La ironía de su nombre

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Un asilo carente de lo más básico en cuestión de higiene y cuidados. Postrada en un destartalado camastro donde la herrumbre cubría cada centímetro de los ya parcos y desvencijados barrotes. Un pestilente olor a heces y orín que enturbiaba los sentidos envolvía la minúscula estancia. Hacinada con varias y decrépitas ancianas, necesitadas de lo más esencial a esa edad, cariño y dignidad. Demasiado tiempo para pensar y llorar. Un tiempo para el recuerdo de su pobre hija Manuela y una inevitable y acongojada añoranza por sus pequeñas nietas.

Engracia escuchó el relato que la llenó de pesadumbre y anegó de rabia contenida su corazón. Quería volver a ver a su abuela, escuchar su voz, sentir sus besos y arrumacos y hasta sus regañinas y reprimendas. Hacía dos meses y medio que se separó de su lado y todavía podía oler sus negras ropas impregnadas del humo de la hogareña lumbre.

La hora corta pero intensa dejó lágrimas y melancolía, pero también risas y complicidad a raudales. Una enternecedora despedida con un «ven a vernos pronto», llevándose consigo un saco de besos para la abuela.

Con el tiempo y algo de ayuda del cielo, la incontinencia nocturna que padecía Josefa se curó de la noche a la mañana. El primer día al verse seca pensó que su hermana habría secado la sábana con su cuerpo, como tantas veces. El segundo día lo achacó a que no durmió lo suficiente, pero después para su sorpresa y regocijo, todas las mañanas la sábana amanecía seca. Las hirientes burlas y el deplorable castigo soportando de rodillas la meada sábana y el aberrante cartel, habían llegado a su fin. Emanaba alegría por los cuatro costados para satisfacción de su hermana Engracia, que tuvo que esperar casi tres meses a que llegara esa mañana tan anhelada para las dos. Se acabó para Engracia el despertarse de madrugada para cambiar el sitio de la cama por el de su hermana. Y se acabó para Josefa el no poder llevar la cabeza alta cuando se cruzaba en el patio con Brígida y su camarilla. Temidas por sus bufonadas, siempre buscaban un hazmerreir donde poder depositar con inquina sus ocultas frustraciones.

Las semanas pasaban. Engracia puso gran empeño para adaptarse a los horarios, a las incomibles viandas y a los bufidos y castigos de algunas monjas contrarrestados por la bondad y el buen hacer de otras que se habían ganado el respeto y la estima de todo el alumnado.

Algunas de las niñas, entre ellas Josefa, pasarían todavía largo tiempo por el calvario de tragarse sus propios vómitos cada vez que llegaba a sus platos el maloliente y pastoso puré de verduras, siempre y cuando el comedor estuviera vigilado por alguna de las ya detestables monjas que se ganaban su malquerencia a base de gritos, coscorrones y bofetones.

12

Las luces del alba sorprendieron a la ciudad con un tupido y blanco manto cubriendo los tejados de los edificios, esa última semana de enero. El inmaculado tapiz de nieve, tendido en el suelo de las calles era arañado y profanado por las ruedas de los carros y el ir y venir de los viandantes.

Esa semana el alumnado acuciaba el paso por las escaleras para bajar a la capilla. No para escuchar misa, sino para salir al patio y poder tocar y pisar la nieve antes de entrar a la casa de Dios. Los montículos de escombros ahora blancos descansaban a los lados del angosto sendero que las niñas recorrían cuatro veces al día.

Pequeñas bolas de nieve volaban por entre las cabezas del alumnado, algunas con acierto. Mientras caminaban hacia la capilla, la monja de turno que encabezaba la fila se volvía para chistar y acallar unas incontenidas risas que comenzaban a contagiar a las niñas. Engracia, animada, barría con la mano la nieve para formar bolas y lanzarlas al cogote despistado de alguna compañera.

Al entrar en la capilla atisbó a la madre Calvario que se encontraba de pie en los primeros bancos. Acompañando a esta, una oronda mujer embutida en un bonito y elegante vestido de color burdeos a punto de estallar por las martirizadas costuras. La fragancia de su penetrante perfume impregnaba el ambiente a varios metros de distancia. Llevaba un pequeño y coqueto tocado en el lado derecho de la cabeza con una fina redecilla que cubría media frente a juego con el vestido. En una mano, un bolso negro con cierre de monedero y en la otra, un par de guantes del mismo color que el vestido.

Engracia no había visto una mujer tan elegante en toda su vida.

Al terminar la misa, la madre Calvario en compañía de la misteriosa mujer se encaminaba a las aulas, detrás de la larga fila que componía el alumnado. La religiosa invitó a la dama a esperar unos momentos en el despacho de la madre superiora.

Seguidamente la monja traspasó levemente la puerta del aula, buscando con la mirada el pupitre de las hermanas Garrido.

—Engracia y Josefa, acompañadme al despacho. Las demás, repasad la lección de ayer —apuntó la religiosa.

Extrañadas siguieron a la madre Calvario.

En el despacho las esperaban la madre superiora y la desconocida dama.

—Os presento a la señorita María de Quiralte, benefactora de nuestra orden, buena amiga, gran devota de Nuestra Señora del Prado y siempre comprometida con las labores religiosas y humanitarias, allá donde se necesite —remató con gran solemnidad la madre superiora.

Engracia miró el rostro que la contemplaba con refrenada curiosidad. Un rostro redondeado con unas sonrosadas mejillas que le otorgaban un semblante de muñeca de porcelana. El fino y suave maquillaje y un tenue color de carmín en los labios amarraban a gritos la ya pasada línea de los cuarenta. El brillo de su sonrisa lo ensombrecía un remusgo de disimulada amargura que se paseaba por su mirada sin poder evitarlo.

La benefactora se levantó de la silla donde se acomodaba y aproximándose a ellas les dio un par de besos a las desconcertadas niñas.

—Engracia, ha llegado el momento de preparar el bautizo de tu hermana Josefa. Y qué mejor madrina que María de Quiralte —alegó la madre Calvario con alegría.

Engracia miró a su anonadada hermana que contemplaba a aquella mujer sin saber qué hacer.

—Josefa, será un gran día para ti. Y para celebrarlo, María de Quiralte obsequiará al colegio con una merienda a base de dulces y golosinas —dando la monja énfasis a esto último.

Los ojos de Josefa se abrieron de par en par, regalando una abierta sonrisa que iluminó toda la estancia. Rompieron a reír al unísono al contemplar el reflejo de la felicidad, plasmado en el rostro de la pequeña.

El bautizo se celebró dos semanas después en la Basílica de Santa María del Prado.

Prendida de la mano de su madrina, a Josefa la acompañaron varias religiosas sin faltar la madre Calvario, un manojo de chicas mayores, algunas de sus amigas y compañeras y por supuesto su hermana Engracia.

Bautizada en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con el nombre de Josefa María, en honor a su madrina y benefactora. Un bautizo sobrio, pero con emoción contenida que ofició el padre don Emeterio, párroco de la susodicha iglesia, donde María de Quiralte era la más devota feligresa.

De familia tan acaudalada como religiosa, gran parte del día lo dedicaba a arreglar y adecentar el manto y cabello de santos y vírgenes. Apenas tuvo dos pretendientes que ahuyentó, antaño, su difunto padre a golpe de talonario por no ser digno de aparentar con la familia Quiralte.

La prometida y endulzada merienda era la que toda niña esperaba.

Días antes, la noticia de la golosa merienda se propagó como la pólvora por todo el internado. Ávidas por que llegara el día que Josefa recibiera las aguas bautismales y poder hincar el diente a los más selectos dulces de la ciudad.

Rosquillas de anís, pestiños, hojuelas, resequillas, flores de Calatrava y toda clase de golosinas dispuestas en numerosas bandejas que reposaban en las largas mesas del comedor y que hicieron las delicias de pequeñas y mayores.

La madre Calvario, atenta a todo y a todas, se aproximó a Engracia que no dejaba de observar a la madrina.

—María de Quiralte es una buena mujer, bondadosa y temerosa de Dios —adujo, poniendo su mano sobre su hombro.

Sobresaltada por no haber notado su presencia, Engracia giró sobre sí para encontrarse con el azul y cálido océano de su mirada.

—Debes relajarte y disfrutar. Alegrémonos y celebremos este bonito día —sugirió la religiosa.

Aunque transcurrieron ya varias semanas, todavía coleaba en las mentes del alumnado el inolvidable recuerdo del bautizo de Josefa. Se escuchaban impetuosos comentarios acerca de las dulces viandas, sobre todo a la hora de comer las insípidas y grumosas gachas.

Después de abandonar el comedor, Engracia y Eulogia se sentaron en los fríos escalones que desembocaban en el patio de recreo.

Se preguntaban mutuamente la lección del catecismo. Varias niñas incluidas ellas y sus hermanas pequeñas tomarían la primera comunión esa primavera. Debían aprender el catecismo de tapa a tapa y soltar la beatificada verborrea en presencia de la madre superiora y varias religiosas más, días antes del acontecimiento.

Un molesto escozor obligaba a Eulogia a tocarse constantemente los párpados.

—Eulogia, tienes los ojos rojos y los párpados abultados —dictaminó Engracia.

—Me molesta un poco cuando parpadeo. Tú también tienes los ojos rojos, ¿no te molesta el cerrar los párpados?

—Yo ya llevo muchos días así. Al principio sentía como una pequeña molestia, pero ahora apenas lo noto.

Al principio dudaron, pero después se dejaron caer por la pequeña enfermería.

Se encontraron a la hermana Gloria en plena cura.

Una de las niñas más pequeñas sollozaba con ganas, pues se desolló el codo con el muro de piedra del patio. La monja mientras hacia la cura intentaba calmar y reconfortar con mimos y alentadoras palabras a la desolada niña. Rematada la herida con un buen vendaje, la pequeña ya se perdía por la larga galería con un trapo anudado al cuello sujetando el brazo a modo de cabestrillo.

 

La hermana Gloria comenzó a examinar los ojos de Engracia. Con un leve giro de muñeca le volvió los párpados hacia atrás.

Asomaron unos granos como lentejas de consistencia dura, adheridos a los párpados.

—¡Que Dios nos asista! —resopló mirando al deteriorado techo.

Esa tarde pasaron por las facultativas manos de la hermana Gloria todo el alumnado, incluso las religiosas y hasta ella misma. De ciento catorce niñas, sesenta y dos de ellas con el mismo pronóstico. Una epidemia que llevó a esas niñas a ser asistidas en el Hospital de Ciudad Real.

Josefa fue una de las cincuenta y dos niñas que no se contagiaron. Siempre a la vera de su hermana, compartiendo con ella pupitre y almohada, la providencia quiso en esta ocasión que pudiera escabullirse de las afiladas cuchillas del doctor Eliciano Andrades.

La madre superiora mandó dividir a las niñas afectadas en varios grupos. Debían ponerse en manos del especialista lo antes posible.

Dos días después y a primera hora de la mañana, varias monjas custodiaban la apocada andadura del primer grupo que abordó la calle rumbo al hospital.

Alrededor de las dos del mediodía volvían de regreso.

Engracia oteó la llegada por el ventanal de una de las galerías. En procesión, enlazadas por las manos y con los ojos vendados traspasaban la herrumbrosa verja del convento. De lazarillos, la hermana Gloria y la hermana Angustias y de postreras la opresiva hermana Milagros y la joven novicia llamada Sagrario que asió con fuerza todo el trayecto la mano de la última niña.

Debían guardar reposo en la cama durante unos días.

Engracia, en uno de los ociosos ratos, se aproximó al dormitorio para ver el estado en que se encontraba su amiga Eulogia.

—¿Te duele mucho? —inquirió Engracia mientras clavaba los ojos en el grueso vendaje.

—Un poco, pero lo peor es lo del hospital… —murmuró.

—Mañana voy yo con el segundo grupo —refirió Engracia, con un hilo de voz.

Aquella noche apenas podía pegar ojo. Las palabras de Eulogia le provocaron un canguelo que apenas podía dominar. Pensar en mañana le anudaba las tripas y le hacía sudar las palmas de las manos, a pesar del álgido frío de la noche.

Las primeras luces del alba venían cargadas de incertidumbre y desasosiego.

El segundo grupo de niñas ya se amontonaba en el claustro principal. Murmuraban, azoradas, los lastimeros comentarios del primer grupo. A Engracia, a pesar de llevar enfundada la esclavina, los dientes le castañeaban sin saber si era por el gélido frío de la mañana o la zozobra y la desazón que albergaba su cuerpo.

Apareció el cuarteto de monjas, esta vez la hermana Gloria acompañada de la aborrecida hermana Remedios y las entregadas madre Caridad y Calvario, lo que provocó que a Engracia y a todas las demás niñas se les iluminase el rostro.

Abordaron la calle con diligencia para llegar a la hora acordada al hospital. El grupo encabezado por la hermana Gloria y varias chicas mayores serpenteaban calles y plazoletas. Un viento comenzó a rachear, colándose por entre la esclavina de Engracia por huecos invisibles hasta llegar a sus delgadas carnes, que tiritaban como hojas de otoño.

Engracia procuraba no desprenderse de la mano de la madre Calvario, pues sentía los turbios ojos de la hermana «Cara Pasillo» clavados en su nuca. Las niñas más pequeñas, controladas en todo momento por la mano férrea de las dos monjas restantes y las mozas mayores.

Al llegar al hospital una de las enfermeras les indicó que esperaran en una gran sala.

Una cortina de vaporosa luz entraba por entre los cristales de las ventanas. Las blancas paredes se fundían con el blanco impoluto de los cercos de puertas y ventanas. Numerosas sillas apostadas contra la pared donde la madre Caridad sugirió a las niñas que se sentaran.

Apenas pasados cinco minutos apareció por la puerta la misma enfermera, para volver a desaparecer llevándose consigo a dos de las niñas más pequeñas que se encontraban al lado de Engracia.

Al cuarto de hora, las niñas atravesaban la puerta de la mano de la enfermera con un abultado vendaje en los ojos. Todavía la congoja del llanto no las había abandonado, con grandes suspiros no paraban de llamar reiteradamente a la madre Calvario. Ella se aproximó y estas se agarraron a la falda del hábito como si se les escapara vida.

Engracia sabía que las próximas eran Crescecia y ella. Aunque no era santa de su devoción, podía ver la angustia en sus ojos.

En todos estos meses no cruzaron más de tres frases seguidas. Siempre al lado de la lenguaraz de Brígida, era una de sus secuaces, que provocaban y disfrutaban con el malestar ajeno.

Pero en esos instantes, Engracia contemplaba a Crescecia amedrentada tanto o más que ella y a punto de echarse a llorar.

—Venid conmigo —ordenó la enfermera.

Engracia y Crescecia la siguieron unos pasos más atrás. Tuvieron que apresurar el paso para no perder a la enfermera, una espigada mujer enfundada en una larga y blanca bata. El oscuro pelo recogido en una especie de cofia que a Engracia le recordó a la que siempre llevaba puesta su madre cuando servía en casa de los Gorreros. El triste recuerdo de camino al quirófano acrecentó el incipiente nudo que le estrangulaba la garganta y no dejaba entrar ni una brizna de aire.

El último de los blancos pasillos desembocaba en una salita con un largo banco apoyado a la pared, una pequeña mesa y al otro lado de esta una silla donde se acomodó la enfermera. Después de ordenar que se sentaran en el banco y preguntar sus nombres y apellidos, comenzó a escribir en un grueso cuaderno donde estampó varios sellos, no sin antes empaparlos bien en la pequeña almohadilla impregnada de tinta azul.

—Engracia Garrido, tú serás la primera —aclaró.

La enfermera empujó la holgada puerta que se encontraba a su derecha e invitó a Engracia a entrar. El trémulo cuerpo de la niña apenas respondía. Con pasos indecisos y supurando miedo por todos los poros de su piel, traspasó el umbral para adentrarse en el quirófano.

La potente luz amarilla de unas grandes lámparas iluminaba toda la estancia. Una mesa de operaciones, cercada por varias mesillas con ruedas donde descansaba el instrumental quirúrgico. Un fuerte olor a desinfectante arañaba el paso por sus fosas nasales provocándole pequeños pinchazos en la cabeza.

Esperando, una joven enfermera que al verla aparecer se aproximó a ella para darle las debidas instrucciones antes de llegar el cirujano.

Tumbada ya en la mesa y tapada con una pequeña sábana hasta el cuello, atravesó la puerta el cirujano, don Eliciano Andrades.

—Engracia, ¿no es así? —preguntó el cirujano.

—Sí —musitó.

—Quiero dejarte limpios esos preciosos ojos, pero tienes que colaborar —matizó, regalándole una afable sonrisa.

Un hombre menudo, rozando la cresta de los sesenta, calvo como las bombillas que iluminaban la sala, con una frente marcada por profundos y horizontales surcos y que se acentuaban cada vez que arqueaba las cejas.

A la señal del cirujano, la enfermera sujetó fuertemente la cabeza de Engracia.

De una de las mesillas, el doctor Andrades cogió una especie de pequeñas cuchillas. Con gran habilidad le dio la vuelta al párpado y, sin anestesia ninguna, comenzó a raspar una y otra vez el párpado de la niña, a lo vivo. Los gemidos de Engracia se mezclaban con las alentadoras palabras de la enfermera y el sonido rasposo y repetitivo de las cuchillas contra los duros y numerosos granos. Uno a uno, limaba los abultados granos mientras la niña, en medio de un incontenido llanto, se le anegaban los ojos de sangre.

El cronómetro vital de Engracia se eternizó en el mismo momento de sentir la fría y afilada cuchilla.

Quince minutos después abandonaba el quirófano del brazo de la enfermera y un apretado vendaje que le tapaba medio rostro.

El regreso al internado fue bastante escabroso y accidentado. Todas las niñas pequeñas y mayores, con sendos vendajes que anulaban el poder ver los posibles obstáculos que pudieran encontrar en el camino. Aunque las manos, brazos y hombros de las religiosas eran un válido asidero, las caídas, tropezones y coscorrones se dieron por doquier. Cuando arribaron al convento tuvieron que pasar por la pequeña enfermería para que la hermana Gloria desinfectara y curara varios rasguños en rodillas y codos.

Las recién llegadas se encontraron con la sorpresa de que el techo del primer pabellón donde se dormía se vino abajo poco después de marchar al hospital. Las últimas lluvias hicieron mella donde ya el tiempo y el deterioro daban mordiscos de muerte. Gran parte del caduco techo descansaba en las desvencijadas y aplastadas camas de las niñas, dando gracias de que a esa hora se encontraban vacías.

Con las clases suspendidas, toda mano grande o pequeña se esforzaba por desescombrar el derruido pabellón. De uno en uno se pasaban los grandes cascotes hasta formar varios montículos que se apiñaban en la galería más cercana. Las camas se trasladaron al pabellón colindante donde descansaban los dos grupos que pasaron por el quirófano.

Engracia yacía en una de las camas escuchando el trasiego de la mudanza. Con las camas pegadas unas contra las otras apenas quedaba sitio para un angosto pasillo.

Larga noche para Engracia. El dolor que le atenazaba las sienes y la incertidumbre por el vetusto y amenazante techo que a duras penas se sostenía sobre ella no invitaban a conciliar el sueño.

Pasaron cuatro días que a Engracia se le antojaron eternos. Siempre inquieta como rabo de lagartija, ahora postrada en el camastro sin saber qué hacer, el tedio se apoderaba de ella. Acostumbrada a arrancarle al día el máximo tiempo posible para jugar con su hermana y amigas, practicar las nuevas letras y sobre todo elaborar la bonita y afamada cenefa, ahora se sentía desanimada y frustrada.

La hermana Calvario se paseaba varias veces al día por las camas de las niñas afectadas para darles ánimo y paciencia.

—Engracia, estás guapa hasta con la venda —refirió la religiosa, intentando animarla.

—¡Que me quiten ya el vendaje! —instó Engracia, algo exaltada.

—Mañana es el último día, modera esos nervios que pronto te encontrarás libre de él —adujo la monja mientras acariciaba con su tibia mano la fría mejilla de la niña.

Unas cuidadosas manos tentaban el vendaje de Engracia. Sintió el frío filo de la tijera que cortaba poco a poco las vendas que la habían aislado del mundo durante cinco largos días. Tímidamente comenzó a abrir los ojos e intentar parpadear. Una súbita angustia afloró repentinamente en el ánimo de Engracia. La imagen borrosa y vaporosa que le devolvía el cristalino estaba muy lejos de ser lo que ella esperaba ver.

—Sosiégate, no te asustes. Has estado varios días con los ojos vendados y ahora cuesta enfocar la vista —aclaró la joven enfermera que la asistió en la intervención.

Pasados varios minutos, ya veía perfectamente. Acto seguido la enfermera preparó el gotero que contenía nitrato de plata para poner una pequeña gota en cada ojo.

Como brasas incandescentes caían en los ojos de Engracia, que la obligaban a aullar de dolor. El escozor que sentía era indescriptible y más si recordaba que debía venir al hospital durante cinco días más para que le administraran la incendiaria gota y así poder curarse lo antes posible.

Durante una semana las idas y venidas al hospital comenzaron en grupos. Después los últimos días se unificaron por orden de la madre superiora, pues de esta manera el colegio perdía menos tiempo y las curas en el hospital se activaban al ser todas seguidas y tener el mismo diagnóstico.

13

La primavera entró de lleno tibiando los fríos y húmedos muros del moribundo convento. Faltaban pocos días para que Engracia, junto a su hermana y veintidós compañeras más, tomaran la primera comunión.

Desde que apadrinó María de Quiralte a Josefa, las visitas al convento de la benefactora se hicieron más frecuentes.

Se había encariñado de esos ojos grandes de Josefa y de su carácter desvalido y necesitado de afecto. Pasaban largos ratos sentadas en un banco del claustro más cercano al despacho. Engracia siempre pendiente de su hermana, se dejaba ver de lejos. Contemplaba, complacida, cómo la señorita de Quiralte, como gustaba que le llamaran las niñas, dilataba el tiempo contándole largos y entretenidos cuentos para demorar lo más posible su despedida.

 

Faltaba una semana para que tomaran la primera comunión y el examen verbal de esa tarde mantenía a Engracia con los nervios quebradizos. Repasaba el catecismo reiteradamente de principio a fin sin saltarse una hoja. El Credo, el Yo Confieso, Los Sacramentos, Los Mandamientos, Los Pecados Capitales y un sinfín de verborrea escrita que, si hubiera estado en manos de ella, el catecismo sería una simple hoja con una escueta frase donde se leyera: «Líbranos de todo mal. Amén».

La clase de la hermana Calvario se transformó en una especie de sala de juicios. Tres filas de sillas ocupadas por veinticuatro niñas enfrentadas a una larga mesa donde se acomodaban cuatro religiosas, entre ellas la madre superiora.

Esperaban, inquietas, el bombardeo de preguntas que las monjas les lanzarían, temiendo las más rebuscadas y retorcidas que demandaría la hermana Remedios. La tabla de salvación y un respiro para coger aire se lo proporcionaban las madres Calvario y Caridad. Y de observadora para dar fe de aprobados y suspensos, la madre superiora.

El examen comenzó por las más pequeñas, entre ellas Josefa. Cada religiosa nombraba a una alumna, esta se levantaba para poner alma y oído a veinte preguntas y contestar lo más correcto posible.

El tartamudeo de Josefa al intentar contestar las preguntas de la hermana Remedios provocó algunas risas entre el alumnado. Engracia en ese momento, rezaba con ahínco para sus adentros pidiendo algo de ayuda para su hermana.

Esta vino de la mano de la madre Calvario.

—Hermana Remedios, doy fe de que Josefa Garrido lo sabe, démosle un respiro para que se tranquilice, ¿no le parece? —apuntó la madre Calvario, arqueando las cejas.

—Me parece bien, madre —contestó, clavando sus desdeñosos ojos en la niña.

Cuando Josefa terminó, se dejó caer en la silla. Las palmas de las manos le sudaban, pero consiguió templar los nervios y salir victoriosa de la contienda.

Cuando llegó el turno de Engracia ya eran casi las ocho de la tarde.

Josefa, Eulogia y Pía pasaron el examen al igual que Crescecia y Brígida. Ahora le tocaba a Engracia demostrar cuánto sabía de beatificas retahílas.

Las rebuscadas preguntas de la hermana Remedios hicieron dudar varias veces a Engracia, que titubeaba sin precisar la contestación. La madre Calvario le aflojaba la soga regalándole preguntas, claras y concisas.

—Yo creo que Engracia Garrido no debe ser aprobada. No ha concretado varios aspectos del Viejo Testamento —adujo la hermana Remedios, relamiéndose.

A Engracia le pareció que el corazón le dejó de latir por unos segundos. El temblor de rodillas que comenzó nada más levantarse, ahora se acentuó considerablemente.

—Yo puedo decir el catecismo entero mejor que nadie, pregúntenme lo que quieran—retó Engracia, rezumando angustia en su voz.

—Espero que así sea, Engracia —comentó la madre superiora, algo escéptica.

—Si no es así, ya sabes cómo pagarás tu vanidad —apuntó la hermana Remedios, retorciendo la boca.

Comenzó con el padrenuestro, hilando un rezo con otro. La mayor parte de las palabras que salían de su boca, ni entendía su significado, ni tenían sentido para ella, se limitaba a repetir como un loro todo lo acumulado en su mente. Más de quince minutos estuvo soltando la santificada verborrea, iluminando los rostros de las religiosas a excepción del disimulado mohín de la hermana Remedios.

Engracia comenzaba, ahora, el largo y cansino rosario, cuando la madre superiora hizo un ligero ademán con la mano para que callara y escuchara.

—Has demostrado que te sabes el catecismo mejor que nosotras. —Asintiendo con la cabeza, la Madre Superiora—. Engracia, estás aprobada por méritos propios —sentenció, regalándole a la agotada niña una tibia sonrisa.

Aprobaron dieciocho de las veinticuatro niñas que se examinaban esa tarde. Las seis que suspendieron debían prepararse y esperar hasta bien metido el otoño de ese mismo año para volver a ponerse frente a la comisión examinadora.

Con un poco de suerte y esquivando lo mejor posible las rebuscadas preguntas de la hermana Remedios, aprobarían todas ese año.

Dos días antes de celebrarse la primera comunión, María de Quiralte apareció con un precioso vestido blanco, de corte hasta la rodilla y con un fino lazo de raso ajustado a la cintura.

—¿De verdad es para mí? —preguntó Josefa, eufórica.

Su madrina asintió con una complaciente sonrisa.

—¿Puedo enseñárselo a mi hermana y a mis amigas? —consultó Josefa, algo retraída.

—¡Claro que sí! —exclamó su madrina—. Es tuyo para siempre —afirmó, disfrutando del momento.

Salió del despacho a la carrera dejando a María de Quiralte y a la madre superiora con la palabra en la boca.

Irrumpió de golpe en la clase de la madre Calvario.

Se hizo un gran corro alrededor de ella a excepción de Brígida y su pandilla.

Engracia disfrutaba al ver a su hermana exultante, hacía mucho tiempo que no la veía tan alegre y satisfecha.

—Vas a parecer la monaguilla de la iglesia —descargó Brígida carcajeándose, sembrada de envidia.

El resto de la pandilla emularon las risotadas de Brígida como hienas.

Engracia le lanzó a Brígida una sulfúrica mirada de tal calibre, que le deshizo de un plumazo la burlona sonrisa estampada en su cara.

—¡No digas tonterías, Brígida! —le espetó la hermana Calvario—. Estará como una muñeca de porcelana con ese bonito vestido —alegó la religiosa mientras se abría camino entre las amontonadas niñas.

La monja sujetó el vestido para seguidamente pasarle la mano con gran delicadeza, apenas rozando la fina y blanca tela.

—Josefa, ese día estarás aún más preciosa de lo que ya eres, si cabe —mencionó.

Engracia llena de gozo contemplaba a su hermana que llevaba estampada una sonrisa de oreja a oreja.

El tiempo les guiñó un ojo a las entusiasmadas niñas el día de su primera comunión.

El cielo despejado y una suave brisa deslizándose mansamente por Ciudad Real.

En procesión, enfundadas con el uniforme del colegio limpio y bien planchado se dirigían a la Basílica de Santa María del Prado. Entre los oscuros uniformes destacaba el bonito y blanco vestido de Josefa. Prendida de la mano de María de Quiralte, apenas notaba los adoquines bajo sus pies. Josefa sentía que levitaba un palmo sobre el suelo deslizándose por entre las largas y concurridas calles de la ciudad.

Engracia, un par de metros atrás, miraba a su hermana inflada de dicha.

—Josefa está preciosa, parece una princesa —comentó Eulogia mientras caminaba emparejada con Engracia.

—Mi hermana siempre ha sido guapísima —convino Engracia con orgullo.

Esa mañana de domingo oficiaba la misa don Paulino. Su pequeña estatura apenas sobrepasaba a la de los monaguillos con los que se le podía confundir si no fuera por el brillo que le otorgaba la llama del cirio en su ancha y despejada frente carente de pelo. Posados en su afilada nariz, unos reducidos lentes, cuyo uso daba por inútil, pues siempre miraba por encima de ellos.

El Santo Sacramento de la comunión fue tomado por las niñas instantes después de que comulgaran los feligreses de la comunidad, allí presentes. Una misa sobria y solemne si no fuera por el murmullo e interés que despertaron entre las beatas las preguntas sin respuesta que flotaban en el aire mientras clavaban los ojos en la niña del vestido blanco que apareció de la mano de la renombrada María de Quiralte.