Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo

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―Siga, siga ―intervino don Eduardo interesado.

―Parece ser que tal empeño quedó en nada, toda vez que Pedro I entendió que era irrealizable dadas las múltiples dificultades y problemas que le acarrearía, amén de la escasez de sus seguidores.

―Entiendo.

―Y, ¿por qué el apodo de el Cruel? ―preguntó Leonor.

―Eso sí es comprensible, aunque matizable.

―¿Puede explicarse, por favor?

―Con mucho gusto, aunque les advierto que hay al respecto disparidad de criterios entre los historiadores, pues algunos de ellos sostienen que más bien debería habérsele aplicado el seudónimo de el Justiciero. En lo que hay cierta coincidencia es que Pedro I estuvo sujeto, a lo largo de su existencia, a la traición y amenazas de muerte vertidas por sus hermanos bastardos, amparadas por el Vaticano, a los que se unieron cierta nobleza y alguna cabeza coronada. Todo ello aderezado con otras varias y malas querencias hacia el rey, con cuyo detalle no quiero cansarles.

Rodrigo hizo una pausa.

―Esta ciudad fue testigo de unos hechos que, si lo desean, puedo narrarles.

―Por supuesto que sí ―adujo Leonor.

Don Eduardo permaneció callado, pero con evidente interés por el conocimiento de Rodrigo.

―A esa colegiata ―inició Rodrigo su relato indicándola― llegó Pedro I al atardecer de un día después de Pascua de mediados del siglo XIV, donde le esperaban su madre y otras señoras principales. Fue criticado por su política de gobierno y por el repudio a su mujer, cuestiones aducidas que el rey tomó por amenazas, que no consintió, pues intuyó que lo pretendido en realidad era robarle el trono; en su consecuencia fue arrestado y hecho preso. Utilizando una argucia escapó de Toro, a cuya ciudad no tardó en regresar con su ejército para tomarse venganza por la afrenta sufrida, acampando en las inmediaciones de la ermita del Cristo de las Batallas. Tras lograr la rendición de Toro su guardia lanceó a los conjurados más destacados y ordenó, ya muertos, situarlos a un lado y otro del caminal del puente románico, siendo el resto de los sublevados encadenados y enjaulados para ser conducidos a prisión. Mandó el rey apresar a su madre y ser escoltada hasta la frontera de Portugal para confinarla en una fortaleza, hasta su destierro a tales tierras, donde fallecería poco después, al parecer por ingestión de veneno, sin conocerse su suministrador.

―Una breve, pero concisa lección de historia. Sí, señor.

―Gracias, don Eduardo.

―Pues bien. Si me lo permiten, les haré una sucinta crónica de lo que allí sucedió ―adujo don Eduardo, señalando una zona a la derecha de la balconada.

―¿Qué sucedió? ―interrogó Leonor.

―Allí, en tierras de Peleagonzalo, acaeció la batalla de Toro. A la muerte de Enrique IV, Isabel la Católica se hizo proclamar reina de Castilla; sin embargo, una parte de su reino se decantó por su sobrina Juana la Beltraneja, sustentada por los reyes de Portugal y Francia, iniciándose una guerra entre ambos bandos. Los portugueses tomaron el castillo de Zamora y la ciudad de Toro. Fernando el Católico tomó el castillo de Zamora e, inmediatamente después, vino a liberar esta ciudad. Ello sucedió el 1 de marzo del año 1476 en el campo contiguo a la ermita de la Vera, donde se libró la batalla que permitió la unión definitiva de España y el fin de la guerra.

―Ya veo que tengo ante mí a dos eruditos ―comentó Leonor.

―Solamente añadir, doña Leonor, que esta ciudad está plagada de iglesias, conventos, monasterios, palacios y otros edificios emblemáticos, que acreditan su antiguo esplendor; amén de su riquísima vega e incomparables viñedos ―culminó don Eduardo.

Leonor y Rodrigo nada dijeron.

―Creo que ha llegado el momento de ir a visitar la finca, que es a lo que han venido ―propuso don Eduardo.

―Pues a ello ―intervino Rodrigo.

―Voy a buscar el coche. Es cuestión de unos pocos minutos, que pueden aprovechar para gustar de las vistas que desde este mirador se pueden contemplar.

―Muy bien ―dijo Leonor.

No tardó en llegar don Eduardo, quien conducía un Dodge Dart, color negro.

―Es el vehículo utilizado por los ministros y cargos principales del régimen ―le dijo Rodrigo a Leonor en voz baja, quien convino con un leve gesto.

―Suban, por favor.

Rodrigo abrió la puerta trasera derecha del coche para dar paso a Leonor al interior del mismo, y él se acomodó en el asiento delantero.

Poco tardaron en llegar a la finca ubicada en Morales de Toro. Don Eduardo detuvo el coche frente a la entrada de un antiguo caserón castellano, que se alzaba en el medio de extensos viñedos que lo circundaban.

―Ya estamos, señores ―dijo don Eduardo, orgulloso de ver la expresión de admiración evidenciada en los rostros de sus invitados―. Estaremos mejor en el porche, donde esperaremos a la sombra a Serafín, mi hombre de confianza, quien les enseñará la finca y contestará a todas las preguntas que ustedes tengan a bien hacerle.

Leonor y Rodrigo se dirigieron al porche, en el cual se disponían cuatro amplios y cómodos sillones, que rodeaban una mesa de centro, todo el conjunto de mimbre.

Acababan se sentarse cuando una furgoneta se detuvo ante ellos. Salió de ella un hombre que rondaría los cincuenta años.

―Buenas tardes ―saludó.

―Doña Leonor y el señor Fernández, de quienes te he hablado ―le informó don Eduardo.

―Mucho gusto ―se limitó a decir.

―Es parco en la palabra, pero muy competente. Ya lo verán ―adujo don Eduardo.

―Cuando ustedes me manden les enseño la finca ―alegó Serafín.

―Yo prefiero quedarme aquí, don Eduardo. Estoy algo cansada y, además, el señor Fernández es quien ha de dictaminar lo que estime procedente, ¿no le importa? ―preguntó Leonor.

―En absoluto, señora. Es más, será un placer hacerle compañía mientras el señor Fernández examina los viñedos. Por cierto, Serafín, ¿no está tu mujer en la casa?

―Ha salido a hacer unos encargos, pero no tardará en regresar.

Don Eduardo se sentó junto a Leonor y le dijo:

―La mujer de Serafín hace un refresco exquisito. Cuando regrese le diré que nos lo sirva, ¿le apetece?

―Por supuesto que sí. Muchas gracias.

―No creo que tardemos en volver ―dijo Rodrigo, subiendo a la furgoneta de Serafín.

En el recorrido por la extensa y llana finca, Rodrigo salía periódicamente de la furgoneta y cogía un puñado de tierra, la examinaba y la olía con fruición.

―Como usted puede comprobar es una tierra excelente, señor Fernández.

―La verdad es que sí.

―En Toro y su alfoz se viene elaborando vino desde hace casi mil años; no hay casa en la ciudad que se precie, que no tenga una bodega, aunque en la actualidad apenas se elabora en ellas…

―Es una uva muy singular ―interrumpió Rodrigo, al tiempo que arrancaba un racimo para catar su fruto.

―Sí, señor. La uva que se emplea es la tinta de Toro, adaptada durante muchos siglos al suelo y clima toresanos que permite decir de ella que, efectivamente, es muy singular. Las características de la uva son las propias de veranos cortos y cálidos e inviernos largos y muy fríos, amén de las escasas precipitaciones y las muchas horas de sol. Todo ello da como resultado un vino con mucho grado alcohólico y con gran intensidad de olores y flavores, amén de su color cárdeno en los vinos jóvenes, y tonalidad granate y tejas en las crianzas y grandes reservas.

―Entiendo. Entiendo.

―En esta tierra no se han comercializado debidamente nuestros caldos ―prosiguió Serafín―. Solamente hace unos años se está trabajando en ello a iniciativa de algunos viticultores que, yo no lo dudo, dará como resultado el reconocimiento, a no mucho plazo, de vino con denominación de origen.

Rodrigo no adujo nada.

Prosiguieron su andadura por la finca durante casi tres horas. Tocaban las siete de la tarde cuando regresaron a su punto de partida.

―¿Qué le ha parecido, señor Fernández? ―preguntó don Eduardo.

―La finca y la tierra son buenas, la verdad. Lo que ahora hace falta es llegar a un acuerdo económico aceptable para ambas partes; nosotros lo intentaremos. Cuando lleguemos a Plasencia haremos los estudios financieros y jurídicos correspondientes y le daremos, lo más pronto posible, una contestación.

―Muy bien ―añadió don Eduardo, visiblemente satisfecho.

―Pues entonces podemos regresar a Toro, ¿verdad? ―intervino Leonor, que no se había inmiscuido hasta entonces en la conversación.

―Creo que he tardado demasiado. Lo siento, señora.

―No tiene nada que sentir, señor Fernández. Usted ha estado haciendo su trabajo y, además, he estado acompañada por un anfitrión muy entretenido y agradable.

―Me alegro, pues ―dijo Rodrigo.

Don Eduardo se limitó a blandir una sonrisa.

Se despidieron de Serafín y subieron al coche de don Eduardo.

Sobre las diez de la noche finalizó la cena de los tres en el hotel Juan II.

―¿Quieren dar un paseo por el centro de la ciudad? A esta hora es muy apetecible ―sugirió don Eduardo.

―La verdad es que yo no. Estoy agotada y prefiero retirarme a descansar ―contestó Leonor.

―Lo comprendo. ¿Y usted, señor Fernández?

―Me parece bien.

Al despedirse Leonor de ambos, don Eduardo le preguntó:

―¿Tienen plan para mañana, señora?

―El señor Fernández y yo hemos acordado pasar el día en Zamora, pues como usted sabe pasado mañana salimos para Plasencia. En futuras ocasiones, que no dudo se darán, pensamos hacer un recorrido por esta vieja Castilla para conocerla debidamente.

―Excelente, pero yo les propongo otro recorrido. Es una sorpresa que les tengo guardada y que no dudo les gustará.

 

Leonor y Rodrigo se miraron extrañados.

―¿Qué sorpresa? ―preguntó Leonor interesada.

―Mañana lo sabrán, si aceptan mi sugerencia ―contestó don Eduardo enigmáticamente.

―Por mí no hay inconveniente. ¿Le parece bien, señor Fernández?

―Nada que objetar, señora.

―Perfecto ―concluyó don Eduardo.

Tras dejar a Leonor en el hotel, don Eduardo y Rodrigo iniciaron su andadura nocturna.

En escasos minutos llegaron a la Plaza Mayor, que se inicia en la Torre del Arco del Reloj y finaliza en la colegiata de Santa María La Mayor.

―Ya ve usted, señor Fernández, esta es la Plaza Mayor, la principal de la ciudad, cuyo trazado no es el de una plaza sino el de una calle, pero así es cómo en Toro se la conoce y designa.

―Es curioso.

―La torre se divide en varios cuerpos, el arco de la puerta de la muralla, la capilla abierta con el Sagrado Corazón de Jesús, un cuerpo vacío, un cuerpo octogonal donde se aloja el reloj, y la cúpula con la linterna. Se dice que para levantar la torre se hizo el mortero con vino, en vez de agua; este se cuenta porque en Toro apenas hay pozos y, sin embargo, siempre ha habido mucho y buen vino.

Rodrigo sonrió y adujo:

―Veo que la Plaza está bastante animada.

―A estas horas es lo habitual, pues es costumbre de los toresanos caminar repetidamente de un extremo a otro de la Plaza hasta que se retiran a descansar; ahora bien, cuando las agujas del reloj señalan las doce de la noche, la Plaza queda desierta.

―Interesante.

―Los toresanos que pasean y los que se sientan a tomar el fresco en sillas, sillones o bancos adosados a las fachadas de sus viviendas, o en las terrazas de bares y cafeterías, gozan enormemente comentando y criticando de todo lo ajeno. Es lo propio de estos pagos, aunque me temo que es una costumbre generalizada en pueblos y núcleos urbanos pequeños.

―Estoy de acuerdo.

Don Eduardo se percató del interés que Rodrigo mostraba por la arquitectura de los edificios ubicados en la Plaza.

―Algunas de las casas que forman la Plaza datan del siglo XVI, aunque se construyeron sobre edificaciones anteriores de las que aprovecharon algunas de sus partes como las columnas. Su estructura es de madera y entre ella se insertó el ladrillo que forma las paredes ―informó don Eduardo.

Rodrigo asintió.

―¿Le parece que nos sentemos? ―propuso don Eduardo.

―Por supuesto.

Don Eduardo se detuvo ante una de las varias terrazas que en la Plaza se disponían, dirigiéndose a una de las escasas mesas que estaban libres.

―Es la terraza del bar Castilla, situada como usted ve en el centro de este lugar, para ser más exactos esquina con la calle Cerrada ―explicó don Eduardo.

Acababan de tomar asiento cuando un hombre se acercó solícito a ellos.

―Es un honor y placer tenerlo por aquí de nuevo, don Eduardo.

―Buenas noches, Alfonso. ¿Cómo estás?

―Como una vieja mujer decía, vamos hiciendo.

Don Eduardo y Rodrigo rieron con ganas.

―Te presento al señor Fernández, un hombre de negocios que, espero, no sea la única vez que veamos por aquí.

―Encantado, señor ―saludó Alfonso, ofreciendo su mano a Rodrigo, quien la estrechó.

―¿Qué desean los señores?

―¿Le hace una cerveza, señor Fernández?

―Me hace.

―Las sirvo enseguida ―dijo Alfonso, retirándose para cumplir con la comanda.

―Es el propietario de este establecimiento ―informó don Eduardo.

―Me lo he supuesto.

Tras un primer sorbo de cerveza, don Eduardo tomó la palabra:

―En resumen, le ha convencido la finca, ¿verdad, señor Fernández? Habrá observado que ni un solo metro de ella está desaprovechado; son ciento cincuenta hectáreas de excelente tierra.

―La verdad es que sí. Lo que hace falta es que lleguemos a un acuerdo económico, así como la forma de instrumentarlo.

―Yo había pensado en una ampliación de capital que ustedes suscribirían y desembolsarían por la totalidad de su importe. Ya le participé en su día que nuestro asesor económico ha estimado que tal ampliación, en principio, debería cifrarse en una cantidad igual al cuarenta por ciento del capital actual ―expuso don Eduardo.

―Parece razonable. Aunque, como usted comprenderá, debo recabar asesoramiento de nuestro departamento financiero y legal.

―Por supuesto.

―Y, dígame, ¿cómo es que ha pensado en nosotros?

Don Eduardo lució una sonrisa y contestó:

―Estoy informado del buen crédito de que ustedes gozan, desde la fundación de su empresa por don Benigno hasta la fecha, y que ustedes no solo lo han mantenido, sino que lo han fortalecido. Además, me consta que los canales de comercialización de sus productos son muy aceptables.

―En eso estamos, don Eduardo ―adujo Rodrigo complacido.

―Yo tengo buenas y abundantes cepas ―continuó don Eduardo―, pero no poseo liquidez para construir nuevas bodegas acordes con estos tiempos. Verá, señor Fernández, no tengo la más mínima duda que a no mucho tardar los caldos de esta tierra conseguirán la aprobación de denominación de origen, con lo cual se iniciará una etapa de retos y muy prometedora.

―Eso mismo me ha dicho Serafín. Espero que así suceda.

Consumida la primera cerveza, pidieron otra. Después de dedicarse durante unos minutos a observar a las personas que paseaban por la Plaza, algunas de las cuales saludaban a don Eduardo, este dijo:

―Quería hablarle de algo un tanto delicado.

―Usted dirá.

―Se trata de don Tomás, a quien, según mis informaciones, usted está sustituyendo en el cargo que ostentaba en la empresa, por causa, al parecer, de su desaparición en tierras colombianas, ¿no es así?

―Así es ―contestó Rodrigo, sorprendido.

La extrañeza de Rodrigo hizo que don Eduardo se explicase.

―Este mundo nuestro no es tan grande como puede parecer, señor Fernández; máxime en el negocio en que nosotros nos movemos, del que todos sabemos de todo.

―Pero….

Además del pasmo de Rodrigo, don Eduardo intuyó en él un cierto malestar.

―Créame que no es mi intención inmiscuirme en asuntos personales. Se lo aseguro. Pero si he sacado a colación el tema es porque creo que puedo echarles un cable, al menos ese puede ser mi intento si usted lo autoriza. Digo usted, porque me hago cargo del dolor y angustia que doña Leonor debe estar pasando. No me perdonaría crear en ella más incertidumbre de la que no dudo tiene.

―Explíquese, por favor ―adujo Rodrigo algo menos tenso.

―Tengo el convencimiento de que ustedes han hecho todo lo habido y por haber en aras de averiguar el paradero de don Tomás, pero me pregunto si han pensado en…

―¿En qué? ―interrumpió Rodrigo impaciente.

―Yo me he planteado la hipótesis de un secuestro…

―También nosotros, don Eduardo, también ―cortó de nuevo Rodrigo―. Pero no hemos sacado nada en claro, y le aseguro que las pesquisas llevadas a cabo han sido intensas y muchas.

―¿Han pensado en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC? ―espetó don Eduardo.

―¿En las FARC? ¿No es esa una organización terrorista cuya actividad principal es el narcotráfico, el asesinato y la extorsión?

―Esa misma.

―La verdad es que no, según me consta.

―Pues habrían de contemplar tal contingencia. Se lo digo porque es ahí donde yo puedo intentar averiguar algo.

―No deja usted de sorprenderme, don Eduardo.

Don Eduardo apuntó una sonrisa y expuso:

―Para mi desgracia tengo un hermano que es un cabecilla de las FARC. El que sea un comunista convencido nunca ha gustado a la familia, pero yo siempre he respetado su ideología; ahora bien, su pertenencia a las FARC no solo no la entiendo, sino que la repruebo.

Don Eduardo hizo una pausa que Rodrigo no quebró.

―Él me tilda a mí de fascista, pero él ¿qué es? Yo, señor Fernández, siempre he defendido que no hay peor y más aborrecible fascismo que el de la extrema izquierda; para llegar al poder prometen al pueblo todo lo habido y por haber, pero cuando alcanzan el gobierno lo somete a su dictatorial imperio; a su trayectoria a lo largo de la historia me remito. Vamos, todo lo contrario a lo que yo entiendo por una buena gobernanza.

―¿Cuál es para usted una buena gobernanza, don Eduardo?

―Aquella que fomente la educación y la cultura de los gobernados, para que puedan llegar a ser realmente libres. De tal forma, los gobernantes cumplirán debidamente con su compromiso de servir al pueblo que rigen, y no adoctrinándolo ni subyugándolo al servicio de credos e idearios que desembocan en tragedia, como tantas veces ha acaecido y sucede.

Rodrigo permaneció en silencio, pues no estaba dispuesto a entrar en una polémica que no iba a conducir a nada. No obstante, le sorprendieron las tan atinadas palabras de don Eduardo, habida cuenta su condición de servidor del régimen. Era un hombre de negocios y como tal procuraba comportarse, no pudiéndose permitir que la política se inmiscuyera en ellos.

―Yo podría ponerme en contacto con mi hermano, si usted me lo permite ―prosiguió don Eduardo―, para tratar de averiguar si las FARC han secuestrado a don Tomás…

―Siga, por favor.

―Sin embargo, hay algo que me extraña.

―Diga usted

―Pues que las FARC no acostumbran a dilatar en el tiempo los secuestros, salvo alguna excepción. Según tengo entendido, don Tomás lleva desaparecido tres años, ¿no es así?

―Sí, señor.

―Aunque puede haber surgido alguna eventualidad que no conocemos. Lo que sí puedo decirle es que, si don Tomás está en poder de las FARC, pueden tener la esperanza de que está vivo, pues lo único que les interesa es cobrar un cuantioso rescate a cambio de su libertad; otra cosa son las condiciones físicas y psíquicas en que se pueda encontrar. No le quepa la menor duda, querido amigo, que se habrán informado acerca de la solvencia económica de don Tomás, pues serán unos criminales, pero no son tontos y, al parecer, tienen una buena y tupida red de información.

―Entiendo ―adujo Rodrigo―. Puede que sean sabedores de que don Tomás y su hermano don Mateo son los propietarios de unos cafetales en Colombia y…

―Siga, siga.

―Estaba pensando que quizá también sepan del imperio económico de los Todolí, que representa y dirige don Mateo.

―No lo dude usted ―aseveró don Eduardo.

―Bien ―dijo Rodrigo, tras breve reflexión―. Le pido, por favor, que haga todo lo posible por recabar toda la información que le sea posible, y yo pondré en conocimiento de don Mateo lo que usted me ha dicho. Descartando a doña Leonor, por circunstancias obvias, a él es al que debe ponérsele al corriente de todo lo concerniente a su hermano don Tomás.

―De acuerdo. Cuando tenga alguna noticia se la trasladaré de inmediato.

―Muchas gracias.

Rodrigo quedó sumido en sus pensares, y don Eduardo se dedicó a corresponder a los saludos que algunos paseantes le dirigían.

Restaban escasos minutos para que las agujas del reloj de la Torre del Arco tocaran las doce de la noche cuando don Eduardo tomó la palabra:

―Ya ve usted, señor Fernández, la Plaza está casi vacía, tal y como le he dicho que acostumbra a suceder. Si le parece bien, podemos retirarnos.

―Como usted quiera.

Ambos se levantaron de sus asientos y, lentamente, se dispusieron a dejar la Plaza.

Al llegar a la plaza de San Julián, don Eduardo indicó a Rodrigo el breve trayecto que restaba para llegar al hotel Juan II.

―Hasta mañana, señor Fernández. Hemos quedado a las nueve, ¿verdad?

―Sí, señor. Hasta mañana, don Eduardo ―contestó Rodrigo, estrechando la mano que le ofreció su anfitrión.

En cinco minutos Rodrigo llegó al hotel. Subió a su habitación y se acostó. Entre el cansancio y presa de lúgubres pensamientos, no tardó en quedarse dormido.

9

A las nueve de la mañana de la jornada siguiente, después de un copioso desayuno, Leonor y Rodrigo salieron del Juan II. Hacía un día espléndido, vestido de un cielo azul intenso y límpido; propio de castellanas tierras.

Vieron que don Eduardo les estaba esperando de pie, junto al Dodge Dart.

―Buenos días. ¿Han pasado buena noche?

―Excelente ―contestó Leonor.

Rodrigo afirmó con un gesto.

 

―Pues no perdamos tiempo. Tenemos por delante unas dos horas y media de viaje, aproximadamente, y muchas y buenas cosas por ver.

―¿Podría usted decirnos, por fin, adónde vamos? ―preguntó Leonor, deseosa de que don Eduardo desvelara el destino del viaje.

―Vamos a ir al Lago de Sanabria, situado en el extremo noroccidental de esta provincia, en las estribaciones de las sierras Segundera y Cabrera. Es el lago de mayores dimensiones de España, muy próximo a su límite con Portugal y las provincias de León y Orense. ¿Han oído hablar de él?

―Alguna referencia tengo, pero más bien escasa ―contestó Leonor.

―Yo lo identifico con una catástrofe que por sus alrededores acaeció por los años cincuenta, ¿no es así? ―adujo Rodrigo.

―Efectivamente, señor Fernández. Al inicio del año 1959 se quebró la presa de Vega de Tera, destruyendo en unos minutos el pueblo de Ribadelago, ocasionando muchas víctimas, cuyos cuerpos fueron arrastrados por la turba de agua, piedras y lodo, de tal manera que jamás fueron hallados y que, a buen seguro, fueron pasto de las truchas. Como consecuencia de ello el pueblo no se reconstruyó, sino que se levantó otro, de nombre Ribadelago Nuevo, pero en lugar distinto del antiguo, que desde entonces se denomina Ribadelago Viejo.

―Eso tenía entendido ―dijo Rodrigo.

Había transcurrido una media hora de trayecto cuando Leonor dijo:

―Ahora estoy comprobando lo que tantas veces he oído…

―¿Qué ha oído, doña Leonor? ―preguntó don Eduardo.

―Que estas tierras son anchas y llanas, pero no me imaginaba su grandeza y hermosura.

―Y plenas de grandes extensiones de cereales, por lo que estoy viendo ―añadió Rodrigo.

―Ya lo creo, señores, son orgullo de todo castellano viejo.

―Pero, dígame don Eduardo. ¿Qué es esa construcción de estructura circular, en estado de abandono? ―interpeló Rodrigo, indicándola al lado derecho de la carretera por la que circulaban.

―Es un palomar.

―¿Un palomar?

―Efectivamente. Los palomares eran construcciones utilizadas para la cría de pichones, con estructuras varias que utilizaban para ello los materiales de la tierra. Su arraigo fue en zonas cerealistas que suponían para sus propietarios un aporte energético complementario a su dieta, así como una fuente adicional de ingresos por la producción de palomina, un abono orgánico de apreciable valor para la agricultura. En general, eran construcciones cerradas al exterior, adaptadas a los fríos inviernos y veranos calurosos y secos. En su interior, una serie de muros concéntricos albergaban las hendiduras para los nidales.

―Muy interesante ―manifestó Rodrigo.

―Como ustedes pueden apreciar, en la actualidad están en lamentable estado ruinoso.

―Estas tierras las encuentro un tanto tristes ―interpeló Leonor.

―Permítame, señora, una rectificación ―intervino don Eduardo―. Más bien son tierras sobrias y duras, como los hijos que ellas han dado y dan. Hoy día parte de los habitantes de los pueblos y otros núcleos urbanos existentes en sus límites han abandonado sus hogares en busca de una existencia menos inclemente en otras latitudes. Es una pena, pero es así. Ya ven ustedes, una vieja Castilla cargada de historia y gloria, que ha dado al mundo personas ilustres en las ciencias, la literatura y las artes, se ve ahora como se ve. No obstante, tengo el convencimiento de que un mañana, no muy lejano, será mejor, no lo duden.

―Yo así se lo deseo ―adujo Leonor.

―Gracias, señora.

Siguiendo el horario previsto, a unos minutos después de las once de la mañana arribaban a la Puebla de Sanabria, cabeza de la región, encaramada en lo alto de un cerro pleno de zarzamoras y de helechos que descienden hasta el río Tera, de aguas cristalinas y de abundantes y buenas truchas.

―Aquella es la Puebla, señores. ―La señaló don Eduardo, deteniendo el coche en el arcén de la carretera―. Cuando comamos, que lo haremos en un establecimiento que conozco, callejearemos por ella. Podrán apreciar los tejados de pizarra de sus casas, las macetas de diversas flores en sus balconadas y, desde su altura, el hermoso verde de las praderas y el horizonte color violeta de las montañas. En la punta del cerro se levanta el castillo de los Condes de Benavente, amén de casas blasonadas a lo largo de su perímetro que habitaron notables militares, eclesiásticos y políticos.

Don Eduardo puso en marcha el vehículo y dijo:

―Pero vamos al Lago, señores. Está a unos dieciocho kilómetros de aquí.

Cuando llegaron al Lago, don Eduardo estacionó el Dodge Dart en una zona de su orilla sur, desde donde se ofrecía una panorámica incomparable del mismo.

―Que hermosura ―adujo Leonor.

―Realmente valía la pena verlo. Nunca había visto nada semejante ―añadió Rodrigo―. Pero, dígame, ¿qué árboles son aquí los dominantes?

―El bosque imperante es el robledal, cuyos ejemplares están bien adaptados para afrontar los fríos inviernos y los calurosos estíos. No obstante, en las vaguadas húmedas, a la vera del río Tera, son frecuentes los abedules, avellanos y alisos, amén de enebros. Este Lago tiene una rica y variada flora, con especies vegetales que superan las mil quinientas. Tengan en cuenta la situación geográfica de esta zona, cuyas montañas son el límite entre el clima atlántico y el mediterráneo, propiciando, en su consecuencia, dos ambientes distintos. Además, la gran abundancia de arroyos, manantiales, lagunas y turberas permiten la existencia de una flora acuática muy sobresaliente.

Al ver don Eduardo la atención que sus interlocutores le prestaban, prosiguió:

―Y no les digo nada de la fauna. Se han contado alrededor de más de ciento noventa variedades de vertebrados. Además de la presencia de varias especies de peces, entre las que destaca la trucha, sobrevuelan el Lago diferentes rapaces diurnas, como el águila real, el halcón abejero y el halcón peregrino, el cernícalo y el búho real, amén de otras aves de menor importancia. Se pueden encontrar también reptiles y mamíferos, entre los que destacan la nutria, el armiño, la marta, la garduña y el tejón. En cuanto a fauna de mayor porte, viven el jabalí, el gato montés, el corzo y, sobre todo, el lobo. A este Lago de Sanabria se le han atribuido varias leyendas que, en su momento y se me lo permiten, les narraré.

―Buen guía tenemos ―adujo Leonor.

―Soy un apasionado del lugar, señora. Era yo un chaval cuando ya venía por aquí. Es ideal para el descanso y el goce y disfrute de la naturaleza a lo largo de todo el año, bien en la primavera cuando el multicolor de las flores inundan este paraje; en el verano, con su clima suave; en el otoño, de dorados luminosos y pardos rojizos que visten la flora; en el invierno, cuando la nieve cubre todo…

―No siga, don Eduardo, que me están dando ganas de quedarme por aquí ―interrumpió Leonor.

―Pues haría usted muy bien, se lo aseguro ―adujo gozoso don Eduardo―. Le participo que en esa intención han caído muchas personas que han visto y pisado estos parajes, algunas de ellas ilustres, entre las que destaco a don Miguel de Unamuno, que situó junto al Lago su novela San Manuel Bueno, mártir.

―La verdad es que es un lugar de ensueño ―intervino Rodrigo.

―Creemos que nuestra tierra es la mejor, pero cuando conocemos otras comprobamos que no es así; sin perjuicio de la prevalencia que profesamos a la que nos vio nacer ―argumentó Leonor.

―Sí, señora. Y yo añadiría más ―apostilló don Eduardo.

―Usted dirá ―interpeló Rodrigo.

―Pues que tengo el convencimiento de que el desencuentro entre pueblos no es más que fruto de la ignorancia y el desconocimiento.

―Opino lo mismo ―enfatizó Leonor.

Los tres callaron durante un rato, dedicándose a contemplar y disfrutar de lo que ante sí tenían.

―Si les parece bien volvamos al coche. Queda algo por mostrarles ―instó don Eduardo.

―Pues vamos allá ―convino Leonor.

Subieron al vehículo y don Eduardo lo condujo por un camino carretil, aunque lo suficientemente ancho para transitar por él.

Transcurridos cinco minutos llegaron a un clavero, a la orilla del Lago, circundado por avellanos, acebos y abedules.

―Ya estamos ―dijo don Eduardo.

Leonor y Rodrigo salieron del Dodge. Se quedaron atónitos.

Ante ellos se erguían tres casas unifamiliares en línea, de una sola planta. Su estructura era de piedra y madera, con tejado de pizarra, a las que antecedía una cerca de madera en la que había dos puertas: una para el paso de personas y otra, en el extremo izquierdo, para acceso de vehículos al garaje. La extensa superficie existente entre la cerca y la casa estaba destinada a jardín. Todo ello de excelente factura.