Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo

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―Las casas tienen una superficie habitable de ciento ochenta metros cuadrados, con cuatro habitaciones dobles, dos baños completos, salón-comedor muy amplio, un saloncito, cocina espaciosa y galería ―informó don Eduardo.

―¡Qué preciosidad de casas y su entorno! ¡Son maravillosas! ―exclamó Leonor.

Rodrigo no dijo nada, pero su expresión era de satisfacción.

―Me alegro que le gusten, señora. Son obra de mi cuñado, marido de mi hermana, que es promotor inmobiliario y constructor, que tiene su negocio en Valladolid, ciudad en la que viven.

―Veo que no están ocupadas ―espetó Leonor.

―Por ahora, no. Una de las tres lo estará el año entrante; pienso pasar los veranos en ella junto con mi hijo.

―¿Y las otras dos? ―preguntó Leonor.

―Voy a ponerlas a la venta o alquiler, según las circunstancias me aconsejen.

―Ya. Entiendo.

―Pero no han visto lo mejor. Entren, por favor ―instó don Eduardo, abriendo la puerta de una de las casas.

Al llegar al fondo de ella se encontraron con el salón que, al igual que otra estancia a él contigua, daba acceso a una gran balconada que, abarcando toda la fachada posterior de la casa, colgaba sobre la orilla del Lago, en la que se veían macetas conteniendo plantas diversas, primorosamente cuidadas.

―Sin palabras, don Eduardo. No me imaginaba tanta belleza ―dijo Leonor.

―Me alegro que les guste. Además, toda la zona del Lago es muy atractiva, pues tiene múltiples alicientes para el descanso y actividades deportivas varias, tanto para chicos como para mayores.

―No lo dudo, don Eduardo. Vuelvo a decirle que me ha encantado ―adujo Leonor.

―Pues nada más tiene que volver y comprobará lo que le he dicho.

―Nunca se sabe, don Eduardo. Nunca se sabe.

―Por cierto. No nos da tiempo para ir al monasterio románico de San Martín de Castañeda, que vale la pena verlo. Tampoco podemos ir a la orilla norte del Lago, que es la más abrupta y de difícil acceso, donde se conserva en estado virgen la singularidad de su paisaje ―se lamentó don Eduardo.

―Algo he leído acerca del monasterio ―intervino Rodrigo.

―Les informo ―dijo don Eduardo―. Está en Galende, en la falda de un monte que señorea la orilla septentrional del Lago. Se encuentra en San Martín de Castañeda, aldea a la que el monasterio le ha dado su nombre. Los monjes cistercienses del monasterio tuvieron gran interés en la adquisición de la propiedad del Lago, la cual consiguieron a finales del siglo IX por compra a sus propietarios. A partir de entonces los monjes dispusieron de los productos que el Lago y tierras adyacentes daban, lo cual fue motivo de luchas continuas con los lugareños por su explotación. Tal situación de controversia se mantuvo hasta la desamortización de Mendizábal del siglo XIX, momento en el que el Lago y otras lagunas pasaron a ser propiedad de terceros.

―Muy esclarecedor ―adujo Rodrigo.

―Pues bien, señores. Creo que ha llegado la hora de ir a la Puebla de Sanabria para comer, ¿les parece?

Leonor y Rodrigo asintieron.

Don Eduardo tuvo la suerte de poder aparcar el coche en las cercanías de la calle principal de la Puebla, adonde quería llevar a sus invitados.

A su paso por la Puebla, Leonor y Rodrigo no dejaban de contemplar la singularidad y belleza de la arquitectura sanabresa, plasmada en sus edificaciones, algunas de ellas verdaderos monumentos históricos.

―Después de comer daremos un buen paseo y podrán apreciar con algo más de tiempo todo lo que la Puebla ofrece y que es digno de verse ―adujo don Eduardo.

―Aquí vamos a comer ―dijo don Eduardo, señalando la fachada del mesón Abelardo―. Su parte trasera linda con la vera del río Tera.

Don Eduardo abrió la puerta del restaurante para dar paso a su interior a sus invitados. El comedor era pequeño pero muy acogedor.

―Es un encanto ―adujo Leonor.

―Pues ya verán ustedes cómo se come ―enfatizó don Eduardo.

Un diligente camarero se acercó a ellos y les preguntó:

―¿Tienen los señores mesa reservada?

―Sí. A nombre de Eduardo Blasco ―contestó este.

El camarero consultó una libreta.

―Efectivamente. Sí, señor. Pueden escoger la mesa que ustedes prefieran.

―Gracias.

Una vez sentados, don Eduardo propuso:

―Yo sugeriría un menú típico sanabrés.

―Usted dirá ―interpeló Leonor.

―De primer plato, unos habones…

―¿Habones?

―Sí, señora. Son unas alubias grandes, cocinadas de forma similar a la fabada asturiana, aunque de guiso menos fuerte.

―Y, ¿de segundo plato? ―inquirió Rodrigo.

―Una chuleta de ternera, carne tierna y sabrosa de esta tierra, acompañada de patatas fritas y pimientos verdes, también fritos. De postre, unas orejas.

―Es un menú consistente, pero apetecible ―adujo Leonor.

Don Eduardo sonrió y añadió:

―Todo ello regado, claro está, con vino tinto de Toro, ¿les hace?

Leonor y Rodrigo convinieron.

―Exquisito todo ―dijo Leonor al término del ágape―. Espero poder digerirlo debidamente, porque, ¡vaya, pero vaya!

Don Eduardo y Rodrigo rieron.

―No se preocupe, señora. Después de tomar un buen café pasearemos por la Puebla, tal y como les he dicho en el Lago.

Saboreados los cafés, don Eduardo pagó la factura y salieron del restaurante.

En su paseo, Leonor y Rodrigo admiraron el conjunto urbano y monumental de la Puebla de Sanabria, con sus muestras de arquitectura popular, condicionada por su situación geográfica y orográfica, la mucha agua y el clima, que ha ocasionado su singularidad.

―En esta fonda ―la indicó don Eduardo―, parece ser que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, nazis alemanes se hospedaron en ella con la intención de cruzar la frontera con Portugal, para proseguir su viaje a Sudamérica.

―Curioso, sí ―adujo Rodrigo.

―Hoy día ―informó don Eduardo mientras caminaban―, la actividad económica de esta tierra se ha versificado y, con la ganadería, está adquiriendo mucha importancia el turismo y el sector de la construcción.

Dando por finalizada la rúa por la Puebla, don Eduardo propuso:

―¿Les parece que nos vayamos?

―Pues, sí. No sé ustedes, pero yo estoy agotada. Además, mañana temprano hemos de salir para Plasencia ―contestó Leonor.

―Pues no se hable más. Vámonos, pues.

Llegaron a la calle donde don Eduardo había estacionado su coche y subieron a él.

A las siete de la tarde llegaron a Toro.

―Ya están en el hotel ―dijo don Eduardo ante la entrada del Juan II.

―Muchas gracias por todo, don Eduardo. De verdad. Ha sido un día delicioso. Tengo el pálpito que no será la única vez que pisemos estas tierras, máxime si el señor Fernández da su aprobación al negocio que usted ha propuesto, cuya decisión solo depende de él ―adujo Leonor, mirando a Rodrigo.

―Así lo espero, señora.

―En cuanto al proyecto que nos ocupa, se han de estudiar todos sus pormenores, pero tengo buenos timbres ―adujo Rodrigo al despedirse de don Eduardo, quien no disimuló la satisfacción en su semblante.

―Que tengan buen viaje y hasta una próxima, que espero no tarde en llegar. Ni que decir tiene que mi casa, que es la de ustedes, está a su disposición en la calle Puerta Nueva de esta ciudad, frente a la iglesia de San Julián de los Caballeros, antiguo templo mozárabe reconstruido en el siglo XVI; también en Zamora, en la calle Santa Clara, frente a la iglesia románica de Santiago del Burgo ―dijo don Eduardo, haciendo el besamanos a Leonor y estrechando con fuerza la mano de Rodrigo.

10

A las nueve de la mañana Leonor y Rodrigo dejaban atrás Toro, iniciando así el viaje de retorno a Plasencia. Era un viernes de fin de verano, que lucía esplendoroso.

―¿Qué le ha parecido don Eduardo? ―preguntó Rodrigo al cabo de un rato de trayecto.

―Bien. A ver, es simpático, extrovertido y un conquistador nato, aunque sabe muy bien cómo debe tratarse a una mujer. En otras palabras, es un caballero a la antigua usanza.

Ante el silencio de Rodrigo, Leonor continuó:

―Me ha contado cosas de él y de su familia…

―Ah, ¿sí?

―Sí. Es viudo y con un hijo de doce años, de nombre Fernando. Tiene una hermana, dos años mayor que él, que vive en Valladolid con su marido, quien es constructor y promotor inmobiliario, sobre todo de obra pública, cuya empresa se ubica en tal capital.

―El mismo que ha construido las tres casas del Lago de Sanabria, ¿verdad?

―Efectivamente. También tiene otro hermano, del cual nada me ha dicho.

“El miembro de las FARC”, se dijo Rodrigo.

Leonor miró a Rodrigo y vio que apuntaba una irónica sonrisa.

―¿Qué le hace sonreír? ―le preguntó.

―En realidad no tiene importancia. Pero estaba pensando que el cuñado de don Eduardo, el constructor, no tendrá excesivos problemas para conseguir obra pública…

―Eso creo yo también. Don Eduardo no deja de ser una persona relevante del régimen. Y ya se sabe…

Hicieron un alto en el viaje para llenar el depósito de combustible del coche y tomar un refresco. Antes de volver al vehículo decidieron dar un breve paseo por el entorno de la estación de servicio, a fin de desentumecer las piernas.

Llegaron a una zona solitaria, favorecida por una notable arboleda.

―Tendría que hablar con su cuñado don Mateo ―dijo Rodrigo―. Hace tiempo que debería haberlo hecho pero, entre ajaras y pájaras, no ha sido posible. Hasta la fecha he contactado con personal a su servicio para proponer y debatir con ellos asuntos concernientes a la empresa…

 

―No siga, señor Fernández ―interrumpió Leonor―. Lo entiendo muy bien. A pesar de que Mateo tiene sobradas referencias suyas, déjeme hablar previamente con él a fin de instrumentar una locución directa entre ustedes, tal y como la mantuvieron en su día doña Marta, su poderosa suegra, y don Benigno, ¿le parece?

―Sí, señora. Gracias.

Se detuvieron para contemplar detenidamente el lugar, momento que Rodrigo aprovechó para situarse frente a Leonor.

―Yo…, yo, señora…, yo…

Sin darle tiempo a Leonor para articular palabra alguna, Rodrigo la besó en los labios.

―Por favor, señor Fernández ―se quejó suavemente Leonor.

Rodrigo no cejó en su actitud y, estrechándola entre sus brazos, volvió a besarla apasionadamente. Un delicioso estremecimiento corrió por el cuerpo de Leonor, que demandaba cariño desde hacía tiempo. No obstante, venciendo a lo que deseaba, se apartó de Rodrigo y le dijo sin aspereza:

―Conténgase, señor Fernández, por favor. Tengo un marido y usted un buen amigo…

―Le prometo que no volverá a suceder, aunque no me arrepiento de lo que he hecho. Yo la….

―No siga. Ya lo sé. Yo también…

―¿Qué? ―inquirió Rodrigo ansioso.

―Vámonos, se lo ruego ―logró decir Leonor.

―Como usted quiera ―dijo Rodrigo, entendiendo que, por el momento, no debía insistir.

Volvieron al aparcamiento para subir al coche y reanudar el viaje. Durante dilatado tiempo ambos quedaron sumergidos en contradictorios sentires, que atenazaban su corazón y su entendimiento.

A las dos de la tarde llegaron a Plasencia. Rodrigo detuvo el Seat 124 ante la casa de Leonor, quien se aprestó a abrir la puerta de su entrada, pero no fue necesario pues Jesusa apareció tras ella.

―Les he visto llegar, pues hace rato que les estaba esperando ―dijo―. ¿Qué tal lo han pasado? ―preguntó.

―Estupendamente, Jesusa. Ha sido un viaje rápido, pero inolvidable ―contestó Leonor, saludándola afectuosamente.

Rodrigo se disponía a introducir en la casa el equipaje de Leonor, pero Jesusa se lo impidió.

―No se preocupe, señor Fernández, yo me hago cargo.

Rodrigo la miró y le dijo:

―Han pasado tan solo tres días, pero la veo más joven. ¿Cómo lo hace usted, Jesusa?

―Qué hombre este, por Dios ―sonrió agradecida por el halago―. A la que he visto mejorada es a la señora y, digo yo, por algo será, ¿no? ―preguntó con pícara mirada.

―Ha debido ser el cambio de aires, Jesusa.

―Puede ser, sí. Pero, ¿no ha habido otra cosa? ―insistió mordaz.

―Que yo sepa, no.

―Bien. Bien. Si usted lo dice…

―Voy a dejar el coche en el garaje. No tardaré en volver ―adujo Rodrigo, dando por zanjada la conversación.

―No tarde. La comida está a punto ―le pidió, dándose momentáneamente por vencida en su intento de que Rodrigo dijera alguna palabra que confirmara lo que ella intuía.

Finalizada la comida, Leonor y Rodrigo pasaron al salón para tomar el café.

―Me ha dicho que debe irse enseguida, ¿verdad? ―preguntó Leonor.

―Sí. Estoy deseando ver a mi hijo Benigno y a mi hermana Jacinta. Espero pasar el fin de semana con ellos, pues el lunes tengo que volver aquí para presidir una reunión de nuestros responsables de las diferentes áreas de la empresa y, después, despachar con don Gabriel para encarrilar el asunto de don Eduardo.

―Entiendo.

Leonor dejó la taza de café sobre el plato y cogió una nota que estaba sobre la mesa.

―Es para usted He hablado con mi cuñado Mateo y, como esperaba, me ha dado su número de teléfono personal, en el que esperará su llamada. Pocos gozan de tal privilegio, se lo aseguro ―dijo Leonor, dándole a Rodrigo la nota.

―Gracias, señora.

Prosiguió un breve silencio, aunque embarazoso, que denotaba el cambio en la relación que ambos habían mantenido hasta entonces.

Fiel a su promesa, Rodrigo la mantuvo y se limitó a aducir:

―Siento no poder ver a Amancay. En otra ocasión será.

―Por supuesto. Aún tardará unas dos horas en llegar.

―Pues entonces…, hasta el lunes.

―Hasta el lunes, si Dios quiere ―le contestó Leonor, dirigiéndole una mirada que lo decía todo.

Jesusa despidió a Rodrigo sin osar hacerle pregunta alguna. Era mujer experta y sabía que no era el momento oportuno.

―Cuídese, señor Fernández. Hasta el lunes, ¿verdad?

―Sí, Jesusa.

Jacinta y su sobrino Benigno estaban en la casa de Almendralejo. Eran las siete de la tarde cuando Jacinta oyó el motor del jeep de su hermano.

―¡Benigno! ¡Benigno! Tu padre ha llegado.

Benigno, que estaba en su habitación haciendo los deberes, dejó todo y bajó las escaleras de dos en dos al encuentro de su padre.

Como siempre hacía, corrió hacia Rodrigo y le rodeó la cintura con sus brazos.

―Hola, papá.

―Hola, hijo. ¿Estás bien?

―Sí.

Rodrigo acarició el abundante cabello de su hijo con suma ternura y le dijo:

―Mañana sábado y el domingo nos iremos al campo a pasear y, quizá, dedicaremos un rato a la pesca. ¿Qué te parece?

El intenso brillo de los negros y hermosos ojos de Benigno contestó alborozado a su padre.

Jacinta, que se había quedado en el dintel de la puerta de la casa, no perdía detalle de la escena, que la llenaba de orgullo. Miró al cielo por unos segundos y rogó: “Te has llevado a su hermano, Señor, pero nos has dado a este, que es la alegría de nuestras vidas. No nos lo quites”.

―¿Qué tal, hermana? ―la saludó Rodrigo, dándole un abrazo.

―¡Ya está bien de achuchones! ¡Qué barbaridad! ―le espetó Jacinta, para no exteriorizar el inmenso cariño que por su hermano sentía.

―No te preocupes. No lo volveré a hacer.

―Tú te lo perderás ―le contestó Jacinta, con la misma ironía.

Los tres rieron.

Fue un fin de semana inolvidable, de los que quedan para siempre en el recuerdo.

Rodrigo y su hijo pasearon por el campo y dedicaron algo de su tiempo a la pesca que, como siempre, careció de fortuna, pero no les importó. Benigno oía con atención lo que su padre le contaba, en especial cuando le daba consejo sobre todo aquello que debía conocer y saber; el niño fue contagiándose, además, del amor de su padre por la naturaleza, que le enseñaba a entender y escuchar la palabra de los ríos, el silencio de las estrellas y a observar la diversidad que el campo ofrece.

A las nueve de la mañana del lunes, Rodrigo entraba en las oficinas de la empresa, en Plasencia. Inició un primer examen de la documentación que tenía sobre la mesa de su despacho, pues a las diez horas estaba convocada por él una reunión con los responsables de las diferentes áreas de la compañía, la cual acostumbraba a celebrarse trimestralmente.

Restaban escasos minutos para la hora señalada cuando decidió coger el teléfono para llamar a Mateo. “Si Leonor supiera el verdadero interés por llamar a su cuñado…”, se dijo.

Cogió del bolso derecho de su sahariana veraniega la nota que le había entregado Leonor y marcó el número que en ella se indicaba.

―¿Diga? ―preguntó amablemente, casi al instante, una voz femenina.

―Desearía hablar con don Mateo, por favor.

―¿De parte de quién?

―De Rodrigo Fernández.

―Un momento, señor. No se retire.

―Muy bien. ¿Es usted su secretaria?

―Sí, señor.

Se inició una pausa que Rodrigo dedujo necesaria para que su interlocutora consultase sus notas, a fin de asegurarse de la procedencia de pasar la llamada a su superior.

―¿Don Rodrigo? ¿Sigue usted ahí?

―Sí, señorita.

―Perdone la tardanza, señor. Le paso con don Mateo.

―Gracias.

―Buenos días, Rodrigo. No sabes la alegría que me da oírte. Ya era hora de que, por fin, pudiéramos hablar, aunque solo sea por teléfono.

―Lo mismo digo, don Mateo.

―De don, nada. Ya has visto cómo yo te he tratado, por lo que te ruego que tú hagas lo mismo.

La proximidad de Mateo gustó a Rodrigo, máxime en persona de tanta importancia.

―Como quieras ―le contestó.

―Estupendo, pues.

Un breve paréntesis.

―Leonor me ha dicho que querías hablar conmigo acerca de cuestiones de la empresa que diriges, en ausencia de mi hermano Tomás, ¿es así? ―preguntó Mateo.

―Así es. Pero hay un motivo más importante. Es precisamente relativo a tu hermano…

―¿De mi hermano? ¿Qué es ello? Dímelo, te lo ruego ―inquirió Mateo ansioso.

Rodrigo trasladó a Mateo la conversación sostenida en Toro con don Eduardo, acerca de la posibilidad de que Tomás hubiera sido secuestrado por las FARC.

Una prolongada pausa.

―Habremos de averiguar por todos los medios a nuestro alcance esa posibilidad ―dijo al fin Mateo―. Por otra parte…

―Dime.

―Pues que de ser así me pregunto en qué condiciones físicas y mentales estará Tomás, después de tres años largo de cautiverio. Me temo que no en las mejores, pero…

―Te entiendo.

―Cuando tengas noticias del tal don Eduardo comunícamelas inmediatamente, ¿de acuerdo?

―De acuerdo.

―Antes de que se me olvide, Rodrigo. Todo trato comercial o financiero que en el futuro debas entablar con el grupo Todolí lo efectuarás directamente conmigo, ¿te parece bien?

―Mejor no me puede parecer. Por cierto, te adelanto que a lo largo del mes que viene, aún no puedo precisar el día, me desplazaré a Barcelona para entregarte en mano un dosier que deberás estudiar; es, en síntesis, una solicitud de financiación que nuestra empresa precisa para invertir en la de don Eduardo, propietaria de buenos y extensos viñedos en Toro, que quiere ampliar y modernizar a través nuestro.

―Muy bien.

Otra pausa.

―Hay otro motivo que propicia mi viaje a Barcelona. Es de índole sentimental ―adujo Rodrigo.

―Soy todo oídos.

―Verás. Quiero ver y estar en todos y cada uno de los lugares en los que don Benigno estuvo en su estancia en esa capital. Es un propósito que me hice desde que leí su diario.

―Te entiendo perfectamente. Es indiscutible la huella que don Benigno ha dejado en todos nosotros. Fue un hombre sencillo, pero grande al mismo tiempo.

―Yo se lo debo todo a él.

―Todos le debemos gratitud, en mayor o menor medida, Rodrigo.

Un corto silencio.

―Bueno, Rodrigo. Quedo, entonces, a la espera de tus noticias.

―Descuida. Y, repito, ha sido un placer.

―Igualmente te digo.

Rodrigo colgó el auricular.

Poco después recabó la presencia en su despacho del señor Navarro, jefe de administración de la empresa, al que le encargó la elaboración de un concienzudo informe financiero sobre la procedencia o no de la inversión en lo viñedos toresanos.

Acto seguido se reunió con los jefes de los centros de producción del Valle del Jerte, Almendralejo y Jerez de los Caballeros, tal y como estaba previsto.

Con la puntualidad en él acostumbrada, Rodrigo entraba en la casa de Leonor a las dos de la tarde.

―Ya veo que está usted bien ―le saludó Jesusa al abrirle la puerta.

―¿Y la señora?

―Un poco más animada, en lo que cabe. Supongo que el viaje le ha sentado bien; y digo supongo, porque ni sé ni le voy a preguntar qué ha sucedido en el mismo, aunque me lo imagino…

―Bueno, Jesusa, bueno. Usted siempre con lo mismo ―le interrumpió Rodrigo, esbozando una sonrisa.

―Cuando yo digo… ―insistió, mirando a Rodrigo sagazmente―. En fin, le acompaño al salón.

―¿Cómo le ha ido la mañana? ―le saludó Leonor, con la amabilidad de siempre.

―Atareada, pero bien.

―Me alegro.

―¿Pasamos al comedor?

―Sí, señora.

Al iniciar la toma del café, Rodrigo intervino:

―He hablado por teléfono con Mateo. Digo Mateo, porque él ha querido que nos tuteásemos.

―Me parece muy bien. Ya le he dicho que es hombre sencillo, a pesar del inmenso poder que tiene.

―No en vano fue franciscano, ¿verdad?

―Lo fue. Lo fue.

―Le he dicho, y ahora se lo digo a usted, que tengo intención de desplazarme a Barcelona el mes que viene. Tan solo serán dos o tres días.

―Y, ¿cómo es eso? ―preguntó Leonor extrañada.

―Hemos de tratar personalmente sobre temas concernientes a nuestra empresa. Aunque, en realidad, hay otro motivo que me anima a ir a esa ciudad…

 

―¿Puede decírmelo? Si no tiene inconveniente, por supuesto.

―Ninguno, señora.

Rodrigo hizo un breve paréntesis y dijo:

―Hace tiempo que siento la necesidad de ver y estar en todos y cada uno de los lugares que estuvo don Benigno durante su permanencia en esa capital y…

―Le entiendo perfectamente ―le cortó Leonor―. Si pudiera, le acompañaría. No en vano soy catalana y, más pronto que tarde, desearía volver a pisar mi añorada tierra.

―Es natural, señora.

―Yo también quería decirle algo ―adujo Leonor.

―Usted dirá.

―Se lo digo. Desde que dejamos el Lago de Sanabria no he dejado de pensar en las casas construidas a su orilla por don Eduardo. Son una divinidad, es un lugar de ensueño…

―Opino lo mismo ―interrumpió Rodrigo.

―Pues bien. Puede que me ponga en contacto con don Eduardo para negociar la compra de una de ellas.

―Ah, ¿sí?

―Es una posibilidad que va cobrando fuerza en mí, pues sería ideal para pasar allí el verano y alguna que otra breve estancia a lo largo del año. Pienso, también, en Amancay y en alguien más.

―¿Puede decirme en quién?

―En usted, que podría ocupar otra de las casas junto con su familia. Estoy convencida de que sobre todo a su hijo Benigno le encantaría, toda vez que es un lugar ideal para practicar toda clase de deportes, por lo que pudimos ver.

―No me parece mala idea, no. Pero, hoy por hoy, no dispongo de dinerario suficiente para permitirme ese gasto.

―Don Eduardo nos dijo que cabía la posibilidad de un alquiler.

―Eso sí.

―¿Entonces?

―Lo pensaré. Además, tendría que exponerle el plan a mi hermana Jacinta, ya sabe usted que somos inseparables y, además, la necesito.

―Lo sé. Si a usted le atrae la idea y logra el consentimiento de su hermana, sería fantástico. Creo recordar que don Eduardo tiene un hijo, de la misma edad que el suyo, con quien podría congeniar.

―Posiblemente.

―Piénselo bien, señor Fernández, piénselo.

―Lo haré, se lo aseguro.

De pronto, la amargura se reflejó en el rostro de Leonor.

―¿Le pasa algo, señora?

―No. Nada. Es…, es que estaba pensado en mi marido. No he perdido la esperanza de volver a verlo, aunque mis dudas son mayores a medida que el tiempo pasa. Tampoco sé en qué condiciones estará…

La emoción retuvo la palabra de Leonor por unos instantes. Cuando se repuso prosiguió:

―Lo digo porque estoy convencida que a él también le gustaría aquel lugar.

―Sin duda, señora. Pero no se entristezca, ya verá como su marido retornará. Estoy seguro ―afirmó Rodrigo, con independencia de que las palabras de Leonor frenaron su impulso de estrecharla entre sus brazos, a pesar de haberle prometido no volver a hacerlo.

―Dios lo quiera, señor Fernández.

―En fin, señora ―dijo Rodrigo, tras una breve mudez―. Tengo que irme pues, antes de volver a Almendralejo, he de despachar con don Gabriel para pedirle un informe jurídico sobre la instrumentación legal que debe articularse a la operación comercial con don Eduardo.

Rodrigo se levantó de su asiento y se despidió de Leonor. Ambos se miraron larga e intensamente.

―Hasta la próxima, señor Fernández. Es usted un buen hombre ―se despidió Jesusa.

―¿A qué vienen esas palabras, Jesusa?

―Yo ya sé por qué las digo. Y creo que usted también.

―Bueno. Usted sabrá, porque yo no.

―Ya. Ya ―adujo Jesusa con sagacidad.

11

Rodrigo entraba en las oficinas de la compañía, que habían sido ampliadas habida cuenta las necesidades de su expansión que, por ende, había ocasionado la contratación de más personal administrativo. Accedió a su despacho para dar comienzo una jornada de primeros de octubre de 1974.

Una de las varias ampliaciones efectuadas había sido la adecuación de un espacio desaprovechado, destinándolo para oficina de la secretaría de dirección, que antecedía al de Rodrigo. Desde primero de mes, tal secretaría la ocupaba Natalia, una joven de veinticuatro años, de buen porte, que había sido elegida por el señor Navarro entre una terna de varias aspirantes, la cual había acreditado experiencia y solvencia para el cargo. En los escasos días que Natalia llevaba trabajando, Rodrigo había constatado que era persona seria, ordenada y muy capaz.

―Buenos días, señor Fernández ―saludó Natalia a su superior.

―Buenos días, Natalia. ¿Hay alguna novedad?

―No, señor. Le he puesto en la mesa de su despacho dos informes que llegaron ayer.

―Muy bien. Gracias.

Rodrigo examinó los informes y vio que eran los concernientes a la operación en estudio con don Eduardo. Uno económico, confeccionado por el señor Navarro; el otro legal, realizado por el abogado don Gabriel. Así mismo, el señor Navarro había añadido uno más, que aconsejaba para tal inversión la financiación externa.

En su consecuencia, antes de acudir a la financiación bancaria, Rodrigo entendió que debía recurrir a alguna de las financieras controladas por el grupo Todolí, a fin de averiguar si sus condiciones económicas no eran tan gravosas. Con esa intención y con la añadida de tratar de otros temas, hablados en la conversación telefónica que mantuvo recientemente con Mateo, decidió ponerse de nuevo en contacto con él, para acordar un encuentro entre ambos en Barcelona.

Se disponía a llamar a Mateo cuando el teléfono sonó.

―Diga, Natalia.

―Un tal don Eduardo Blasco desea hablar con usted ¿Se lo paso?

―Sí, por favor.

―¿Don Eduardo? ―preguntó.

―¿Cómo está, señor Fernández? ―le saludó con la jovialidad que le caracterizaba.

―Por ahora, bien.

―Me alegro.

―Pues usted dirá. Aunque me supongo el motivo de la llamada. Es porque tiene alguna noticia de don Tomás, ¿verdad?

―Lo ha acertado.

―Pues dígame, por favor.

―Nada más marchar ustedes de Toro contacté con mi hermano, el guerrillero de las FARC, quien hace tan solo dos días me ha suministrado información sobre don Tomás…

―¿Qué información? ―cortó Rodrigo impaciente.

―Buena y mala.

―Explíquese, se lo ruego.

―La noticia buena es que don Tomás está vivo y en poder de las FARC. La mala es que, al parecer, su estado físico y mental deja mucho que desear.

Ante el silencio de Rodrigo, don Eduardo prosiguió:

―Según mi hermano, fue secuestrado por un grupo de guerrilleros del ala más radical de las FARC, que se han constituido en un grupo autónomo de la guerrilla, pero sin desligarse totalmente de ella. Parece ser que no son infrecuentes tales disensiones. Sus operaciones criminales las lleva a cabo, principalmente, por el territorio de Ibagué, municipio que es capital del departamento de Tolima, en el centro-occidental de Colombia.

―Muy bien. Pero, ¿cómo está don Tomás?

―A eso voy, señor Fernández. A eso voy.

Don Eduardo se tomó un respiro y continuó:

―Le repito que mi hermano me ha dicho que el estado de don Tomás es muy lamentable, ocasionado por los continuos castigos que los guerrilleros le han infringido…

―¿Castigos? ¿Es que cabe mayor tormento que un secuestro que dura casi tres años? ¡Es increíble!

―Es la misma pregunta que yo me he hecho, señor Fernández.

―Perdóneme, don Eduardo. Siga, por favor.

―Según mi hermano, don Tomás ha intentado escaparse varias veces y, por lo tanto, han tenido que castigarle severamente, según sus peculiares reglas.

―Pero si, presumiblemente, la finalidad del secuestro es pedir un rescate, ¿a qué viene tanta dilación? No lo entiendo.

―No sé qué decirle, señor Fernández. Pero lo que sí me ha asegurado mi hermano es que han conseguido convencer a sus díscolos compañeros para que aceleren la resolución del rescate de don Tomás.

―¡Vaya hombre! ¡Aún tendremos que agradecérselo! ¡Criminales, más que criminales!

Un breve silencio.

―Supongo que la suma del rescate será cuantiosa, ¿no? ―inquirió Rodrigo.

―No lo dude, muy cuantiosa. Mi hermano no me la ha desvelado, pues se la dirán a ustedes en el momento que ellos consideren oportuno. Lo que sí puedo asegurarle es que son sabedores de que don Tomás es copropietario con don Mateo de unos cafetales en Colombia de gran valor y que, además, también tienen información del imperio económico que don Mateo dirige. Serán unos malnacidos, pero no dan palos de ciego.

―Y, ¿le ha preguntado a su hermano qué debemos hacer?

―Sí. Por el momento nada. Serán ellos los que se pondrán en contacto con ustedes, en el plazo máximo de veinte días. Lo harán a través de la empresa colombiana propiedad de don Tomás y don Mateo.