Buch lesen: «La velocidad del pánico»
Stuart Flores (Huancayo, 1986). Estudió periodismo, profesión que ejerció durante algunos años hasta que el agotador ritmo de trabajo terminó por hartarlo. Apartado de la prensa escrita, comenzó a probar suerte en áreas mejor pagadas, como la docencia y los premios literarios. Nació el mismo día que Eielson y Kaspárov, hecho que podría explicar su persistente ambición en los terrenos de la poesía y el ajedrez. A raíz de un afortunado accidente, disfruta de un severo insomnio que le permite leer y escribir en las horas más tranquilas. Consecuencia de esto es su libro de cuentos La muerte es una sombra (2013) y el poemario ele (2018). La velocidad del pánico fue finalista el 2016 del 8.° Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro. Recientemente obtuvo el premio Cope de Oro en la categoría Cuento. Su cima literaria, sin embargo, fue haber compartido una larga conversación con Juan Bonilla (café y cigarrillos incluidos).
La velocidad del pánico
Primera edición electrónica: octubre de 2020
© Stuart Flores
© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020
para su sello Narrar
APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,
San Martín de Porres, Lima
http://paracaidas-se.com/
editorial@paracaidas-se.com
Composición: Juan Pablo Mejía
Arte de portada: Augusto Carrasco
Retrato del autor: Hidalgo Calatayud Espinoza
ISBN ePub: 978-612-48358-0-3
Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.
Producido en Perú
Para Karen Delgado.
The crack inside your fucking heart is me
Marilyn Manson
Allí vienen las medusas
translúcidas bestias
tentáculos de seducción
para compartir contigo
los arpones de mi veneno
Kazbek
1
Lila está empacando la maleta. Llevo unas cuantas novelas (luego me hará llegar otras conforme vaya acabando las del equipaje), ropa, una libreta, productos de higiene personal, algo de dinero y un poco de su tristeza. Es inevitable que una parte de esta se deslice entre mis pertenencias. No necesito más.
Las partidas son siempre infelices y absurdas. Pero ahora la tristeza está justificada. Lila sabe que ya no volveré, así que se pone a llorar con mucho decoro y en silencio. Es tolerable un llanto así porque es respetuoso. Quizá por la sinceridad cruda que se hace ostensible con sus lágrimas. Las mejillas le brillan. Pienso que es una mujer muy bella. Llevo su foto en algún bolsillo de la maleta.
Aún es temprano, sin embargo. El calor me saca de quicio. Mientras esperamos a que vengan a recogerme, aprovechamos para preparar una limonada. Subimos por la escalera de caracol y miramos la calle desde la ventana de su dormitorio. El policía está sentado en una esquina de la cama. Es un día triste. El domingo es triste por antonomasia. Nunca me suicidaría un domingo: los motivos me sobrarían.
Lila me pregunta si estaré bien. Yo le digo que ese es el objetivo. Pero le dejo muy en claro que no tengo ni la más mínima intención de ponerme bien. Una vez adentro, me hundiré más en la depresión. De hecho, la pregunta de Lila es retórica. Ella —y todo mundo— sabe que no lo estaré. Sabe, sobre todo, que no volveré.
No he dormido nada, pero me siento como Mastroianni hacia el final de La notte. Le digo también que, luego de haber hecho un balance, este año ha sido mediocre. Pocos libros leídos, pocas películas vistas. Siento que alguien me ha robado el tiempo. Tengo que encontrar a ese alguien y romperle la cara, pienso. Luego me doy cuenta de que esa persona que busco soy yo mismo.
El vehículo llega y su ruido al frenar cerca de la casa me sabe amargo, me infunde rabia. El policía me observa. ¿Debería oponer resistencia? Del auto sale un enfermero que se apellida Jansen. Mira hacia arriba y me hace una seña con la mano.
Es el momento.
Lo ha hecho miles de veces. Llegar a las casas indicadas, dirigirse a los enfermos y ver cómo estos obedecen de forma sumisa.
Y bajo al primer piso, con la limonada intacta en una mano. Lila quiere ayudarme con la maleta pero se lo impido. Le recuerdo que hay una lista cerca de la refrigeradora. Son los libros que me tiene que traer en el orden exacto en el que los he enumerado. Saludo al enfermero. Me pregunta cómo estoy. Le digo que bien, pero miento.
¿Estamos listos?, pregunta Jansen, fijando sus ojos en mí y en Lila.
Miro a Lila y digo que siempre hay que estar listo. Y subo al vehículo.
2
Días antes de partir había visto a Tonino. Nos habíamos visto, en realidad. Yo caminaba y él avanzaba hacia mí trotando. Yo lo reconocí primero. La verdad es que nuestras miradas en algún momento se cruzaron o tenían que cruzarse. Cuando creí que se iba a detener para saludarme, él apuró el paso y siguió su camino. Yo hice todos los gestos previos a un saludo imprevisto en medio de una calle: abrí mucho los ojos y mi andar se volvió lento hasta que me planté y saqué la mano del bolsillo del pantalón. Pero Tonino decidió ignorarme.
En anteriores oportunidades, Tonino había hecho evidente su resolución de evadirme por completo, solo que yo no las había querido ver. Por ejemplo, durante la presentación del poemario de un amigo nuestro, muchas veces había desviado el rostro cuando mis ojos buscaban los suyos. O en la ceremonia donde se presentaba la reedición de la primera novela del propio Tonino. Allí estaba yo, haciendo la cola para pedirle su autógrafo y algunas explicaciones respecto a su conducta, cuando de pronto se me acercó la madre de Tonino, una señora con el cuello muy arrugado y lleno de collares. Me dijo al oído que me largara, y así lo hice.
Yo era un indeseable pero me costaba reconocerlo. Tenían que ponerme un letrero en el pecho para darme cuenta.
Hay un detalle más. Aquella vez que Tonino siguió trotando y no se detuvo a saludarme, escupió a una distancia prudente. A solo unos centímetros de donde me había detenido estaba brillando, bajo la noche de esta ciudad caliente, su enorme y espumoso escupitajo. No supe si considerarlo un agravio. Ahora que lo pienso, Tonino habría podido escupirme en pleno rostro y tampoco lo hubiera considerado un agravio.
Se me viene a la mente Tonino porque muchas veces quise ser como él. De alguna manera, habita en el hemisferio opuesto del que yo me encuentro ahora. Mi enfermedad ha degenerado tanto que a veces creo que necesitaría una vida nueva o una vida en estreno para ser como él.
Tonino es profesor de Literatura Francesa en una universidad importante de la ciudad, tiene un cargo de gran jerarquía en el Ministerio de Cultura, y sus novelas y libros de cuentos concitan cada vez más el interés de la crítica, que es, al parecer, el único interés que legitima la obra de un autor. Además, se las arregla para publicar artículos y relatos en revistas de gran lectoría. Por si fuera poco, es un hombre alto, quizá es el escritor más alto que tenemos en nuestra literatura (dicho sea de paso, a nuestra crítica literaria solo le falta clasificar y calificar a los autores por la estatura), y tal vez por eso se le hace muy fácil ignorar a los que quiere ignorar. Alguna vez Tonino me dijo que era corredor de fondo, lo que indica que su creciente producción literaria está íntimamente ligada al cuidado de su salud.
Quise ser así, como Tonino. Publicar más, tener un buen trabajo, correr todos los días y luego correr una maratón. Correr pensando en lo que más tarde escribiría. Pero el insomnio lo anulaba todo. Ponía el despertador a las seis de la mañana y me acostaba a las diez de la noche. Daba vueltas en la cama alrededor de tres horas. Luego tomaba las pastillas para dormir. Como las pastillas demoraban en hacer efecto, le sumaba una o dos o tres horas más al despertador. Me levantaba aún con mucho sueño y aletargado al mediodía, hora en que el mundo ya ha comenzado su ajetreado ritmo de oficinista colmado de encargos.
No podía ser como Tonino nunca.
Pienso en Tonino como mi antítesis. Alguna vez lo nuestro se pareció a una amistad literaria. Leíamos los mismos libros y opinábamos sobre los autores que más nos desagradaban. Y todo coincidía. Mis cuentos, antes de ser publicados, los leyó él. Y le gustaron mucho, según me dijo. Fue el primer elogio que recibí. Un elogio sincero. Quiero creer que fue así.
Muchas veces pensé que podía vencer la enfermedad y veía en Tonino a un paradigma. Me imaginaba durmiendo mis ocho horas necesarias, despertando luego muy temprano para salir a correr o a enseñar literatura en alguna universidad, escribiendo por las tardes, tomando un café con Lila al final del día, contándonos lo que nos había ocurrido en nuestras respectivas jornadas. Pero había una brecha ineludible entre ambos. Y ante ese abismo solo cabía la resignación.
En la maleta que me ayudó a empacar Lila, y sin que yo se lo pidiera, ella guardó la reedición de la primera novela de Tonino. La que nunca me autografió.
3
Conoció a Lila durante una entrevista.
Había visto sus cuadros en las galerías del centro de la ciudad. Nunca le impresionaron pero le causaba cierta extrañeza que en casi todo lo que pintaba apareciera el mismo personaje: un hombre calvo y vestido de negro y que sostiene un maletín con ambas manos. En muchas de sus pinturas este personaje es el elemento central. En otras, aparece en alguna esquina del lienzo, y siempre de pie y sosteniendo el maletín. Lo cierto es que, cuando le tocó escribir sobre una de sus exposiciones para la revista donde trabajaba, resaltó la presencia constante del hombre calvo, aunque no sabía cómo interpretarlo.
Tampoco tenía muchas referencias de Lila. Lo único que sabía de ella era lo que aparecía en la nota biográfica que acompañaba a algunos artículos en torno a su obra y un par de fotografías suyas publicadas en los diarios. Había nacido en la capital y se había formado de manera autodidacta. Recibió una beca para estudiar en Basilea y de allí venía, luego de tres años, para exponer un conjunto de cuadros en donde retrataba su experiencia europea. Sus cuadros se vendían bien. Lila estaba en su mejor momento. Fue en esa época en que el editor de la revista le dio el encargo de entrevistarla y así lo hizo.
Ella lo esperaba en un café del centro de la ciudad. Antes de entrar al lugar, se asomó por la ventana para espiarla. Lucía igual que en las fotos: cabello negro y corto, y una piel muy pálida que le daba una apariencia enfermiza. Estaba sentada y escribiendo en una libreta. Al lado tenía ocho o nueve tazas de café. S no lo recuerda con exactitud. Aún faltaba más de media hora para su cita y ella estaba allí, apuntando algo en la libreta y mirando su reloj cada cierto tiempo y con impaciencia.
Aquella noche apenas había podido dormir. Venía empastillado desde que había salido de casa y el mundo podía ser, gracias a los fármacos, un lugar placentero durante algunas horas. Solo durante algunas horas. Por lo tanto, no esperó hasta que dieran las nueve (hora en que habían fijado la cita) y entró al café.
Se acercó titubeando a su mesa. Sabía que Lila lo esperaba pero, pensó, quizá había llegado más temprano para disponer de su propio tiempo.
Hola, le dijo. Soy S.
Hola, S. Mucho gusto.
Le extendió la mano y él la tomó. No puede explicar el por qué, pero le gustó sentir aquellos dedos delgadísimos cubiertos por una lechosa piel fría, una piel fría que meses después lograría tornar cálida. Observó la ropa de Lila. Su atuendo era inusual. Llevaba un traje oscuro, como una chica de oficina, y de inmediato se le cruzó por la cabeza la imagen del hombre calvo de sus pinturas. Un hombre al que siempre retrataba con un traje negro, semejante al que llevaban los escritores que llegaban de otro continente tal vez porque huían de alguna guerra o, en la mayoría de casos, como lo ha demostrado la historia de la literatura, de ellos mismos.
Y allí estaba por fin Lila y tenía el rostro cansado. El rostro de alguien que no ha dormido o de alguien que tiene un pensamiento obsesivo, el cual empieza a desmadejar apenas se encuentra solo. El tipo de rostro que le gusta a S porque, pese a la expresión de agotamiento, mantiene aún la belleza que lo caracteriza. Incluso pensó que una mujer es bella si aquel atributo aún permanece dibujado en su rostro luego de una noche en blanco. Lila era bella en aquel momento. Lo fue de allí en adelante.
La frialdad de su mano se había adherido a la suya apenas la soltó. Tuvo unas ganas inmensas de tocarle la frente y el cuello para comprobar si toda ella estaba helada, como una persona que ha pasado muchas horas sumergida en el mar. Quizá por eso es que toma tanto café, se dijo.
Mientras sacaba la grabadora de su mochila, notó que Lila guardaba con cierta prisa la libreta en la que había estado escribiendo. Sin duda, irrumpir en su mesa media hora antes de su cita había sido un acto impertinente.
¿Te molesta si fumo?, le preguntó.
Sí. Sí le molestaba cuando la gente fumaba a su alrededor. En la redacción todos fumaban y apenas se podía respirar. Sin embargo, ya la había importunado y tenía que hacer alguna concesión.
No, dijo.
Hablaron de sus últimos trabajos y durante la conversación Lila pidió una taza de café tras otra. En alguna parte de la entrevista ordenó para S un vaso de agua sin que él se lo pidiera. Casi al final le soltó la pregunta del hombre calvo. Cree que esa fue la única cosa que lo empujó a entrevistarla. Quería saber por qué aquel personaje estaba en casi todos sus cuadros. Necesitaba saber qué significaba. Su respuesta lo dejó aturdido.
4
La primera noche en Vurgolz me la pasé leyendo la novela de Tonino. Se titulaba El síndrome de Hemingway y al llegar a las últimas líneas me di cuenta de que ya había comenzado a amanecer. Jansen y yo habíamos arribado al hospital muchas horas antes, justo cuando el cielo de domingo empezaba a oscurecerse.
Visto desde fuera, Vurgolz parecía un castillo inglés, ampuloso y elegante. Es un buen comienzo, pensé. Luego, en el mostrador de admisión, una mujer gorda y de escasos cabellos rubios me hizo llenar una pequeña ficha:
INFORMACIÓN DEL PACIENTE
Nombre: S
Sexo: Varón
Lugar de nacimiento: Helvia
Profesión: Periodista
Jansen me condujo a una habitación donde me desnudó y tomó nota de mi talla y peso. Luego me llevó a un cuarto de baño dentro de la misma pieza y me colocó debajo de una regadera. El agua estaba tibia y, con una esponja enjabonada, Jansen me restregó todo el cuerpo. Después de la ducha me secó con una toalla haciendo suaves masajes en mi piel. Salimos del cuarto de baño, y del cajón de un escritorio sacó un paquete y lo abrió con los dientes. Extrajo un pantalón, un calzoncillo y una camisa celestes. Ordenó que me sentara en una camilla y se encargó de vestirme. Lo hacía todo de forma impecable y metódica. Sin embargo, su trato no fue mecánico. Sería falso y mezquino de mi parte decir algo parecido. En cada gesto suyo percibí una cosa muy semejante a la ternura.
Luego me condujo a mi habitación. Me preguntó si tenía problemas con los números impares. Le dije que no. Tal vez en los años impares me iba mal, pero no tenía problema alguno para enfrentarme a los impares. Algunos pacientes tienen problemas con los números primos, dijo. Tu cuarto es el 137.
El enfermero me recostó en la cama y, mientras ordenaba en un ropero los objetos que había traído en la maleta, dijo, refiriéndose a los libros: no saques ninguno de tu habitación. Puede ser peligroso. Me preguntó si quería pastillas para dormir. Le dije que sí, pero no tenía planeado intentar dormir esa noche. Dejó dos pastillas sobre el velador y también un libro. Después me arropó y deseó las buenas noches. Por un momento quise que me diera un beso en la mejilla. El beso de las buenas noches.
El libro del velador era la novela de Tonino que Lila había empacado. Comencé a leerla de inmediato.
La novela de Tonino me atrapó desde el inicio. Contaba la historia de un chileno que viaja a Cuba para buscar unos manuscritos que Hemingway había dejado en aquella isla. En especial, el manuscrito de una novela titulada You are the night, Elsa. El chileno, llamado Arturo Gospel, encuentra dicha novela, la lee en un par de días y se obsesiona tanto con ella que llega a enloquecer. La novela trata sobre un escritor que encuentra el cadáver de una antigua novia, Elsa Ford, y conduce el cuerpo hasta su habitación para escribir la biografía de su amada y narrar los años que pasaron juntos. Gospel, en alguna parte del libro, llega a padecer el mismo trastorno que sufrió Hemingway al final de sus días. Piensa que los herederos de la obra del escritor estadounidense lo están buscando para arrebatarle el manuscrito. Piensa, sobre todo, que Elsa Ford está viva y que también lo persigue para quitarle la novela. Como era de esperar, en el último capítulo, este personaje se suicida de la misma manera que lo hizo Hemingway, pero antes se come el manuscrito hoja por hoja.
Ya había leído otros libros de Tonino, pero este me sorprendió de manera grata. La trama estaba muy bien urdida y uno llega a mimetizarse tanto con el propio Gospel cuando este comienza a delirar y cree que incluso la policía internacional está tras sus pasos.
Me levanté de la cama. Tras las cortinas se adivinaba la odiosa luz del amanecer. No hay nada que un insomne deteste tanto como la luz del nuevo día. Salí de mi habitación (por un momento pensé que habían echado la llave en la cerradura) y atravesé los pasillos buscando un reloj. Solo encontré a algunos pacientes sentados en las esquinas, abrazando sus rodillas y con la cabeza gacha. Parecían dormir. No había ningún reloj pero asumí que serían las seis de la mañana. La gorda de escasos cabellos rubios estaba dormida sobre su silla y con la boca abierta apuntando hacia arriba. Roncaba.
Me dirigí entonces hacia los jardines y me senté en una banca.
Un hombre se encargaba de regar unas hortensias. Fue fácil deducir que no se trataba de ningún jardinero. Llevaba el traje celeste con el que me habían uniformado. Por un momento creí escuchar que hablaba con las hortensias. O quizá estaba hablando consigo mismo. Preferí creer que estaba recitando algún poema que había aprendido de memoria, lo cual, a mi parecer, es la peor manifestación de la locura.
Tras las lejanas montañas que rodeaban Vurgolz, un sol perezoso se iba anunciando. Y lo odié con toda mi alma. Cerré los ojos, agaché la cabeza y sentí que unos rayos de luz se iban estrellando dulcemente contra mi nuca. Pensé en Gospel y en su delirio. Pensé también en Hemingway y en su delirio. Entonces una pesada mano se colocó sobre mi hombro.
5
El editor general de El Nictálope, la revista donde trabajaba, era un hombre muy perspicaz. Se rumoreaba que tenía un «asunto» con el director. Lo de «asunto» jamás lo entendí cuando lo escuché por primera vez. Las siguientes veces tampoco lo entendí, pero simulaba que sabía. Luego también comencé a difundir aquel rumor. «Herbert tiene un asunto con el director, así que ten cuidado de estarlo contando por allí». Cosas así, sobre todo a una muchacha pelirroja, practicante de la sección. Es bueno aparentar saber algo cuando en realidad no se sabe nada.
Herbert fue el primero en notar mi enfermedad.
Como ya dije, era un hombre muy astuto. Nada, absolutamente nada, se le pasaba por alto. Por eso la revista era una de las más impecables del medio. Un día me llamó a su oficina para hablar a solas y me dijo: S, sé que tuviste ese horrible accidente en la playa, pero estás enfermo. Yo asentí y lo miré fijamente. Quería hacerle notar con la mirada que sabía lo de su «asunto». Es decir, que siempre lo había sabido, solo que ahora era necesario hacerlo evidente. Quería intimidarlo. Creo que no lo conseguí. ¿Se me nota mucho?, pregunté. Lo suficiente, dijo. Deberías ir al doctor hoy mismo. No lo podrás ocultar por mucho tiempo. Y luego me miró y en aquellos ojos pude percibir que él sabía lo que yo sabía. Vale decir, lo de su «asunto» con el director. Eso, a fin de cuentas, resultó más intimidante. No se lo diré a nadie, finalizó y me puso una mano sobre el hombro con actitud piadosa.
Antes de visitar a un doctor, le pedí a Lila que anotara mi conducta durante una semana. Cenábamos en casa, veíamos la televisión hasta tarde y luego nos íbamos a dormir. Luego del accidente estábamos obligados a llevar una vida más sedentaria. (Cabe hacer aquí una aclaración: Lila no estaba obligada. Sin embargo, tal vez no tenía otra opción que la de acoplarse a mi nueva forma de vida). De aquella breve rutina Lila extrajo una valiosa información que en el futuro sirvió para mi historia clínica. Sobre todo, sacó a relucir unas insospechadas dotes de observación. Por un momento estuve muy convencido de que la escritura era lo suyo. Ya se lo había planteado con anterioridad, cuando me enseñó la libreta que llenaba el día que nos conocimos.
Algunas tardes, al llegar a la redacción, Herbert se acercaba a mi sitio y me decía al oído: no se lo diré a nadie, pero procura que no se note. Luego me guiñaba un ojo y se perdía entre las nubes de humo que cubrían la sala, como un espectro que se disuelve en la neblina. Para ese entonces, el humo del tabaco que cubría la redacción no me molestaba en absoluto. Yo mismo ponía de mi parte para darle consistencia a aquella neblina. Después seguía con los encargos de la jornada, pero cada tanto iba al baño para mirarme en el espejo. Contemplando mi imagen pensaba que sí, tal vez se me notaba un poco. Lo suficiente. Y ante mi reflejo confirmaba lo dicho por Herbert. No iba a poder esconderlo por mucho tiempo.
El diagnóstico del doctor fue muy parecido a las conclusiones que habíamos obtenido Lila y yo de sus apuntes. Le pedí que siguiera con las anotaciones por tiempo indefinido. Y con el correr de los días, las observaciones de Lila se fueron haciendo más sintéticas y no por eso menos precisas y certeras. Los últimos días solo escribía dos palabras en la libreta: tiene pánico.
Y tuvo que llegar el día en que, por primera vez, experimenté el pánico.