La formación de los sistemas políticos

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Aus der Reihe: Historia #173
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21 Epstein, Freedom and Growth, cap. 3; F. Franceschi, «The Economy: Work and Wealth», en J. M. Najemy (ed.), Italy in the Age of the Renaissance (Oxford, 2004), cap. 6, p. 125.

22 J. Hatcher y M. Bailey desarrollan una explicación en cierta manera similar en Modelling the Middle Ages. The History and Theory of England’s Economic Development (Oxford, 2001), p. 175.

23 Sobre el papel de la escasez de plata en la deflación de mediados de centuria, así como cierta atención sobre sus consecuencias políticas, véase P. Spufford, Money and its Use in Medieval Europe (Cambridge, 1988), cap. 15. Para la «economía renacentista», véase, por ejemplo: H. A. Miskimin, The Economy of Early Renaissance Europe, 1300-1460 (Cambridge, 1975).

24 S. K. Cohn, Lust for Liberty. The Politics of Social Revolt in Medieval Europe, 1200-1425 (Cambridge, Massachusetts, 2006), especialmente los caps. 9-10.

25 Hemos traducido sistemáticamente la palabra inglesa town con el término genérico «municipio» y no como «villa», ya que no siempre respondía a este significado particular del castellano. Esto, además, ha permitido reservar el término «ciudad» para el original inglés city, el de «villa» para vill y el de «municipalidad» para municipality [N. del t.].

26 P. Freedman, The Origins of Peasant Servitude in Medieval Catalonia (Cambridge, 1991); J. Vicens Vives, An Economic History of Spain, traducción de F. M. López-Morillas (Princeton, 1969), pp. 257 y 259-260.

27 J. Huizinga, The Waning of the Middle Ages, traducción de F. Hopman (Harmondsworth, 1955), el título del cap. 1.

28 P. Contamine, War in the Middle Ages, traducción de M. C. E. Jones (Oxford, 1984), p. 123.

29 R. W. Kaeuper, War, Justice and Public Order: England and France in the Later Middle Ages (Oxford, 1988), p. 390 y cap. 2.4.

30 Los que han destacado el papel de la guerra en el impulso del proyecto más positivo de la formación estatal serán tratados un poco más adelante.

31 W. Reinhard (ed.), Power Elites and State Building (Oxford, 1996), p. 9. Hay otras sugerentes estadísticas sobre el crecimiento de los ejércitos desde finales del siglo XV en P. Contamine (ed.), War and Competition Between States (Oxford, 2000), p. 131.

32 M. C. Prestwich, Edward I (Londres, 1988), p. 479; Contamine, War in the Middle Ages, p. 116; C. J. Rogers, «The Age of the Hundred Years War», en M. H. Keen, Medieval Warfare, A History (Oxford, 1999), p. 137 (y véase también la p. 273); Najemy, Italy in the Age of the Renaissance, p. 199; J. F. Verbruggen, The Art of Warfare in Western Europe during the Middle Ages, traducción de S. Willard y S. C. M. Southern (Ámsterdam y Oxford, 1977), p. 143.

33 Contamine, War in the Middle Ages, pp. 129, 152; K. Fowler, Medieval Mercenaries. I. The Great Companies (Oxford, 2001), pp. 6 y 331-332. M. Mallett, Mercenaries and their Masters. Warfare in Renaissance Italy (Londres, 1974), pp. 29-36, discute el tamaño de cuatro compañías, tres de ellas con 3.000, 3.500 y 6.000 miembros respectivamente, así como la de Fra Moriale, a la que se atribuyen 10.000 en 1353-1354. En tanto que es la estimación de un cronista, los números reales pudieron haber sido bastante menores. Los ejércitos reales franceses eran todavía aparentemente muy grandes en la década de 1340 –más de 40.000 hombres en armas en 1340, y 20.000-25.000 con Felipe VI en Crécy–: Holmes, Hierarchy and Revolt, pp. 25-26; J. Sumption, Trial by Battle: The Hundred Years War, I (Londres, 1990), p. 526.

34 M. G. A. Vale, War and Chivalry (Londres, 1981), pp. 156-157 y cap. 5.

35 H. Kaminsky, «The Noble Feud in the Later Middle Ages», Past and Present, 177 (2002), pp. 55-83.

36 R. Cazelles, «La réglementation royale de la guerre privée de Saint Louis à Charles V, et la précarité des ordonnances», Revue Historique de Droit Français et Étranger, serie 4.ª, 38 (1960), pp. 530-548.

37 N. Wright, Knights and Peasants: The Hundred Years War in the French Countryside (Woodbridge, 1998), caps. 2-3, y nota de la p. 126: «Hubo, sin duda, más lucha a realizar contra los enemigos públicos que en otras épocas de mayor orden, y las inseguridades vitales fueron más pronunciadas, pero los patrones familiares del señorío fueron patentes en todas partes».

38 A. Harding, The Law Courts of Medieval England (Londres, 1973), pp. 76-77; C. Carpenter, «Law, Justice and Landowners in Late Medieval England», Law and History Review, 1 (1983), pp. 205-237, pp. 207-209.

39 K. B. McFarlane, The Nobility of Later Medieval England (Oxford, 1973), p. 114.

40 La siguiente discusión se centra en las obras generales y comparativas sobre el estado bajomedieval, sin considerar la montaña de trabajos que exploran el crecimiento de los estados en países individuales. Se pueden encontrar en la bibliografía ejemplos de estos últimos, muchos de los cuales han ayudado a conformar las perspectivas críticas expresadas en este texto.

41 J. R. Strayer, On the Medieval Origins of the Modern State (Princeton, 1970). Para una aproximación continental, que también se centra en el periodo que va del año 900 al 1300, véase H. Mitteis, The State in the Middle Ages: A Comparative Constitutional History of Feudal Europe, traducción de H. F. Orton (Ámsterdam, 1975; 1.ª ed. 1940).

42 C. Tilly, The Formation of National States in Western Europe (Princeton, 1975), p. 42

43 G. L. Harriss, King, Parliament and Public Finance in Medieval England to 1369 (Oxford, 1975) y Shaping the Nation: England, 1360-1461 (Oxford, 2005).

44 Kaeuper, War, Justice and Public Order. Véase también lo que hemos indicado anteriormente, en la p. 36.

45 J.-Ph. Genet, «L’État moderne: un modèle opératoire», en Genet (ed.), L’État moderne: genèse (París, 1990), 261-281; también «Which State Rises?», Historical Research, 65 (1992), pp. 119-133.

46 W. P. Blockmans, «Voracious States and Obstructing Cities: An Aspect of State Formation in Pre-Industrial Europe», en C. Tilly y W. P. Blockmans (eds.), Cities and the Rise of States in Europe, A.D. 1000 to 1800 (Boulder, 1994), cap. 11; también A History of Power in Europe: Peoples, Markets, States (Amberes, 1997).

47 J. R. Strayer, «Philip the Fair - A “Constitutional” King?», American Historical Review, 62 (1956), pp. 18-32; Genet, «L’État moderne», p. 278.

48 Tilly, Formation of National States, p. 6. Estos temas, en cualquier caso, se tratan en uno de los volúmenes de la European Science Foundation: A. Padoa-Schioppa (ed.), Legislation and Justice (Oxford, 1997).

49 Véanse, por ejemplo, H. Spruyt, The Sovereign State and its Competitors. An Analysis of System Change (Princeton, 1994); C. Tilly, «Entanglements of European Cities and States», en Tilly y Blockmans (eds.), Cities and the Rise of States, cap. 1 (p. 6 para la «transformación»); G. Chittolini, «The “Private”, the “Public”, the State», en J. Kirshner (ed.), The Origins of the State in Italy, 1300-1600 (Chicago, 1995); T. Ertman, Birth of the Leviathan: Building States and Regimes in Medieval and Early Modern Europe (Cambridge, 1997); C. Tilly, Regimes and Repertoires (Chicago, 2006).

50 S. Reynolds, Kingdoms and Communities in Western Europe, 900-1300, 2.ª ed. (Oxford, 1997), p. 254. [N. del t.: En la presente traducción hemos adaptado al castellano el adjetivo inglés regnal, un útil neologismo historiográfico creado por Susan Reynolds, que utilizaremos entrecomillado como «regnal». Véase una mayor explicación de la cuestión más adelante, en las pp. 87 y 403-404].

 

51 Genet, «L’État moderne», p. 268.

52 R. W. Southern, Western Society and the Church, cap. 1. Los tratamientos clásicos sobre los aspectos espirituales y mágicos de la monarquía son, respectivamente, los de E. H. Kantorowicz, The King’s Two Bodies (Princeton, 1957) y M. Bloch, The Royal Touch, traducción de J. E. Anderson (Londres, 1973).

53 Sin embargo, Bizancio y los otomanos son tratados en las tres obras.

54 Véase más escepticismo sobre los estados en Rees Davies, «The Medieval State: The Tyranny of a Concept», Journal of Historical Sociology, 16 (2003), pp. 280-300.

55 Véase, más adelante, la p. 150.

56 H. A. Oberman, «Fourteenth-Century Religious Thought: A Premature Profile», Speculum, 53 (1978), pp. 80-93, y más adelante, pp. 150-151.

57 P. Burke, History and Social Theory, 2.ª ed. (Cambridge, 2005), pp. 127-140, ofrece una introducción.

58 Véanse Land and Lordship: Structures of Governance in Medieval Austria, traducción con una introducción de H. Kaminsky e introducción de J. Van Horn Melton (Filadelfia, 1992), y B. Arnold, «Structures of Medieval Governance and the Thought-World of Otto Brunner», Reading Medieval Studies, 20 (1994), pp. 3-12.

59 S. D. White, «Tenth-Century Courts at Mâcon and the Perils of Structuralist History: Re-reading Burgundian Judicial Institutions», en W. C. Brown y P. Górecki (eds.), Conflict in Medieval Europe: Changing Perspectives on Society and Culture (Aldershot, 2003), pp. 37-68.

60 Reynolds, Kingdoms and Communities, p. 248.

61 F. Braudel, The Mediterranean and the Mediterranean World in the Age of Philip II, traducción de S. Reynolds, 2 vols. (Londres, 1972-1973), vol. II, p. 678. Sobre la creciente preocupación entre la Escuela de Annales de la década de 1960 y 1970 por haber descuidado la historia política, véase T. Stoianovich, French Historical Method: The Annales Paradigm (Ithaca, Nueva York, 1976), pp. 91-95.

62 Reinhard, Power Elites, pp. 4-18. Jacques Le Goff realizó una sugerencia similar en su ensayo de 1967 sobre la historia política: «Is Politics still the Backbone of History?», traducción de B. Bray, en F. Gilbert y S. Graubard (eds.), Historical Studies Today (Nueva York, 1971), pp. 337-355 y 347 en particular.

63 R. Bartlett, The Making of Europe: Conquest, Colonization and Cultural Change, 950-1350 (Londres, 1993); R. W. Southern, The Making of the Middle Ages (Londres, 1953).

64 La expresión de R. W. Southern en Western Society and the Church, p. 34.

II. EUROPA EN 1300: LA HERENCIA POLÍTICA

El siglo XIII se ha visto normalmente como una era de culminación o incluso de «finalización» o «perfección».1 No es difícil comprender por qué. Fue en este siglo cuando los principales desarrollos de la sociedad en expansión de la Alta y Plena Edad Media lograron una especie de cohesión, realización o extensión máxima. En población, y más o menos en territorio, la Cristiandad latina llegó a los límites de su expansión medieval, mientras la monarquía papal estaba en la cima de su poder y los decretos del cuarto Concilio de Letrán (1215) establecían el marco básico de la iglesia pretridentina. La Summa Theologiae (1266-1272) de Tomás Aquino llevó la investigación escolástica a un nivel de coherencia al sintetizar la filosofía aristotélica con la teología cristiana, Accursio escribió la guía esencial del derecho romano en la obra que terminaría por conocerse como la Glossa Ordinaria (c. 1220-1240), y la codificación del derecho canónico, la ley de la Iglesia, se aproximó a una conclusión en dos colecciones clásicas: el Liber Extra de 1234 y el Liber Sextus de 1298. Mientras tanto, en el mundo de la política laica, reyes como Eduardo I de Inglaterra (1272-1307), Felipe IV de Francia (1285-1314), Jaime II de Aragón (1291-1327) o Alfonso X de Castilla (1252-1284) parecían presidir estados-nación embrionarios, unidos por una jurisdicción regia global, unas redes de oficiales, unas nociones de comunidad y etnicidad, y unos mecanismos experimentales de consulta y tributación.

Al mismo tiempo, también ha habido la sensación de que muchos de aquellos logros fueron efímeros. Tradicionalmente el siglo XIII ha sido el escenario de una serie de puntos de inflexión. El primero de ellos es la deposición papal (1245) y la posterior muerte de Federico II (1250), lo que en determinado momento fue interpretado como el fin del Sacro Imperio Romano como fuerza efectiva, no solo en Italia sino incluso en tierras alemanas. Otro es la insurrección en Sicilia, en 1282, las llamadas «Vísperas Sicilianas», a las que se ha concedido una importancia incluso mayor. No solo frustraron las esperanzas papales de controlar el sur de Italia, con su poderosa monarquía, su riqueza en recursos y su idoneidad como base para las cruzadas, sino que supuestamente también iniciaron «la ruina del papado hildebrandino», dado que el papa Martín IV (1281-1285) acabó invocando una guerra santa contra rivales cristianos con unos fines laicos demasiado evidentes.2 Aparte del daño a la reputación que ello significó para el papado, también se considera que las Vísperas y las guerras que les siguieron contribuyeron a causar un eclipse político y económico de larga duración en el sur de Italia y a establecer una disputa entre los Anjou-Francia y Cataluña-España que alcanzó gran parte del Mediterráneo y perduró hasta 1559. Un tercer punto de inflexión tuvo lugar hacia finales de la centuria: el excepcional enfrentamiento entre el papa Bonifacio VIII (1294-1303) y Felipe IV de Francia, en el que el papado realizó algunas de las reivindicaciones de autoridad más grandilocuentes de su historia, en la bula Unam Sanctam (1302), pero fue humillado al año siguiente, cuando los agentes del rey sitiaron al papa en su palacio de Anagni y exigieron su juicio y deposición. Este fue, al parecer, el momento en que el creciente poder de los reinos sobrepasó a la cada vez más débil jurisdicción espiritual y legal del papado, de manera que el camino hacia Aviñón, el Gran Cisma y la aparición de las iglesias nacionales se mostraba claramente en el horizonte.

En las últimas décadas se han cuestionado estas interpretaciones. Si bien los logros del siglo XIII se continúan considerando importantes, pocos los entenderían ya como «completos». Como veremos a lo largo del libro, las instituciones que habían alcanzado una especie de coherencia en dicho periodo continuaron desarrollándose en los años siguientes, y a menudo de formas que revelaban sus contradicciones o complejidades. Los crecientes grupos de teólogos desarrollaron la síntesis tomista y abrieron sus diversas posibilidades. La Iglesia conoció gradualmente las ambivalentes consecuencias de las decisiones del cuarto Concilio de Letrán, descubriendo que nuevas normas y nuevas órdenes religiosas también significaban nuevos crímenes y nuevos problemas. Al mismo tiempo, una mayor investigación y reflexión ha creado dudas acerca de la plenitud de la autoridad real en el siglo XIII. El reinado de Alfonso X terminó, no en vano, con una guerra civil que el rey estaba perdiendo cuando murió. Eduardo I falleció con Escocia por conquistar, Flandes abandonada y un sinfín de crecientes dificultades políticas que contribuyeron a causar los desórdenes civiles del reinado de su hijo. Y ¿fue realmente Felipe IV un rey más poderoso que el menos entrometido Luis IX (1226-1270)? ¿Son sus confiscaciones a los lombardos, judíos y templarios un indicio de que sus experimentos con la tributación universal acabaron siendo infructuosos? También él murió con conquistas por finalizar y con gran parte de Francia al borde de la revuelta. Solo tapándonos un ojo podríamos ver algún tipo de perfección en los reinos de finales del siglo XIII.

Tampoco les ha ido mucho mejor a los diversos puntos de inflexión. El fin de Federico II no fue el fin del Imperio. En las tierras alemanas el declive de la influencia de los Hohenstaufen fue anterior a 1250 y fue, en cualquier caso, parte de una serie de ajustes en la distribución del poder. En su sentido más inmediato, no fue provocado por la acción papal, sino por la ruptura de las alianzas alrededor de la casa gobernante; tomando más distancia, se puede interpretar como una de las posibles respuestas al crecimiento de la coordinación política en los territorios de los príncipes, los señores y los municipios. Si bien significó la redistribución de los bienes imperiales restantes y anunció el periodo de los llamados «pequeños reyes», no evitó la formación de nuevas dinastías imperiales, entre las que los Luxemburgo (temporalmente) y los Habsburgo (de forma más duradera) recrearon algo parecido a la «monarquía hegemónica» anterior.3 La caída de los Hohenstaufen tampoco significó el fin de la influencia imperial en Italia. No solo la red de la dinastía aguantó bien en la península durante más de quince años con posterioridad a 1250, sino que las reivindicaciones del emperador continuaron siendo un factor importante en la cultura legal, política e intelectual del norte de Italia hasta bien entrado el siglo XIV y más tarde. La intervención al sur de los Alpes continuó siendo un ideal central de la cultura política alemana y cinco emperadores más entraron en Italia antes de 1500, tres de ellos al frente de ejércitos. Puede que estas invasiones no fueran iguales que las campañas de Federico II, pero deberían hacer que nos detuviéramos antes de declarar la muerte del programa imperial en 1250. Una postura igualmente escéptica podría adoptarse respecto a las Vísperas Sicilianas o a los choques entre Felipe IV y Bonifacio VIII: por muy importantes y trascendentales que fueran los conflictos que resultaron de estos episodios en Roma y a lo largo del Mediterráneo, no hubo una transformación de los poderes y los alineamientos políticos, sino, más bien, una serie de continuidades y desarrollos graduales.

Estas perspectivas son importantes porque tienen implicaciones sobre cómo formulamos la noción de Baja Edad Media y sobre nuestra consideración acerca de qué es lo que dirigía la política del periodo. Si no hay puntos de inflexión significativos entre la «edad de crecimiento» y la «edad de crisis», entonces debemos cuestionar si realmente es útil ver ambos periodos en dichos términos, o incluso considerar en absoluto la «Baja Edad Media» como un periodo específico. Del mismo modo, si los tipos de política que supuestamente caracterizan la Baja Edad Media son ya aparentes antes de 1300 –en el uso sin escrúpulos de las cruzadas para perseguir fines laicos, por ejemplo, o en las pugnas de poder entre las familias romanas de los Caetani y los Colonna que determinaron la caída de Bonifacio VIII–, entonces resulta claro que dichas políticas no guardan relación intrínseca alguna con las crisis demográficas del siglo XIV, ni con fuentes de conflicto tan específicas como la pugna Plantagenet-Valois por el trono de Francia. Por el contrario, parece más probable que las políticas bajomedievales nacieran esencialmente de los desarrollos políticos –concebidos en líneas generales– de la Alta y Plena Edad Media.

En efecto, esto es lo que tienden a sugerir los enfoques más recientes sobre el siglo XIII. La «expansión», y no la «conclusión», es el concepto clave del relevante volumen de la New Cambridge Medieval History y de algunos otros trabajos.4 Dicho énfasis no implica un punto final: en particular, la expansión gubernamental y política no tienen por qué detenerse cuando desciende la presión demográfica, ni con la contracción comercial de la primera mitad del siglo XIV (de hecho, una causa significativa de esa contracción fue la redirección del crédito mercantil hacia las manos de dirigentes más ambiciosos y enérgicos). De manera similar, Susan Reynolds ha señalado que la creciente complejidad del escenario político a lo largo del siglo XIII creó nuevas tensiones y puso más obstáculos y retos en el camino del consenso: sugiere que quizás los valores políticos del periodo subsiguiente no fueran significativamente diferentes de los de la etapa del año 900 al 1300, ni menos compartidos entre los gobernantes y los súbditos, pero la creciente variedad de mecanismos a disposición de los consumidores políticos y la propagación de la escritura y de conjuntos de ideas de autoridad considerablemente más articulados conllevaron una transformación de la política –que resultó más contradictoria en diversos aspectos–.5 Para Rees Davies, por su parte, la llegada de nuevos mecanismos de gobierno en los siglos XII y XIII permitió una «intensificación del señorío»: nuevas estrategias de administración, dominación y conquista, así como nuevas expectativas de uniformidad, por parte de los reyes y señores.6 De forma paralela, R. I. Moore ha escrito acerca de «la formación de una sociedad represora», un proceso intrínsecamente conectado con el crecimiento de la jurisdicción, tanto entre las autoridades eclesiásticas como las laicas, y que tomó ritmo con la extensa legislación del cuarto Concilio de Letrán de 1215 y el desarrollo de la inquisición papal de la década de 1230.7 Las dinámicas del siglo XIII, por lo tanto, tuvieron un impacto que continuó, como las de los siglos XI y XII o cualquier otra centuria.

 

Este impacto fue ambivalente. La «intensificación» y la «opresión» tienen resultados divisivos pero también unificadores, y esta dualidad se puede percibir ya en los desarrollos políticos del siglo XIII. Una presión gubernamental más estandarizada y articulada creó mecanismos de resistencia hechos a su propia imagen; así, por ejemplo, el derecho común burocratizado de los reyes angevinos de Inglaterra ayudó a producir la Magna Carta (1215), un documento escrito en el lenguaje de la justicia real y ejecutable en los tribunales del rey, pero, no obstante, capaz de desafiar facetas del ejercicio del poder real. Las formas de gobierno del siglo XIII fueron de este modo una instigación y una inspiración para todos aquellos que tenían el poder, lo que equivale a casi todas las personas que entraban en contacto con dichos poseedores del poder, dado que –como veremos– muchas instituciones operaban tanto desde arriba como desde abajo. Además, como enfatiza especialmente Robert Bartlett en The Making of Europe, el corolario de la expansión de la sociedad cristiano-latina fue la extensión a través de un espacio europeo aumentado de sus técnicas y estructuras replicables, como el «derecho germánico», las estructuras diocesanas, los mecanismos mercantiles, las costumbres y rituales aristocráticos o los nacionalismos lingüísticos, pero también –podemos añadir– otras estructuras jurídicas, intelectuales y políticas, como las que trataremos más adelante.8 Si bien todas ellas comportaron una mayor homogeneidad cultural y política para los asuntos del continente, también propagaron abundantes modos de disputa, división, reivindicación y dificultades, que forzaron, con el tiempo, una búsqueda más consciente de nuevos mecanismos de acomodación y orden. El objetivo de este capítulo es presentar algunas de las principales formas y entidades que estaban a disposición de los políticos europeos en torno al año 1300. Comenzaremos con las estructuras más grandes de la política y el gobierno para pasar después a algunos de los cuerpos y patrones de ideas más influyentes, los principales mecanismos de comunicación y, finalmente, las formas más habituales de redes sociales.

1. LAS FORMAS DE GOBIERNO Y RESISTENCIA

Los imperios

Pese a la gran diversidad de sistemas políticos existentes en la Europa de 1300, es posible identificar una serie de tipos. El primero de ellos es el Imperio Romano, que era tanto una idea –tal vez la idea política fundamental– como una realidad concreta. Por supuesto que la Roma de los césares había desaparecido mucho tiempo atrás, pero casi cada sucesivo régimen del Mediterráneo –y más allá– había tenido interés en adoptar al menos una parte de lo que entendían que eran los derechos, rituales y complementos del poder imperial, así como de insistir en algún tipo de continuidad con la tradición imperial romana. Esto significa que Roma, en cierto sentido, estaba en el fondo de prácticamente todas las entidades políticas formales de la Europa bajomedieval, aunque su legado había recaído ante todo en tres poderes en concreto: el emperador y rey de Romanos, cuyos vínculos romanos databan de los siglos IX y X, y que afirmaba gobernar sobre gran parte de la Europa central; el emperador romano de «Oriente», establecido en la «Nueva Roma» fundada por Constantino en el siglo IV, posteriormente conocida como Constantinopla, y, finalmente, el papado, cuyas reivindicaciones de gobierno se extendían a lo largo del mundo cristiano y aún más allá. Como líder espiritual, los derechos del papa a algo tan mundano como un imperio podrían parecer un poco forzados, pero el poder sagrado y laico se entremezclaban fácilmente en el nivel imperial, de modo que de los tres poderes mencionados era el papa, de hecho, quien poseía una autoridad más elevada, amplia y coherentemente significativa sobre el conjunto de Europa. En su hogar del palacio de Letrán, vestido con corona y púrpura imperiales, y emitiendo decretales, el papa de 1300 era todo un emperador, y es su imperio el que aquí trataremos en primer lugar.

El papado

La caída del Imperio Romano en Occidente y el éxito de los primeros papas en manejar su memoria fueron centrales para la posterior historia del papado, aunque, evidentemente, no era solo a los césares a quienes los papas debían su elevada autoridad. Ni tampoco se debía esa autoridad simplemente a las importantes connotaciones espirituales de la ciudad de Roma, como sede de la diócesis y el martirio de san Pedro, hogar de sus reliquias y capital del mundo en tiempos de Cristo. Tal vez de manera más destacada la hegemonía papal derivaba de interpretaciones particulares de las Escrituras y tradiciones cristianas, desarrolladas durante generaciones por los sucesivos papas y sus seguidores. La primera de estas fue la doctrina de la supremacía petrina: Cristo había fundado su Iglesia sobre san Pedro y el papa, como obispo de Roma, era el heredero de san Pedro. Dado que Cristo había entregado su Iglesia a san Pedro y no, como se argumentaba, a todos los apóstoles, el papa disfrutaba de la primacía sobre todos los demás eclesiásticos. Esta primacía fue gradualmente ampliada hasta convertirse en una soberanía completa, de manera que Inocencio III (1198-1216), por ejemplo, argumentaba que si bien «los otros fueron llamados a una parte de la custodia... solo Pedro asumió la plenitud de poder», por lo que el propio papa, «sucesor de Pedro» y «vicario de Jesucristo», estaba «situado entre Dios y el hombre, por debajo de Dios, pero por encima del hombre, que nos juzga a todos y no es juzgado por nadie».9 El dogma cristiano era, por tanto, central en la posición del papa, pero no por ello debemos ver esa posición como menos política. Al fin y al cabo, por una parte, otras autoridades más laicas también hallaron su base en preceptos bíblicos y en la tradición cristiana y, por otra parte, los argumentos espirituales que apuntalaban al papado fueron concebidos por hombres que tenían objetivos tanto espirituales como políticos; además, como señaló Richard W. Southern, dichos argumentos estaban atravesados por los supuestos legales y políticos de la época.10

Del mismo modo, el liderazgo papal de la Iglesia fue ampliado sin interrupción hasta ser una forma de liderazgo del mundo. Esencialmente, ello se debía al hecho de que «iglesia» y «mundo» no eran claramente distinguibles. Por una parte, los eclesiásticos poseían normalmente extensas propiedades y otras formas de poder secular. Por otra parte, la propia Iglesia podía definirse de diversas maneras. Si bien había una iglesia visible de sacerdotes y prelados ordenados que reivindicaban la posesión de las llaves del Cielo y su papel de mediador entre los hombres y Dios, también existía una iglesia invisible de identidad desconocida –los habitantes de la Ciudad de Dios de san Agustín, destinados a vivir con Cristo cuando su estancia terrenal llegara a su fin– y, más allá de todo ello, había una noción de Iglesia como la congregatio fidelium (la «congregación de fieles»), es decir, todos los cristianos bautizados –o, en otras palabras, la mayoría de los habitantes de la Cristiandad, pero no los judíos, musulmanes u otros paganos que vivían entre ellos–. Por tanto, el liderazgo de la Iglesia tenía un vasto alcance en sus implicaciones, y ratione peccati («por razón del pecado»), Inocencio III reclamó la jurisdicción sobre todos los cristianos en todos sus asuntos, para poder llevar así al pecador del error a la verdad. Es cierto que tanto él como otros papas reconocieron una distinción entre la autoridad espiritual y la laica, invocando a menudo la metáfora bíblica de las dos espadas o citando el mandamiento de Cristo de «dar al César lo que es del César», pero tampoco dudaban de que su propia autoridad fuera superior a la de cualquier señor laico. Bonifacio VIII, por ejemplo, declaró que «una espada debe estar bajo la otra y la autoridad temporal sujeta al poder secular». Por su parte, para Inocencio III, un siglo antes, la postura era todavía más extrema –utilizando la metáfora del sol y la luna, argumentaba que «el poder regio obtiene el esplendor de su dignidad de la autoridad pontificia»–.11 Estas aseveraciones procedían no solo de la jurisdicción pontificia general sobre los cristianos, sino también de acuerdos más específicos realizados en el momento de restablecimiento del Imperio Romano en los años 800 y 962, así como de interpretaciones particulares de antiguas concesiones imperiales, desde la falsa «donación» del primer emperador cristiano, Constantino (306-337), que supuestamente había ofrecido el Imperio occidental al papado, hasta los posteriores obsequios y concesiones de los emperadores otónidas y sálicos. En parte sobre la base de estos derechos adquiridos, el papado se sintió capaz de conferir coronas a los dirigentes laicos dentro de su dominio y, a partir de mediados del siglo XIII, a anunciar la deposición de aquellos reyes que le atacaban.

Estas eran, pues, las pretensiones imperiales del papado, pero ¿a través de qué mecanismos y de qué maneras se materializaba al comienzo de nuestro periodo? Como el resto de monarcas, el papa poseía una corte, o curia, que combinaba su casa, sus principales administradores, consejeros y oficiales con las fuentes de su jurisdicción o autoridad legal. Era en este núcleo central donde se concebían la política y las atribuciones de autoridad pontificias, y desde él se llevaba a cabo el gobierno papal, a través de la publicación de cartas y leyes (encíclicas y bulas), del envío de legados y otros oficiales, y de la recepción de apelantes y peticionarios. Las tradiciones bien establecidas dentro de la Iglesia de la jerarquía y la ley ayudaron a que el ejercicio de la autoridad por parte del papado fuera relativamente sencillo y se generalizara sin interrupción –al menos en la propia Iglesia–. Existieron, como veremos, toda clase de tensiones en esta enorme y compleja organización, pero, en cualquier caso, las instrucciones papales tuvieron una eficacia general: normalmente estaban guiadas por sólidos consejos legales y teológicos; eran rápidamente asimiladas al cuerpo legal de la Iglesia en colecciones de «decretales» pontificias, y tendían a satisfacer poderosos intereses. Otras tres dinámicas habían ayudado fortalecer la monarquía papal durante los siglos XI, XII y XIII. Una era la cercana vinculación del gobierno pontificio al movimiento reformista que se inició en las décadas de 1040 y 1050. Dicho movimiento, que se había centrado en reespiritualizar la Iglesia apartándola del control laico y coordinando sus operaciones, tenía una enorme autoridad ideológica y legal entre la sociedad cristiana y, al menos hasta el final del siglo XIII, entregó gran parte de esa autoridad al papado, que se consideraba el medio clave a través del cual se podía lograr la reforma. El papa no solo confirmaba y defendía por regla general la jerarquía de los poderes eclesiásticos que permitían a los clérigos proteger su estado de los señores laicos, sino que además era el patrón y protector directo de diversos entes esenciales en la misión reformista: las cruzadas, que tenían una importancia tanto metafórica y litúrgica como militar; las principales universidades, que estaban desarrollando y definiendo la doctrina y las leyes de la Iglesia; los frailes, cuyo principal papel era predicar a los seglares y escuchar sus confesiones, y la inquisición, dirigida a identificar y corregir las desviaciones entre el rebaño cristiano. Es cierto que ya en la segunda mitad del siglo XIII la relación entre el papado y la reforma se volvió controvertida y complicada –de hecho, a menudo se ha considerado al papado como el principal objetivo de la reforma bajomedieval, más que su exponente–, pero dicha relación había jugado un papel fundamental en la construcción del Imperio papal.