre la Europa bajomedieval: una vez ideamos escribir juntos un libro como este y estoy seguro de que la presente obra hubiera sido mucho más notable si finalmente la hubiéramos hecho entre los dos. Si bien todas estas personas han intentado prevenirme de cometer errores, y he hecho lo que he podido para evitarlos, asumo naturalmente toda responsabilidad por cualquier fallo cometido.

También me han ayudado diversas instituciones. Siento que estoy en profunda deuda con la Facultad de Historia de Oxford, y también con mi college, el Corpus Christi. Por un lado, nunca me habría atrevido a intentar escribir un libro como este sin el ánimo y el estímulo de los colegas de Oxford. Por otro lado, la universidad, la facultad y el college me han ayudado de manera tangible: estoy muy agradecido por el permiso retribuido de dos trimestres que me concedió la universidad y por el de otro trimestre más que me facilitó la facultad; el Corpus me dio igualmente un permiso de dos trimestres, y estoy agradecido a su presidente y sus fellows, en especial a mi excelente colega en Historia, Jay Sexton, que gestionó la situación durante mis dos largas ausencias. También agradezco el permiso retribuido de un trimestre que me otorgó el Art & Humanities Research Council mediante su (ahora amenazado) «permiso de ausencia por investigación»: no puedo imaginar cuándo podría haber acabado el libro sin haber recibido dicha ayuda. Finalmente, me gustaría agradecer a Michael Watson, Helen Waterhouse y los otros integrantes del equipo de Historia de la Cambridge University Press: además del hermoso trabajo que han hecho con el libro, agradezco su ayuda y su paciencia.

Finalmente, agradezco a mi compañero, Adrian. Este libro ha sido una gran prueba para él –no en vano piensa que la única cosa interesante de la Edad Media es la Peste Negra, que apenas si recibe una mención (en la p. 30)–, pero le prometo que no escribiré otro. Bueno, por lo menos de momento.

I. INTRODUCCIÓN

Este libro tiene dos objetivos principales. El primero, escribir sobre la Baja Edad Media en un lenguaje diferente al de los valores predominantes de «declive», «transición», «crisis» o «desorden». Esto, tal vez, sea empujar una puerta ya abierta –pocos de los bajomedievalistas actuales ven realmente el periodo en dichos términos– pero, por razones que examinaremos a continuación, siguen siendo los términos que manejan los principales manuales. El segundo objetivo, quizás más ambicioso, es ofrecer una interpretación analítica de la política del periodo, explicando qué contenía dicha política, de dónde procedía y cómo se fue desarrollando con el paso del tiempo.1 Cuando miramos a los siglos XIV y XV, entramos un periodo sin una narrativa política y constitucional que tenga significado. Es cierto que hay un sentido general de que los reinos nacientes del siglo XIII se sumergieron en la «crisis» del XIV y emergieron con la «recuperación» de finales del XV. También encontramos la tradicional visión del declive de la Iglesia universal desde su cénit con Inocencio III hasta el desastre de 1517. De manera más reciente, se ha dado el relato de los «orígenes del estado moderno», en el que la fiscalidad en expansión de nuestro periodo juega un papel central. Y está la perspicaz síntesis de Bernard Guenée, que propone que el desarrollo de las burocracias reales fue frustrado por la guerra, la caballería y la democracia a partir de la década de 1340, siendo reanudado a finales del siglo XV cuando aquellas volátiles fuerzas se habían agotado a sí mismas.2 Pero estas narrativas no explican nada, ni tan solo se ocupan en su mayor parte, sobre el curso general de los hechos políticos del continente. «Crisis» y «recuperación» son conceptos demasiado generales y vagos como para explicar lo que sucedía: dichos términos se convierten, pues, en sustitutos del análisis, en vez de ser un modo para enfocarlo. La historia de la Iglesia cuenta con una rica historiografía, pero la tendencia a tratarla como un tipo específico de institución, en tensión dialéctica con «el estado», ha establecido límites innecesarios a todo aquello que nos puede explicar sobre la política en general. Las narrativas del crecimiento estatal, a su vez, tienen poco que decir sobre el curso de los acontecimientos; tienden a obviar el frecuente y espectacular derrumbe de la autoridad central en este periodo, dando una solidez inapropiada a los ampulosos, diversos y titubeantes esfuerzos de los gobernantes, restando importancia a la complejidad de un mundo en el que las instituciones continuaban funcionando e ignorando las estructuras menos parecidas al poder estatal que también se esparcían por toda Europa. Incluso el brillante esquema de Guenée comparte algunas de estas carencias y sus tres fases son expuestas en poco más de una página.

En este escenario, los procesos políticos del continente restan opacos: según un historiador fueron «una masa de insignificantes conflictos poco dignos».3 Otro escribe perspicazmente que «los actores en este drama europeo raramente estuvieron en posesión del argumento» y que, de hecho, «no hubo un solo argumento sino muchos», pero aunque dichas y otras obras relaten debidamente ciertos detalles de dicho argumento (o argumentos), sus dinámicas internas permanecen considerablemente inexploradas.4 Para Jacques Heers, al tratar vívidamente sobre la vida política de las ciudades italianas medievales, parecía que era casi imposible escribir su historia política. Sus palabras, de hecho, se podrían aplicar en conjunto a la política de la Europa bajomedieval:

Establecer una simple cronología... parecería un ejercicio terriblemente tedioso y fútil. Desenredar la asombrosa confusión, la madeja de múltiples relaciones, unidas a la flexibilidad y una sorprendente fragilidad de las alianzas entre grupos políticos e individuos, entre pueblos o incluso entre poderes soberanos, sería una empresa monumental. El analista, movido al principio por los más nobles motivos, se siente al final invadido por un irresistible deseo de abreviar y simplificar... Toda presentación remotamente clara de los acontecimientos, ordenada, seleccionada, sujeta a causas bien definidas, motivada por una serie lógica de acontecimientos, acaba pareciendo, en cierta manera, una construcción artificial.5

No era de extrañar, creía Heers, que los historiadores se hubieran refugiado en el relato de la historia de las instituciones, mucho más manejable, aunque no permitiera «captar las realidades de la vida política desde el punto de vista social». Como gran parte de los autores de su tiempo, y desde entonces, Heers pensó que las respuestas podían estar en la prosopografía –una biografía colectiva detallada de los actores políticos de la época y su miríada de interconexiones–. Este libro propone, en cambio, otra aproximación, una que remarca las consonancias y patrones compartidos –las estructuras– de la vida política europea y trata de reseguir sus interacciones y progresos. Comencemos con algunos ejemplos de comportamiento político estructurado.

 

El 12 julio de 1469, el duque de Clarence, el arzobispo de York y el conde de Warwick se amotinaron contra el gobierno del rey Eduardo IV de Inglaterra (1461-1483), indicando en una carta abierta que, por «el honor y el provecho de nuestro citado señor soberano y el bien común de todo su reino», proponían la unión con otros señores para presentar al rey una serie de protestas y peticiones que les habían sido entregadas por sus «verdaderos súbditos de diversas partes de su reino de Inglaterra».6 Estas protestas enumeraban la manera en que ciertos reyes anteriores habían sido alejados del consejo de los grandes señores por hombres únicamente interesados en «el lucro singular y el enriquecimiento de sí mismos y de sus linajes». Así, dichos reyes se habían empobrecido y habían acabado imponiendo tributos extraordinarios y desorbitados sobre el pueblo, en especial sobre los enemigos de aquellas «personas sediciosas»; habían permitido a aquellos hombres suspender la acción de la ley y de la justicia, y habían favorecido a sus amigos y seguidores en las disputas. Como consecuencia de todo ello, el reino se había reducido al desorden, la división y la pobreza. También en aquellos momentos parecía que Eduardo IV estaba rodeado de un grupo de personas similares, que habían despojado al rey de sus tierras, le habían obligado a alterar la moneda, imponer impuestos desorbitados y exigir préstamos forzosos que no se devolvían, malgastar la tributación pontificia, suspender la ejecución de las leyes contra sus clientes y apartar a los verdaderos señores de su propia sangre del consejo. Teniendo esto en consideración, los «verdaderos y fieles súbditos y comunes de la citada tierra, por el gran bien y seguridad del rey, nuestro señor soberano, y el bien común de la tierra», pedían que dichos hombres fueran castigados y que el rey recuperara los bienes perdidos mediante el consejo de los señores espirituales y temporales, con el fin de liberar al pueblo de una tributación innecesaria, como había prometido en su último parlamento.

Cinco años antes, el 28 el septiembre de 1464, el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla y otros señores se habían amotinado de manera similar contra el gobierno del rey Enrique IV de Castilla (1454-1474), expresando su preocupación por el «bien de la cosa pública de vuestros regnos e señoríos», afirmando hablar «en voz é en nombre de los tres estados».7 En una larga carta, dichos señores recordaban el buen consejo que los magnates habían dado al rey al inicio de su reinado, instándole a regirse a sí mismo y a su pueblo conforme a las leyes y las costumbres, de la misma manera que habían hecho sus gloriosos ancestros y como, de hecho, tenía la obligación de hacer. El rey, alegaban, no había seguido este consejo y, por el contrario, se había rodeado de enemigos de la fe católica y de hombres de fe sospechosa, a quienes había recompensado de manera abundante, prefiriendo su consejo al de los grandes señores. Como consecuencia, la Iglesia y el pueblo habían sido castigados con impuestos y extorsiones. La tributación pontificia para las cruzadas se había aplicado de forma inapropiada y la moneda se había alterado y devaluado. Como la ley solo actuaba en favor de los hombres que rodeaban al rey, los súbditos no se atrevían a poner demandas ante sus tribunales y grandes zonas del reino habían quedado destruidas por la falta de justicia. El rey no recibía las peticiones que se realizaban por su propio bien, sino que las respondía violentamente, como si las hicieran sus enemigos. Y aún se recontaría mucho más cuando el rey estuviera dispuesto a escuchar las quejas del pueblo, pero en aquellos momentos lo importante era acudir a la raíz de los problemas: «la opresión de vuestra real persona en poder del conde de Ledesma, pues parece que vuestra señoría non es señor de faser de sí lo que la razon natural vos enseña». Enfatizando su lealtad al rey, su preocupación por su honor y su alma, y su deseo de responder a las quejas del pueblo, los confederados pedían que Ledesma y sus «parciales» fueran llevados a prisión y que el rey convocara Cortes para ordenar el buen gobierno de sus reinos.

Cuando los historiadores han debatido estos dos episodios, más bien similares, lo han hecho en relación con la situación política nacional de cada caso: las tensiones emergentes entre Warwick el Hacedor de Reyes y el usurpador de los York, por una parte, y las discordias entre facciones que rodeaban al «impotente» rey Enrique IV, por otra. También han tendido a relacionar las pretensiones públicas de dichos opositores como espurias y les han asignado motivos personales; de hecho, esencialmente los mismos motivos personales: tanto Warwick como Villena habían sido anteriormente consejeros cercanos y aliados de sus reyes respectivos, pero tras el inicio del reinado habían sido desplazados por otras figuras pujantes y, supuestamente, se habrían mostrado resentidos por ello. Se han destacado ciertos patrones –al fin y al cabo lo que Warwick estaba haciendo en 1469 ya lo había hecho Ricardo de York en 1450, mientras que las maniobras de Villena y sus aliados reproducían más o menos las palabras y acciones de las ligas de nobles que habían acechado el poder de Juan II de Castilla con anterioridad–, pero dicha posición se ha tomado generalmente para socavar la credibilidad de las protestas, aunque se reconozca que tanto en la Inglaterra como en la Castilla de mediados del siglo XV existían muchas razones para protestar. Estos paralelos historiográficos son bastante interesantes y volveremos sobre ellos, pero antes debemos tratar otro paralelo histórico, uno que, además, normalmente se obvia. Como resulta claro de los pasajes citados, los formatos de aquellas dos rebeliones fueron sorprendentemente similares. En ambos casos los magnates afirmaban actuar por el pueblo –y no solo por el pueblo, sino por el pueblo como comunidad política: los comunes o los «tres estados»–. Dichos magnates redactaron, o hicieron circular, manifiestos en vernáculo y reprodujeron una letanía más o menos similar de protestas sobre los malvados consejeros del rey, que habían ascendido de la nada y estaban alterando, por su control interesado de la persona real, el desarrollo político de la justicia, los consejos y la fiscalidad. Eran casi exactamente las mismas quejas que el duque de Borgoña y otros príncipes de la llamada Liga del Bien Public realizaron contra Luis XI en 1465, y las hicieron también de la misma manera –con cartas públicas escritas en lengua vernácula, reconociendo su lealtad y apelando a reunir la asamblea tradicional representativa, es decir, los Estados Generales–. Asimismo, las familias dirigentes que se rebelaron contra los Medici en Florencia en 1466 también anunciaron sus pretensiones en cartas públicas, que clamaban para que la ciudad fuera gobernada por sus magistrados tradicionales y no por la voluntad de unos pocos hombres, cuya avaricia había llevado a la ruina general a causa de unos impuestos excesivos y cuya corrupción había generado un desorden que había destruido la confianza en las leyes.

Queda claro, pues, que había ciertas formas comunes para expresar la oposición política en la década de 1460, lo que debería generar preguntas sobre la manera, más bien aislada, en la que se han tratado dichos episodios. Había ciertamente variaciones en la retórica de cada país: los malvados consejeros ingleses no eran generalmente considerados como desviados religiosos, por ejemplo, mientras que los españoles eran rutinariamente vinculados a judíos y musulmanes. Hay también muchas diferencias locales en los motivos de los diversos levantamientos, pero resulta sorprendente que las causas enfatizadas por los historiadores sean normalmente muy parecidas –las relaciones personales en la corte y su configuración a través de la competencia por el patronazgo y la influencia–. En cualquier caso, los paralelos estructurales entre los hechos de la década de 1460 son seguramente importantes y merecen una mayor atención. Los historiadores han tendido a desestimar el significado histórico de dichos patrones comunes, viéndolos, por ejemplo, como repertorios convencionales del comportamiento de los más poderosos o como el producto de ciertas conexiones directas –por ejemplo, que Warwick podía haber adoptado su postura de 1469 como resultado de sus frecuentes visitas a Francia durante el periodo de la Guerre du Bien Public–. Se ha dado prioridad a la búsqueda de motivaciones y causas específicas para aquellos acontecimientos, como si fueran el único elemento significativo y las modalidades de acción política fueran, por el contrario, atemporales e incidentales. Sin embargo, podemos preguntarnos de manera razonable si la situación real es precisamente la inversa: que siempre hay tensiones interpersonales y competitivas dirigiendo los acontecimientos políticos, pero lo que cambia, y por tanto requiere discusión, son las estructuras y los procesos a través de los que dichas tensiones se forman y expresan. Cualquier conflicto político puede ser explicado de la manera en que se explican normalmente los conflictos políticos bajomedievales, pero la estructuración del conflicto cambia manifiestamente a través del tiempo y el espacio, sus formas mudables son raras veces únicas y esos patrones comunes, en la medida en que existen en dichos cambios, son dignos de ser evaluados. Una mirada a un conjunto anterior de enfrentamientos bajomedievales puede ayudarnos a ilustrar este punto.

Tras la muerte del poderoso rey Erico VI Menved de Dinamarca (1286-1319), los magnates de su reino, reuniéndose en el Danehof o alta corte del reino, exigieron una carta de treinta y siete puntos, llamada håndfaestning, a su hermano Cristóbal, como precio por su coronación.8 Comenzando por la Iglesia y siguiendo por los caballeros, los mercaderes, los burgueses y, finalmente, el pueblo y los intereses generales del reino, dicha carta de enero de 1320 otorgó unas libertades que son inmediatamente identificables con las de documentos como la Magna Carta (1215) o las Provisiones de Oxford y Westminster (1258-1259), la ordonnance reformadora de Felipe IV de 1303 o las cartas concedidas en respuesta a las Ligas francesas de 1314-1315. Como afirmación nacional de derechos, también tenía mucho en común con la «carta de libertades» concedida coetáneamente por Magnus Eriksson de Suecia en 1319 y, en menor medida, con la Declaración escocesa de Arbroath (1320). La carta danesa trataba determinados problemas comunes de principios de siglo XIV, como, por ejemplo, la cláusula 12, que disponía que los caballeros no podían ser forzados a prestar servicio fuera del reino, una concesión que el rey entrante de Bohemia también realizó en 1310 y se había obtenido de Eduardo I de Inglaterra en 1297. La cláusula 13 declaraba que el rey no debía iniciar guerras sin el consejo y consentimiento de los prelados y hombres más poderosos del reino, tal como el Privilegio General aragonés de 1283 o las ordinances inglesas de 1311. La cláusula 20 prohibía la interferencia o las imposiciones sobre la libre circulación de mercaderías, «excepto si por causa razonable y urgente necesidad, el rey, con el consentimiento común de la parte más sana, decidiera realizar tales restricciones». Aquí también hay ecos de la crisis inglesa de 1297, formulados en el nuevo lenguaje paneuropeo de la fiscalidad común. La provisión de la cláusula 28, por la que las personas debían recibir justicia en primer lugar en su propio distrito (o haerraeth) y no directamente en el tribunal del rey, y la cláusula 35, por la que las personas debían ser juzgadas según la costumbre de su tierra (terra), son claramente paralelas a los términos utilizados en la ordonnance dada por Luis X de Francia a los habitantes del bailliage de Amiens en 1315.9 Esta ordenaba que los hombres fueran juzgados primero en su jurisdicción local (chastellenies) y solo fueran citados ante el alto tribunal del rey del parlement por apelación; casi cada cláusula del documento ratificaba las costumbres y la justicia locales y limitaba los fundamentos por los que los jueces reales podían asumir los diversos casos. Finalmente, mientras que Cristóbal II fue obligado a jurar el mantenimiento en todas las cosas de las leyes del rey Valdemar, que había reinado ochenta años antes, Felipe IV y su hijo Luis X juraron preservar las libertades, franquezas y costumbres de la época de San Luis, mientras que Eduardo I de Inglaterra fue obligado a reexpedir la Magna Carta, aunque de manera general se reconocía, con distintos grados de explicitud, que aquellos reyes podían verse en la necesidad de enmendar sus leyes, con la debida consulta y consentimiento.10