Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo

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Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo
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VICENTE BURUAGA PUERTAS

LO QUE NO BORRARÁ EL VIENTO NI EL TIEMPO





1ª edición en ebook: marzo 2019

© Vicente Buruaga Puertas

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de portada: ImatChus




Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

info@terraignotaediciones.com

ISBN:

IBIC: FA 3JKJ 2ADS

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

ÍNDICE



Introducción PRELIMINAR

Libro Primero:

ESPERANDO UN REGRESO

Libro Segundo:

ENTRELAZANDO SENDAS

Libro Tercero:

NUEVOS HORIZONTES

MESES DESPUÉS

RECONOCIMIENTOS






Para Carmen, mi fiel y adorada compañera.


A Yolanda y Adriana, mis dos tesoros.


A Pepe, mi querido hermano.

Introducción






Los personajes de esta obra son producto de mi fantasía. La historia es también fruto de la imaginación, aunque bien pudiera asemejarse a una realidad vivida.

La trama se desarrolla en tierras de la vieja Castilla, en las catalanas, vascas, extremeñas y andaluzas. A todas ellas las quiero mucho, aunque he de reconocer mi prevalencia por las castellanas, que son las que me vieron nacer y crecer. He procurado describirlas con la mayor fidelidad.

Los lugares que se narran en el libro son coincidentes con la realidad. Únicamente he dado pábulo a cierta imaginación al citar unos parajes ubicados en tierras colombianas, y situar unas casas en un determinado lugar del Lago de Sanabria, donde acaecen determinados hechos, por haberlo considerado más acorde con la narración.

Este relato es continuación de mi anterior Como cangilones de noria. Aunque puede leerse sin haber leído previamente el citado, entiendo aconsejable que el lector tenga a bien hacerlo para una mejor comprensión de la urdimbre que a ambos les liga.

En algunos capítulos determinados personajes interpretan o reproducen piezas musicales, a las que hago mención, por entender que con ello el lector sentirá y vivirá con mayor intensidad la narrativa a la que se ajustan.

Por último, me sentiría satisfecho si, como consecuencia de la lectura de esta escritura, los lectores se animan a recorrer y pisar las tierras en las que el argumento de la misma transcurre; en el supuesto caso, claro está, de que no las conozcan.






PRELIMINAR








Corría el mes de septiembre de 1972.

Leonor estaba en su casa de Navaconcejo, un pueblo de la comarca del Valle del Jerte, en la provincia de Cáceres. Su preocupación era mucha e incesante, pues dentro de unos días iba a cumplirse un año de la marcha de su marido Tomás a Colombia, a fin y efecto de hacerse cargo de unos extensos y ricos cafetales que había heredado de su madre. Solamente paliaba algo su pesar Amancay, la sobrina a quien quería como si una hija suya fuese.

Leonor había obtenido la tutela de la persona y bienes de Amancay, de diez años, hija de su hermanastro Benigno ‒hijo natural de don Benigno Ruiz‒ y de una nativa hondureña, ambos fallecidos en Honduras.

Don Benigno Ruiz, abuelo paterno de Amancay, la había instituido heredera universal de sus bienes y, por ende, propietaria del sesenta y nueve por ciento de las acciones de la sociedad por él fundada Agrícola y Ganadera Extremeña, S.A., ostentando Tomás, su mano derecha en el negocio, la titularidad del treinta por ciento del accionariado, y don Gabriel, el abogado de la familia, el uno por ciento restante.

También Leonor era receptora del ánimo que le infundía Jesusa, que de criada había pasado a ser más bien su fiel y buena consejera. Jesusa contaba con cincuenta y cinco años, habiendo entrado a los veinte al servicio de don Benigno Ruiz, a quien asistió hasta su muerte. Don Benigno le había asignado una renta vitalicia para que no tuviera problema económico alguno, pero decidió prestar sus servicios a Leonor y Tomás, a instancia de los dos, pues contaba con ánimo y salud suficientes.

Cierto es que, durante los dos primeros meses de la ausencia de Tomás, este se comunicó frecuentemente con Leonor. No obstante, de forma insospechada, esa fluidez cesó para dar paso a una falta total de noticias. Ello se produjo a partir de la fecha en que Mateo, hermano de Tomás, que le acompañó en el viaje, había regresado a España.

Agrícola y Ganadera Extremeña, S.A. daba trabajo a ciento cincuenta familias, siendo su situación financiera muy boyante y sus productos agrícolas y cárnicos en constante expansión, con centros de explotación en los términos municipales extremeños siguientes: De la cereza, en el Valle del Jerte; del vino y el aceite, en Almendralejo; del porcino, en Jerez de los Caballeros. Ramiro, Rodrigo y Sergio estaban, respectivamente, al frente de tales dependencias; todos ellos comandados por Tomás, desde la muerte de don Benigno Ruiz.

Rodrigo Fernández era la persona de confianza y mano derecha de Tomás. Había gozado también del aprecio de don Benigno Ruiz, sustituyendo a Tomás en sus funciones desde su marcha a Colombia. Rendía cuenta de su gestión a Leonor, la cual había sido designada coadministradora solidaria de la sociedad en junta universal de accionistas, celebrada poco antes del inicio del viaje de Tomás a tierras colombianas. Leonor y Rodrigo mantenían una mutua relación de afinidad y confianza. Ambos estaban en la cuarentena de sus vidas.

Rodrigo, al igual que don Benigno Ruiz y Tomás, se había hecho a sí mismo, ganándose el puesto que ocupaba en la compañía gracias a su buen trabajo, tesón e innata inteligencia.


Mateo Salazar estaba en su mansión de la avenida de Pedralbes, de Barcelona. Había colgado el teléfono a través del cual había sostenido diversas conversaciones con personas que, a su juicio, podían coadyuvar en la averiguación del paradero de su hermano Tomás, pero, como en otras ocasiones, el resultado fue negativo.

Mateo, extremeño como su hermano, había sido fraile franciscano, pero dejó la orden y su ministerio sacerdotal, tras obtener las debidas licencias eclesiásticas, para poco más tarde casarse con la que llegaría a ser coheredera del imperio Todolí. Solamente habían transcurrido tres meses del fallecimiento de su mujer, a consecuencia de un infarto de miocardio agudo. Fruto del matrimonio nació una hija, a la que pusieron el nombre de Marta, siguiendo la tradición familiar.

El imperio Todolí era la suma de un vasto abanico económico-financiero que incluía toda clase de actividades, tanto industriales, como agrícolas, constructoras, promociones inmobiliarias, participaciones en navieras y banca, y un largo etcétera. La familia Todolí era una de las más ricas e influyentes de Cataluña. Mateo era el que llevaba las riendas de todos sus negocios.

Libro Primero:


ESPERANDO UN REGRESO




1


Rodrigo estaba en la sede social de Agrícola y Ganadera Extremeña, S.A., sita en la calle Del Rey, de Plasencia. Había llegado a las ocho de la mañana para estudiar y decidir sobre asuntos varios que se sometían a su criterio. Acostumbraba a utilizar el despacho de Tomás, que antes lo había sido de don Benigno, el fundador de la sociedad.

En tales oficinas se había habilitado un modesto dormitorio y un aseo para uso de quién lo considerase preciso. Rodrigo lo utilizaba en sus frecuentes viajes a Plasencia y a los centros de producción de la cereza en el Valle del Jerte. Ello venía dado por la lejanía de su domicilio, ubicado en la casa propiedad de la empresa, en Almendralejo, municipio donde se producía el vino y el aceite.

A las nueve decidió tomar una breve pausa para desayunar, lo cual acostumbraba a hacer en una cafetería de la Plaza Mayor. La temperatura era agradable, toda vez que la calima extremeña propia del mes de septiembre aún no imponía su imperio.

Al regresar a su despacho vio que el jefe de administración de la empresa estaba sentado en una de las sillas que se disponían en la pequeña estancia que, a modo de la salita de espera, antecedía a aquel.

 

―Buenos días, señor Navarro, ¿me está esperando?

―Sí, señor. ¿No se acuerda de que quedamos a esta hora?

Tras una breve cavilación, Rodrigo reconoció:

―Tiene usted razón. Me había olvidado. Perdóneme.

―No hay nada que perdonar ―adujo el señor Navarro, esgrimiendo una sonrisa.

―Pase ―le instó Rodrigo, abriendo la puerta del despacho.

―Gracias.

―Siéntese, por favor ―le invitó Rodrigo, indicándole uno de los dos sillones que había delante de la mesa de trabajo.

El jefe de administración tomó asiento.

―Por la cara de circunstancias que usted tiene, barrunto que me quiere decir algo importante ―le espetó Rodrigo.

―Así es, señor Fernández.

―Adelante, pues.

―Voy a tratar de ser lo más sucinto posible, pues el asunto que me trae es delicado y complejo.

Rodrigo hizo un gesto de asentimiento.

―Verá. De la última auditoría interna que hemos realizado se desprende un desfase importante entre los productos fabricados y los vendidos.

―¿De qué fabricados estamos hablando, señor Navarro?

―Perdone, señor Fernández. Por ahí debía haber comenzado…

―No se preocupe ―le interrumpió Rodrigo.

―Se trata del vino elaborado en el centro de Almendralejo.

La sorpresa de Rodrigo fue mayúscula. No obstante, calló a la espera de las explicaciones de su interlocutor.

―Dicho de otra manera ―prosiguió su subordinado―, la cantidad de vino producido no se corresponde con el vendido. Eso tendría una explicación si en nuestros almacenes hubiera existencias de vino que justificasen tal desfase. No sé si me explico, señor Fernández.

―Perfectamente ―contestó Rodrigo, con indisimulado disgusto.

Tras una breve pausa, Rodrigo preguntó:

―¿Han hecho ustedes alguna averiguación al respecto?

―No, señor. Como comprenderá nuestra obligación se circunscribe a poner los hechos en su conocimiento.

―Comprendo. Comprendo.

―No obstante, creemos que las pesquisas para averiguar qué está sucediendo deben realizarse en el área de expedición del vino ―aseveró el señor Navarro.

―¿Tiene usted alguna sugerencia de cómo debemos efectuar nuestras indagaciones?

―Creo, no aseguro, que el personal que sirve en tal área puede darle información al respecto que, por el momento, no quiere o teme dar.

―¿Por qué? ―preguntó Rodrigo.

―Porque es muy significativo que algunos de nuestros clientes nos han puesto de manifiesto sus quejas acerca de un distribuidor de vinos, para ellos totalmente desconocido, al que alguno o algunos de esta casa, no sabemos quiénes son, le están suministrando nuestros caldos, y que posteriormente los vende a precio inferior al establecido. ¿Me entiende usted?

―Lamentablemente, sí.

Rodrigo se levantó de su sillón y, dando la entrevista por concluida, tendió la mano a su subordinado, diciéndole:

―Gracias, señor Navarro.

El jefe de administración correspondió al saludo y se ausentó del despacho.

Una vez solo, Rodrigo dio vueltas a lo que el jefe de administración le había dicho. “¿Qué estará sucediendo?”, se dijo al término de sus cavilaciones. “Pronto lo averiguaré”, se afirmó.

Siguió trabajando hasta minutos antes de las dos de la tarde, hora en la que debía comer con Leonor, quien le había invitado.

Salió de la oficina y se encaminó hacia la casa que habitaba su anfitriona, sita en la calle Zapatería, de Plasencia. Una oleada de calor abrasador le invadió, por lo que buscó el refugio de la sombra, por escasa que fuere, para tratar de pertrecharse de él.

La casa a la que se dirigía había sido comprada y restaurada por don Benigno Ruiz, al regreso de su periplo laboral de veintisiete años en Barcelona. Había sido cerrada a su muerte, pero vuelta a habitar por Leonor durante el período escolar de Amancay, toda vez que de permanecer en tal temporada en la finca de Navaconcejo, residencia de ambas, suponía hacer varios viajes al día entre tal población y Plasencia, de unos treinta kilómetros cada uno de ellos.

Jesusa abrió la puerta de la casa respondiendo a la llamada de Rodrigo.

―Buenas tardes, señor Fernández.

―¿Cómo está, Jesusa?

―No me puedo quejar. Voy haciendo…

―Me alegro.

―La señora le está esperando. Le acompañaré al salón.

Leonor estaba leyendo un periódico, que dejó al ver a Rodrigo. La distinción y finura de aquella mujer eran dos de las prendas, entre otras, que a Rodrigo le fascinaban, amén de su hermosura que, a su juicio, era única.

―Encantada de saludarle de nuevo, señor Fernández.

―Igualmente le digo, señora. Es para mí siempre un placer.

Leonor esbozó una sonrisa de agradecimiento.

Rodrigo se acercó a Leonor y se apresuró a estrechar la mano que su anfitriona le ofrecía.

―¿Pasamos al comedor? Jesusa me ha dicho que la comida está lista.

―Como usted mande.

Rodrigo siguió a Leonor hasta el comedor. Una vez sentados, Rodrigo preguntó:

―¿Cómo está Amancay, señora?

―Bien. En estos momentos estará también comiendo en el colegio de religiosas de la Santísima Trinidad, de esta ciudad, donde recibe formación.

―Es un encanto de chiquilla…

―Sí. Lo es ―interrumpió Leonor―. Tiene un gran corazón, que compagina con un carácter que apunta a firme determinación. Me gustaría, no obstante, que fuera menos inquieta…

―No se preocupe, doña Leonor ―terció Rodrigo―. Decía mi padre que a los niños es mejor tener que decirles ¡sooo! que ¡arre!

Leonor sonrió.

Jesusa entró en el comedor para servir la comida, durante la cual ambos comensales hablaron poco. Al término de la misma Rodrigo se dirigió a la sirvienta:

―Mejor no podía estar. Es usted única.

―Gracias, señor.

―¿Tomamos el café en el despacho? ―preguntó Leonor.

―Como usted diga ―respondió Rodrigo.

―Entre café y café me puede poner al corriente de todo lo que considere oportuno. ¿Le parece bien?

Rodrigo asintió.

Llegados al despacho, Leonor ofreció asiento a Rodrigo.

Una vez sentado, Rodrigo fijó su mirada en un mueble de madera noble, sobre el cual había una vitrina que albergaba en su interior cuatro libros. Sobre la vitrina lucía un busto tallado en madera.

El interés de Rodrigo hizo que Leonor interviniera:

―Es lo que usted está pensando. Son los tres libros de El Capital, de Karl Marx, y la Biblia. El busto es de Carlos Todolí, cincelado por Caterina Nicoletti, su compañera italiana y amor de su vida.

―Según don Benigno narra en sus memorias ―adujo Rodrigo―, eran los cuatro libros más preciados de su gran amigo Carlos, que le legó a su muerte. Caterina le donó el busto.

―Sí. Así fue. Por mediación de Carlos Todolí, don Benigno conoció a su hermana, doña Marta Todolí, la cual regentaba en aquel entonces el imperio Todolí, al ser él desheredado por el padre de ambos, dadas sus creencias y prácticas anarquistas, que mantuvo hasta su muerte.

Al ver que Rodrigo estaba sumido en sus pensares, Leonor añadió:

―Mateo, el hermano de mi marido, es el consorte de Marta Todolí, la difunta hija de doña Marta, el cual regenta el vasto conglomerado de empresas Todolí.

―Antiguo franciscano, según lo escrito por don Benigno ―matizó Rodrigo.

―Efectivamente.

―Las vivencias que don Benigno ha dejado escritas son apasionantes, ¿no le parece a usted?

―Francamente, sí. Siempre he pensado que es como si hubiera ejercido el magisterio sin él saberlo.

Ambos guardaron un breve silencio.

―La documentación de la empresa que me hizo llegar para mi examen, ya está firmada ―dijo Leonor segundos después, entregando a Rodrigo varias carpetas que había sobre la mesa.

―Gracias, señora.

―Ya sabe usted que acostumbro a dar mi aprobación a todo lo que usted somete a mi criterio. Por cierto, le quiero proponer algo que espero sea de su conformidad, y que hace unos días comenté con don Gabriel, nuestro asesor legal.

―Usted dirá, doña Leonor.

―Pues delegarle facultades de disposición que ostento en la empresa. De hecho, ya está usted dirigiendo la compañía, pero precisa de cobertura legal a tal fin…

Rodrigo quiso intervenir, pero Leonor se lo impidió.

―Don Gabriel me ha dicho que la tramitación legal es muy sencilla y que él se encargaría de todo, ¿qué le parece?

―Pues…, que le voy a decir. Que gracias por la confianza, señora. Espero no defraudarla, esa es mi única duda.

―Pues yo no tengo ninguna.

―Le reitero mi agradecimiento.

―Como diría don Benigno: “todo es muy simple”. usted trabaja bien y yo le pago por ello. ¡Ah!, sus emolumentos serán incrementados, por supuesto.

―Gracias de nuevo.

―Eso sí. Las decisiones trascendentes que deba tomar le ruego me las consulte previamente.

―Así lo haré.

Transcurrió un breve silencio.

―Perdone que no le haya preguntado por su hijo mayor ―se lamentó Leonor―. ¿Cómo está?

―Mejor. Los médicos que tratan a Rodrigo me han dicho que su progreso es lento, pero progresivo. Ya sabe usted que lo atienden en un centro especializado de Badajoz para disminuidos psíquicos. Hasta han diagnosticado que, a medio plazo, podrá pasar algunas temporadas conmigo, pues sus episodios violentos y de ánimo exaltado van decreciendo.

―Me alegro mucho. Es lo mejor que podía oír. Es hora de que la vida le dé algún alivio, señor Fernández. Primero el fallecimiento de su mujer, tras una larga y dolorosa enfermedad, y ahora su hijo. Como se acostumbra a decir: “Dios aprieta, pero no ahoga”.

―Excúseme, doña Leonor. Me temo que Dios poco o nada tiene que ver con todo ello. Las cosas pasan y no queda más remedio que hacerles frente lo mejor posible. De todas formas, le agradezco sus palabras ―apuntilló Rodrigo, que no era creyente.

Leonor no dijo nada.

Con los ojos vidriosos, Rodrigo argumentó:

―Tiene diecisiete años, pero es como un niño que, cuando está tranquilo, se muestra cariñoso con todo el que le trata…

―No siga usted, por favor ―le interrumpió Leonor, al borde la emoción.

―No todo es negro, señora. Benigno, mi otro hijo ―nombre que le puso Rodrigo en recuerdo de su mentor don Benigno―, promete. Es un chaval de doce años que, según sus profesores, tiene una inteligencia fuera de serie. Además, le encanta y entiende el campo, como así me lo demuestra cuando por él le llevo a pasear. En fin, el tiempo lo dirá.

Leonor apuntó una sonrisa y preguntó:

―Vive con usted una hermana suya, ¿verdad?

―Sí. Jacinta atiende a la casa y me ayuda en la educación de Benigno. Es viuda y sin hijos.

Ahora el mutismo fue más prolongado. A su término, intervino Leonor:

―En fin. Si usted no tiene más que decirme, me voy al colegio a recoger a mi sobrina Amancay.

―¿Quiere que le acompañe?

―No, señor Fernández. No desprecio su ofrecimiento, pero en otra ocasión será. De todas formas, gracias.

Tras despedirse de su anfitriona y de Jesusa, Rodrigo salió de la casa y se dirigió al despacho de don Gabriel, en la cercana calle Del Rey.

Durante su trayecto pensó en Leonor. La falta de noticias de su marido Tomás la estaba consumiendo; su cara lo decía todo. Sin embargo, ni una palabra de queja o lamento pronunció a lo largo de la tarde. Por el contrario, sí se había interesado por su familia. “Qué mujer”, se dijo.

No tardó en llegar a su destino. Fue recibido casi de inmediato por don Gabriel quien, como siempre, se mostró amable y solícito.

―Siéntese, señor Fernández, por favor ―le instó don Gabriel al entrar en su despacho.

Sin ningún preámbulo, Rodrigo informó al letrado:

―He examinado las tierras colindantes a nuestras fincas de Almendralejo y Jerez de los Caballeros y, como me esperaba, son buenas. La oferta de venta de sus propietarios es de cien hectáreas las primeras y cincuenta las segundas. Nos son necesarias, como ya le adelanté en su día, para poder ampliar nuestras instalaciones en ambos lugares e incrementar nuestros fabricados. El precio, además, lo considero razonable…

―No hace falta que me explique más, señor Fernández ―intervino don Gabriel―. Pondré manos a la obra para tener listas lo más pronto posible las correspondientes operaciones de compra y venta.

 

―De acuerdo, pues. Le entrego la documentación que creo necesitará para que usted pueda trabajar al respecto ―añadió Rodrigo, entregando a su interlocutor sendos dosieres.

―¿Con quién tengo que ponerme en contacto cuando esté todo ello a punto de firma? ―preguntó don Gabriel.

―Conmigo, por supuesto. Yo informaré a doña Leonor y la acompañaré a la firma de las escrituras notariales correspondientes.

―De acuerdo.

Rodrigo intuyó que don Gabriel quería decirle algo, por lo que le inquirió:

―¿Tiene algo que decirme?

―Pues, sí. Quería preguntarle si doña Leonor le ha comentado la oportunidad de otorgarle a usted amplios poderes de representación de la sociedad, a fin de aliviarla a ella de tal carga.

―Sí. Me lo ha expuesto esta misma tarde. He comido con ella atendiendo a su invitación. Le he dicho que aceptaba.

―Pues entonces no tengo más que añadir. También trabajaré de inmediato sobre tal cuestión. Para su información, será una delegación de facultades por parte de doña Leonor, como administradora de la compañía, designándole gerente, con todos los derechos y obligaciones que el cargo comporta. Le felicito, señor gerente.

―Gracias. Espero estar a la altura de las circunstancias.

―No me cabe la menor duda ―aseveró don Gabriel.

―Pues bien. Por el momento no tengo nada más que exponerle. Me voy a dar un paseo por la orilla del Jerte, que a estas horas de la tarde es una delicia y un alivio por el ligero fresco que por allí corre.

―Muy buena idea. Los placentinos no valoramos debidamente el privilegio que supone tener un río que bordea la ciudad.

Rodrigo asintió.

Don Gabriel acompañó a su visitante hasta la puerta de salida del despacho.

Antes de despedirse, don Gabriel inquirió:

―¿Cómo ha encontrado usted a doña Leonor?

―Ya puede usted figurarse. Aunque intenta ocultarla, su pena es mucha. Espero que a no tardar tengamos al fin noticias de don Tomás, pues en caso contrario…

―Eso deseo yo también.

Se estrecharon las manos, con el afecto que ambos se profesaban.

Tras una hora de relajante paseo por la vera del Jerte, Rodrigo se encaminó a la sede de la compañía, donde debía pernoctar.




2


A las ocho de la mañana del siguiente día, tras un copioso desayuno en la cafetería acostumbrada, ubicada en la Plaza Mayor, Rodrigo se dirigió al local propiedad de la sociedad, donde se efectuaba el pupilaje de los vehículos de la misma y de algunos de sus empleados.

Subió a su jeep y, sin más, lo condujo hasta la salida de la ciudad, en dirección a las zonas de la cereza de Navaconcejo y Cabezuela del Valle.

Durante unas dos horas departió con Ramiro, el responsable de los centros de la compañía ubicados en tales municipios. No habiendo novedades relevantes que destacar, Rodrigo se despidió de él hasta una nueva visita, que no tardaría en realizar.

Subió de nuevo al jeep e inició la ruta que le había de llevar a Almendralejo. Tenía por delante un trayecto de tres horas, aproximadamente.

Al llegar a la casa ubicada en el centro de producción de Almendralejo, donde vivía, que era propiedad de la sociedad, Rodrigo aparcó el jeep frente a su entrada. Pasaban unos minutos de las dos de tarde.

―¡Jacinta! ¡Jacinta! ―gritó.

―¡Ya voy! ¡Ya voy! ―respondió ella a lo lejos.

Al encontrarse, Rodrigo le dijo:

―Da un abrazo a tu hermano, mujer.

―¿A santo de qué? ―preguntó Jacinta extrañada, pues en ninguno de los dos era usual tal afectuoso recibimiento.

―¿Es que acaso no quieres felicitar al nuevo gerente de la compañía?

―Y, ¿eso qué es?

―Para que lo entiendas, el jefe de la empresa.

―¿Mandarás más que la señora?

―No, Jacinta, no. Ella, como hasta ahora, seguirá mandándome a mí hasta que regrese don Tomás.

Jacinta asintió con un gesto afirmativo de su cabeza e interpeló:

―No se sabe nada de don Tomás, ¿verdad?

―Por ahora, nada.

―Cómo debe estar sufriendo esa mujer. Dios se lo devolverá. Estoy segura.

Rodrigo calló para no ofender a su hermana con la respuesta que le hubiera dado.

Jacinta, que adoraba y admiraba a su hermano, se acercó a él y le dio un sentido abrazo.

―No nos engañemos, Rodrigo. Siempre te he dicho que vales mucho. He sido testigo de tus esfuerzos durante muchos años, trabajando duro y bien. No hacen más que reconocértelo.

―Gracias, hermana.

―Estoy orgullosa de ti.

―Yo de ti, también.

―Pero, ¿qué dices? ¿De qué me puedo sentir orgullosa? ¿De fregar y limpiar? No sirvo para otra cosa.

―No vuelvas a decir eso, Jacinta. No has hecho más que trabajar para la familia toda tu vida, que es el más duro de los trabajos y, además, no reconocido. ¿Qué sería de mí si no me ayudaras en la atención de Rodrigo y Benigno? Sabes lo mucho que te quieren.

Con emoción incontenida, Jacinta abrazó de nuevo a su hermano.

―Gracias por tus palabras. Es lo mejor que me podías decir.

―Por cierto, ¿cómo anda Benigno? ―preguntó Rodrigo, también conmovido.

―Bien. Dentro de un rato iré a recogerle al colegio. No he visto criatura más espabilada que él. Dará que hablar; te lo digo yo.

Rodrigo sonrió satisfecho.

―Y de mi angelico, Rodrigo, ¿qué sabes? Pobrecico mío.

―Parece que va mejorando. Ya veremos.

―El Señor lo quiera.

―¿Podemos comer ya? Apetito no me falta ―espetó acto seguido Rodrigo.

―La comida está lista. Vamos.

Rodrigo siguió a su hermana hasta la cocina donde, entre plato y plato, siguieron hablando.

―Voy a mi despacho a examinar papeles de la empresa. Quizá eche antes alguna cabezada ―dijo Rodrigo, finalizada la comida―. ¿No te importa avisarme cuando llegue la hora de ir a buscar a Benigno al colegio? ―preguntó a su hermana.

―Te avisaré. No nos engañemos, Rodrigo, verás lo contento que se pone tu hijo cuando te vea.

―Quisiera verlo más, pero no puedo…

―Ya lo sé, hombre. Ya lo sé.

Minutos antes de las cinco de la tarde, ambos hermanos llegaron a la puerta del colegio, sito en el casco urbano de Almendralejo.

―¡Papá! ¡Papá! ―gritó Benigno al ver a su padre.

El niño, lleno de contento, aceleró el paso al encuentro de su progenitor. Cuando estuvo frente a él, se detuvo. Los ojos de Benigno, grandes y oscuros, no miraron, sino que horadaron los de su padre, los cuales le dijeron lo que este deseaba. Sus pequeños brazos rodearon la cintura de la persona a la que más quería, posando la cabeza sobre su pecho; en tal postura permaneció mientras el padre puso su mano izquierda en la nuca del hijo, y con su derecha acarició sin cesar su abundante y negro cabello.

―¿Vamos a casa, hijo?

―Sí.

Rodrigo puso su mano derecha sobre el hombro derecho de su hijo, y este ofreció su mano derecha a su tía Jacinta, quien la cogió llena de orgullo. Así, los tres, iniciaron el regreso a casa.

Mientras Benigno merendaba, le preguntó a su padre:

―¿Cuándo volveremos al campo? Hace tiempo que no lo hacemos.

―Tienes razón. Pero te voy a dar una buena noticia…

―¿Cuál? ―cortó Benigno, ansioso.

―Este fin de semana, si no surgen problemas, nos iremos a un lugar que no conoces. Estoy seguro de que te gustará.

―¡Yupi!

―Siempre que hagas antes los deberes ―intervino Jacinta, que estaba junto a ellos cosiendo prendas de los dos.

Benigno se acercó a su tía y, tras darle un beso en la mejilla, le dijo:

―Sí. Siempre los hago. ¿A qué sí?

Jacinta sonrió.

Rodrigo intervino:

―¿Echas de menos a tu hermano, hijo?

―Sí. Le quiero mucho. Pero desde que se puso malo no puedo seguir jugando con él.

―Pues espero que no pase mucho tiempo para que pueda volver a casa.

―¿De verdad? ―preguntó Benigno, mirando alborozado a su padre.

―De verdad.

―Y, cuando vuelva, ¿se quedará para siempre?

―Eso no lo sé. Pero ya se verá, hijo.

―Podremos jugar de nuevo y salir los tres juntos al campo…

―Por supuesto que sí.

―Me voy a mi habitación a hacer los deberes. Así la tía Jacinta no se enfadará conmigo ―adujo Benigno, finalizada su merienda.

Rodrigo y Jacinta sonrieron.

Cuando el niño se hubo ido, Rodrigo se levantó de su asiento y manifestó:

―Estaré en el despacho, Jacinta. Ya me avisarás cuando la cena esté lista.

―Descuida.

Cuando Rodrigo iba a franquear la salida de la estancia, Jacinta le inquirió:

―¿Acompañarás mañana a tu hijo al colegio?

―No puedo. Lo siento de veras. He de estar a las siete de la mañana en el trabajo.

―Te lo preguntaba porque es lo que más desea Benigno.

―Lo sé. Lo sé ―adujo Rodrigo apenado.




3


Poco antes de la siete de la mañana de la jornada siguiente, Rodrigo entraba en al área de producción de vino de la compañía. Se dirigió al departamento de expedición, cuyo encargado era Genaro, hombre de su confianza.

No dio con él, por lo que preguntó a Moisés, un ambicioso y joven trabajador, según Genaro le había informado.

―Oye, Moisés, ¿dónde está Genaro?

―No ha venido, señor Fernández, pero no me extraña. Ayer tuvo que irse a su casa al encontrarse mal, según dijo.

―Ya.

―¿Le puedo servir yo de algo?

―Pues, sí. Ven conmigo.

Moisés siguió a su superior hasta la estancia que Genaro utilizaba como oficina suya.

―Vamos a ver ―le espetó Rodrigo―. Toda salida de botellas de vino tiene su soporte documental en el albarán de entrega correspondiente, ¿verdad?